sábado, 31 de enero de 2015

Pájaros en la boca - Samantha Schweblin (cuento)





Samantha Schweblin (escritora argentina, 1978) es una autora prolífica que ha recibido numerosos premios, como el Casa de las Américas y el Juan Rulfo, y que ha sido traducida a diversos idiomas. 

Pájaros en la boca es su segundo libro de cuentos publicado, que recibe su título precisamente por el relato homónimo, una breve historia misteriosa y devastadora que describe la fragmentación de una familia nuclear tras un cambio drástico en el comportamiento de la única hija a través de la voz del padre, un narrador en primera persona.

Este es el primer libro que tengo el placer de leer de Schweblin, y quedé fascinada.

Pueden escuchar el cuento en voz de la autora en este enlace.



Pájaros en la boca

El auto de Silvia estaba estacionado frente a la casa, con las balizas puestas. Me quedé parado, pensando en si había alguna posibilidad real de no atender el timbre, pero el partido se escuchaba en toda la casa, así que apagué el televisor y fui a abrir. 

–Silvia –dije. 

–Hola –dijo ella, y entró sin que yo alcanzara a decir nada–. Tenemos que hablar, Martín. 

Señaló mi propio sillón y yo obedecí, porque a veces, cuando el pasado toca a la puerta y me trata como hace cuatro años atrás, sigo siendo un imbécil.

–No va a gustarte. Es… es fuerte –miró su reloj–. Es sobre Sara. 

–Siempre es sobre Sara –dije. 

–Vas a decir que exagero, que soy una loca, todo ese asunto. Pero hoy no hay tiempo. Te venís a casa ahora mismo, esto tenés que verlo con tus propios ojos.

–¿Qué pasa? 

–Además, le dije a Sara que irías así que te espera.

Nos quedamos en silencio un momento. Pensé en cuál sería el próximo paso, hasta que ella frunció el ceño, se levantó y fue hasta la puerta. Tomé mi abrigo y salí tras ella. 

Por fuera la casa se veía como siempre, con el césped recién cortado y las azaleas de Silvia colgando del balcón matrimonial. Cada uno bajó de su auto y entramos sin hablar. Sara estaba sentada en el sillón. Aunque ya había terminado las clases por ese año, llevaba puesto el jumper de la secundaria, que le quedaba como a esas colegialas porno de las revistas. Estaba erguida, con las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas, concentrada en algún punto de la ventana o del jardín, como si estuviera haciendo uno de esos ejercicios de yoga de la madre. Me di cuenta de que aunque siempre había sido más bien pálida y flaca, se le veía rebosante de salud. Sus piernas y sus brazos parecían más fuertes, como si hubiera estado haciendo ejercicio durante unos cuantos meses. El pelo le brillaba y tenía un leve rosado en los cachetes, como pintado pero real. Cuando me vio entrar sonrió y dijo:

 –Hola, papá. 

Mi nena era realmente una dulzura, pero dos palabras alcanzaban para entender que algo estaba mal en esa chica, algo seguramente relacionado con la madre. A veces pienso que quizá debí  habérmela llevado conmigo, pero casi siempre pienso que no. A unos metros del televisor, junto a la ventana, había una jaula. Era una jaula para pájaros –de unos setenta, ochenta centímetros–; colgaba del techo, vacía.

–¿Qué es eso? 

–Una jaula –dijo Sara, y sonrió. 

Silvia me hizo una seña para que la siguiera a la cocina. Fuimos hasta el ventanal y ella se volvió para verificar que Sara no nos escuchara. Seguía erguida en el sillón, mirando hacia la calle, como si nunca hubiéramos llegado. Silvia me habló en voz baja. 

–Martín. Mirá, vas a tener que tomarte esto con calma. 

–Ya, Silvia, dejate de joder, ¿Qué pasa? 

–La tengo sin comer desde ayer. 

–¿Me estás cargando? 

–Para que lo veas con tus propios ojos. 

–Ajá… ¿estás loca? 

Me hizo una seña para que volviéramos al living y me señaló el sillón. Me senté frente a Sara. Silvia salió de la casa y la vimos cruzar el ventanal y entrar al garaje. 

–¿Qué le pasa a tu madre? 

Sara levantó los hombros, dando a entender que no lo sabía. Tenía el pelo negro y lacio, atado en una cola de caballo, y un flequillo prolijo que le llegaba casi hasta los ojos. 

