Andrés Caicedo (escritor colombiano, 1951-1977) es el autor del
cuento del mes, En las garras del crimen.
Mi fascinación por este autor va en aumento y mi misión por difundir su obra
también.
En las garras del
crimen Caicedo da
vida a un personaje pretencioso y culto (¿intelectual?) que a través de la
erudición pone en tela de juicio algunos preceptos establecidos. El texto está
inmerso en alusiones literarias y comentarios críticos e irónicos que con un toque de humor dan como
resultado una lectura grata, que retrata un mundo literario donde reírse de uno
mismo y juzgar lo sagrado es incluso benéfico.
Pueden encontrar 5 textos más del autor en este enlace,
en los que Canibalismo y Destinitos fatales (ambos de 1971) sobresalen
por su originalidad y fatídica extrañeza. Maternidad
está incompleto, pero pueden leer la versión íntegra en este sitio.
En esta página hay un cuento más, Noche sin fortuna.
Existen muy pocos videos en la red en los que aparezca
Caicedo, y este es uno de los más populares, el fragmento de una entrevista en
la que habla sobre libros y música:
En un contexto más actual, en 2008 la Editorial Norma publicó
fragmentos de textos autobiográficos de Caicedo, en los que relata algunas
vivencias de la infancia, sus momentos más significativos en la adolescencia y dos intentos de suicidio, de los cuales hay una pequeña selección aquí y de donde escogí el siguiente fragmento:
Mi relación con
Patricia ha estado sujeta (ya no) a un grado tal de inestabilidad que yo tuve
que recurrir el triple a Valium 10. Primero que todo ella se demoró mucho en
dejar de amar a Carlos, y a mí me tocó presenciar una escena de súplica y de
amor en vano tal, que me pegó uno de los mayores sustos de mi vida. Y lo que lo
acaba a uno no es la droga sino los sustos. Después de eso yo me porté muy duro
con ella, repitiéndole que ya no había caso, que ya no la quería, y eso y la
separación con su esposo la condujeron a una especie de locura por los hombres;
hizo el amor con el más grande y el más chiquito de los cineclubistas de
Bogotá, pero siempre venía hacia mí.
Para finalizar, y antes de transcribir el cuento, dejo esta interesantísima entrada de otro blog al que llegué en mi búsqueda, en donde publicaron la entrevista con
una de las hermanas de Andrés, Rosario Caicedo, realizada hace unos cuantos días:
I.G:
¿Qué sientes al ver que el interés por la obra de Andrés Caicedo continúa vivo
y que el 2013 fue otro año intensamente caicediano?
R.C: Muy feliz. En el
2013 y en este 2014. En el 2013 se lanzó El atravesado en su traducción al
francés. Imagínate la alegría que sentí
al enterarme que el séptimo concurso de cuento en Colombia lleva su nombre. Que
me invitaron a Cali a participar en un conversatorio sobre su obra y pude
palpar el amor por sus palabras. Y ahora en el 2014 Alfaguara lanzó en el Hay
festival la nueva edición de sus cuentos. Y ¡Que viva la música! será lanzada
en Inglaterra, Estados Unidos, España y Brasil. Y en Chile, como lo hemos
mencionado, la nueva edición de Mi cuerpo es una celda ya está en las
librerias. Sus palabras están alcanzando
nuevos idiomas, sus palabras se universalizan, como las palabras de todo buen escritor.
Fotografía por Eduardo Carvajal
En las garras del
crimen (1975)
Acaba con mis fuerzas
húndeme de frente
abandóname en la
criminalidad...
M.
Jagger/K. Richard - Tumbling Dice
En la fecha que supongo no muy tradicionalmente fatídica de
un 23 de diciembre, me recibí de licenciado en Literatura. Mis costumbres
solitarias, de poquísimo trato con los intelectuales, me habían preservado de
toda ponzoña en el alma, y al no conocer aún el éxito precoz (digamos Scott
Fitzgerald a los 23 años, o en nuestro medio el caso más prosaico de este
muchachito Lemos que a los 16 publicó, antes de degollarse, una extensa novela
sobre dos niños que descubren el amor por medio de la Benzedrina) me sentía
impune a cualquier clase de desencanto, melancolía o el común arrepentimiento
del hombre de letras que al madrugar sabe que la bohemia tropical o la
vagabundería echaron a perder su pasado día. Nada; mi salud física era
perfecta, altura mayor de la normal en este país de cafres, rosadita la piel,
ausencia total de ojeras, pelo abundantísimo, sistemáticas escaladas a picos no
demasiado peligrosos de la Cordillera Occidental Andina y siete piscinas
—formato olímpico— todas las mañanas; en cuanto a mi salud mental, alimentado
como fui con frondosa coliflor, pescado bien escogido y pan moreno, se fue
fortaleciendo por una disciplinadísima lectura de los poetas clásicos, los
filósofos agnósticos y los novelistas de descripción psicológica y escueta
crítica social; fundamental es advertir que me abstuve de concederle
importancia a la dulzarrona mortandad de los románticos y que refuté, en
discusiones que fueron grabadas, mimeografiadas y ampliamente difundidas en mi
Universidad, los cultores del fantastique y de sus torcidas ramificaciones
horroríficas (por no decir horrorosas) o policiacas, generillo éste que parece
inventado para la KGB: y que yo consideraba último refugio de los mediocres, de
los frustrados fácilmente y de los decadentes a conciencia, pecado que aseguró
San Ambrosio, en su Séptimo misterio de la llave, ser el peor ante los ojos de
Dios en el infierno.
