necesita una gran determinación y planea bien su muerte(...)”
Pedro de Isla
Y me preguntas de nuevo porqué huele a carne muerta... es simple,
niño. De tantas veces que te lo he contado no se como es que lo olvidas; o
será que te gusta escucharlo para poder imaginarlo a través de mis
palabras, una y otra vez.
Lo último que se supo de tu abuelo fue que salio a dar un paseo al
jardín que colinda con el bosque, donde el límite entre la flora
doméstica y la vegetación salvaje no se puede distinguir con
facilidad, ahí donde las sombras se entrelazan con los aromas para
crear un ambiente sofocante y dulzón, como los perfumes que usaba la
abuela en vida, a quien tú no conociste. Siempre pensamos que esa
era la razón por la que el abuelo gustaba tanto de ir a ese lugar,
de perderse por horas en el ambiente fascinante donde evocaba a su
fracción de alma que partió de su cuerpo antes que el resto.
Tiempo antes de su desaparición, nos advirtió que conservaba un
espacio libre de vegetación para colocar una planta muy especial y a
la que esperaba con una gran inquietud. Nosotros rara vez visitábamos ese lugar debido a su contagiosa melancolía, pero un día nos pidió
con especial atención que lo acompañáramos, para mostrarnos el
sitio elegido. No sabíamos a qué planta se refería pero nos dio
indicaciones de cómo cuidarla, y con cierta sensación de
alejamiento anticipado, nos pidió que la dejáramos vivir en ese
sitio, por más inconvenientes que representara. No tuvimos
objeciones y la conversación sobre la nueva flor finalizó ahí.
El abuelo siguió cuidando del jardín probablemente con más esmero
e interés de lo que se cuidó a sí mismo. Las personas mayores
suelen cuidar plantas porque siempre permanecen en su sitio y en
lugares estratégicos, formando parte de su vida cotidiana y escapando así del olvido momentáneo o permanente. Ellos se
contagian de tranquilidad y esperanza, pues los efectos de sus
reducidos esfuerzos resultan placenteros a la vista, gratificándose
en la belleza natural, esa que ellos han perdido.
Como sabes, el abuelo estaba enfermo y fue empeorando, al punto en que tuvieron que amputarle partes de ambas piernas y por lo tanto
debía utilizar una silla de ruedas. Al ver reducidos sus paseos por
el jardín, su desapego por la vida fue en aumento. Una tarde, cuando
quedaban pocos minutos de luz natural, nos comunicó el gran deseo
que tenía de ver su jardín con esas tonalidades y lo fresco del
momento. Lo llevamos hasta allí y al poco tiempo nos pidió que lo
dejáramos solo. Caminamos de regreso unos minutos, entramos a casa y una hora después decidimos ir a buscarlo.
A pesar de su condición médica, él ya no estaba ahí. La
silla estaba justo en el lugar donde la colocamos, pero el cuerpo
había desaparecido. Lo buscamos toda la noche y no logramos
encontrarlo, examinamos el lugar al día siguiente y al que siguió a
ese. Días enteros pasaron mientras diferentes grupos de personas nos
turnábamos para entrar al bosque o continuar la búsqueda por los
alrededores. Más que tristeza, cierta consternación con un poco de
alivio nos embargaba. Pasó lo que nos había anticipado, se había
ido.
Fue muy extraño para los demás pero no para nosotros, su familia.
Nuestro vínculo transmitía mucho más que palabras y a través de
un olor fétido que surgió pocos días después de su desaparición y se apoderó de cierta parte del jardín, sabíamos que no nos había
abandonado.
El olor era hasta cierto punto soportable y pese a que jamás
encontramos el cuerpo, oler las entrañas de un cadáver entre lo sublime de aquel lugar nos hacía dudar de la lógica. Finalmente lo encontramos,
aquel olor provenía de un cuerpo que vivía; una nueva flor roja,
inmensa, que ahora ocupaba el lugar reservado. Quizá no fue la mejor
de las metamorfosis, pero un logro semejante no se había oído jamás
en la tierra.
Ahora él nos cuida desde su nueva estadía, desde ese lugar que no
puede abandonar y donde se encuentra rodeado de todo aquello a lo que
siempre amó, concibiendo un aroma peculiar que ninguna otra flor
desprende y que forma una amalgama de esencia de muerte corporal con melancolía alusiva a la ascendencia. Y cuando éste, su nuevo ciclo,
expire, el resto de su alma podrá huir y encontrará a su
complemento que lo aguarda en el infinito, junto con los astros. Dime
ahora, niño ¿crees lo mismo que nosotros?
Lola Ancira, México, 2012.
Me has dejado con un sentimiento de fragilidad y espanto metido en el pecho, con un escalofrío, pero, con cierta paz. Me hiciste pensar en mi madre y sus plantas, me espantó tu perfecta definición de la edad senil. Me diste mi dosis sabatina de Quiroga y te lo agradezco mucho: perdona que lo diga así, intentando un halago.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario, es muy grato y descriptivo, y ¡claro que es un halago! Para mi es un gran honor que me compares con Quiroga que es, por cierto, uno de mis escritores favoritos. ¡Saludos!
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