"El incidente del Puente del Búho" es un increíble y perfecto cuento circular de Ambrose Bierce (escritor y periodista estadounidense, 1842-1914). Bierce fue uno de los autores más prolíficos de historias cortas, con un estilo particularmente pesimista y mordaz, de implacable ingenio.
Entre muchas otras publicaciones, The Devil's Dictionary (1911) es un claro ejemplo de lo anterior, del cual transcribiré algunas entradas (y cuya lectura frecuentaba hace varios años):
Nihilista, s. Ruso que niega la existencia de todo, menos de Tolstoi. El jefe de esta escuela es Tolstoi.
Venganza, s. Roca natural sobre la que se alza el Templo de la Ley.
En cuanto a las temáticas de su narración, suelen compararlo con Poe, Hawthorne y Lovecraft. Particularmente, este cuento se sitúa en el contexto histórico de la Guerra Civil estadounidense y narra la tragedia de un terrateniente del sur que está a punto de ser ejecutado en la horca por soldados del norte, acusado de sabotaje. La descripción realista de las emociones e impresiones del protagonista son magníficas, y durante todo el relato persiste cierta sensación de angustia y terror, características propias de la obra de Bierce.
El incidente del Puente del Búho
Desde
un puente ferroviario, al norte de Alabama, un hombre contemplaba el rápido
discurrir del agua seis metros más abajo. Tenía las manos detrás de la espalda,
las muñecas sujetas con una soga; otra soga, colgada al cuello y atada a un
grueso tirante por encima de su cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas.
Algunas tablas flojas colocadas sobre los durmientes de los rieles le prestaban
un punto de apoyo a él y a sus verdugos, dos soldados rasos del ejército
federal bajo las órdenes de un sargento que, en la vida civil, debió de haber
sido agente de la ley. No lejos de ellos, en el mismo entarimado improvisado,
estaba un oficial del ejército con las divisas de su graduación; era un
capitán. En cada lado un vigía presentaba armas, con el cañón del fusil por
delante del hombro izquierdo y la culata apoyada en el antebrazo cruzado
transversalmente sobre el pecho, postura forzada que obliga al cuerpo a
permanecer erguido. A estos dos hombres no les interesaba lo que sucedía en
medio del puente. Se limitaban a bloquear los lados del entarimado. Delante de
uno de los vigías no había nada; la vía del tren penetraba en un bosque un
centenar de metros y, dibujando una curvatura, desaparecía. No muy lejos de
allí, sin duda, había una posición de vanguardia. En la otra orilla, un campo
abierto ascendía con una ligera pendiente hasta una empalizada de troncos
verticales con aberturas para los fusiles y un solo ventanuco por el cual salía
la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. Entre el puente y el fortín
estaban situados los espectadores: una compañía de infantería, en posición de
descanso, es decir, con la culata de los fusiles en el suelo, el cañón
inclinado levemente hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas
encima de la caja. A la derecha de la hilera de soldados había un teniente; la
punta de su sable tocaba tierra, la mano derecha reposaba encima de la
izquierda. Sin contar con los verdugos y el reo en el medio del puente, nadie
se movía. La compañía de soldados, delante del puente, miraba fijamente,
hierático. Los vigías, en frente de los límites del río, podrían haber sido
esculturas que engalanaban el puente. El capitán, con los brazos entrelazados y
mudo, examinaba el trabajo de sus auxiliares sin hacer ningún gesto. Cuando la muerte
se presagia, se debe recibir con ceremonias respetuosas, incluso por aquéllos
más habituados a ella. Para este mandatario, según el código castrense, el
silencio y la inmovilidad son actitudes de respeto.
El
hombre cuya ejecución preparaban tenía unos treinta y cinco años. Era civil, a
juzgar por su ropaje de cultivador. Poseía elegantes rasgos: una nariz
vertical, boca firme, ancha frente, cabello negro y ondulado peinado hacia
atrás, inclinándose hacia el cuello de su bien terminada levita. Llevaba bigote
y barba en punta, pero sin patillas; sus grandes ojos de color grisáceo
desprendían un gesto de bondad imposible de esperar en un hombre a punto de
morir. Evidentemente, no era un criminal común. El liberal código castrense
establece la horca para todo el mundo, sin olvidarse de las personas decentes.
Finalizados
los preparativos, los dos soldados se apartaron a un lado y cada uno retiró la
madera sobre la que había estado de pie. El sargento se volvió hacia el
oficial, lo saludó y se colocó detrás de éste. El oficial, a su vez, se
desplazó un paso. Estos movimientos dejaron al reo y al suboficial en los
límites de la misma tabla que cubría tres durmientes del puente. El extremo
donde se situaba al civil casi llegaba, aunque no del todo, a un cuarto durmiente.
