miércoles, 25 de abril de 2018

Lumbre entre las hojas - Encuentro de poetas y narradoras queretanas




El lunes 23 inició el encuentro de poetas y narradoras queretanas «Lumbre entre las hojas», una serie de eventos culturales que buscan acercar la literatura a la población. Municipios como San Juan del Río, Amealco, Tequisquiapan y Tolimán están contemplados en el programa.






El sábado y el domingo habrá mesas de lectura de poesía y de narrativa en la Galería Libertad, en el centro de Querétaro, a las 17:00, 18:00 y 19:00 horas. Participaré en la segunda mesa de narrativa del sábado.






Lumbre entre las hojas

Encuentro de Poetas y Narradoras Queretanas

Encuentro de Poetas y Narradoras Queretanas "Lumbre entre las hojas"
Del 23 al 29 de abril
Entrada libre

Este año, dando consecutividad al lineamiento de descentralizar la cultura, “Lumbre entre las hojas” se suma a las actividades artísticas y culturales que la Secretaría de Cultura promoverá en los distintos municipios, llevando a más personas la oportunidad de tener cercanía con las artistas literarias que están haciendo historia viva, inmersa en sus relatos y en sus versos, compartiendo emociones, sustancialidades y viviencias y conectando al espectador con un lenguaje que puede ser inspiración de nuevos talentos literarios.

lunes, 23 de abril de 2018

Ptosis - Guadalupe Nettel (cuento)

Guadalupe Nettel



«Ptosis» es un cuento increíble que forma parte del libro Pétalos (Anagrama, 2008) de la escritora mexicana Guadalupe Nettel.


Ptosis


El trabajo de mi padre, como muchos en esta ciudad, es un empleo parasitario. Fotógrafo de profesión, se habría muerto de hambre –y con él toda la familia– de no haber sido por la propuesta generosa del doctor Ruellan, que, además de un salario decente, le otorgó a su impredecible inspiración la posibilidad de concentrarse en una tarea mecánica, sin mayores complicaciones. El doctor Ruellan es el mejor cirujano de párpados de París, opera en el Hôpital des 15/20 y su clientela es inagotable. Algunos pacientes prefieren incluso esperar un año para obtener una cita con él en vez de optar por un médico de menos renombre. Antes de intervenir, nuestro benefactor le exige a sus pacientes dos series de fotografías: la primera consiste en cinco tomas cercanas –de ojos cerrados y abiertos– para que quede constancia de su estado antes de la operación. La segunda se lleva a cabo una vez practicada la cirugía, cuando la herida ya ha cicatrizado. Es decir que, por más satisfactorio que les parezca el trabajo, vemos a nuestros clientes solo dos veces en la vida. Aunque en ocasiones ocurre que el doctor comete alguna falla –nadie, ni siquiera él, es perfecto–: un ojo queda más cerrado que el otro o, por el contrario, demasiado abierto. Entonces la persona se vuelve a presentar para que le tomemos una nueva serie por la cual pagará otros trescientos euros, pues mi padre no tiene la culpa de los errores médicos. A pesar de lo que pueda pensarse, las cirugías de los párpados son muy frecuentes y sus razones innumerables, comenzando por los estragos de la edad, la vanidad de la gente que no soporta las marcas de vejez en el rostro; pero también los accidentes de coche, que a menudo desfiguran a los pasajeros, las explosiones, los incendios y otra serie de imprevistos: la piel de un párpado es de una delicadeza insospechada.

En nuestro negocio, cercano a la Place Gambetta, mi padre tiene enmarcadas algunas fotografías que tomó durante su juventud: un puente medieval, una gitana tendiendo ropa junto a su remolque o una escultura expuesta en el jardín de Luxemburgo, con la que ganó un premio juvenil en la ciudad de Rennes. Basta verlas para saber que, en una época muy lejana, el viejo tenía talento. Mi padre también conserva en sus paredes obras de factura más reciente: el rostro de un niño muy bello que murió en el quirófano de Ruellan (un problema de anestesia), cuyo cuerpo resplandece en la mesa de operaciones, bañado por una luz muy clara, casi celestial, que entra de manera oblicua por una de las ventanas.