Tenía, eso sí, unas ganas terribles de que mi carrera en
formación pudiese disponer del tiempo completo. No me pareció mejor opción que
alquilar un localito en un edificio más o menos destartalado y decididamente
polvoriento de la calle Séptima con carrera Octava, frente a ese baluarte de la
educación marista que hoy ha sido convertido en juzgado para criminales de la
peor estofa. El precio del alquiler era tirando a razonable aunque un tanto no
muy módico pero sí bastante comprensible sabiendo cómo van las cosas: dos mil
pesos al mes sin contar agua y luz. La oficina era de color ocre recién
pintado, techos altos (ahora paso las noches durmiendo en las calles y soñando
que el techo desciende hasta aplastarme y allí despierto, con los huesos fríos
y tragando polvo) y puertas de caoba. Me la imaginé toda llena de libros y uno
que otro afiche. Sonreí al pensar cuántos de mis compañeros de grado no empapelarían
las paredes con afiches de la revista Oclae, que mudarían puntualmente a cada
nuevo envío. No: yo colgaría, mirando hacia la amplitud más allá de la ventana,
el macizo, implacable, un tanto estalinista perfil del gran Giovanni Guareschi.
Entonces firmé contrato por un año (he perdido la cuenta del
tiempo que ha transcurrido desde aquello hasta ahora cuando escribo estas
líneas con pluma desgastada y mano temblorosa y vengativa: han sido meses o
años, no lo sé, el tubo de la perdición no tiene fondo) con ayuda estrictamente
parcial de mi madre, la pobre viejecita que hoy se niega a verme y que recluida
está en la cama, su pena triplicada por mi pena o al revés, su dolor sosegado
por puntuales dosis de morfina que le administra el médico, mi tío Enrique.
Menos mal.
Instalé mi amplísimo, limpísimo y fervoroso escritorio de
roble americano, sala de espera con muebles comprados a crédito, todos mis
libros, y con clavos de acero coloqué muy correctamente, en la puerta de
entrada, el aviso que en macizas y convincentes letras de molde rezaba:
Marco Capurro G.
Licenciado en filosofía y letras. Universidad del Valle.
Escritor. Se redactan memorandums definitivos,
textos publicitarios, artículos variados para magazine,
alegatos jurídicos, argumentos filosóficos en orden
primero de complejidad, poemas de amor y de gesta,
cuentos y novelas.
Dispuesto todo así me senté a esperar, y a los dos minutos de
impaciencia, a escribir la primera línea de la página 101 de la novela que
preparaba entonces y que hoy he perdido, compuesta por diez larguísimas
reflexiones de un clérigo transportado a lomo de indio desde el Puerto de
Buenaventura hasta el Valle del Cauca, con un epílogo, no menos vasto y en
tercera persona, de las formas crecientes del delirio que se apoderaba del
carguero de turno al divisar la tierra que pondría fin a su pena. Escribía: “Un
día te acordarás de mí, tú, te lo prometo...” (sería extenderme demasiado
resumir aquí la historia de los amores que el clérigo dejó en España), cuando
tocaron a la puerta, toc, y en mis malas noches lo he seguido oyendo. Con la
perplejidad un tanto ginecocrática del que se dispone a abrir cualquier puerta,
interrumpí mi labor, refilé el mosaico y con excesiva torpeza abrí.