La tabla se mantenía en su sitio por el peso del capitán; ahora lo estaba por
el peso del sargento. A una señal de su mando, el sargento se apartaría, se
balancearía la madera, y el reo caería entre dos durmientes. Consideró que esta
acción, debido a su simplicidad, era la más eficaz. No le habían cubierto el
rostro ni vendado los ojos. Observó por un instante su inseguro punto de apoyo
y miró vagamente el agua que corría por debajo de sus pies formando furiosos
torbellinos. Una madera que flotaba en la superficie le llamó la atención y la
siguió con la vista. Apenas avanzaba. ¡Qué indolente corriente!
Cerró
los ojos para recordar, en estos últimos instantes, a su mujer y a sus hijos.
El agua brillante por el resplandor del sol, la niebla que se cernía sobre el
río contra las orillas escarpadas no lejos del puente, el fortín, los soldados,
la madera que flotaba, todo en conjunto lo había distraído. Y en este momento
tenía plena conciencia de un nuevo motivo de distracción. Al dejar el recuerdo
de sus seres queridos, escuchaba un ruido que no comprendía ni podía ignorar,
un ruido metálico, como los martillazos de un herrero sobre el yunque. El
hombre se preguntó qué podía ser este ruido, si procedía de una distancia
cercana o alejada: ambas hipótesis eran posibles. Se reproducía en regulares
plazos de tiempo, tan pausadamente como las campanas que doblan a muerte.
Esperaba cada llamada con impaciencia, sin comprender por qué, con recelo. Los
silencios eran cada vez más largos; las demoras, enloquecedoras. Los sonidos
eran menos frecuentes, pero aumentaba su contundencia y su nitidez,
molestándole los oídos. Tuvo pánico de gritar... Oía el tictac de su reloj.
Abrió
los ojos y escuchó cómo corría el agua bajo sus pies. «Si lograra desatar mis
manos -pensó- podría soltarme del nudo corredizo y saltar al río; esquivaría
las balas y nadaría con fuerza, hasta alcanzar la orilla; después me internaría
en el bosque y huiría hasta llegar a casa. A Dios gracias, todavía permanece
fuera de sus líneas; mi familia está fuera del alcance de la Posición más
avanzada de los invasores.» Mientras se sucedían estos pensamientos,
reproducidos aquí por escrito, el capitán inclinó la cabeza y miró al sargento.
El suboficial se colocó en un extremo.
II
Peyton
Farquhar, cultivador adinerado, provenía de una respetable familia de Alabama.
Propietario de esclavos, político, como todos los de su clase fue, por
supuesto, uno de los primeros secesionistas y se dedicó, en cuerpo y alma, a la
causa de los Estados del Sur. Determinadas condiciones, que no podemos divulgar
aquí, impidieron que se alistara en el valeroso ejército cuyas nefastas
campañas finalizaron con la caída de Corinth, y se enojaba de esta trabazón sin
gloria, anhelando conocer la vida del soldado y encontrar la ocasión de
distinguirse. Estaba convencido de que esta ocasión llegaría para él, como
llega a todo el mundo en tiempo de guerra. Entre tanto, hacía lo que podía.
Ninguna acción le parecía demasiado modesta para la causa del Sur, ninguna
aventura lo suficientemente temeraria si era compatible con la vida de un
ciudadano con alma de soldado, que con buena voluntad y sin apenas escrúpulos
admite en buena parte este refrán poco caballeroso: en el amor y en la guerra,
todos los medios son buenos.
Una
tarde, cuando Farquhar y su mujer estaban descansando en un rústico banco,
próximo a la entrada de su parque, un soldado confederado detuvo su corcel en
la verja y pidió de beber. La señora Farquhar sólo deseaba servirle con sus
níveas manos. Mientras fue a buscar un vaso de agua, su esposo se aproximó al
polvoriento soldado y le pidió ávidamente información del frente.
-Los
yanquis están reparando las vías del ferrocarril -dijo el hombre- porque se
preparan para avanzar. Han llegado hasta el Puente del Búho, lo han reparado y
han construido una empalizada en la orilla norte. Por una orden, colocada en
carteles por todas partes, el comandante ha dictaminado que cualquier civil a
quien se le sorprenda en intento de sabotaje a las líneas férreas será ejecutado
sin juicio previo. Yo he visto la orden.
-¿A
qué distancia está el Puente del Búho? -pregunto Faquhar.
-A
unos cincuenta kilómetros.
