jueves, 31 de mayo de 2018
miércoles, 30 de mayo de 2018
El que inventó la pólvora - Carlos Fuentes (cuento)
«El que inventó la pólvora» es un cuento de Carlos Fuentes publicado en el libro Los días enmascarados en 1954.
El que inventó la pólvora
Uno de los pocos intelectuales que aún existían en los días anteriores a la catástrofe, expresó que quizá la culpa de todo la tenía Aldous Huxley. Aquel intelectual -titular de la misma cátedra de sociología, durante el año famoso en que a la humanidad entera se le otorgó un Doctorado Honoris Causa, y clausuraron sus puertas todas las Universidades-, recordaba todavía algún ensayo de Music at Night: los snobismos de nuestra época son el de la ignorancia y el de la última moda; y gracias a éste se mantienen el progreso, la industria y las actividades civilizadas. Huxley, recordaba mi amigo, incluía la sentencia de un ingeniero norteamericano: «Quien construya un rascacielos que dure más de cuarenta años, es traidor a la industria de la construcción». De haber tenido el tiempo necesario para reflexionar sobre la reflexión de mi amigo, acaso hubiera reído, llorado, ante su intento estéril de proseguir el complicado juego de causas y efectos, ideas que se hacen acción, acción que nutre ideas. Pero en esos días, el tiempo, las ideas, la acción, estaban a punto de morir.
La situación, intrínsecamente, no era nueva. Sólo que, hasta entonces, habíamos sido nosotros, los hombres, quienes la provocábamos. Era esto lo que la justificaba, la dotaba de humor y la hacía inteligible. Éramos nosotros los que cambiábamos el automóvil viejo por el de este año. Nosotros, quienes arrojábamos las cosas inservibles a la basura. Nosotros, quienes optábamos entre las distintas marcas de un producto. A veces, las circunstancias eran cómicas; recuerdo que una joven amiga mía cambió un desodorante por otro sólo porque los anuncios le aseguraban que la nueva mercancía era algo así como el certificado de amor a primera vista. Otras, eran tristes; uno llega a encariñarse con una pipa, los zapatos cómodos, los discos que acaban teñidos de nostalgia, y tener que desecharlos, ofrendarlos al anonimato del ropavejero y la basura, era ocasión de cierta melancolía.
Nunca hubo tiempo de averiguar a qué plan diabólico obedeció, o si todo fue la irrupción acelerada de un fenómeno natural que creíamos domeñado. Tampoco, dónde se inició la rebelión, el castigo, el destino -no sabemos cómo designarlo. El hecho es que un día, la cuchara con que yo desayunaba, de legítima plata Christoph; se derritió en mis manos. No di mayor importancia al asunto, y suplí el utensilio inservible con otro semejante, del mismo diseño, para no dejar incompleto mi servicio y poder recibir con cierta elegancia a doce personas. La nueva cuchara duró una semana; con ella, se derritió el cuchillo. Los nuevos repuestos no sobrevivieron las setenta y dos horas sin convertirse en gelatina. Y claro, tuve que abrir los cajones y cerciorarme: toda la cuchillería descansaba en el fondo de las gavetas, excreción gris y espesa. Durante algún tiempo, pensé que estas ocurrencias ostentaban un carácter singular. Buen cuidado tomaron los felices propietarios de objetos tan valiosos en no comunicar algo que, después tuvo que saberse, era ya un hecho universal. Cuando comenzaron a derretirse las cucharas, cuchillos, tenedores, amarillentos, de alumno y hojalata, que usan los hospitales, los pobres, las fondas, los cuarteles, no fue posible ocultar la desgracia que nos afligía. Se levantó un clamor: las industrias respondieron que estaban en posibilidad de cumplir con la demanda, mediante un gigantesco esfuerzo, hasta el grado de poder reemplazar los útiles de mesa de cien millones de hogares, cada veinticuatro horas.
El cálculo resultó exacto. Todos los días, mi cucharita de té -a ella me reduje, al artículo más barato, para todos los usos culinarios- se convertía, después del desayuno, en polvo. Con premura, salíamos todos a formar cola para adquirir una nueva. Que yo sepa, muy pocas gentes compraron al mayoreo; sospechábamos que cien cucharas adquiridas hoy serían pasta mañana, o quizá nuestra esperanza de que sobrevivieran veinticuatro horas era tan grande como infundada. Las gracias sociales sufrieron un deterioro total; nadie podía invitar a sus amistades, y tuvo corta vida el movimiento, malentendido y nostálgico, en pro de un regreso a las costumbres de los vikingos.