Ante mí se encontraba una señorita de pelo color platino
tapándole por completo el ojo derecho, en clarísimo estilo de peek-a-boo-bang,
popular y prohibido allá por los años 40, y yo enrojecí tanto o más que la
boina que ella lucía de sólo pensar el terminillo, que me introdujo, no sé cómo
y a una rapidez extraordinaria, en terrenos de una literatura (y aún más: de su
bochornosa adaptación al cinematógrafo) que yo, sin desconocerlos, los juzgaba
perniciosos y de interés social nulo. Tropecé con las cosas (ahora no recuerdo
cuáles ¿una valija? ¿La suya o la mía?) y no había terminado de decirle “¿A la
orden?” cuando ella, muy segura y de piernas largas, entró y cerró la puerta
con un ¡clam! que ahora es el que me despierta.
Se demoró en sentarse, pero habló todo el tiempo. Me temo que
no me queda otra opción que consignar la escena en diálogo directo, recurso y
no necesidad de estilo que siempre he considerado ligero, tramposo y que atenta
precisamente con la que yo creo —o creía— función primordial de la literatura:
la densidad de efecto. Pero el hombre que ha caído no tiene por qué hacerse
exigencias.
Con voz que espero no me haya salido de pífano le pregunté su
nombre.
—Verónica —contestó, apretando los labios.
—¿Lake... acaso? —dije yo, porque el parecido y el talante
con aquella antigua actriz de cine era enorme, y porque, en ese caso, yo he
debido estar vestido más de acuerdo con las películas de gangsters que hacía
ella, por lo menos con sombrero (pero ¿con este clima?) y con cigarrillo pegado
a los labios, pero no fumo. Además, he detestado el cine desde pequeño.
Ella me miró un tanto asombrada, no mucho, no muchito.
—Nonis —dijo—. Pero no le quiero dar mi verdadero nombre.
Por lo menos en este momentico no. Pongamos que mi apellido es Urdinola. Venía
de comprar un papel sellado y vi su anuncio. Al lado de esta oficina queda una
dentistería. —Y se rió entre “Ji, Ji” y un “Jeeeee” profundo. Continuó:
—El hecho es que tengo una hermana que sufre mucho de una
enfermedad muy grave. Muy grave pero eso sí: muy digna. Y yo la adoro. Entonces
lo que quiero es escribirle una dedicación bien bonita, si fuera posible larga.
Digamos unas 120 páginas a doble espacio. Ella en realidad es una escritora. Lo
que pasa es que ya no escribe, la enfermedad no la deja.
—¿Ha publicado algún título?
—Publicar no. Tampoco creo que tenga calidad de publicación.
Tiene 17 años. Sabe usted, nosotras pasamos la niñez en los páramos del
acantilado del Océano Pacífico. Mi padre explotaba una mina de mármol. Crecimos
en casa confortable pero el clima era malsano. Me recuerdo jugando a las
muñecas bajo la lluvia.
Aparté, espantado, la posibilidad de orientarme por la
vertiente de la novela Gótica para la dedicatoria que la señorita Verónica me
pedía. Mi escalofrío ni la inmutó. Afuera rechinaba el sol implacable.
(¿Será posible una forma de escritura diferente a la verbalización, cada vez que un diálogo se interrumpe, digamos, por una reflexión?).
Ay Dios: Continuó.
—Supongo, eso sí, que el clima era propicio para la
descripción de la tristeza. Dejó de jugar conmigo a las muñecas y se encerró a
escribir. Eso fue entre los 9 y los 15 años. Unas doce mil páginas a mano,
letra menuda como pata de torcacita recién nacida —se me hizo brillante la
comparación (aunque no exenta del enojo de tener que acordarme de Leonardo
Fabio) y la apunté en mi cuaderno de notas.
—Si pudiera escribir ahora —dijo— ya sería distinto. Tiene
toda la experiencia de su enfermedad. Y supongo, joven, que estará de acuerdo
conmigo en que mientras los puntos de vista de ustedes, los hombres —me señaló
con el dedo meñique y yo me desempolvé el vestido—, alcanzan a madurar a los 25
(¿Qué edad tenía yo en la época de la entrevista que narro?), nosotras las
mujeres los tenemos listicos a los 16. ¿O es que va a decir que no?
—No —dije, menos intimidado que de sincero acuerdo. Sentí
alegría. Ella ya se había sentado, pero no le gustó el cuero de mis muebles y
volvió a pararse. Habló con nostalgia agitada y muy sufrida:
—Su inspiración constante, me acuerdo, voraz, habría
cristalizado en un estupendo estilo y en una profunda complejidad argumental,
pero ya ve (dijo ese ve con un tonito que me recordó antiguas pesadillas en las
que al despertar encontraba frente a mí el croquis, la silueta de una figura
por lo general bella y siempre femenina cuyos interiores bulbosos eran
precisamente los que me habían atormentado en sueños) no escribe más. No puede.