-¿No
hay tropas a este lado del río?
-Un
solo piquete de avanzada a medio kilómetro, sobre la vía férrea, y un solo
vigía de este lado del puente.
-Suponiendo
que un hombre -un ciudadano aficionado a la horca- pudiera despistar la
avanzadilla y lograse engañar al vigía -dijo el plantador sonriendo-, ¿qué
podría hacer?
El
militar pensó:
-Estuve
allí hace un mes. La creciente de este invierno pasado ha acumulado una enorme
cantidad de troncos contra el muelle, en esta parte del puente. En estos
momentos los troncos están secos y arderían con mucha facilidad.
En
ese mismo instante, la mujer le acercó el vaso de agua. Bebió el soldado, le
dio las gracias, saludó al marido y se alejó con su cabalgadura. Una hora
después, ya de noche, volvió a pasar frente a la plantación en dirección al
norte, de donde había venido. Aquella tarde había salido a reconocer el
terreno. Era un soldado explorador del ejército federal.
III
Al
caerse al agua desde el puente, Peyton Farquhard perdió la conciencia, como si
estuviera muerto. De este estado salió cuando sintió una dolorosa presión en la
garganta, seguida de una sensación de ahogo. Dolores terribles, fulgurantes,
cruzaban todo su cuerpo, de la cabeza a los pies. Parecía que recorrían líneas
concretas de su sistema nervioso y latían a un ritmo rápido. Tenía la sensación
de que un enorme torrente de fuego le subía la temperatura insoportablemente.
La cabeza le parecía a punto de explotar. Estas sensaciones le impedían
cualquier tipo de raciocinio, sólo podía sentir, y esto le producía un enorme
dolor. Pero se daba cuenta de que podía moverse, se balanceaba como un péndulo
de un lado para otro. Después, de un solo golpe, muy brusco, la luz que lo
rodeaba se alzó hasta el cielo. Hubo un chapoteo en el agua, un rugido
aterrador en sus oídos y todo fue oscuridad y frío. Al recuperar la conciencia
supo que la cuerda se había roto y él había caído al río. Ya no tenía la
sensación de estrangulamiento: el nudo corredizo alrededor de su garganta,
además de asfixiarle, impedía que entrara agua en sus pulmones. ¡Morir ahorcado
en el fondo de un río! Esta idea le parecía absurda. Abrió los ojos en la
oscuridad y le pareció ver una luz por encima de él, ¡tan lejana, tan
inalcanzable! Se hundía siempre, porque la luz desaparecía cada vez más hasta
convertirse en un efímero resplandor. Después creció de intensidad y comprendió
a su pesar que subía de nuevo a la superficie, porque se sentía muy cómodo.
«Ser ahogado y ahorcado -pensó- no está tan mal. Pero no quiero que me fusilen.
No, no habrán de fusilarme. Eso no sería justo.»
Aunque
inconsciente del esfuerzo, el vivo dolor de las muñecas le comunicaba que
trataba de deshacerse de la cuerda. Concentró su atención en esta lucha como si
fuera un tranquilo espectador que podía observar las habilidades de un
malabarista sin demostrar interés alguno por el resultado. Qué prodigioso
esfuerzo. Qué magnífica, sobrehumana energía. ¡Ah, era una tentativa admirable!
¡Bravo! Se desató la cuerda: sus brazos se separaron y flotaron hasta la
superficie. Pudo discernir sus manos a cada lado, en la creciente luz. Con
nuevo interés las vio agarrarse al nudo corredizo. Quitaron salvajemente la
cuerda, la lanzaron lejos, con rabia, y sus ondulaciones parecieron las de una
culebra de agua. «¡Ponla de nuevo, ponla de nuevo!» Creyó gritar estas palabras
a sus manos, porque después de liberarse de la soga sintió el dolor más inhumano
hasta entonces. El cuello le hacía sufrir increíblemente, la cabeza le ardía;
el corazón, que apenas latía, estalló de inmediato como si fuera a salírsele
por la boca. Una angustia incomprensible torturó y retorció todo su cuerpo.
Pero sus manos no le respondieron a la orden. Golpeaban el agua con energía, en
rápidas brazadas de arriba hacia abajo, y lo sacaron a flote. Sintió emerger su
cabeza. El resplandor del sol lo cegó; su pecho se expandió con fuertes
convulsiones. Después, un dolor espantoso y sus pulmones aspiraron una gran
bocanada de oxígeno, que al instante exhalaron en un grito.