Silvia volvió con una caja de zapatos. La traía derecha, con ambas manos, como si se tratara de algo delicado. Fue hasta la jaula, la abrió, sacó de la caja un gorrión muy pequeño, del tamaño de una pelota de golf, lo metió dentro de la jaula y la cerró. Tiró la caja al piso y la hizo a un lado de una patada, junto a otras nueve o diez cajas similares que se iban sumando bajo el escritorio. Entonces Sara se levantó, su cola de caballo brilló a un lado y otro de su nuca, y fue hasta la jaula dando un brinco, paso de por medio, como hacen las chicas que tienen cinco años menos que ella. De espaldas a nosotros, poniéndose en puntas de pie, abrió la jaula y sacó el pájaro. No pude ver qué hizo. El pájaro chilló y ella forcejeó un momento, quizá porque el pájaro intentó escaparse. Silvia se tapó la boca con la mano. Cuando Sara se volvió hacia nosotros el pájaro ya no estaba. Tenía la boca, la nariz, el mentón y las dos manos manchadas de sangre. Sonrió avergonzada, su boca gigante se arqueó y se abrió, y sus dientes rojos me obligaron a levantarme de un salto. Corrí hasta el baño, me encerré y vomité en el inodoro. Pensé que Silvia me seguiría y se pondría a echar culpas y directivas desde el otro lado de la puerta, pero no lo hizo. Me lavé la boca y la cara, y me quedé escuchando frente al espejo. Bajaron algo pesado del piso de arriba. Abrieron y cerraron la puerta de entrada algunas veces. Sara preguntó si podía llevar con ella la foto de la repisa. Cuando Silvia contestó que sí su voz ya estaba lejos. Abrí la puerta cuidando de no hacer ruido, y me asomé al pasillo. La puerta principal estaba abierta de par en par y Silvia cargaba la jaula en el asiento trasero de mi coche. Di unos pasos, con la intención de salir de la casa gritándoles unas cuantas cosas, pero Sara salió de la cocina hacia la calle y me detuve en seco para que no me viera. Se dieron un abrazo. Silvia la besó y la metió en el asiento del acompañante. Esperé a que volviera y cerrara la puerta. 

–¿Qué mierda…? 

–Te la llevás –fue hasta el escritorio y empezó a aplastar y doblar las cajas vacías. 

–¡Dios Santo, Silvia, tu hija come pájaros! 

–No puedo más. 

–¡Come pájaros! ¿La hiciste ver? ¿Qué mierda hace con los huesos? 

Silvia se quedó mirándome, desconcertada. 

–Supongo que los traga también. No sé si los pájaros… –dijo y se quedó pensando. 

–No puedo llevármela. 

–Si se queda me mato. Me mato yo y antes la mato a ella. 

–¡Pero come pájaros! 

Fue hasta el baño y se encerró. Miré hacia afuera, a través del ventanal. Sara me saludó alegremente desde el auto. Traté de serenarme. Pensé en cosas que me ayudaran a dar algunos pasos torpes hacia la puerta, rezando porque ese tiempo alcanzara para volver a ser un ser humano común y corriente, un tipo pulcro y organizado capaz de quedarse diez minutos de pie en el supermercado, frente a la góndola de enlatados, corroborando que las arvejas que se está llevando son las más adecuadas. Pensé en cosas como que si se sabe de personas que comen personas entonces comer pájaros vivos no estaba tan mal. También que desde un punto de vista naturista es más sano que la droga, y desde el social, más fácil de ocultar que un embarazo a los trece. Pero creo que hasta la manija del coche seguí repitiendo come pájaros, come pájaros, come pájaros, y así. 

Llevé a Sara a casa. No dijo nada en el viaje y cuando llegamos bajó sola sus cosas. Su jaula, su valija –que habían guardado en el baúl–, y cuatro cajas de zapatos como la que Silvia había traído del garaje. No pude ayudarla con nada. Abrí la puerta y ahí esperé a que ella fuera y viniera con todo. Cuando entramos le señalé el cuarto de arriba. Después de que se instaló la hice bajar y sentarse frente a mí, en la mesa del comedor. Preparé dos cafés pero Sara hizo a un lado su taza y dijo que no tomaba infusiones.

 –Comés pájaros, Sara –dije. 