Se sentó en mi asiento detrás del escritorio. Se llevó las
manos a la cara. Suspiró demasiado profundo y se levantó de nuevo. El ojo
izquierdo era negro y muy grande y con ojeras arriba y abajo. Recuerdo que
pensé: “¿Pero qué enfermedad es? ¿Y no será contagiosa?”. Mas sentí pena de
preguntar. Resolví que era tuberculosis.
—Yo también me he sentido muy decaída —dijo, ya sin
lamentarse, como si informara sobre un hecho—. Y sé que una dedicatoria bien
bonita me levantaría el ánimo. Como una especie de biografía en la que yo —y
casi se hunde la uña del dedo índice en su grandote corazón— llevaría el
segundo papel en importancia.
—¿En tercera o en primera persona? —inquirí, en tono
profesional. Y luego: —Ni me le acerco al tufillo pseudopoético de la segunda persona,
difundido en nuestros medios por algunos malhadados mexicanos que estarían
mejor cantando rancheras.
—En tercera —dijo, con mucha seguridad, y luego un tanto
desafiante: —Usted firmaría el escrito ¿no?
Torcí los ojos hacia un techo sin vida y el cuello me crujió
y la miré de nuevo, doloroso, pensando: Voy a acceder. Le pedí que se sentara,
en tono más o menos definitivo. Me obedeció, pero estuvo palmoteándose todo el
tiempo las rodillas, a mí que me pone surumbático ese movimiento. Me explicó
que era dos años mayor que su hermana, “Aunque usted no lo crea”.
—¿Cómo aunque usted no lo crea?
—Ja —gritó casi. Y después—: Es un modo de decir.
—Este es un asunto poco común, ¿sabe? —dije, pelando mi
horrible empalizada de dientes amarillos—. Así que... antes de formalizarlo
quisiera más explicaciones... por lo menos preliminares.
Pensé: “De no ser por los puntos suspensivos yo no tendría
nada que envidiarle a Philip Marlowe”, pero rechacé la idea o la enrevesé,
mejor con el recuerdo de la discusión que sobre este personaje sostuve, en el
Auditorio Principal, con Orlando Toro, un alumno aventajado aunque un tanto
histérico y decididamente colonizado, que murió a los 3 meses en medio de una
borrachera y con la cabeza bajo la triple rueda de un camión, ¡Flap!, reventada
como madura sandía.
Pero mi cliente ya venía diciendo:
—En realidad, todo el tiempo me la he pasado cuidándola.
Quiero decir, desde que no seguimos jugando a las muñecas. Nadie me cree, pero
cuando mi papá salía, hasta el tetero le daba. La recuerdo haciendo los últimos
suspiros de delicia y luego yendo a escribir largos poemas sobre la experiencia
de mamar la leche en tetero de plástico... ¡Ah, qué días aquellos!
—¿Podría echarle una ojeada a esos manuscritos? —pregunté,
más con interés literario que detectivesco. ¿Cómo? ¿Fue que pensé lo que acabo
de escribir? ¿Entonces qué es lo que soy ahora, un policía de película metido a
relatar brevemente (las fuerzas no me dan para más) su desgracia?
—No, imposible. Si se da cuenta me-ma-ta. No puede pararse de
la cama pero no sabe usted la de yerbas que conoce. Además ella guarda en
secreto la llave del baulito en donde están los manuscritos. Pero no se
preocupe usted, que yo lo voy a dejar inventar, utilizar su imaginación.
Tampoco podemos obligar a un escritor a plegarse a los caprichos de dos niñas
ridículas.
Aquel podemos me preocupó más, pero después sus palabras me
hicieron pensar en Los Caprichos, porque le había salido como encrespadito,
como todo consentido y lindo. Ella compartía también mi ensoñación, pero la ha
debido sentir dentro de sí mucho más urgente e importante, porque fue la
primera en interrumpirla para explicarla:
—¡Ay, se ve tan aristocrática así toda recostada (Yo apunté
la frase), con el pelo tan largo y rubio! —Miró su reloj. Se levantó, asustada.
Pensé que me hubiese gustado, en mis niñeces, jugar a las arañitas con ese par
de rodillas. Estaba realmente muy nerviosa—. Bueno —explicó— ¿Qué más desea el
lector?: ¿Explicó?, ¿contó?, ¿dijo?, ¿mustió?, ¿intercedió?, ¿requirió?,
¿sibiló?, esta última palabra para enriquecer en sauria i el conocido y
monotísimo axioma del fanfarrón y pseudovanguardista J. Cortázar. (¡Ah, los
caminos sin fin de la vana literatura!), supongo que vendré todos los días e
iremos charlando con el señor Capurro.