Comencé a trabajar en el estudio a la edad de quince años, cuando decidí dejar la escuela. Mi padre necesitaba un ayudante y me incorporó a su equipo. Aprendí entonces el oficio de fotógrafo médico especializado en oftalmología. Aunque después, con el paso del tiempo, me fui encargando de las labores de oficina, entre ellas la contabilidad del negocio. Pocas veces he salido a la ciudad o al campo en busca de una escena que inspire a mi veleidoso lente. Cuando paseo, generalmente lo hago sin la cámara, ya sea porque se me olvida o por miedo a perderla. Confieso sin embargo que a menudo, mientras camino por la calle o los pasillos de algún edificio, siento deseos repentinos de tomar una foto, no de paisajes o puentes como hizo alguna vez mi viejo, sino de párpados insólitos que de cuando en cuando detecto entre la multitud. Esa parte del cuerpo que he visto desde la infancia, y por la que jamás he sentido ni un atisbo de hartazgo, me resulta fascinante. Exhibida y oculta de manera intermitente, obliga a permanecer alerta para descubrir algo que de verdad valga la pena. El fotógrafo debe evitar parpadear al mismo tiempo que el sujeto de estudio y capturar el momento en que el ojo se cierra como una ostra juguetona. He llegado a creer que para eso se necesita una intuición especial, como la de un cazador de insectos, no creo que haya mucha diferencia entre un aleteo y un batir de pestañas.

Me cuento entre el escaso porcentaje de la gente a la que le apasiona su trabajo y, en ese sentido, me considero afortunado. Pero esto no debe causar confusiones: nuestro oficio tiene algunos inconvenientes. Por el estudio pasa toda clase de individuos, la mayoría de las veces en situaciones desesperadas. Los párpados que llegan hasta aquí son casi todos horribles, cuando no causan malestar, dan lástima. No es gratuito que sus dueños prefieran operarse. Al transcurrir los dos meses de convalecencia, cuando los pacientes, ya transformados, regresan por la segunda serie fotográfica, respiramos con alivio. Esa mejoría pocas veces alcanza el cien por ciento pero cambia por completo un rostro, su expresión, su gesto permanente. En apariencia los ojos quedan más equilibrados, sin embargo, cuando uno mira bien –y sobre todo cuando ha visto ya miles de rostros modificados por la misma mano–, descubre algo abominable: de algún modo, todos ellos se parecen. Es como si el doctor Ruellan imprimiera una marca distintiva en sus pacientes, un sello tenue pero inconfundible.

A pesar de los placeres que otorga, esta profesión, como cualquier otra, termina causando indiferencia. Recuerdo haber visto pocos casos verdaderamente memorables en nuestro establecimiento. Cuando esto ocurre, me acerco a mi padre, que prepara la película en la trastienda, y le pido al oído que me deje disparar el obturador. Él siempre accede, aunque sin entender la razón de mi súbito interés. Uno de esos hallazgos ocurrió hace menos de un año, en el mes de noviembre. Durante el invierno, el estudio, situado en la planta baja de una antigua fábrica, se vuelve insoportablemente húmedo y es preferible salir a la intemperie que permanecer en esa cueva gélida y oscura por las necesidades del oficio. Mi padre no estaba esa tarde y yo, muerto de frío junto a la puerta, me entretenía con las indecisiones de la lluvia mientras maldecía a una clienta que tenía más de un cuarto de hora de retraso. Cuando su silueta apareció por fin detrás de la reja, me sorprendió que fuera tan joven, debía de haber cumplido cuando mucho veinte años. Un gorro negro, impermeable, le cubría la cabeza y dejaba resbalar las gotas por su cabello largo. Su párpado izquierdo estaba unos tres milímetros más cerrado que el derecho. Ambos tenían una mirada soñadora, pero el izquierdo mostraba una sensualidad anormal, parecía pesarle. Al mirarla me embargó una sensación curiosa, una suerte de inferioridad placentera que suelo experimentar frente a las mujeres excesivamente bellas.

Con una parsimonia exasperante, como si el retraso la tuviera sin cuidado, se acercó a preguntarme en qué piso se encontraba el fotógrafo. Seguramente me confundió con el portero.

–Es aquí –le dije–. Está usted frente a la puerta. –Abrí el cerrojo y, en un gesto exaltado que ella no pudo adivinar, encendí todos los reflectores, como cuando en un salón de baile hace su aparición un miembro de la realeza. En cuanto estuvo adentro se quitó el sombrero, su pelo negro y largo parecía una extensión de la lluvia. Como todos los clientes, me explicó que había conseguido una cita con el doctor Ruellan para que resolviera su problema.

«¿Cuál problema?», estuve a punto de preguntar. «Usted no tiene ninguno». Pero me abstuve. Era tan joven…, no quería turbarla y preferí hacer un comentario banal:

–No parece usted de París, ¿de dónde viene?