–Sí, papá. 

Se mordió los labios, avergonzada, y dijo: 

–Vos también. 

–Comés pájaros vivos, Sara. 

–Sí, papá. Pensé en qué se sentiría tragar algo caliente y en movimiento, algo lleno de plumas y patas en la boca, y me tapé con la mano, como hacía Silvia. 



Pasaron tres días. Sara estaba casi todo el día en el living, erguida en el sillón con las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas. Yo salía temprano al trabajo y me la pasaba todo el día consultando en internet infinitas combinaciones de las palabras «pájaro», «crudo», «cura», «adopción», sabiendo que ella seguía sentada ahí, mirando hacia el jardín durante horas. Cuando entraba a la casa, alrededor de las siete, y la veía tal cual la había imaginado durante todo el día, se me erizaban los pelos de la nuca y me daban ganas de salir y dejarla encerrada dentro con llave, herméticamente encerrada, como esos insectos que se cazan de chico y se guardan en frascos de vidrio hasta que el aire se acaba. ¿Podía hacerlo? Cuando era chico vi en el circo a una mujer barbuda que se llevaba ratones a la boca. Los sostenía así un rato, con la cola moviéndosele entre los labios cerrados, mientras caminaba frente al público con los ojos bien abiertos. Ahora pensaba en esa mujer casi todas las noches, revolcándome en la cama sin poder dormir, considerando la posibilidad de internar a Sara en un centro psiquiátrico. Quizá podría visitarla una o dos veces por semana. Podríamos turnarnos con Silvia. Pensé en esos casos en que los médicos sugieren cierto aislamiento del paciente, alejarlo de la familia por unos meses. Quizá era una buena opción para todos, pero no estaba seguro de que Sara pudiera sobrevivir en un lugar así. O sí. En cualquier caso, su madre no lo permitiría. O sí. No podía decidirme. 

Al cuarto día Silvia vino a vernos. Trajo cinco cajas de zapatos que dejó junto a la puerta de entrada, del lado de adentro. Ninguno de los dos dijo nada al respecto. Preguntó por Sara y le señalé el cuarto de arriba. Cuando bajó le ofrecí café. Lo tomamos en el living, en silencio. Estaba pálida y las manos le temblaban tanto que hacía tintinear la vajilla cada vez que volvía a apoyar la taza sobre el plato. Los dos sabíamos qué pensaba el otro. Yo podía decir «esto es culpa tuya, esto es lo que lograste», y ella podía decir algo absurdo como «esto pasa porque nunca le prestaste atención». Pero la verdad es que ya estábamos muy cansados. 

–Yo me encargo de esto –dijo Silvia antes de salir, señalando las cajas de zapatos. No dije nada, pero se lo agradecí profundamente. 

En el supermercado la gente cargaba sus changos de cereales, dulces, verduras y lácteos. Yo me limitaba a mis enlatados y hacía la cola en silencio. Iba al supermercado dos o tres veces por semana. A veces, aunque no tuviera nada que comprar, pasaba por él antes de volver a casa. Tomaba un chango y recorría las góndolas pensando en qué es lo que podía estar olvidándome. A la noche mirábamos juntos la televisión. Sara erguida, sentada en su esquina del sillón, yo en la otra punta, espiándola cada tanto para ver si seguía la programación o ya estaba otra vez con los ojos clavados en el jardín. Yo preparaba comida para dos y la llevaba al living en dos bandejas. Dejaba la de Sara frente a ella, y ahí quedaba. Ella esperaba a que yo empezara y entonces decía: 

–Permiso, papá. 

Se levantaba, subía a su cuarto y cerraba la puerta con delicadeza. La primera vez bajé el volumen del televisor y esperé en silencio. Se escuchó un chillido agudo y corto. Unos segundos después las canillas del baño, y el agua corriendo. A veces bajaba unos minutos después, perfectamente peinada y serena. Otras veces se duchaba y bajaba directamente en pijama. 