Ahora
tenía plena conciencia de sus facultades; eran, verdaderamente, sobrenaturales
y sutiles. La terrible perturbación de su organismo las había definido y despertado
de tal manera que advertían cosas nunca percibidas hasta ahora. Sentía los
movimientos del agua sobre su cara, escuchaba el ruido que hacían las diminutas
olas al golpearlo. Miraba el bosque en una de las orillas y conocía cada árbol,
cada hoja con todos sus nervios y con los insectos que alojaba: langostas,
moscas de brillante cuerpo, arañas grises que tendían su tela de ramita en
ramita. Contempló los colores del prisma en cada una de las gotas de rocío
sobre un millón de briznas de hierba. El zumbido de los moscardones que volaban
sobre los remolinos, el batir de las alas de las libélulas, las pisadas de las
arañas acuáticas, como remos que levanta una barca, todo eso era para él una
música totalmente perceptible. Un pez saltó ante su vista y escuchó el deslizar
de su propio cuerpo que surcaba la corriente.
Había
llegado a la superficie con el rostro a favor de la corriente. El mundo visible
comenzó a dar vueltas lentamente. Entonces vio el puente, el fortín, a los
vigías, al capitán, a los dos soldados rasos, sus verdugos, cuyas figuras se
distinguían contra el cielo azul. Gritaban y gesticulaban, señalándolo con el
dedo; el oficial le apuntaba con su revólver, pero no disparaba; los otros
carecían de armamento. Sus movimientos a simple vista resultaban extravagantes
y terribles; sus siluetas, grandiosas.
De
pronto escuchó un fuerte estampido y un objeto sacudió fuertemente el agua a
muy poca distancia de su cabeza, salpicando su cara. Escuchó un segundo
estampido y observó que uno de los vigías tenía aún el fusil al hombro; de la
boca del cañón ascendía una nube de color azul. El hombre del río vio cómo le
apuntaba a través de la mirilla del fusil. Al mirar a los ojos del vigía, se
dio cuenta de su color grisáceo y recordó haber leído que todos los tiradores
famosos tenían los ojos de ese color; sin embargo, éste falló el tiro.
Un
remolino le hizo girar en sentido contrario; nuevamente tenía a la vista el
bosque que cubría la orilla opuesta al fortín. Escuchó una voz clara detrás de
él; en un ritmo monótono, llegó con una extremada claridad anulando cualquier
otro sonido, hasta el chapoteo de las olas en sus oídos. A pesar de no ser
soldado, conocía bastante bien los campamentos y lo que significaba esa
monserga en la orilla: el oficial cumplía con sus quehaceres matinales. Con qué
frialdad, con qué pausada voz que calmaba a los soldados e imponía la suya, con
qué certeza en los intervalos de tiempo, se escucharon estas palabras crueles:
-¡Atención,
compañía ...! ¡Armas al hombro...! ¡Listos...! ¡Apunten...! ¡Fuego...!
Farquhar
pudo sumergirse tan profundamente como era necesario. El agua le resonaba en
los oídos como la voz del Niágara. Sin embargo, oyó la estrepitosa descarga de
la salva y, mientras emergía a la superficie, encontró trozos de metal
brillante, extremadamente chatos, bajando con lentitud. Algunos le alcanzaron
la cara y las manos, después siguieron descendiendo. Uno se situó entre su
cuello y la camisa: era de un color desagradable, y Farquhar lo sacó con
energía.
Llegó
a la superficie, sin aliento, después de permanecer mucho tiempo debajo del
agua. La corriente lo había arrastrado muy lejos, cerca de la salvación.
Mientras tanto, los soldados volvieron a cargar sus fusiles sacando las
baquetas de sus cañones. Otra vez dispararon y, de nuevo, fallaron el tiro. El
perseguido vio todo esto por encima de su hombro. En ese momento nadaba
enérgicamente a favor de la corriente. Todo su cuerpo estaba activo, incluyendo
la cabeza, que razonaba muy rápidamente. «El teniente -pensó- no cometerá un
segundo error. Esto era un error propio de un oficial demasiado apegado a la
disciplina. ¿Acaso no es más fácil eludir una salva como si fuese un solo tiro?
En estos momentos, seguramente, ha dado la orden de disparar a voluntad. ¡Qué
Dios me proteja, no puedo esquivar a todos!»
A
dos metros de allí se escuchó el increíble estruendo de una caída de agua
seguido de un estrepitoso escándalo, impetuoso, que se alejaba disminuyendo, y
parecía propasarse en el aire en dirección al fortín, donde sucumbió en una
explosión que golpeó las profundidades mismas del río. Se levantó una
empalizada líquida, curvándose por encima de él; lo cegó y lo ahogó. ¡Un cañón
se había unido a las demás armas! El obús sacudió el agua, oyó el proyectil,
que zumbó delante de él despedazando las ramas de los árboles del bosque
cercano.
