Comprenderá ahora al personaje. Lo llamaremos… Es muy importante el nombre… Al lector debe decirle algo, o nada. Atienda usted: si la llamamos Friné, denunciamos una aspiración a la extravagancia, por menos si la vieja es de Tabasco; por más si es de paciente tribu burocrática. ¿Lucrecia? No, despierta ideas de lascivia y nuestra vieja no abriga ni rescoldos. Si la nombramos Gumersinda, Domitila o Pancha, incurriremos en lesivo folklorismo más extravagante todavía, con lo cual no situaremos a la actora, sino a nosotros los autores como dados a la chacota y a la tontería.
Es de gran malicia comprometer a personas vivas dejando sólo una inicial sustitutiva. Lo mismo pasa con los nombres de lugar, pues cuando están escondidos en cábalas, denotan malignidad y falta de temperamento. Bien, la vieja Friné (¡fuera complicaciones!) vive sola. Ella hace sus servicios. Nadie la ampara. (Aquí se atraviesa un inconveniente, que el tumefacto crítico nos reprochará inclemente: ¿De qué vive Friné?) Para pisar a la española le contestaremos que no nos interesa y, para salir del paso, advertiremos que un sobrino de la señora le envía una pensión desde ciudad extranjera ¿le parece Jalisco? Pues allí… Le recomiendo, primeriza, que tenga mucho tacto con estos incidentales, porque deben caer, según dicen, como guante. Reanudemos:
Friné vive sola (aquí debe usted empezar). Interviene ahora un segundo personaje que suele ser persona, animal, fantasma o emoción. En nuestro cuento entra como un leve rasguño en la ventana, como una humedad en el vidrio. Friné vuelve la cabeza y, en la noche, una decoración medieval apronta las apariciones (¡demasiado solemne!). Suavicemos: Friné vive sola (mejor). Friné recargada en la mecedora, sueña… (también) Friné sueña y un temblor de vidrios la despierta… Allí está el maligno en vela, sus fanales inmóviles y potentes, sus orejas tensas: sabe que ha hecho ruido y espera… Friné suda y siente las ataduras del miedo movilizándole las piernas; se sobrepone y lanza un zapato, quedo, para no romper los cristales. El otro, ya no está ahí, lo oye maldecir aunque ya no está ahí. Esto la tranquiliza y trata con la postura de meterse en el sueño. Al cabo duerme y, el otro, con su cara triste, con sus ojos verdes como velitas de pastel de pobres, la contempla, y su respiración nos deja creer que llora.
Comenzó esta desgracia porque, comedida, una tarde le tiró una galleta. El gato arqueó el lomo y vino a saludarla. Ella lo dejó hacer y no recuerda si correspondió con una caricia. El gato supuso que había encontrado pensión y ama y trató de instalarse. Es decir, empujaba suavemente su cuerpo contra Friné, sin que ésta maliciara otras intenciones que las de caricias. Cuando las atenciones fueron estimadas suficientes, Friné quiso cerrar la ventana; pero el gato se aferraba a la parte de adentro con mañas y ejercicio de virtuoso. Si conseguía cerrar un batiente, la garra quedaba prisionera en el otro; si no, brincaba a la cortina o se le subía al cuello, o se atravesaba en la ventana para que, únicamente a costa de su vida, pudiera cerrarla. Arañó la mano que lo expulsaba y luego lamió la herida con ostentosa alma de perro. Nada conmovió a Friné, que pudo, merced al artilugio de una escoba, echar fuera al bicho. El gato se sentó en la ventana y sintió a la involuntaria Genoveva. Hacía tres días que rasgaba la puerta, que cantaba, que estremecía la vidriera con saltos y empujos, que maullaba con ferocidad dialéctica. El acoso verbal cedía cuando en servicio de patrullas, probaba los agujeros, huecos y rendijas.
Perdóneme, me había olvidado de usted, señorita. Es que la inspiración nos pone frente a paisajes repentinos. La menor distracción puede aniquilar la mejor imagen y, consiguientemente, su enunciación precisa. Una vez que enfrentamos a los actores ocurre el precipitado (el fracaso, por supuesto) que relampagueante va iluminando los lados de un poliedro infinito. Piense usted, intríguese por este gato y esta vieja. ¿Qué motivo tiene el gato para que, como un tirador, sólo apunten sus ojos verticales al entrecejo de Friné? ¿Qué motivos tendrá Friné para no aceptar al gato? Una mujer vieja, no tanto como para ausentarse del espejo, tiene algunas manías, ya lo dijimos, el arreglo excesivo, la preferencia por modas juveniles, etc. Pues de nada de esto haga usted caso: nuestro personaje, aunque repita lo de otros, es singular y su conducta intransferible. ¿Me comprende? No se trata de un esquema de psicología, sino de una persona viva, y usted sabe, una persona viva jamás se porta conforme a las reglas; si prefiere, no haga mérito del canon; si más le place y si puede invente sus propios preceptos. Yo tengo uno muy bueno: un hombre es la criatura que muerde hasta la mano que le da el perro. Basta de divagaciones; quedamos en que hemos trabado relación con un incidente susceptible de variados intereses.