Sara no quería salir. Estudiando su comportamiento pensé que quizá sufría algún principio de agorafobia. A veces sacaba una silla al jardín e intentaba convencerla de salir un rato. Pero era in- útil. Conservaba sin embargo una piel radiante de energía y se le veía cada vez más hermosa, como si se pasara el día ejercitando bajo el sol. Cada tanto, haciendo mis cosas, encontraba una pluma. En el piso junto a la puerta, detrás de la lata de café, entre los cubiertos, todavía húmeda en la pileta de la cocina. Las recogía, cuidando de que ella no me viera haciéndolo, y las tiraba por el inodoro. A veces me quedaba mirando cómo se iban con el agua. A veces el inodoro volvía a llenarse, el agua se aquietaba, como un espejo otra vez, y yo todavía seguía ahí mirando, pensando en si sería necesario volver al supermercado, en si realmente se justificaba llenar los changos de tanta basura, pensando en Sara, en qué es lo que habría en el jardín. 



Una tarde Silvia llamó para avisar que estaba en cama, con una gripe feroz. Dijo que no podía visitarnos. Me preguntó si me arreglaría sin ella y entonces entendí que no poder visitarnos significaba que no podría traer más cajas. Le pregunté si tenía fiebre, si estaba comiendo bien, si la había visto un médico, y cuando la tuve lo suficientemente ocupada en sus respuestas dije que tenía que cortar y corté. El teléfono volvió a sonar, pero no atendí. Miramos televisión. Cuando traje mi comida Sara no se levantó para ir a su cuarto. Miró el jardín hasta que terminé de comer, y sólo entonces volvió a la programación. 

Al día siguiente, antes de volver a casa, pasé por el supermercado. Puse algunas cosas en mi chango, lo de siempre. Paseé entre las góndolas como si hiciera un reconocimiento del súper por primera vez. Me detuve en la sección de mascotas, donde había comida para perros, gatos, conejos, pájaros y peces. Levanté algunos alimentos para ver de qué eran. Leí con qué estaban hechos, las calorías que aportaban y las medidas que se recomendaban para cada raza, peso y edad. Después fui a la sección de jardinería, donde sólo había plantas con o sin flor, macetas y tierra, así que volví otra vez a la sección mascotas y me quedé ahí pensando en qué haría a continuación. La gente llenaba sus changos y se movía esquivándome. Anunciaron en los altoparlantes la promoción de lácteos por el día de la madre y pasaron un tema melódico sobre un tipo que estaba lleno de mujeres pero extrañaba a su primer amor, hasta que finalmente empujé el chango y volví a la sección de enlatados. 

Esa noche Sara tardó en dormirse. Mi cuarto estaba bajo el suyo, y la escuché en el techo caminar nerviosa, acostarse, volver a levantarse. Me pregunté en qué condiciones estaría el cuarto, no había subido desde que ella había llegado, quizá el sitio era un verdadero desastre, un corral lleno de mugre y plumas. 

La tercera noche después del llamado de Silvia, antes de volver a casa, me detuve a ver las jaulas de pájaros que colgaban de los toldos de una veterinaria. Ninguno se parecía al gorrión que había visto en la casa de Silvia. Eran de colores, y en general un poco más grandes. Estuve ahí un rato, hasta que un vendedor se acercó a preguntarme si estaba interesado en algún pájaro. Dije que no, que de ninguna manera, que sólo estaba mirando. Se quedó cerca, moviendo cajas, mirando hacia la calle, después entendió que realmente no compraría nada, y regresó al mostrador. 

En casa Sara esperaba en el sillón, erguida en su ejercicio de yoga. Nos saludamos.

–Hola, Sara. 

–Hola, papá. 

Estaba perdiendo sus cachetes rosados y ya no se le veía tan bien como en los días anteriores. Sara dijo: 

–Papi... 

Tragué lo que estaba masticando y bajé el volumen del televisor, dudando de que realmente me hubiera hablado, pero ahí estaba, con las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas, mirándome. 

–¿Qué? –dije. 

–¿Me querés? 

Hice un gesto con la mano, acompañado de un asentimiento. Todo en su conjunto significaba que sí, que por supuesto. Era mi hija, ¿no? Y aún así, por las dudas, pensando sobre todo en lo que mi ex mujer habría considerado «lo correcto», dije: 

–Sí, mi amor. Claro. 

Y entonces Sara sonrió, una vez más, y miró el jardín durante el resto de la programación. 