—Dígame Marco, si no es molestia.
—Me da lo mismo Marco que Capurro. Ambos nombres me suenan a
piscina.
Quise reír, pero memoricé la salida, para anotarla después.
Todavía quedaba algo muy importante por tratar, así que dije, con el aire más
angelical del mundo:
—Entonces, ¿me decía?
—Sí. Que no es sino acordar un horario. Y que ahora tratemos
de los asuntos enojosillos pero de rigor, como los costos y las horas que usted
tiene disponibles.
Casi le digo: “Para usted, todas”, pero volteé un tantico el
cuello hacia la ventana, olí el calor y puse ojos de indio divisando por
primera vez el Valle.
—Trabajo en la novela que puede ver sobre el escritorio.
Hizo como una especie de AAAAAAAAAA de curiosidad y
aprobación y progresó como en medias lunas hacia el manuscrito y ojeó, me
parece, el párrafo más pobre de la página 101, mientras yo intentaba dar
razones, diciendo:
—Eso lo hago de 8 a 12 de la mañana. La hora en que me cogió
usted. Y mire, ¿quiere la biografía para una fecha determinada?
—Me parece que cuestión de 15 días.
—Me parece correcto. Poseo una enorme capacidad de trabajo.
—Eso veo (¿se burla?).
—Bueno —dije, como por no decir, y me senté. Ella miraba su
reloj. Por trabajo de mes entero cobro siete mil. A usted le voy a cobrar
exactamente tres mil quinientos. (Ni sonrió siquiera). Me los paga en dos
contados, si le queda mejor.
—Sí, pero el primero no hoy. Mañana por la tardecita.
¿Entonces estamos?
—Sí.
Me dio su mano, seca como pared exterior de acuario, y luego:
—Un consejo: no le hable de esto a nadie. Escritor que cuenta
su obra antes de terminarla, se le quedará en veremos.
Y se despidió con el ¡Clam!, el que pone fin a mis pobres
sueños.
Al otro día volvió a la hora convenida, con el ojo un tanto
más claro y agrandado por no sé qué emoción que me excluía. Yo la había
esperado desde la una y media hecho un erizo de nervios después de pasar la
noche en vela repasando mi Indice de Libros Prohibidos, y lo confieso,
salvando, en concienzuda operación, algunos volúmenes del ostracismo.
Recuerdo que ese primer día de trabajo después de irse mi
Dama Misteriosa, yo pasé por una alegría alborotadora de cerrar temprano la
oficina para irme a mirar montañas pensando en el posible tema a escoger: Mujer
casi niña encamada antes del tiempo, consumida de aristocracia. Precocidad,
muerte prematura. La cosa no me gustaba ni cinco. Aquello me habría remitido al
ejemplo más obvio de la familia Bronté, a Poe, tan ridículo en su suficiencia.
Digo, ¿llegaría a aceptar como hecho normal el colmo de componer una novela con
todos los elementos que yo había atacado tan lúcida, tan elocuentemente desde mis
años de bachillerato? resolví en todo caso y como salida extrema que los
opiómanos y dipsómanos eran mejor y más digna opción que la novela tan
pretenciosamente “redescubierta” y llamada negra por críticos pasajeros y hasta
con sus plumitas, y de la que eran autores principales Raymond Chandler,
Dashiell Hammett y James M. Cain (al primero siempre lo relacioné con el belfo
H. P. Lovecraft por esa afición definitivamente maricona hacia los gatos), para
no hablar de Ross MacDonald, causante directo de que yo tajara mi larga
relación epistolar con el español Miguel Marías (recuerdo, sobre todo,
discusiones sostenidas sobre las sendas cartas entre Stevenson y James), cuando
me espetó, en papel de 35 gramos y por ambas caras, que consideraba aquél como
“el mejor y más profundo escritor vivo”. Gulp. En esa época yo me podía dar el
lujo de sentir orgullo por no escribir.
Pero ella volvió, contenta por lo puntualita aunque con una
amargura que me impresionó, por lo distinta y por lo que parecía tan esencial
en ella, como si la hubiese tenido adentro desde que nació. Y yo, lo juro, no
se la había notado el día anterior.
¿Sería porque se trataba del primer dinero ganado en mi
profesión que le noté la mano un tanto más grande y áspera cuando me extendió
el cheque correspondiente? No cometí la imprudencia de mirarlo.
