Como cada año, hasta finales del mes de diciembre, el hogar de Sativus daba muestras de vida gracias a los cinco inquilinos que estremecían la estática, que consumían con la mirada y que carcomían la indiferencia de su vida.
Los conocimientos de taxidermia de Sativus convertían a aquella
enorme cabaña en un sitio inconfundible, ya que los trofeos de caza, las
figuras de animales imponentes y los dioramas invadían cada rincón, cada repisa
y cada pared.
No era un cazador aficionado, ésta inclinación estaba arraigada en
sus entrañas por la cercanía que sentía hacia la naturaleza y por los
constantes encuentros, desde muy pequeño, con animales bestiales y atroces;
pero en estado de indiferencia, como adormecidos, en la mesa o en el piso del
taller, donde el olor a naftalina se apoderaba de la más pequeña partícula en
el aire y absorbía a los demonios que roían los cadáveres, ese mismo aire en
que la naftalina en veces se apoderaba de la atmósfera de toda la residencia, y
el cual con el paso de los días se convertía en un atavío más. El mismo aire
que el azafrán luchaba por recuperar, tratando de expandirse más allá de sus
dominios en la cocina.
Conforme pasaban los meses, Sativus se aseguraba de que por lo
menos cuatro de sus inquilinos pasaran la noche del veinticuatro de diciembre
en la cena navideña con él, explicándoles como añoraba los tiempos de
convivencia en esas fechas con su familia que ahora se reunía seis metros bajo
tierra, sin él.
Nunca se caso y tampoco tuvo hijos, por lo que a ellos les
resultaba difícil no aceptar tan amable propuesta de su solitario casero.
Debían ser específicamente cuatro, pues el quinto tendría que ser
destinado para poder llevar a cabo la inexorable celebración anual. Sólo el
azar jugaba un papel significativo en la selección, no había una estrategia
preliminar, pues únicamente aquel que se mostraba indiferente o se negaba a
hacer acto de presencia aquella noche, era el sentenciado anónimo.
El inquilino desertor habitualmente salía sin ser visto y no
regresaba en el mes de enero, llevándose consigo un rastro de naftalina que se perdía
entre especias y el propio olor a muerte.
Una semana antes de la cena del día veinticuatro, Sativus se
dispuso a afilar los cuchillos, limpiar perfectamente la impecable vajilla de
plata y concedió dos semanas de vacaciones a la robusta cocinera. Realizó la
compra de las especias necesarias para el gran festín y no escatimó en cuanto
al ingrediente principal: el azafrán.
Diciembre es un mismo escenario anualizado: durante el día se
observa la mesa con manteles adornados alusivamente a la estación del año, el rojo vivo predominando por todo el lugar y
una calidez en el aire igualando en artificio a la naturaleza muerta presente.
Por las noches, las velas ardiendo en la penumbra, con flamas danzantes que
mezclan entre sombras los ojos apagados, los colmillos afilados, las alas extendidas
y una atmósfera que pesa y oprime el ánimo al punto de asfixiarlo.
Al fondo de la estancia, un gran árbol refleja cien veces en pequeñas
esferas aquel sombrío espectáculo en
tanto que haya luz que lo facilite, este espectáculo que más que reflejarse,
parece estar dibujado sobre la superficie de las esferas, dando lugar a un
paisaje recurrente, como al observar un cuadro que tiene años en el mismo
sitio.
El veinticuatro de diciembre, a las ocho de la noche, se llamó a
todos los invitados al comedor. Había una fuente de carnes frías para saborear
diferentes bocadillos y varias botellas de vino ibérico, en copas de cristal. El brillo de la vajilla
hacía nacer el temor de ensuciarla, de tocarla siquiera, o de opacarla sólo con
observarla sobre la mesa.
Pasaban los minutos, los comensales saboreaban con agrado los
bocadillos y el vino, mientras la conversación se avivaba, las sonrisas aumentaban
y el contacto humano se hacía presente.
Un par de horas después, Sativus se retiró y anunció que la cena
comenzaría en unos minutos. Fue hacia la cocina, donde lo esperaban tres
platillos adornados delicada y ostentosamente, toda la carne había sido
removida con mucho cuidado de la piel y de los huesos; con todo la sutileza de
un taxidermista.
Las viandas fueron llevadas hasta la mesa y presentadas
debidamente, los comentarios respecto a los alimentos y su procedencia, al
momento de degustarlos, no se hicieron esperar; pues su sabor específico y exquisito
despertaba la curiosidad. Era un sabor no conocido y al mismo tiempo asombroso.
Lo único que se dio a conocer fue que esa carne era la mejor de la región.
El placer invadió los cuerpos, el vino intensificó el ánimo y la
avidez para comer; una extraña delectación trajo consigo un éxtasis tóxico.
Sin advertirlo, Sativus se había perdido por un instante de la
quimérica escena, para traer consigo inesperadamente unas pequeñas cajas,
adornadas meticulosamente y cubiertas
con fino terciopelo, cada caja de un color diferente.
Dentro de cada caja, había un mecanismo que unía piezas mecánicas
y orgánicas en un artificio oscilante entre la vida y la muerte. Cada uno con
su respectivo pequeño sobre de naftalina, para evitar la humedad.
En el amanecer y ya satisfechos en todas sus necesidades, una complicidad
invisible y espontánea hizo que cada uno se retirara a su habitación, tranquilamente,
donde acomodarían sobre una repisa sus nuevas adquisiciones y terminarían de
dispersar gran parte de la evidencia, al tiempo que su mente suprimía ciertos
recuerdos y pensamientos inauditos.
Lola Ancira, México, 2008.
* (Este fue uno de los cuentos ganadores del Concurso de Cuento Navideño 2008 de la Facultad de Lenguas y Letras a través de Librerías Gandhi.)
Lola Ancira, México, 2008.
* (Este fue uno de los cuentos ganadores del Concurso de Cuento Navideño 2008 de la Facultad de Lenguas y Letras a través de Librerías Gandhi.)