Volvimos a dormir mal, ella paseando de un lado al otro de la habitación, yo dando vueltas en mi cama hasta que me quedé dormido. Al día siguiente llamé a Silvia. Era sábado, pero no atendía el teléfono. Llamé más tarde, y cerca del mediodía también. Dejé un mensaje, pero no contestó. Sara estuvo toda la mañana sentada en el sillón, mirando hacia el jardín. Tenía el pelo un poco desarreglado y ya no se sentaba tan erguida, parecía muy cansada. Le pregunté si estaba bien y dijo: 

–Sí, papá. 

–¿Por qué no salís un poco al jardín? 

–No, papá. 

Pensando en la conversación de la noche anterior se me ocurrió que podría preguntarle si me quería, pero enseguida me pareció una estupidez. Volví a llamar a Silvia. Dejé otro mensaje. En voz baja, cuidando que Sara no me escuchara, dije en el contestador: 

–Es urgente, por favor. 

Esperamos sentados cada uno en su sillón, con el televisor encendido. Unas horas más tarde Sara dijo: 

–Permiso, papá. 

Se encerró en su cuarto. Apagué el televisor y fui hasta el teléfono. Levanté el tubo una vez más, escuché el tono y corté. Fui con el auto hasta la veterinaria, busqué al vendedor y le dije que necesitaba un pájaro chico, el más chico que tuviera. El vendedor abrió un catálogo de fotografías y dijo que los precios y la alimentación variaban de una especie a la otra. Golpeé la mesada con la palma de la mano. Algunas cosas saltaron sobre el mostrador y el vendedor se quedó en silencio, mirándome. Señalé un pájaro chico, oscuro, que se movía nervioso de un lado a otro de su jaula. Me cobraron ciento veinte pesos y me lo entregaron en una caja cuadrada de cartón verde, con pequeños orificios calados alrededor, una bolsa gratis de alpiste que no acepté y un folleto del criadero con la foto del pájaro en el frente. 

Cuando volví Sara seguía encerrada. Por primera vez desde que ella estaba en casa, subí y entré al cuarto. Estaba sentada en la cama frente a la ventana abierta. Me miró, pero ninguno de los dos dijo nada. Se le veía tan pálida que parecía enferma. El cuarto estaba limpio y ordenado, la puerta del baño entornada. Había unas treinta cajas de zapatos sobre el escritorio, pero desarmadas de modo que no ocuparan tanto espacio, y apiladas prolijamente unas sobre otras. La jaula colgaba vacía cerca de la ventana. En la mesita de luz, junto al velador, el portarretrato que se había llevado de la casa de su madre. El pájaro se movió y sus patas se escucharon sobre el cartón, pero Sara permaneció inmóvil. Dejé la caja sobre el escritorio, salí del cuarto y cerré la puerta. Entonces me di cuenta de que no me sentía bien. Me apoyé en la pared para descansar un momento. Miré el folleto del criadero, que todavía llevaba en la mano. En el reverso había información acerca del cuidado del pájaro y sus ciclos de procreación. Resaltaban la necesidad de la especie de estar en pareja en los períodos cálidos y las cosas que podían hacerse para que los años de cautiverio fueran lo más amenos posible. Escuché un chillido breve, y después la canilla de la pileta del baño. Cuando el agua empezó a correr me sentí un poco mejor y supe que, de alguna forma, me las ingeniaría para bajar las escaleras.

jueves, 29 de enero de 2015

Más allá de la distopía | Por Víctor Roberto Carrancá




El escritor Víctor Roberto Carrancá (El espejo del solitario, 2014) regresa a su columna mensual, Sizigias y cuadraturas lunares, en la Revista Crítica, con un texto en el que describe sus impresiones de Iden­ti­dad sus­pendida, novela de ciencia ficción de Sergio Alejandro Amira, escritor chileno, y para el cual utilizó una de mis fotografías, convirtiéndome en "modelo cienciaficcional".

Transcribiré algunos párrafos del texto, que pueden leer completo directamente en la Revista Crítica, en el siguiente enlace.



Más allá de la distopía | Por Víctor Roberto Carrancá


Sus­pender la real­i­dad. Sus­pender la real­i­dad. Sus­pender las cir­cun­stan­cias que impi­den desmem­brarla y, con ello, com­pren­der las posi­bil­i­dades de una lit­er­atura sin ataduras.

