La revista digital Shandy está de vuelta, y en el recién publicado no. 10, Edición Flatulencias (Primavera 2018). Un homenaje a la Sociedad Gaseosa, colaboro con «Meticulosidades varias», un texto en el que conviven James Joyce, Humberto Eco, el Marqués de Sade y Le Pétomane.
El índice de este número tiene autores recomendadísimos, por cierto.
Pueden encontrar número anteriores en su página en Issuu.
Hace unos años cometí un error imperdonable. Le conté a Padre que las flatulencias, según un estudio realizado por científicos de la University of Exeter Medical School, en el Reino Unido, tenían la capacidad de proteger y curar células deterioradas, con lo cual se podía, incluso, prevenir infartos y enfermedades como el cáncer, la artritis y la demencia. Desaté un titán con esa pequeña charla dominical. Desde la publicación de aquella nota, allá por el 2014, hasta la fecha, la casa de mis viejos ha sido una cámara de gases. El hombre, cada vez que suelta una bomba fétida, baila y sonríe descaradamente porque, dice, es tan saludable como comer ensaladas y hacer una hora de ejercicio diariamente. Esto último lo ha inventado él porque equipara la vida sana con la alcantarilla de su trasero. La nariz de madre es la más lastimada porque nunca puede huir a toda velocidad como yo cuando truena el cielo de mierda. Mi vieja, que por lo regular está sentada en la estancia viendo sus series de narcos en Netflix, termina por experimentar las peores consecuencias lovecraftianas.
Hace unos meses, mientras deliberaba sobre el tema de resurrección de Shandy, recibí el llamado natural del metano. Desde la estancia llegaba una idea con olor a azufre y mantequilla podrida. Mi viejo hacía su famoso Yoga Digestivo (cuando tiene malestar estomacal, es decir, casi siempre, asume una posición alarmantemente bélica: pecho y cabeza al piso, mientras acomoda las nalgas en forma de cañón para que sus flatulencias alcancen mayor terreno en su dispersión) y tuve que poner pies en polvorosa. Allá en la banqueta, domeñado por arcadas, de rodillas, a punto de vomitar sobre un periódico viejo que tenía titulares bastante extraños, tuve una epifanía: ¿Seré el único atormentado por nubes malignas de metano? No. Seguro que no. El mundo mismo ya es maltratado por la modernidad líquida, sino por una nube gaseosa que no tiene forma pero que abarca un inmenso espectro. Podemos definir el insufrible olor de la putrefacción que nos rodea, pero no hallamos el misterioso origen, el epicentro de la mierda que todo lo reina. Ya adoptamos sin chistar el viejo motivo hamletiano: sabemos qué algo se pudre en Dinamarca, pero no sabemos qué. Convoqué a amigos, escritores, estudiantes, artistas y hasta un médico para responderlo en esta décima edición de la revista. Me parece que es un tema apropiado para el retorno de Shandy porque el proyecto renace ahora en estos tiempos mucho más inasibles que el líquido. Regresa ahora en la escurridiza era gaseosa. Esto fue lo que respondieron los shandys.
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La razón principal que hace repulsivas a las flatulencias es el mal olor que las acompaña (causado por su porcentaje mínimo de azufre), a pesar de ser una reacción natural del organismo. La cantidad —considerable— producida diariamente por el sistema digestivo de un ser humano aumenta drásticamente con una dieta rica en sulfuro o por la ingesta de aire, y su sonido particular depende de las vibraciones creadas en el recto según la presión con la que sea expulsada, así como de la tensión de los músculos del esfínter. Aunque retener los gases podría ser dañino para la salud, en Occidente las normas de urbanidad suelen reprobar el acto de expeler ventosidades en público, pues es considerado indecoroso. (Texto completo en Shandy)
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