El mechón color platino lo tenía igualmente dispuesto, aunque
habían aparecido unas tanticas arrugas enhebrando las ojeras del ojo derecho,
producidas, según me dijo, por la pésima noche que le hizo pasar su hermana
(¿verdad que es curioso o imprudencia mía o signo del destino haber preguntado
nunca el nombre de la otra?), pues había gemido y se había jalado el pelo y
dicho cosas muy horribles. Contenta estaba de verme, y mucho, pero enojada con
su hermana. Y cuando le expliqué mis planes de crear una narración en base a
una niña que renuncia al mundo por orgullo, porque el mundo no le alcanza,
porque ella es mejor que la cultura a la que pertenece, la misma que día por
día desvirtúa conciencias, se mostró un poco reticente. Pero aseguré:
—Yo la haré parecer, en la cama enferma y todo, mucho más
bella que tantas peladitas que andan por allí voltiando.
Entonces gruñó (¿había gruñido el día anterior?). La nariz se
le encrespó y me dijo, con el ojo llameando malignamente:
—Es que ahora no quiero hacerla parecer bella. Quiero
castigarla por toditico lo que me ha hecho.
Y estiró el brazo hacia mí, subiéndose muy rápido la manga y
yo miré, atajando la respiración. Había allí, desde las muñecas a las venas del
codo, cinco clarísimos surcos de uñas furiosas que ni Ann-Margret en su peor
película. Me avergonzó, de nuevo, la referencia involuntaria de mi pensamiento.
No hay cosa que deteste más que la pseudocultura de trivia cinematográfica. En
todo caso no supe qué decir, y con ganas de sobarle su bracito fui guardando
las 10 páginas que ya tenía escritas de alabanza a su querida hermana.
Afortunadamente ella comenzó a hablar, a darle forma parcial
a una agitación que sufría ya desde mucho antes.
—Nadie sabe lo exigente, lo grosera, lo cruel que es... Que
el cafecito con su menjurje raro, que la muñequita coja, que el lapicerito para
escribir las melancolías diarias. Cuando al menos se ocupaba de algo, pero
ahora no es sino pasársela mirándome a la cara, y con esa belleza que destella.
Pero yo sé que me mira con envidia. Porque lo que yo tengo de especial ella no
lo tuvo, ni lo tiene, ni lo tendrá jamás... Ella, claro, la mujer más bella...
Mi boca, mi cara, mi piel tan suave...
Empezó a darle una tembladera que la hizo ver tan frágil y
tan desamparada, y como si se diera dentro de otra naturaleza, opuesta casi a
la que yo había conocido el día anterior; así que fui y busqué en el pequeño
pero básico botiquín uno no, dos, Valiums blues, pero sus pasos se acercaban y
su respiración traqueteaba demasiado como para que mis dos manos obedecieran
sin tumbar cosas, creo que una porcelana. Entonces una de sus manos, la derecha
como zarpa, me agarró de la nuca y zarandeándome (he debido perder un millón de
pelos) me obligó a alzar la cara para que viera todavía más; que con la
izquierda se había apartado el mechón colgante y entonces era que me estaba
exponiendo la costra, el pellejo tieso, ¿la lepra?
—No. Ella me arrojó café hirviendo, y bien oscuro como es su
gusto, en esta pobre cara mía. Porque yo no le traje a tiempo la muñeca que
cojea.
No pude decir nada. Me tocó echar cara a mis recuerdos de
cuando en compañía de mi madre tuve oportunidad de observar The Big Heat, de
Fritz Lang. ¿Habían copiado ellas de esa película la idéntica escena de atroz
violencia? ¿O fue al revés?
—¿Entonces por qué semejante sumisión? —pregunté— ¿Por qué no
se va a otra parte, por qué no la abandona de una vez?
—No —me dijo, con voz tan ronca que casi no la reconozco como
suya—. Quiero que tenga una larga vida y que usted escriba una novela más larga
aún sobre las maldades que ella me hace. Quiero que usted la describa horrible
e implacable. Y que esta desfiguración facial mía se le trasmute a ella, pero por
dentro. Que le vaya carcomiendo el alma. No me importa pagar 20 veces más.
Quiero que cada semana me tenga un capítulo. Mi tortura se efectuará por el
sistema de entregas.
Y dio un soplido y se fue, esta vez sin azotar la puerta. No
llevaba boina ni reloj y le habían crecido los pelos de las piernas. Parecía
heroína de otro género, ya no sé de cuál, ni de qué calidad, ni qué arte.