Es difí­cil iden­ti­ficar las condi­ciones que per­miten difer­en­ciar la cien­cia fic­ción lati­noamer­i­cana de esa otra canónica (den­tro de un sis­tema anti­canónico), de ori­gen primer­mundista. En ese sen­tido, la distopía se ha con­ver­tido en un sub­género que encuen­tra una vastedad temática en nue­stro ámbito ter­ri­to­r­ial, no solo por per­mi­tir una crítica velada a los sis­temas políti­cos, sino tam­bién porque reprocha las solu­ciones ide­ológ­i­cas planteadas para reparar los errores de los primeros. Su doble dis­curso ter­mina por der­ro­tar el pos­tu­lado de la lejanía utópica (que dice, en pocas pal­abras, que el mundo per­fecto existe, aunque no sea aquí ni ahora) para aprox­i­mar una real­i­dad anti-utópica.

Una de mis primeras incur­siones a la cien­cia fic­ción chilena (difí­cil aprox­i­mación desde tier­ras mex­i­canas) me per­mi­tió cono­cer un claro ejem­plo de esta dis­quisi­ción filosó­fica: me refiero a Los altísi­mos, nov­ela del chileno Hugo Cor­rea que narra la his­to­ria de un hom­bre que despierta, al pare­cer, en el sub­mundo de la Tierra, para des­cubrir la exis­ten­cia de una galaxia que se aloja, aparente­mente, en el inte­rior de nue­stro hogar. La sociedad en Cronn (nom­bre que lleva este sis­tema intra­plan­e­tario) se rige por un desar­rollo tec­nológico sin prece­dentes, así como el de un sis­tema social per­fecto (basado en la lim­itación de las rela­ciones per­son­ales) que nos recuerda a los mun­dos crea­dos por Hux­ley o, antes que él, por el médico yucateco Eduardo Urzaíz en una de las primeras nov­e­las de CF mex­i­cana: Euge­nia: esbozo nov­e­l­e­sco de cos­tum­bres futuras (1919).

Algo sim­i­lar sucede con las pági­nas de Iden­ti­dad sus­pendida, nov­ela del chileno Ser­gio Ale­jan­dro Amira, quien, a través de los tópi­cos más con­ven­cionales de la CF (el viaje en el tiempo, la super­posi­ción de dimen­siones, la vig­i­lan­cia aliení­gena, los autó­matas) crea un col­lage de crítica adusta y, en igual man­era, pla­gado de un humor negro que rara vez se explota con tanta efu­sivi­dad en el género.

(...) la lóg­ica ami­rana, man­i­fi­esta en el salto de ideas, memo­rias e hipóte­sis de Vicen­tico, su pro­tag­o­nista, se trans­forma en un juego diver­tido que a veces nos recuerda a las con­ver­sa­ciones entre el Som­brero Loco y la Liebre Marcera de Lewis Car­roll (dis­péns­ese la causal­i­dad para que este autor siem­pre encuen­tre una ref­er­en­cia car­rol­liana; pero lo cierto es que el autor de Iden­ti­dad sus­pendida mez­cla lo que podría ser hard sci­ence fic­tion con el absurdo y el sin sen­tido exis­ten­cial de Won­der­land) y, en otras, a la para­noia exis­ten­cial, tra­ducida en com­plots de dimen­siones inimag­in­ables, de Philip K. Dick.

Si quisiéramos resumir, de algún modo, la trama de Iden­ti­dad sus­pendida, podría decirse que la nov­ela narra la his­to­ria de Vicen­tico, un agente de “La Com­pañía” a quien, durante un aten­tado, le ha sido extraído el nódulo akhásico, especie de parásito que per­mite descar­gar infor­ma­ción de la memo­ria colec­tiva de los agentes. Junto con un GAP (Guer­rero Autó­mata Per­son­al­izado) de nom­bre Gabriel, Vicen­tico comen­zará a dis­cernir los ver­daderos alcances (y obje­tivos) de esta omi­nosa institución.