Si usted es comunista, pues muestre la lucha de clases, es decir las uñas de la vieja contra las del gato: claro que tiene que ganar el gato. Si es católica, pues a darle a la misericordia, y después de múltiples trabajos que casi rindan la resistencia del animal, éste debe entrar en la casa. Ahora, que si usted es liberal, pues que la vieja acondicione un rinconcito a cambio de algunas ratas diarias. Amiga, yo sólo soy una convicción romántica y prefiero que el gato se enamore de Friné (observo que el nombre de Friné convendría más al gato); comprenda, un gato hambriento, que va de techo en techo escurriendo vergüenza y rasgando su mejor traje de feroz, en chimeneas, pretiles y desagües, siempre en su cápsula de llanto, siempre con el sabor de vanas ilusiones raspándole la lengua, siempre sobre ascuas y sin que nadie saque con su mano la consabida castaña; es decir, que debe imaginarlo cayendo en el abismo del desempleo y del desamparo. Pero conmuévase, mírelo rascando una puerta y otra y otra y véale la sangre en las patas y el desaliento en el hociquillo rosa. Mírelo en una mancha del sol, lustrar la sucia y pegajosa zalea; y, véalo asustado huir cuando un perro o un gato fuerte lo echan nada más con su presencia. Contémplelo recargado contra la luna sin tener a quién maullarle, y, luego, sígalo a los basureros y busque con él incómodas piltrafas, y cómalas, y sienta la picazón de la roña y lama una y otra vez sus apremiantes heridas.
¿Se acostumbra? ¿Está usted ya en cuatro patas trepando por la escalera de servicio rumbo a la azotea? El ambiente de tendederos y tinacos es ahora la selva o el desierto. ¿A dónde va a saltar usted?; ¿en persecución de quién o de qué?, ¡que palpite, sí, que no deje de latir su acongojado corazón de gato! Sienta un consolador pts, pts, que le hace volver la cara a todas partes y, al fin, en una ventana, una mano como si fuera la del mismísimo arcángel, que tiende un mendrugo y frota el pulgar en el índice. Se acerca usted con recelo, tiende la pata hacia los ojos que lo recorren con piadoso asco y, como desprendidas de una rama caen las migajas en leche hasta la humillación más estridente. Oye usted: “Un panecillo para el gato” y desea usted acercarse y agradecer; pero la mano se retira con sobresalto y cierra la ventana… y nunca más… Usted se aproxima y mira adentro y ve a Friné y al espejo donde está Friné y a los ojos donde está el espejo y Friné mirándose en el espejo.
Señorita escritora, le ruego que abrace el tema como abrazaría a su novio. Fíjese en los accidentes y en las repeticiones; juegan papel importante en la mecánica de la creación literaria. Pero no se entusiasme con los adjetivos, no los utilice sin necesidad. Si tiene la suerte de encontrar el adecuado, éste tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo. Adelante pues.
También están ahí la cama y el sueño y el ronrón y el agradecimiento y el despertar en amoroso regazo. Y después de todo el destino cumplido: ser el guía, el caballero de una vieja soltera, de una vieja a la que sólo miel le corre por los huesos. (Ahora entramos en calor. Se siente la ternura ¿no?) Un vidrio la separa del mundo de la gracia, un vidrio acorazado, un vidrio más duro que la muralla entre dos que viven juntos y, en ese vidrio, en el vaho que lo empaña, hay que dejar morir la ambición, el interés, la duda, el cuerpo. (Sospecho que hay demasiado vidrio; el arte es una cima inaccesible, no cabe duda.) En un cuento bien logrado estos tropiezos son inevitables. Cuando uno es dueño de las palabras, no necesita vigilar si son consonantes o asonantes. Pero ahora llegamos al momento en que hay que tomar a los personajes de la mano, y llevarlos firmemente hasta el final. No se distraiga, no abuse del lector, y sobre todo, no escriba bajo el imperio de la emoción; déjela enfriar y evóquela después. Si es capaz de revivirla, ha llegado a la mitad del camino.
Friné no quiere un gato, su edad es pregatal, aún joven para cocer sus filtros en las chispas de un gato. Por esta vez, nada… En verdad, Friné pensó que las imprudencias del gato venían de las impiedades del motor pro-soviético, y para extirparlas olvidó un pan o un plato con leche afuera de la ventana. Cuando se convenció de que al animal no le interesaban sus limosnas, aunque a veces las aceptase, cayó en la cuenta, de súbito, que un galán emergía. Al principio le pareció soportable; pero cuando los lamentos crecieron hasta no dejarla dormir y cuando por las mañanas recogía los alimentos intactos, comenzó a alarmarse y a extrañar la guardia del gato en la ventana. (No piense en sus amigos al escribir el final, no le importe la impresión que hará su historia. Cuente, como si en su relato sólo importaran los personajes, pues solamente así conseguirá que tengan vida.)
Friné lloró cuando de un cable tuvieron que descolgar al minino, ahorcado por imprudencia o por deliberado deseo de morir.
Amiga, si se han humedecido sus ojos, si hay arritmia en su pulso… créame, hemos capturado la liebre, y es hora ya de empezar el trabajo. Si no, olvídese del cuento y de la literatura. Afuera hay demasiado sol y puede ser que alguien, que ni usted sabe quién es, la esté esperando.