 –De Picardía –contestó ella con timidez, evitando el contacto con mi vista, como suelen hacer los pacientes. Solo que ahora, en vez de agradecerlo, esa actitud esquiva me desesperó. Hubiera dado cualquier cosa por seguir mirando durante la tarde entera ese párpado pesado y al mismo tiempo frágil y habría dado el doble por que esos ojos se fijaran en mí.

–¿Le gusta París? –pregunté yo, empleando un tono falsamente distraído.

–Sí, pero no podré quedarme mucho tiempo. En realidad he venido únicamente para la operación.

–París la atrapará, puede estar segura. Cuando menos lo imagine, se vendrá a vivir aquí.

La muchacha sonrió bajando la cabeza. –No lo creo. Quisiera volver cuanto antes a Pontoise, no me gustaría perder el año por esto.

La idea de que esa mujer viviera en otra ciudad bastó para deprimirme. Empecé a sentirme malhumorado. De manera repentina, quizás un poco brusca, interrumpí la charla para ir a buscar la película.

–Siéntese aquí –la apuré al regresar. Nunca en mi vida profesional había sido tan poco amable. La muchacha ocupó el banquillo y se echó el cabello hacia atrás poniendo sus rostro en evidencia.

–No sé si usted está enterada –le dije simulando compasión–, los resultados nunca son perfectos. Su ojo no será jamás igual al otro. ¿Se lo ha explicado el doctor?

Ella asintió en silencio.

–Pero también me dijo que los dos párpados quedarán a la misma altura. Para mí es suficiente.

Me disponía a enseñarle una serie de fotografías de operaciones sin éxito con el fin de desanimarla. Pensé en decirle que, de cualquier manera, quedaría con el sello inconfundible de los pacientes operados por el doctor Ruellan, esa tribu de mutantes. Sin embargo, no tuve el valor necesario. Sin decir una palabra, coloqué el telón de fondo blanco detrás de su cabeza, apuntando el reflector hacia sus ojos. En lugar de las tres tomas habituales disparé el obturador quince veces y habría seguido así hasta el anochecer si mi padre no hubiera llegado.

Al escuchar el cerrojo de la puerta, apagué los proyectores de luz. La joven se puso de pie y se acercó al mostrador para firmar un cheque donde leí su nombre en letra de colegiala.

–Deséeme suerte –dijo–. Nos veremos dentro de dos meses.

No puedo describir el abatimiento en el que caí esa tarde. Revelé las fotos de inmediato; metí las más convencionales en un sobre con el sello del hospital y conservé la que me pareció mejor lograda en el cajón de mi escritorio: una toma de frente, soñadora y obscena.

Mis esfuerzos por olvidarla resultaron inútiles. Durante tres meses esperé con auténtico terror a que viniera por la segunda serie, de ninguna manera quería estar presente. Cada lunes echaba un vistazo a la agenda de mi padre para saber en qué momento ausentarme. Pero ella nunca vino.

Una tarde, a principios del verano, mientras caminaba por los muelles en busca de algún párpado interesante, volví a verla. El cauce del Sena estaba sereno en esos días; las piedras reflejaban su color verde oscuro y su vaivén oscilante. Ella también iba mirando el río, de modo que por poco chocamos de frente. Para mi gran sorpresa, sus ojos seguían siendo los mismos. La saludé con cortesía, haciendo lo imposible por ocultar mi júbilo, pero al cabo de unos minutos no aguanté más:

–¿Cambió de opinión? –pregunté–, ¿decidió no operarse?

–El doctor tuvo un impedimento y fue necesario aplazar la fecha hasta el fin del año escolar. Mañana ingreso en el hospital. Como no tengo familia en la ciudad, permaneceré internada tres días.

–¿Cómo van sus estudios?

–La semana pasada presenté el examen de la Sorbona –respondió sonriendo–. Quisiera mudarme a París.

Parecía contenta. En su mirada advertí esa expresión de esperanza que suelen tener los pacientes en vísperas de cirugía y que otorga a los rostros más deformes un aire de candor.

La invité a tomar un helado en la isla Saint-Louis. Una orquesta de jazz tocaba cerca y, aunque desde donde estábamos no era posible ver a los músicos, las notas se oían en el muelle como si emergieran del río. La luz del sol le teñía los párpados de naranja. Caminamos varias horas, a veces en silencio otras hablando de lo que sucedía durante el paseo; de la ciudad o del futuro que le esperaba en ella. De haber llevado la cámara tendría ahora alguna prueba, no solo de la mujer ideal sino también del día más alegre de mi vida.