Iden­ti­dad sus­pendida puede ser, por acudir a alguna aso­ciación cin­e­matográ­fica, una his­to­ria dirigida por el Cronem­berg de Naked Lunch o Exis­tenz. Los agentes de “La Com­pañía” igual pueden trans­for­marse en ciem­piés que el pro­tag­o­nista en un ñandú, durante una per­se­cu­ción poli­ci­aca. Y aquí el meollo del asunto: la para­noia uni­ver­sal encuen­tra una man­i­festación a través del rompimiento de la línea argu­men­tal con­ven­cional. Los com­plots y las intri­gas (reales o imag­i­nar­ias) van sumán­dose hasta con­struir muros infran­que­ables. La trama no se ciñe solo a una posi­bil­i­dad dis­cur­siva, sino que fluc­túa entre la pres­en­cia de autó­matas, saltos dimen­sion­ales, implanta­ciones de memo­ria y demás tópi­cos que iden­ti­f­i­can a la cien­cia fic­ción global solo que, en este caso, trans­fig­u­ran las estruc­turas nar­ra­ti­vas con­ven­cionales. Si este exper­i­mento resulta “bueno” o “malo” (en un nivel más moral que crítico), en todo caso podremos citar lo que alguno de los per­son­ajes comenta den­tro de la his­to­ria: “¿existe tal cosa como la buena cien­cia ficción?”.




Fotografía: Ale­jan­dro Zetina Mod­elo: Lola Ancira

lunes, 26 de enero de 2015

Irreverencias maravillosas: La fragmentación del cuerpo

Dos soldados británicos de la Primera Guerra Mundial amputados



El texto de este mes para mi columna mensual, Irreverencias maravillosas, de la Revista VozEd, está dedicado a la historia de la amputación y la evolución de las prótesis a través del tiempo, y a la consecuente adaptación y aceptación sociales (así como consecuentes fijaciones, incluido el certamen de belleza Miss stump) de dicha medida quirúrgica y los sustitutos de los miembros amputados.

Pueden leer el texto completo, directamente de la revista, en este enlace.








La fragmentación del cuerpo

La historia del hombre, desde sus inicios, comprende una gran cantidad de enfrentamientos, guerras, anomalías congénitas y accidentes, de ahí que las mutilaciones (daño físico que deriva en la pérdida de alguna función o parte del cuerpo) dieran paso a la amputación (separación por traumatismo o cirugía de una extremidad) y a las prótesis (sustituto artificial de la parte del cuerpo amputada).

Hay  evidencia que señala que en el Neolítico ya se llevaban a cabo amputaciones: cadáveres de la época con huesos cortados por sierras de piedra y hueso demuestran lo anterior.

El primer registro de una amputación y ulterior uso de prótesis aparece en los textos védicos (aproximadamente 1,800 a. E. C.), una de las obras más antiguas de la cultura india, en un poema escrito en sánscrito que narra la historia de la reina guerrera Vishpla, quien en una contienda pierde una de sus piernas. Después de tratar su herida y ya estando recuperada,  le colocaron una pierna de hierro para que pudiera volver al campo de batalla.

Alrededor del 800 a. E. C., aparece el mito griego de Pélope, nieto de Zeus, a quien el dios Hefesto le hizo un hombro de mármol, pues su mismo padre, Tántalo, lo mató y cocinó para tratar de engañar a los dioses en un festín. La diosa Démeter comió su hombro y, al darse cuenta de lo ocurrido, devuelve la vida a Pélope y ordena a Hefesto la construcción de la prótesis del hombro.

Hasta el año 100 y durante la Edad Media hubo pocas alteraciones en la técnica, pero preferían la cauterización y el aceite caliente para evitar hemorragias. Los caballeros amputados de esta época ansiaban utilizar prótesis para ocultar su deformidad y vulnerabilidad, más allá de un mero propósito estético. Los artilleros se convirtieron entonces en los primero fabricantes de prótesis, pues eran expertos en el uso del metal y la madera.







Alrededor de 1300, el uso de la pólvora en armas de fuego incremento el número de mutilaciones y amputaciones en el campo militar. Ya en 1550, uno de los mejores cirujanos del ejército francés (y probable padre de la cirugía moderna), Ambroise Paré, volvió al ligamento de los vasos sanguíneos y creó las primeras prótesis tanto para extremidades inferiores como para las superiores. Diseñó una mano artificial llamada Le petit Lorrain, cuyo pulgar era fijo, pero los otros  dedos eran móviles gracias a unos resortes. Articulaciones, flexiones, extensiones y la utilización de otros músculos para generar movimientos en las prótesis formaron parte de una gran transformación en el ámbito médico. Dentistas y escultores también contribuyeron en las innovaciones.




Le petit Lorrain de Ambroise Paré



El gran número de amputados durante la guerra de Secesión (1861-1865), estimuló el desarrollo de prótesis de miembros mucho más funcionales, como el gancho dividido creado por Dorrance en 1912 y que, con algunas modificaciones, actualmente sigue siendo utilizado.