Me dolió quedarme tan solo. Me tomé los 20 miligramos de
blues, y antes que los sintiera apaciguar adentro, las ideas habían empezado a
surgirme rápido y duro en la cabeza. Ya no sería Poe, ni Patrick B. Bronté, ni
las desventuras de una especie de joven Werther hermafrodita. ¿Prevalecería el
doble punto de vista, ambiguo y no anulativo de Henry James, porque, cómo poder
estar seguro de que Verónica no le inflingía maldades iguales o peores que las
que su hermana le administraba? Y si la menor se había visto obligada a guardar
cama debido a terrible maquinación tipo ¿Qué pasó con Baby Jane? Que valga al
menos como ejemplo, porque como exploración es ridícula. Y otra cosa: ¿acaso
Henry James no escribió toda su vida novelas por entregas? Sí o no, qué ilustre
predecesor tenía.
Otra cuestión era: ¿cuál de las dos alcanzaba a ser más
bella, antes de que empezaran las hostilidades? Concebí argumentos de incesto
con el padre (¿difunto? ¿pródigo?), ¿por qué no?: un viejo fanático y dos
jóvenes casaderas en la soledad de los últimos parajes de la Cordillera
Occidental, pensando todo el día en la visión del mar, allá, de la ciudad, acá.
Obligativo paisaje para una pasión tenebrosa, única y excluyente. Pero
entonces, ¿cuál de las dos era la referida? Resolví que Verónica, única a la
que conocía y que tantos momentos de gozo me había regalado con su presencia,
ojo tapado o no. La otra, entonces por odio, le quemó la cara después de
intentar por todos los medios parecerse a ella.
Y aquí cerré las ventanas, salí alelado e indiferente al
mundo que me rodeaba, pues estaba dándole mordisquitos al más sublime de los
temas: el de la suplantación de personalidad. La hermana recluida había tratado
de parecerse a la otra en su totalidad, física y espiritualmente, para ganarse
los favores del padre, personaje que sufriría, como Lot, de prolongadísimo
éxtasis de la paidofilia. La pequeña hermana trataría pues de suplantar a
Verónica; y de conseguir con éxito ser su fascímil, una de las dos, muy
posiblemente la que sirvió de modelo, se haría innecesaria y tendría que
desaparecer. Ahora no me cuesta nada confesar que este tema de fuente
kierkegaardiana del hurto de la personalidad me fue sugerido en primera
instancia no por la lectura de los difíciles tomos del filósofo, sino por la
obra maestra del cineasta que es primo hermano de Ingrid Bergman, y cuyo título
no menciono para no pecar de snobismo y pedantería.
Persona amilanada por las virtudes de la otra, persona
reducida a la nada: he allí mi argumento.
En la calle me molestaron todos los niños ante mi aire
lewisiano; una chica de lo más linda me aseguró, burletas, que si no cerraba la
boca se me iban a entrar las moscas, y a punto de atropellarla estuvieron
bicicletas, taxis, y un camión cuyo chofer venía maldiciendo todo el camino
desde Buenaventura.
Así me recluí de nuevo en mi oficina y escribí y escribí y me
sentía como con ríos por dentro, y las piedras no chocaban o yo me deslizaba
sobre ellas, y no tenía quejas para con el mundo y ni me di cuenta de la noche
(a la que destesto), y así vinieron el primero y los otros nuevos días, y
cuando me cansé de estar sentado adopté las posiciones de Hugo, del Dr. Itard y
de Balzac, de Hemingway, el Sumergido de Virginia Woolf, el llamado Sesenta y
nueve de Gertrude Stein y Alice B. Toklas, y como yo no participaba de la luz
ni me arredraba la oscuridad, mi madrecita iba a socorrerme con sandwiches de
queso y pepsis, y en la mañana del viernes, un día antes de la hora en que se
suponía debía visitarme Verónica, una botella de vino Santo Tomás rosado que
degusté con fina dulzura y un tanto de borrachera, pero no me hice
recriminaciones. Porque para el momento en que mi amor llegara yo le tendría, a
modo de que fuera y atormentara a su hermana, 12 entregas de mi obra maestra,
en letra tan pulcra que los que por esto le dieron el Primer Premio al
malnacido Edgar Poe por su Manuscrito encontrado en una botella, habrían hecho
el rejejoy y la curvatura, de haber podido yo alterar el curso de la historia.
Entonces sucede. A las 9 de la mañana de un diciembre, que
supongo, es el mes de la alegría, salgo a pasear con mi carpeta bajo el brazo,
leyendo (sin marearme) las primeras palabras que me legarían la posteridad.