Esta situación, hasta cierto punto amable, duró apenas seis meses. Alguna mañana, terminaba mi cotidiano aseo dental. Sentí que el cepillo, todavía en la boca, se convertía en culebrita de plástico; lo escupí en pequeños trozos. Este género de calamidades comenzó a repetirse casi sin interrupciones. Recuerdo que ese mismo día, cuando entré a la oficina de mi jefe en el Banco, el escritorio se desintegró en terrones de acero, mientras los puros del financiero tosían y se deshebraban, y los cheques mismos daban extrañas muestras de inquietud… Regresando a la casa, mis zapatos se abrieron como flor de cuero, y tuve que continuar descalzo. Llegué casi desnudo: la ropa se habla caído a jirones, los colores de la corbata se separaron y emprendieron un vuelo de mariposas. Entonces me di cuenta de otra cosa: los automóviles que transitaban por las calles se detuvieron de manera abrupta, y mientras los conductores descendían, sus sacos haciéndose polvo en las espaldas, emanando un olor colectivo de tintorería y axilas, los vehículos, envueltos en gases rojos, temblaban. Al reponerme de la impresión, fijé los ojos en aquellas carrocerías. La calle hervía en una confusión de caricaturas: Fords Modelo T, carcachas de 1909, Tin Lizzies, orugas cuadriculadas, vehículos pasados de moda.
La invasión de esa tarde a las tiendas de ropa y muebles, a las agencias de automóvil, resulta indescriptible. Los vendedores de coches -esto podría haber despertado sospechas- ya tenían preparado el Modelo del Futuro, que en unas cuantas horas fue vendido por millares. (Al día siguiente, todas las agencias anunciaron la aparición del Novísimo Modelo del Futuro, la ciudad se llenó de anuncios démodé del Modelo del día anterior -que, ciertamente, ya dejaba escapar un tufillo apolillado-, y una nueva avalancha de compradores cayó sobre las agencias.)
Aquí debo insertar una advertencia. La serie de acontecimientos a que me vengo refiriendo, y cuyos efectos finales nunca fueron apreciados debidamente, lejos de provocar asombro o disgusto, fueron aceptados con alborozo, a veces con delirio, por la población de nuestros países. Las fábricas trabajaban a todo vapor y terminó el problema de los desocupados. Magnavoces instalados en todas las esquinas, aclaraban el sentido de esta nueva revolución industrial: los beneficios de la libre empresa llegaban hoy, como nunca, a un mercado cada vez más amplio; sometida a este reto del progreso, la iniciativa privada respondía a las exigencias diarias del individuo en escala sin paralelo; la diversificación de un mercado caracterizado por la renovación continua de los artículos de consumo aseguraba una vida rica, higiénica y libre. «Carlomagno murió con sus viejos calcetines puestos -declaraba un cartel- usted morirá con unos Elasto-Plastex recién salidos de la fábrica.» La bonanza era increíble; todos trabajaban en las industrias, percibían enormes sueldos, y los gastaban en cambiar diariamente las cosas inservibles por los nuevos productos. Se calcula que, en mi comunidad solamente, llegaron a circular en valores y en efectivo, más de doscientos mil millones de dólares cada dieciocho horas.
El abandono de las labores agrícolas se vio suplido, y concordado, por las industrias química, mobiliaria y eléctrica. Ahora comíamos píldoras de vitamina, cápsulas y granulados, con la severa advertencia médica de que era necesario prepararlos en la estufa y comerlos con cubiertos (las píldoras, envueltas por una cera eléctrica, escapan al contacto con los dedos del comensal).