«No empezarán
de nuevo -pensó-. La próxima vez cargarán con metralla. Debo fijarme en la
pieza de artillería, el humo me dirigirá. La detonación llega demasiado tarde:
se arrastra detrás del proyectil. Es un buen cañón.» De inmediato comenzó a dar
vueltas y más vueltas en el mismo punto: giraba como una peonza. El agua, las
orillas, el bosque, el puente, el fortín y los hombres ahora distantes, todo se
mezclaba y desaparecía. Los objetos ya no eran sino sus colores; todo lo que
veía eran banderas de color. Atrapado por un remolino, marchaba tan rápidamente
que tenía vértigo y náuseas. Instantes después se encontraba en un montículo,
en el lado izquierdo del río, oculto de sus enemigos. Su inmovilidad
inesperada, el contacto de una de sus manos contra la pedriza, le devolvió los
sentidos y lloró de alegría. Sus dedos penetraron la arena, que se echó encima,
bendiciéndola en voz alta. Para su parecer era la cosa más preciosa que podría
imaginar en esos momentos. Los árboles de la orilla eran gigantescas plantas de
jardinería; le llamó la atención el orden determinado en su disposición,
respiró el aroma de sus flores. La luz brillaba entre los troncos de una forma
extraña y el viento entonaba en sus hojas una armoniosa música interpretada por
una arpa eólica. No quería seguir huyendo, le bastaba permanecer en aquel lugar
perfecto hasta que lo capturaran.
El
silbido estrepitoso de la metralla en las hojas de los árboles lo despertaron
de su sueño. El artillero, decepcionado, le había enviado una descarga al azar
como despedida. Se alzó de un brinco, subió la cuesta del río con rapidez y se
adentró en el bosque.
Caminó
todo el día, guiándose por el sol. El bosque era interminable; no aparecía por
ningún sitio el menor claro, ni siquiera un camino de leñador. Ignoraba vivir
en una región tan salvaje, y en este pensamiento había algo de sobrenatural.
Al
anochecer continuó avanzando, hambriento y fatigado, con los pies heridos.
Continuaba vivo por el pensamiento de su familia. Al final encontró un camino
que lo llevaba a buen puerto. Era ancho y recto como una calle de ciudad. Y,
sin embargo, no daba la impresión de ser muy conocido. No colindaba con ningún
campo; por ninguna parte aparecía vivienda alguna. Nada, ni siquiera el ladrido
de un perro, sugería un indicio de humanidad próxima. Los cuerpos de los dos
enormes árboles parecían dos murallas rectilíneas; se unían en un solo punto
del horizonte, como un diagrama de una lección de perspectiva. Por encima de
él, levantó la vista a través de una brecha en el bosque, y vio enormes
estrellas áureas que no conocía, agrupadas en extrañas constelaciones. Supuso
que la disposición de estas estrellas escondía un significado nefasto. De cada
lado del bosque percibía ruidos en una lengua desconocida.
Le
dolía el cuello; al tocárselo lo encontró inflamado. Sabía que la soga lo había
marcado con un destino trágico. Tenía los ojos congestionados, no podía
cerrarlos. Su lengua estaba hinchada por la sed; sacándola entre los dientes
apaciguaba su fiebre. La hierba cubría toda aquella avenida virgen. Ya no
sentía el suelo a sus pies.
Dejando
a un lado sus sufrimientos, seguramente se ha dormido mientras caminaba, porque
contempla otra nueva escena; quizá ha salido de una crisis delirante. Se
encuentra delante de las rejas de su casa. Todo está como lo había dejado, todo
rezuma belleza bajo el sol matinal. Ha debido caminar, sin parar, toda la
noche. Mientras abre las puertas de la reja y sube por la gran avenida blanca,
observa unas vestiduras flotar ligeramente: su esposa, con la faz fresca y
dulce, sale a su encuentro bajando de la galería, colocándose al pie de la
escalinata con una sonrisa de inenarrable alegría, en una actitud de gracia y
dignidad incomparables. ¡Qué bella es! Él se lanza para abrazarla. En el
momento en que se dispone a hacerlo, siente en su nuca un golpe que le atonta.
Una luz blanca y enceguecedora clama a su alrededor con un estruendo parecido
al del cañón... y después absoluto silencio y absoluta oscuridad.
Peyton
Farquhar estaba muerto. Su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba de un lado
a otro del Puente del Búho.
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