Adela Fernández
«Agosto, el mes de los ojos», cuento de Adela Fernández (escritora e investigadora mexicana, 1942-2013), fue publicado en su libro Duermevelas en 1986. Éste es uno de mis cuentos favoritos de la autora, y el que leí en la noche de terror de ayer.
Agosto, el mes de los ojos
En mi pueblo, a causa del clima pluvioso se hizo costumbre el
uso de paraguas, especialmente en agosto, mes abundante de lluvias. Por su
función ocular, ahora, son imprescindibles en todas las épocas del año.
Mi abuelo era paragüero, el más viejo y
famoso en su oficio. Nadie ha podido igualar su destreza y la calidad de su trabajo
al que se dedico casi todo el tiempo, incluso dejó de dormir para entregarse de
lleno a su obsesionante faena.
Su taller, ubicado en lo alto de la casa,
es un sitio desvencijado a punto de desmoronarse. El reclinado ventanal tiene
todos los cristales rotos, de manera que siempre entran los chifones. De día o
de noche, mi abuelo trabajaba con viento. Después de muchos años de plegarias,
hubo conseguido que siete ánimas en pena se apiadaran de él, encargándose de
cuidar los siete cirios que durante las horas nocturnas alumbraban su obraje.
Guardianas fieles impedían que las ráfagas apagaran las velas. Así, junto con
el silbar de las galernas y los lamentos de las ánimas, el abuelo encontró la
música de su inspiración.
En los meses de febrero y marzo el viejo
se debatía en una cruenta batalla contra los ventarrones. Las sedas negras,
inmensas mariposas de mal presagio, se levantaban movilizándose por toda la
estancia. Volátiles subían y bajaban, de aquí para al´á, perseguidas por los
gritos y las manos del ansiando obrero. Cuando esto sucedía me gustaba
espiarlo, porque las imágenes me recordaban los cuentos de mi abuela que decía
que durante las tormentas las velas de los barcos se vuelven negras y fúnebres.
Los lienzos al aire me hacían pensar en aquellos veleros de sus relatos,
oscurantados por la cerrazón de las tempestades, debatiéndose en altamar. Mi
abuelo, relacionado con esas metáforas, me parecía un eterno naufrago.
El viento rasgaba y deshilachaba las
sedas, y a causa de ello, los paraguas confeccionados en febrero y marzo tenían
un acaba o en jirones. En la temporada del viento cruel, una larga hilera de
mendigos se formaba en la puerta de la casa para adquirirlos como regalo, y
aunque bajo ellos no estarían protegidos de la lluvia, les servirían de
complementos decorativo para su harapienta vestidura, y sobre todo los librara
de la ceguera.
En una ocasión marzo fue más violento que
nunca, trajo consigo toda la reciedumbre de las galernas y ni siquiera tuvo
misericordia de las ánimas en pena, aferradas
a la tierra para llorar sus culpas y lamentaciones. El viento retozó con los
siete espectros revolcándonos en el espacio y les dijo que las voces de los
muertos deben buscar su cielo o su infierno. Cuatro de las ánimas vagarosas
fueron ardidas por las llamas de los cirios; quizá cayeron al averno o lograron
su purificación. A partir de entonces mi abuelo tuvo que trabajar sólo con la
luz de tres cirios cuidados por las ánimas que se escaparon de los vientos y
llamas para seguir apegadas a los quehaceres terrenos.
Desde la azotea sólo son visibles los
paraguas. Mi pueblo no parece habitado por gente sino por murciélagos que
avanzan lentos por las calles, y es que las sedas son tan finas como las alas
de estos animales. Yo las he tocado y en verdad son muy suaves y delicadas. Los
paraguas parecen ser alas de murciélago en perfectas geometrías circulares.
Aquí, casi toda la gente es ciega o
tuerta, porque con tantos paraguas los ojos se quedan ensartados en los picos
de éstos. Algunos son de cinco y otros de siete o nueve puntas. Hay personas
que se sienten muy felices porque de cada una cuelga un ojo. Aquí nadie ve con
sus propios ojos sino con los que traen engarzados en los quitalluvias. Por eso
nunca mueven la cabeza, no tienen necesidad de voltear y bien saben lo que hay
tras de ellos o a los costados. Incluso algunos, al igual que si tuvieran
radar, retroceden de espaldas o caminan lateralmente. También por esto se
parecen a los murciélagos, avanzan sin chocar, pero en agosto con las lluvias,
se apresuran tanto que se sacan los ojos.
Diciembre es el mes en que se consiguen
las castañas, y en agosto los ojos.
Hace Hace tres noches vi salir por el
ventanal a las tres ánimas en pena. Poco después se apagaron los cirios. Mi abuelo no repeló
de la obscuridad como era su costumbre.
Subí y lo encontré muerto, lleno de viento, enredado en sedas negras. Su íntimo
trabajo fue un inmenso paraguas en el que mi abuela puso su cadáver y lo lanzó
al mar, carabela de la muerte, navío póstumo. Con voz solitaria y dolorosa me
dijo que así se lo había pedido porque él siempre deseó ser navegante, pero la
tarea de los paraguas lo apartó de su sueño.
La ceremonia fue de noche mientras soplaba
un leve vientecillo proveniente del sur. La abuela ordenó que los tres nietos
ensartáramos nuestros ojos en el sepulcral paraguas con el fin de que el muerto
no fuera a la deriva. Obedecimos, y debiendo cubrir los cuatro puntos
cardinales, ella que también era tuerta, dio su ojos y lo engarzó en el lado
Este para orientarlo hacia la dirección de las cuarenta islas. El viejo siempre
deseó viajar por el archipiélago.
Aquel paraguas, goleta de quién sabe
cuántos sufrimientos se fue navegando nostalgia adentro de la muerte.
Hoy en la noche, cuando ya estaba dormido,
oí la voz de mi abuelo. Me ordenó seguir con la tarea de los paraguas. Hoy supe
que mi infancia ha terminado, que no volveré a dormir ni de día ni de noche. Y
estoy aquí en el taller. Trabajo con viento, corto la seda negra y la uno a los
metálicos esqueletos geométricos.
Trabajo con la luz de un solo cirio y el
ánima en pena de mi abuelo llora, canta y cuida que las ráfagas no me apaguen
la llama.