Yo, justo es confesarlo, me adapté a la situación con toda tranquilidad. El primer sentimiento de terror lo experimenté una noche, al entrar a mi biblioteca. Regadas por el piso, como larvas de tinta, yacían las letras de todos los libros. Apresuradamente, revisé varios tomos: sus páginas, en blanco. Una música dolorosa, lenta, despedida, me envolvió; quise distinguir las voces de las letras; al minuto agonizaron. Eran cenizas. Salí a la calle, ansioso de saber qué nuevos sucesos anunciaba éste; por el aire, con el loco empeño de los vampiros, corrían nubes de letras; a veces, en chispazos eléctricos, se reunían… amor rosa palabra, brillaban un instante en el cielo, para disolverse en llanto. A la luz de uno de estos fulgores, vi otra cosa: nuestros grandes edificios empezaban a resquebrajarse; en uno, distinguí la carrera de una vena rajada que se iba abriendo por el cuerpo de cemento. Lo mismo ocurría en las aceras, en los árboles, acaso en el aire. La mañana nos deparó una piel brillante de heridas. Buen sector de obreros tuvo que abandonar las fábricas para atender a la reparación material de la ciudad; de nada sirvió, pues cada remiendo hacía brotar nuevas cuarteaduras.
Aquí concluía el periodo que pareció haberse regido por el signo de las veinticuatro horas. A partir de este instante, nuestros utensilios comenzaron a descomponerse en menos tiempo; a veces en diez, a veces en tres o cuatro horas. Las calles se llenaron de montañas de zapatos y papeles, de bosques de platos rotos, dentaduras postizas, abrigos desbaratados, de cáscaras de libros, edificios y pieles, de muebles y flores muertas y chicle y aparatos de televisión y baterías. Algunos intentaron dominar a las cosas, maltratarlas, obligarlas a continuar prestando sus servicios; pronto se supo de varias muertes extrañas de hombres y mujeres atravesados por cucharas y escobas, sofocados por sus almohadas, ahorcados por las corbatas. Todo lo que no era arrojado a la basura después de cumplir el término estricto de sus funciones, se vengaba así del consumidor reticente.
La acumulación de basura en las calles las hacía intransitables. Con la huida del alfabeto, ya no se podían escribir directrices; los magnavoces dejaban de funcionar cada cinco minutos, y todo el día se iba en suplirlos con otros. ¿Necesito señalar que los basureros se convirtieron en la capa social privilegiada, y que la Hermandad Secreta de Verrere era, de facto, el poder activo detrás de nuestras instituciones republicanas? De viva voz se corrió la consigna: los intereses sociales exigen que para salvar la situación se utilicen y consuman las cosas con una rapidez cada día mayor. Los obreros ya no salían de las fábricas; en ellas se concentró la vida de la ciudad, abandonándose a su suerte edificios, plazas, las habitaciones mismas. En las fábricas, tengo entendido que un trabajador armaba una bicicleta, corría por el patio montado en ella; la bicicleta se reblandecía y era tirada al carro de la basura que, cada día más alto, corría como arteria paralítica por la ciudad; inmediatamente, el mismo obrero regresaba a armar otra bicicleta, y el proceso se repetía sin solución. Lo mismo pasaba con los demás productos; una camisa era usada inmediatamente por el obrero que la fabricaba, y arrojada al minuto; las bebidas alcohólicas tenían que ser ingeridas por quienes las embotellaban, y las medicinas de alivio respectivas por sus fabricantes, que nunca tenían oportunidad de emborracharse. Así sucedía en todas las actividades.
Mi trabajo en el Banco ya no tenía sentido. El dinero había dejado de circular desde que productores y consumidores, encerrados en las factorías, hacían de los dos actos uno. Se me asignó una fábrica de armamentos como nuevo sitio de labores. Yo sabía que las armas eran llevadas a parajes desiertos, y usadas allí; un puente aéreo se encargaba de transportar las bombas con rapidez, antes de que estallaran, y depositarlas, huevecillos negros, entre las arenas de estos lugares misteriosos.
Ahora que ha pasado un año desde que mi primera cuchara se derritió, subo a las ramas de un árbol y trato de distinguir, entre el humo y las sirenas, algo de las costras del mundo. El ruido, que se ha hecho sustancia, gime sobre los valles de desperdicio; temo -por lo que mis últimas experiencias con los pocos objetos servibles que encuentro delatan- que el espacio de utilidad de las cosas se ha reducido a fracciones de segundo. Los aviones estallan en el aire, cargados de bombas; pero un mensajero permanente vuela en helicóptero sobre la ciudad, comunicando la vieja consigna: «Usen, usen, consuman, consuman, ¡todo, todo!» ¿Qué queda por usarse? Pocas cosas, sin duda.