Despreocupadamente fui caminado hacia el leñoso norte de la
ciudad, más o menos llenecito de jóvenes que, revoloteando, se preparaban para
siesta y fiesta. Todo eso —ellos, tal vez, no lo advertían— en el verano de las
golondrinas arrebatadas por la luna, de las enchamarcadas. Y si me dejan, de
mangos pintones y grosellas enracimadísimas. Pero concluyendo vamos, acortando
el sano orden de las vidas.
Pues acontece que decido torcer esquina. Y antes de dar un paso
en el otro lado, tropiezo con un resplandor que me obliga a apartar la vista
hasta de mis palabras. Y hela ante mí, lector, y más bonita que nunca, a la
Verónica del nombre falso. Y al ladito su hermana tan exacta a ella que tuve un
acceso (hoy es absceso) de timidez primitiva y no supe a cuál de las dos
saludar primero.
Venían cogiditas de la mano, ambas con boina y con el
peek-a-boo-bang y amándose a la luz pública con una descaradísima belleza, radiantes
de la admiración mutua.
Arruguitas alrededor del ojo sí tenía la hermana menor, la
supuesta encamada. Sólo que sus piernas (a diferencia de las de Verónica) eran
perfectas, no tosía ni esputaba ni a nadie odiaba. Tenía, como dicen, el mejor
genio del mundo. Y nunca persona alguna me dio tal aire de jamás haber escrito
una sola línea de literatura.
Se parecían tanto que pudieron con toda comodidad alternar
las visitas sin que yo notara diferencia alguna pues, de hecho, al término de
la segunda visita quedé aún más enamorado de la primera persona.
No vieron mi carpeta desbordada de manuscritos sino el horror
en ojos frente pelo nariz pescuezo boca y en algunas personas expresión así les
produce una risotada, dos en este caso particular. La segunda fue comunicada
según emisión más ronca, es la pura verdad. No pensé siquiera en apartarles el
peinado para comprobar cuál de las dos era la de la cara quemada, pues se me
hizo una blasfemia interrumpir aquella fisicidad feliz dada en par, y tal
exactitud y comprensión de propósito ante la existencia toda.
Cuando se fueron de mí, dando largos pasos dignos, todavía se
reían. Si ante un encarnamiento de perfección creo que insuperable, ya estaba
dispuesto otro que lo reemplazara, ¿con qué objeto recrearlo por medio de
palabras? ¿Qué haría entonces con ese paco de escritura?, sólo para seguir con
la más fácil de las preguntas. Lo he perdido, si quieren saber, lo he tirado,
lo he canjeado por cerveza. ¿Podrá el lector más avispado ayudarme a resolver
las otras dudas? ¿Por qué razón tuve que ser yo el escogido? ¿Mandato tallado
antes del primero de los siglos o puro azar y capricho femenino de venir y
comprar un papel sellado y morirse de la risa ante el aviso de mis aptitudes?
¿El plan fue concebido por ella? ¿Por las dos? ¿En qué medida contribuí yo,
rumbo y corazón deshechos, a trazar el plan? ¿Por qué acceder a darme el cheque
y a la vez tanto cariño? ¿O el cariño no fue tanto, cierto? Lo que pasa es que
yo me imagino, invento, exagero un poco las cosas. ¿De qué sirve entonces la
literatura? ¿Quieren que les haga más preguntas?
O mejor el que les informo soy yo. Que soy un loco de muy
buena familia. Que he dado tanto escándalo por estas calles que mi madre se
encamó de la pena y hoy amenazó con desheredarme. He pescado la tuberculosis y
no tengo lecho ni pañuelito dignos: pero a la larga no me importa. “Pueden
decirme que yo no soy ni mi sombra, que me ven y no me conocen, que ya no tengo
remedio, que ya yo me perdí”.
Pero lo que nadie sabe es que en estos últimos mil años yo no
he hecho otra cosa que buscar a la parejita ésa. Y cuando la encuentre van a
ver.
Lo leí completo, de principio a fin, lo disfuté. Me encantó la línea donde declara: -“Pueden decirme que yo no soy ni mi sombra, que me ven y no me conocen, que ya no tengo remedio, que ya yo me perdí”. Definitivamente este año compro uno de sus libros, el tipo está en otra órbita, es otro nivel de lectura.
ResponderEliminarBuenísima publicación, saludos.
Muchas gracias por tu comentario, me deja con una sonrisa y un placer muy grande saber que te interesas en su obra y que la disfrutas. Definitivamente Caicedo es algo especial, yo también estoy en la búsqueda de sus libros.
Eliminar¡Gracias de nuevo y un abrazo!