Ya en 1800, durante las Guerras Napoleónicas, la amputación llegó a su mejor punto, antes de la inclusión de la anestesia y la esterilización, gracias a dos cirujanos, uno francés y otro británico. Aproximadamente 50 años después se empezó a utilizar la anestesia e introdujeron procedimientos de asepsia. A partir de entonces, los cirujanos se involucraron en la creación de las prótesis e inició su gran evolución.



Taller en Berlín, 1919.



El desarrollo de la ciencia y la tecnología ha permitido el uso de sofisticadas técnicas actuales para esta medida quirúrgica, y las prótesis han evolucionado de manera increíble, llegando incluso a las prótesis robóticas que imitan a las extremidades humanas casi a la perfección.






Pero el progreso también modifica o altera diversas cuestiones culturales e ideológicas: en las primeras décadas de nuestro siglo las amputaciones de miembros sanos son una realidad. Los amputee wannabe tienen diversas razones para desear la amputación (desde falanges hasta extremidades completas), que pueden ir desde psicológicas (de ahí la apotemnofilia, no sentir que la extremidad pertenezca a su cuerpo) hasta meramente estéticas o para complacer parafilias, como la acrotomofilia: el deseo sexual por una persona con miembros amputados (aunque esta atracción pudo haber existido desde los antiguos imperios sin dejar vestigios). Algunos concursos de belleza y la industria pornográfica también  están inmiscuidos en comunidades con este tipo de afinidades.

Por supuesto, la mayoría de los doctores consideran estas amputaciones como no éticas, pero hay quienes, por la cantidad  necesaria ($10,000.00 dólares), estarán dispuestos a llevarlas a cabo. Uno de los casos más celebres es el de Alex Mensaert, un estadounidense de 39 años al que únicamente le queda el brazo izquierdo, y que ha afirmado no querer amputarlo por temor a la dependencia.

Pero también existen personas amputadas por diferentes condiciones médicas que han transformado la percepción ordinaria del cuerpo incompleto, alterado: Victoria Modesta es una modelo y cantante británica de 26 años a quien, por negligencia médica desde su nacimiento, en 2007 y por decisión propia le amputaron la antepierna izquierda, y ahora es la primera cantante de pop con prótesis y ha causado revuelo con su video Prototype. Sus prótesis son  poco convencionales y magníficas, como ella misma.











Aimee Mullins es otro ejemplo de belleza sorprendente: nació en 1976 y desde su primer año de vida le fueron amputadas ambas piernas debido a una extraña enfermedad. Es modelo, atleta y actriz y está dentro de la lista de las 5 mujeres más bellas de la revista People. Tiene múltiples prótesis que modifican su estatura y sus diseños y tamaños difieren según su función.




Fotografía de un reportaje sobre la atleta para la revista Icon



La tecnología y la ciencia han transformado muchos aspectos de la vida humana, pero el cambio nunca dejará de atemorizar a los ignorantes del tema en cuestión. El actual éxito de Modesta y Mullins se debe, en gran parte, a la diversificación de estándares estéticos contemporáneos y a una mayor apertura hacia las alteraciones físicas, a lo aparentemente extraño o distinto.

jueves, 15 de enero de 2015

Primeras letras: Lola Ancira (podcast mensual de Letras Libres)



Les presento la lectura que hice de uno de los cuentos de mi libro y una breve (pero significativa) entrevista en el podcast Primeras letras de la revista Letras Libres.  

Aquí pueden ver la entrada en la revista y en este enlace pueden escuchar el audio directamente en SoundCloud. El cuento lo pueden leer en esta entrada de la revista VozEd.

En el tablero de Primeras Letras en Pinterest, pueden encontrar otras entrevistas a escritores mexicanos y más lecturas.


Primeras letras es un podcast mensual 
en el que invitamos a escritores debutantes 
a leer un fragmento de su libro. 
En forma paulatina, Primeras letras 
conformará un mapa sonoro de la nueva narrativa mexicana.

En este episodio, Lola Ancira (Querétaro, 1987) 
lee el cuento “Cosmogonía de las parafilias (o de superpoderes a parafilias)", 
de su libro Tusitala de óbitos, publicado por Pictographia en Zacatecas.