Aquí, desde hace un mes, vivo escondido, entre las ruinas de mi antigua casa. Huí del arsenal cuando me di cuenta que todos, obreros y patrones, han perdido la memoria, y también, la facultad previsora… Viven al día, emparedados por los segundos. Y yo, de pronto, sentí la urgencia de regresar a esta casa, tratar de recordar algo apenas estas notas que apunto con urgencia, y que tampoco dicen de un año relleno de datos- y formular algún proyecto.
¡Qué gusto! En mi sótano encontré un libro con letras impresas; es Treasure Island, y gracias a él, he recuperado el recuerdo de mí mismo, el ritmo de muchas cosas… Termino el libro («¡Pieces of eight! ¡Pieces of eight!») y miro en redor mío. La espina dorsal de los objetos despreciados, su velo de peste. ¿Los novios, los niños, los que sabían cantar, dónde están, por qué los olvidé, los olvidamos, durante todo este tiempo? ¿Qué fue de ellos mientras sólo pensábamos (y yo sólo he escrito) en el deterioro y creación de nuestros útiles? Extendí la vista sobre los montones de inmundicia. La opacidad chiclosa se entrevera en mil rasguños; las llantas y los trapos, la obsesidad maloliente, la carne inflamada del detritus, se extienden enterrados por los cauces de asfalto; y pude ver algunas cicatrices, que eran cuerpos abrazados, manos de cuerda, bocas abiertas, y supe de ellos.
No puedo dar idea de los monumentos alegóricos que sobre los desperdicios se han construido, en honor de los economistas del pasado. El dedicado a las Armonías de Bastiat, es especialmente grotesco.
Entre las páginas de Stevenson, un paquete de semillas de hortaliza. Las he estado metiendo en la tierra, ¡con qué gran cariño!… Ahí pasa otra vez el mensajero:
«USEN TODO… TODO… TODO»
Ahora, ahora un hongo azul que luce penachos de sombra y me ahoga en el rumor de los cristales rotos…
Estoy sentado en una playa que antes -si recuerdo algo de geografía- no bañaba mar alguno. No hay más muebles en el universo que dos estrellas, las olas y arena. He tomado unas ramas secas; las froto, durante mucho tiempo… ah, la primera chispa…
domingo, 27 de mayo de 2018
Carlos Fuentes en voz de sus lectores - Fondo Editorial Tierra Adentro
El pasado 15 de mayo se cumplieron 6 años del fallecimiento del escritor mexicano Carlos Fuentes, y el Fondo Editorial Tierra Adentro lo conmemoró con lecturas, por parte de sus autores, de fragmentos de la obra del escritor que se transmitieron por Radio Educación a nivel nacional.
Tuve el placer de participar leyendo unas líneas del cuento «El que inventó la pólvora», el clip está disponible aquí.
Otros autores que forman parte del proyecto son Aniela Rodríguez (otro fragmento de «El que inventó la pólvora»), Laura Rivero (La región más transparente), Josué Sánchez («Letanía de la orquídea») y Laura Baeza («Pantera en jazz»).
Nueve cápsulas están listas para ser escuchadas en la cuenta de Soundcloud de Tierra Adentro.
Fotografía de Lola Álvarez Bravo
Presentan memoria colectiva de Carlos Fuentes en voz de jóvenes autores
Se trata de cápsulas radiofónicas que se transmitirán a nivel nacional a través de Radio Educación y por distintas plataformas electrónicas.
El Programa Cultural Tierra Adentro invita a mantener vigente a Carlos Fuentes a seis años de su muerte, a través de la lectura de fragmentos de su obra en voz de jóvenes autores, para quienes les resulta de gran relevancia, ya sea por su contenido social, literario, por la cercanía con su obra o simplemente por el placer que implica adentrarse en la literatura de uno de nuestros más grandes autores.
El proyecto “Carlos Fuentes en la voz de sus lectores”, impulsado por el Programa Cultural con el apoyo de la Secretaría de Cultura -a través de su Dirección General de Comunicación Social- y de Radio Educación, contempla la grabación y transmisión a nivel nacional de por lo menos 15 cápsulas, dónde jóvenes talentos de la literatura nacional evocan a uno de los escritores mexicanos más notables del siglo XX, quien a través de su vasta obra refleja nuestra identidad cultural nacional.
