martes, 28 de enero de 2020

El truco del sombrero - Etgar Keret (cuento)




«El truco del sombrero» es un cuento fantástico del escritor israelí Etgar Keret, publicado en Un libro largo de cuentos cortos (Siruela, 2016).








El truco del sombrero


Al final de la función saco un conejo del sombrero. Siempre lo dejo para el final, porque a los niños les encantan los animales. A mí, por lo menos, me encantaban cuando era pequeño. Así se puede poner fin a la representación en su momento cumbre, que es cuando paseo al conejo por entre los niños y estos pueden acariciarlo y darle de comer. Antes, las cosas, realmente eran así; hoy en día a los niños les impresiona menos pero de todos modos dejo lo del conejo para el final. Ese es el truco que, por mucho, más me gusta, es decir, el que más me gustaba. Mantengo todo el rato los ojos fijos en el público, la mano entra en el sombrero y tantea en sus profundidades hasta que encuentra  las orejas de Kasam, mi conejo. Y entonces:
–¡Alabím alabám, Kasam va! –Y lo saco.
Siempre nos vuelve a sorprender, al público y a mí. Cada vez que mi mano roza esas orejas tan cómicas dentro del sombrero me siento como un mago. Y a pesar de que sé cómo funciona, de que hay un hueco oculto en la mesa y todo eso, lo vivo como si se tratara de verdadera magia.
También aquel sábado en L. deje el truco del sombrero para el último. Los niños del cumpleaños se mostraban especialmente apáticos. Algunos de ellos estaban sentados de espaldas a mí mirando una película de Schwarzenegger en la televisión por cable. El anfitrión de la fiesta incluso se encontraba en otra habitación jugando ante la pantalla un juego nuevo que le habían regalado. