jueves, 30 de abril de 2020

Genealogía espectral - cuento

Juan Rulfo con su cámara fotográfica



"Genealogía espectral" es un cuento de mi autoría publicado por primera vez en la antología Rulfo Páramo. Libro de voces (ISIC, 2017), que reúne textos inspirados en la obra de Juan Rulfo, y al año siguiente fue publicado en Lados B: antología 2018. Ahora, Carruaje de pájaros lo publica en versión digital.



Genealogía espectral



“Todo escritor que crea es un mentiroso; la literatura es mentira,
pero de esa mentira sale una recreación de la realidad:
recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación”.
Juan Rulfo

Te arrebataron a varios de tus antecesores por necedad y con saña. El resto se ha ido encogiendo entre la tristeza hasta desaparecer. Pero tú te quedaste a medio camino; la melancolía te ha mantenido siempre al borde del abismo, con la mirada agarrada al pasado y con tu cuerpo y mente suspendidos en el silencio y la incertidumbre.
Tu padre fue asesinado cuando tú eras muy pequeño aún, su padre falleció poco después, tras la muerte de tus tíos, y lo mismo ocurrió con tu madre y su propio padre. Con tanta tragedia a cuestas cómo no ibas a comprender que no te puedes aferrar a nada para enraizar porque en realidad tú eres el cimiento; atrás de ti sólo hay vacío. Dejaste en tu personaje del coronel, el hijo de Guadalupe Terreros, la labor que tendrías que haber realizado tú: la de vengar al padre. Ángel Pinzón, otro de tus personajes que ya anda rondando en tu imaginación, tendrá la misma tarea. Pero El Llano en llamas se acaba de publicar y ahora debes trabajar en nuestra novela, ésa donde apareceremos todos nosotros, fantasmas hechos de un terco lamento, un mal que te carcome el entendimiento, el alma y la vida.
Tráenos de vuelta, Juan, reúnenos en el mismo plano existencial de nuevo, acercarnos y acércate donde puedas escuchar mejor nuestros susurros, esos rumores que no abandonan tu cabeza y con los que te pedimos bajito no ignorarnos, pues eres nuestra morada, la que nos aleja del olvido, nuestro último destino. Depende de ti perpetuarnos para otros ojos, para otros sueños. Aún tienes el tiempo suficiente para dedicarte a ello por completo.
Harás del protagonista una extensión tuya e incluso llevará tu mismo nombre. Juan Preciado se unirá a las apariciones de cuerpos y voces, y lo llevarás hasta un páramo en el que representarás una sordidez tangible. Allí habrá un pueblo habitado únicamente por apariciones y víctimas a las que él se sumará. Designarás a este personaje la tarea de hallar aquello que a ti se te escapa de las manos y del entendimiento. 
Le otorgarás a una figura paterna —Pedro Páramo, un terrateniente déspota al que está sometida cualquier alma que ronde sus propiedades— un poder tal, que por su mano todo un pueblo ha de sucumbir. Instaurarás en un Comala idéntico al real una sarta de personajes y algo aún más innumerable que ellos: una tierra desértica e inmensa, ardiente como el propio tártaro y que abrasará de forma permanente a todo el que ponga un pie en ella, condenándolo a repetir el mismo monólogo hasta el cansancio, a revivir su infortunio una y otra vez. Harás que se estremezcan las piedras y que tirite la oscuridad, como lo has sabido hacer hasta ahora con esa crueldad y violencia que enturbia a tu universo. (Continuar leyendo en Carruaje de Pájaros...)

miércoles, 29 de abril de 2020

Las elegidas - María Fernanda Ampuero (cuento)

Fotografía de Isabel Wagemann



"Las elegidas" es uno de los últimos cuento publicados (éste, en la revista Este País) de María Fernanda Ampuero, escritora y periodista ecuatoriana que es autora, entre otras obras, del libro de cuento Pelea de gallos (Páginas de espuma, 2018), Premio Joaquín Gallegos Lara 2018.






Las elegidas



Tus muertos vivirán, junto con mi cuerpo muerto resucitarán. 
¡Despertad y cantad, moradores del polvo! 
Porque tu rocío es cual rocío de hortalizas; 
y la tierra echará los muertos.
Isaías 26: 19-20 

Camino a Mar Bravo hay un cementerio para pobres que se convirtió de pronto en sitio de peregrinación de los elegidos porque cuatro de los suyos fueron enterrados ahí. Entre tumbas con flores plásticas decoloradas por el sol, lápidas de cemento crudo rotas en las esquinas y hierbajos, lloraban las chicas de piel centelleante como dulces acaramelados, con sus blusas blancas, sus pantaloncitos de jean, sus abalorios de colores y sus sandalias de tiritas. Se abrazaban y se acariciaban las suaves cabecitas doradas, como ninfas desconsoladas ante el cadáver de un cordero. A su lado, sin llorar, pero con las manos solemnes y apretadas a la altura de la entrepierna, los machos de esa especie: chicos preciosos con el pelo cayéndoles sobre los ojos, con los brazos deliciosamente duros, construidos para abrazar únicamente a chicas de caramelo. Pecosos, lampiños, silenciosos y adustos como genios o como imbéciles, guapos hasta el miedo. 

Entre ebanistas, costureras, pescadores y bebés malnutridos desde el vientre sepultaron a los cuatro surfistas de Punta Carnero. Los padres habían decidido que sus hijos estuvieran en aquel cementerio gris y no en el de los ricos, con ese césped verde cotorra, rosas frescas, rojas y sinvergüenzas, traídas en camión refrigerado y lápidas de mármol con inscripciones religiosas y apellidos larguísimos. Querían que los cadáveres de los ahogados más hermosos del mundo estuvieran para siempre junto al mar. Eran cuatro, heredarían la tierra. La noche anterior a la muerte habían roto setenta y siete corazones en la fiesta del Yacht Club besuqueando y agarrándoles la nalga sobre el vestido veraniego a sus flamantes noviecitas, criaturas doradas como ellos. Al amanecer, todavía borrachos, se enfundaron el neopreno negro y así, como disfrazados de calavera, salieron a surfear en marejada, convencidos de su inmortalidad de niños dioses. El mar, claro, los hizo papilla. Los escupió al séptimo día, blandos y blanquecinos como recién nacidos. 

Nosotras casi siempre nos poníamos a beber ahí afuera del cementerio de Mar Bravo porque, ¿qué más íbamos a hacer? Las fiestas eran privadas, sólo con invitación. Chicos preciosos invitando a chicas preciosas, chicos regulares invitando a chicas preciosas, chicos feísimos invitando a chicas preciosas. Puertas parecidas a las del cielo que se abrían para otras que no éramos nosotras. Una vez intentamos entrar y el guardia dijo que era una fiesta sólo para gente conocida y le contestamos: ¿conocida por quién? Pero el hombre ya estaba levantándole la pretenciosa seguridad, barras doradas con cordones gordos de terciopelo color sangre, a una chica atlética, nítida y sonriente como salida de un comercial de tampones. Moríamos por saber qué pasaba detrás de esas puertas, aunque instintivamente sabíamos que no habría lugar para nosotras allí, que nuestros defectos se multiplicarían hasta tragarnos, que seríamos una hipérbole de nosotras mismas, espejos de feria andantes: la gordota, la marimacha, la larguirucha, la aplastada, la contrahecha. Así como las chicas guapas juntas potencian su atractivo, solapando con las virtudes grupales cualquier defecto y se embellecen unas a otras hasta brillar como un solo gran astro, las chicas como nosotras cuando estamos juntas nos transformamos en un espectáculo casi obsceno, exacerbados los defectos como en un freak show: somos más monstruas.     

Sabíamos, claro que sabíamos, que ni los más desesperados, ni los obesos, ni los nerds, ni los oscuros se nos acercarían. A las chicas como nosotras sólo se acercan otras chicas como nosotras, así que ¿para qué intentarlo? Éramos libres de ir a cualquier sitio y odiábamos eso: queríamos tener la falta de libertad de las hermosas, que los brazos de los novios nos doblegaran como yuntas, coger en el cuartito de la piscina, al apuro y sin preservativo, que nos dejaran la marca de sus dedos gordos de jugar béisbol en las nalgas con celulitis. Queríamos que nos penetraran a la fuerza y gritar en cada embestida sus nombres bellos de hombres bellos. Queríamos despernancarnos para ellos y agarrarnos de sus melenas perfectas en el orgasmo, quedarnos con matojitos de pelo color arena entre los puños cerradísimos. Queríamos hacer con el néctar de sus sexos dulces cocteles, pócimas de brujería. Queríamos desaparecerlas a ellas, rebanarles la cabeza con machetes de fuego. Queríamos entrar entre truenos y voces y relámpagos y terremotos a esas fiestas privadas montadas en yeguas voladoras y hacer caer sobre esas idiotas preciosas un mar de grillos y serpientes. Queríamos que las niñas bonitas se arrodillaran ante nosotras, amazonas poderosísimas, y que vieran con impotencia a sus hombres subiéndose arrobados y dóciles a la grupa de nuestros animales. Queríamos, queríamos, queríamos. Éramos puro querer. 

Y pura ira. 

Llegaría el día, sí señor, en el que todos se fijarían en nosotras y dirían a quien pudiera escuchar: ámenlas. Ámenlas, ese mandato recorriendo la tierra. Ese día llegaría: el día de limpiar todas y cada una de nuestras lágrimas.  

Mientras tanto, teníamos carro, teníamos dinero, teníamos la noche y no teníamos nada.

Parqueamos afuera del cementerio con mucho trago, mucha maría, muchas pastillas y muchos cigarrillos. Al menos eso teníamos, la posibilidad de enviciarnos, de mancillar nuestros cuerpos con algo perverso, de sentirnos malas chicas. Vírgenes, increíblemente obscenas. Mórbidas, solas. Qué bueno hubiera sido desearnos entre nosotras: desear nuestras lengüitas amigas, alcanzar el éxtasis con los dedos de unas y otras dentro de unas y otras, buscar el jugoso amor de carne y flor entre nuestras piernas. Qué diferente ser amante de ser perdedora, pensar en las puertas de las fiestas privadas nada más para agradecer no tener que estar ahí dentro, aburridas, con la lengua erecta de algún imbécil empapándonos el oído o dejándonos marcas horribles en el cuello. Había que haberse amado entre chicas, pero somos lo que somos y los que somos es casi siempre brutal. 

Estábamos a oscuras salvo por la luz del carro. Por la vía a Mar Bravo pasaba muy poca gente, quizás una pareja que fuera a coger al mirador, quizás algún suicida. La noche era propicia para rituales de sexo, muerte y resurrección. La luna chorreaba rojo sobre el mundo como una joven desvirgada y en la radio sonaban canciones de hombres enamorados de mujeres que nunca seríamos nosotras. El cementerio bajo esa luna parecía a punto de romper a hervir. Cada una le puso a la otra una pastilla en la lengua y nos fuimos pasando la botella hasta dejarla muy por debajo de la mitad. De pronto pensamos en los ahogados de Punta Carnero y en esa belleza que trascendía la vida y que seguro también había trascendido la muerte. Pensábamos en esos hombres adoradísimos, deliciosos chicos imposibles en sus fiestas y en sus olas, ahora durmiendo a nuestro lado. Nos bajamos del carro y entramos en hilera al cementerio a bailar a la luz de la luna de sangre agitando nuestros vestidos claros y nuestras melenas nocturnas. Bailamos como si nunca hubiésemos bailado, como si siempre hubiésemos bailado, como si hubiéramos llegado a la fiesta del fin del mundo y el guardia, al vernos, hubiera levantado el grueso cordón de terciopelo con inmensa ceremonia. Bailamos como novias en su noche de bodas y así, como en un encuentro sexual pospuesto hasta el delirio, nos fuimos arrancando la ropa unas a otras hasta quedar desnudas frente al silencio de los muertos. Danzamos arrastrando los vestidos como si fueran serpentinas de flores y nos besamos en los labios y nos tocamos los pezones erectos aullando de amor. Cantamos himnos de venganza con fondo de ensordecedoras trompetas imaginarias. Éramos ángeles derramando justicia sobre nuestros cuerpos y nuestros deseos, abriéndonos al mismo tiempo que las flores nocturnas, exhalando como ellas un olor a almizcle y a mar. Buscamos a nuestros chicos entre los muertos y descubrimos que alguien había llegado antes. De los ataúdes semiabiertos se escapaban algunas manos que brillaba como metal a la luz de la luna. Conservaban su ropa, trajes azules o negros que seguro usaban para llevar a los bailes a chicas hermosas vestidas en tonos pastel. Se habían llevado los zapatos, también los relojes, cadenas, anillos y todo lo que se puede morder para saber si es valioso, pero les habían dejado el pañuelito en el bolsillo de la chaqueta, el pañuelito que nos secaría todas las lágrimas. 

Los sacamos a bailar y dijeron que sí y bailaron con nosotras primero tímidos y distantes y luego cada vez más cerca, con sus caras frías en nuestros cuellos tibios. Dijeron, estamos seguras que dijeron, que preferían estar ahí que en cualquier otro sitio, que nos preferían a nosotras que a las princesitas de sus reinos. Después del baile nos sentamos sobre tumbas, cada una con su chico perfecto, a contarnos las cosas que soñábamos, a reír como los tontos, a pedir un beso con ojitos entornados. Llegó el beso y llegó la locura, el deseo dando patadas violentas como olas contra nuestras espaldas. El amanecer nos encontró desnudas sobre los sexos erectos de nuestros amados, montadas sobre ellos, cabalgándolos ferozmente como jinetes que se precipitan sobre el mundo para destruirlo. 

martes, 28 de abril de 2020

Época de cerezos - Laura Baeza (reseña)




El año pasado, Aniela Rodríguez y yo tuvimos el placer de presentar Época de cerezos, el segundo libro de cuento de Laura Baeza. Hace poco, Cartografía Editorial MX publicó mi reseña de este libro, ganador del Premio Nacional de Narrativa Gerardo Cornejo 2017.

En el siguiente video podrán escuchar a la autora responder algunas preguntas en torno a su nuevo libro en una entrevista para Juego de pomos.






La reseña:





Época de cerezos de Laura Baeza.

Por Lola Ancira*

Las circunstancias o situaciones al borde de la calamidad o de un riesgo fatal, se denominan “peligros antropogénicos”, son causados por la acción o la pasividad humana, son mortales y derivan en catástrofes ecológicas. Los desastres nucleares son el mejor ejemplo de estos peligros, como el accidente de Three Mile Island en Estados Unidos en 1979, el accidente nuclear de Chernóbil en 1986 y el de Fukushima, en 2011, sin olvidar la explosión en un campo de prueba con armas nucleares en Sarov, al norte de Rusia, hace poco más de dos meses.
Época de cerezos (Editorial Paraíso Perdido, 2019), libro de cuento de Laura Baeza (Campeche, 1988) ganador del Premio Nacional de Narrativa Gerardo Cornejo 2017 y cuya crítica social generalizada gira en torno al pésimo manejo de la central nuclear de Laguna Verde, en Veracruz, se inserta en la tradición (si se le puede llamar así) de la literatura conformada en torno a los desastres nucleares que surgió con Voces de Chernóbil, de la Nobel de Literatura Svetlana Aleksiévich en 1997, una crónica en torno al accidente nuclear de Chernóbil. Después llegó la novela Chernóbil, de Iliana Olmedo, premio Siglo XXI de Narrativa 2017 publicada en 2018. Y este año, dentro de la ficción televisiva, se expuso Chernóbil, la miniserie de drama histórico de HBO, basada en el libro de Svetlana, que revivió con todas sus caras y voces el desastre nuclear del 86.
Estos dramas que nos resultan familiares, se inscriben en un contexto imaginario cuya proximidad está latente, son una advertencia de lo que podría ocurrir»
Laura coloca en nuestro mapa uno de estos peligros antropogénicos en la frontera del sur de México, sitio descrito por ella como “el rabo del país” o ese “pedazo de selva donde inicia nuestra patria”. Ahí, una planta de energía nuclear construida al extremo de una laguna, detona debido a un fallo en los ductos.
El resultado son edificios y paredes derrumbados, envenenamiento por radiación, aire seco y espeso como polvo. Cientos de vidas tocadas, de alguna u otra manera, por el infortunio que no cesa ahí, sino que se expande en una ola de alcances inimaginables.

jueves, 23 de abril de 2020

El vals de los monstruos disponible en descarga gratuita




En estos días de cuarentena, Fondo Editorial Tierra Adentro tuvo la iniciativa de liberar 15 de sus títulos publicado en 2018 para descarga gratuita, entre ellos, mi libro de cuento El vals de los monstruos.

Otros títulos muy recomendables que podrán encontrar en su página de descargas gratuitas son Principia, poemario de Elisa Díaz, Chicharrón de oso y algunos cuentos del fracaso, libro de cuento de Ana Fuente Montes de Oca, y Museo de las máscaras, poemario de Sergio Pérez Torres.

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