Paola Velasco, Directora del Programa Cultural Tierra Adentro, asegura que este proyecto surge debido a que los jóvenes siempre se han sentido cercanos a Fuentes, “lo que nos hizo pensar, no sólo en su relectura, sino en que verdaderamente para los escritores más recientes vinculados al Programa, la figura de Fuentes es tutelar, pero a la vez un par. Las mismas ideas los conflictúan y tienen preocupaciones similares”. (Continuar leyendo en gob.mx)
sábado, 26 de mayo de 2018
El océano tiene onda - Luis Javier Plata Rosas
El océano tiene onda (Ediciones B, 2017) es la primera obra de
ciencia, ficción y literatura de Luis Javier Plata Rosas (escritor y divulgador
científico mexicano). La premisa del libro es que lo relacionado con lo científico
debe ser cercano para todos, y plantea el enfrentamiento entre el ámbito
científico y el académico, entre divulgadores e investigadores.
A
través de tres historias intercaladas con diferentes narradores cada una, Plata recurre
a un estilo claro y muy ameno: la historia del estudiante de maestría con su
asesor de tesis (el doctor Sagdev); la corrección de cierto texto del estudiante de maestría por parte de su novia, y la de Solitón (un súper
héroe peculiar con poderes como la Supervista Oceanográfica). El
registro lingüístico varía según los capítulos: el coliquial convive con
términos técnicos como «termoclina», «picnoclina» o «isoterma»; el doctor
Sagdev habla en mal español y en ruso, mientras que la historia de
Solitón tiene un registro mucho más formal.
La
metaliteratura (uno de los protagonistas se refiere a sí mismo y al autor) y la
intertextualidad (el personaje menciona varias obras de ciencia en ficción como
La increíble historia de la malentendida
fuerza de los Coriolis de Pedro Ripa, o Sueños
de Einstein de Alan Lightman) están presentes en varios capítulos.
El océano tiene onda es una conjunción divulgación científica y literatura, dando como
resultado una mezcla de géneros literarios: una novela corta que presenta
varios conflictos, un cuento un poco extenso de Solitón contra las Ondas
Solitarias e innumerables notas al pie, que bien pueden ser un género literario
por sí mismas aunque estén «monopolizadas por la academia» o represente, para algunos,
un «mal necesario», pues en El océano... resultan fundamentales, específicamente
en lo referente a la divulgación. Plata justifica esta afición como «El
enamoramiento entre científicos, siglas y acrónimos».
Para conocer el vínculo entre la portada de un disco de Joy Division y los solitones, visiten este blog
Los
epígrafes de cada capítulo (¡incluida la bibliografía!) están relacionados
con las ondas, el mar o la oceanografía. Éste es un libro ilustrativo que
sorprende por su creatividad y se desarrolla mediante abundantes diálogos y
guiños cómicos que otorgan dinamismo a la lectura. El humor está
presente, sobre todo, en los capítulos de «Oceanografía para dummies» y en las notas al pie ya mencionadas.
Con
esta creación de ciencia en ficción, Plata nos muestra la gran similitud entre la
divulgación y la creación literaria: no es redituable pero otorga gratificación
y satisfacción. De hecho, si se sustituyen las palabras «divulgación» por «literatura»
y «divulgador» por «escritor» a lo largo de todo el libro, el resultado es
exactamente el mismo: «Ya sabes que en México nadie vive de la divulgación (literatura) y,
si lo hace, vive solitón y mal, y yo te apuesto que la historia de un
divulgador (escritor) provinciano no es de ésas con final feliz».
Plata elimina
los prejuicios que se suelen tener sobre la ciencia o la divulgación científica,
como que puede ser soporífera o ininteligible, y nos acerca de manera amena e íntima a un mundo
poco conocido para quienes no estamos inmersos en la ciencia.
De manera sutil, el autor introduce guiños de cultura popular (Happy feet 2, Bob Esponja, The Big Bang Theory), así como hechos, autores
y libros reales: el naufragio del submarino Thresher,
El nuevo breviario del señor Tompkins de George
Gamow o Peces luminosos de Lynn
Margulis, y fotografías, dibujos y esquemas que vuelven la lectura algo mucho
más gráfico. La comicidad de Plata y la crítica que realiza demuestran su gran ingenio.
El océano tiene onda es,
sin duda, un gancho hacia la oceanografía y la divulgación científica que refleja la influencia de las ondas (como
Solitón) en los habitantes del océano y en la vida en las costas.