Al anochecer la acompañé al hotel donde se hospedaba, una pocilga cerca de Bonne Nouvelle. Pasamos la noche juntos en una cama decrépita, en peligro constante de irse al suelo. Una vez desnudos, los veinte años de diferencia que había entre nosotros se hicieron más evidentes. Le besé los párpados una y otra vez y, cuando me cansé de hacerlo, le pedí que no cerrara los ojos para seguir disfrutando de esos tres milímetros suplementarios de párpado, esos tres milímetros de voluptuosidad desquiciante. Desde el primer abrazo hasta el momento en que, agotado, apagué la lamparita de noche, sentí la necesidad de convencerla. Entonces, sin ningún tipo de pudor o inhibiciones, le rogué que no se operara, que se quedara conmigo, así, como era en ese momento. Pero ella pensó que se trataba de una cursilería, una de esas mentiras exaltadas que se dicen en circunstancias como esa.

Prácticamente no dormimos esa noche. ¡Si el doctor Ruellan lo hubiera sabido! Él, que siempre exige a sus pacientes el más absoluto reposo en vísperas de una cirugía. Llegó al pabellón preoperatorio con unas ojeras que la hacían verse mayor y también más hermosa. Le prometí acompañarla hasta el último momento y después, cuando se recuperara de la anestesia, venir a verla de inmediato. Pero no me fue posible: en cuanto la enfermera entró al cuarto para llevársela al quirófano me escapé reptando hasta el elevador.

Salí del hospital hecho añicos, como quien acaba de encarar una derrota. Pensé tanto en ella al día siguiente. La imaginé despertando sola, en ese cuarto hostil con olor a desinfectante. Hubiera deseado poder estar ahí acompañándola y lo habría hecho de no haber habido tanto en juego: mis recuerdos, mis imágenes de esos ojos que, de haberlos visto después, idénticos a los de todos los pacientes del doctor Ruellan, habrían desaparecido de mi memoria.

Algunas tardes, sobre todo en los periodos austeros en que la clientela no ofrece ninguna satisfacción, pongo su fotografía sobre mi escritorio y la miro unos minutos. Al hacerlo me invade una suerte de asfixia y un odio infinito hacia nuestro benefactor, como si de alguna forma su escalpelo también me hubiera mutilado. No he vuelto a salir con la cámara desde entonces, los muelles del Sena no me prometen ya ningún misterio.

viernes, 20 de abril de 2018

Revista Tierra Adentro núm. 227 - Distopías contemporáneas





El número 227 de la revista Tierra Adentro dedicado a las utopías y distopías incluye el cuento ganador del Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción 2017, «Una mujer solitaria», de Atenea Cruz.


La revista está a la venta en Librerías EDUCAL.



REVISTA TIERRA ADENTRO NÚM. 227

Distopías contemporáneas
Marzo-abril de 2018
80 pp.

Las utopías y distopías ficcionales (sin importar su medio) son ejercicios creativos que nos permiten acceder a futuros posibles, hasta cierto punto ajenos a la realidad que vivimos; sin embargo, «nuestras imaginaciones», escribe Fredric Jameson en Arqueologías del futuro (2005), «son rehenes de nuestro modo de producción», de los contextos socioeconómicos en los que esas obras son creadas. Es decir, las distopías que somos capaces de imaginar no pueden ir mucho más allá, aunque queramos suponer lo contrario, de nuestras realidades materiales y cotidianas.
En ese tenor, en Tierra Adentro invitamos a expertos de diversas áreas del conocimiento (economía, urbanismo, cibernética, biología y literatura) a explorar y recorrer las distopías que, lejos de esperarnos en un futuro posible y probable, ya se encuentran enraizadas en el mundo en el que vivimos.
Acompañando nuestro dossier, incluimos en este número un ensayo para recordar al recién fallecido antipoeta Nicanor Parra (de la mano del autor chileno Rafael Gumucio), una crónica de Rodrigo Jardón que nos sumerge en las comunidades mixtecas en California, así como una muestra de la obra poética de Canek Zapata, entre otros.
Entre pesadumbre y desasosiego, pero también con un poquito de esperanza, proponemos pensar y repensar las distopías contemporáneas de las que parece que no podemos escapar.



jueves, 19 de abril de 2018

Don Quijote de la Mancha - Miguel de Cervantes Saavedra






Veneración por la locura

La locura, a veces, no es otra cosa que la razón
presentada bajo diferente forma.
Goethe


Hablar desde la locura permite describirla, conocerla mejor. Para Don Quijote la vida no era suficiente, de ahí que fueran necesarias toda clase de invenciones. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, novela del escritor español Miguel de Cervantes Saavedra, fue publicada en 1605. Es una obra dialógica que refleja dos formas de ver la realidad y que coinciden en la fuga de la existencia. Fue escrita en un contexto histórico complejo y una época en que la locura, como concepto, aún no estaba definida, pero sí asociada completamente con la melancolía y diferenciada de la necedad y la idiotez. 
          Don Quijote transforma lo que ve con su mirada e imaginación. Realiza una mímesis de la realidad con historia, literatura y poesía.
Ésta es una gran obra de belleza lírica en la que Cervantes hace gala de un increíble manejo del lenguaje e ingenio: el registro idiomático caballeresco de Don Quijote, el vulgar o coloquial usado por Sancho y el culto, usado también por Don Quijote, pero en sus reflexivos discursos; la creación de topónimos y antropónimos.
Cervantes era consciente de que el lenguaje está vivo y en constante transformación e incluso explica, sobre el uso de la palabra erutar, que importa poco si algunos no entienden el término, «que el uso los irá introduciendo con el tiempo, que con facilidad se entiendan; y esto es enriquecer la lengua, sobre quien tiene poder el vulgo y el uso».
El autor confunde al lector, lo despista a través de una ambigüedad constante, muestra una capacidad discursiva impresionante, un arsenal retórico que reúne anacronías o juegos con la temporalidad que devienen en la fragmentación-interrupción del relato. La metaliteratura, metaficcionalidad e intertextualidad afloran junto con la riqueza verbal, el folclor y una variación de registros lingüísticos utilizada por primera vez, lo que da como resultado una comedia infinitamente profunda.






En la Segunda parte del ingenioso caballero Don Quijote de la Mancha, publicada en 1615 tras la aparición del Quijote apócrifo de Avellaneda, Don Quijote ya no es valiente, sino temerario. Intercambia su papel con Sancho Panza y el engaño de Cervantes hacia el lector es claro desde los epígrafes. Es mucho más dialógica, y el discurso de Sancho se eleva. La crueldad y las humillaciones hacia don Quijote crecen, y esto es lo que probablemente lo sustrae de su ficción y lo orilla hacia la aciaga cordura, lo que también influye en aumentar su melancolía y discreción y disminuir su cólera.
Si bien el narrador afirma en el capítulo 44 que «Los sucesos de don Quijote o se han de celebrar con admiración o con risa», todo indica una comicidad a costa de la dignidad del personaje. Esta triste figura termina aceptando que estuvo en un error durante sus últimos años y abraza la áspera objetividad como despedida. 
En ambas obras, el narrador es un actante que crea vínculos infinitos, y los personajes tienen una profundidad psicológica que acusa grandes transformaciones, lo que contribuye a difuminar el límite entre cordura y locura. Esta polifonía presenta varios puntos de vista, reflexiones y juicios con fines anecdóticos.
El mal de don Quijote era «el más estraño género de locura que podía caber en pensamiento disparatado», y sus momentos de lucidez no son de cordura, a diferencia del caso de Cardenio, en quien la locura sí es «temporal», pero en ellos «discurre con bonísimas razones y muestra tener un entendimiento claro y apacible en todo; de manera que como no le toquen en sus caballerías, no habrá nadie que le juzgue sino por de muy buen entendimiento». El mejor ejemplo de lo anterior es su discurso sobre la poesía, tan placentero como elocuente. Disertaciones de otros personajes son igual de memorables, como el de Marcela sobre la libertad femenina respecto a los hombres y el matrimonio.






En esta obra, Cervantes muestra que el libro es un objeto preciadísimo que, sin embargo, termina en la hoguera (mientras otros dejan claro que los libros son un mero entretenimiento, algunos, como el ventero, prefieren ver arder a un hijo que a un libro), y algo similar ocurre con la gran inventiva y emotividad de don Quijote. A fuerza de hacerlo entrar en razón, sus compañeros reducen a bufonadas su capacidad inventiva.
Influenciado tanto por los libros de caballería como por el teatro y la lírica, Cervantes parodia, imita arbitrariamente a los clásicos y demuestra que sólo los lectores de novelas de caballería (o, en general, los amantes de la literatura) podrán comprender la «locura» de don Quijote. La vesania, la ficción y la rivalidad de la vida y el arte son los principales tópicos de las diversas tensiones narrativas de esta obra, germen de la novela moderna.

La versión digital de la edición dirigida por Francisco Rico está disponible en línea en la página del Instituto Cervantes.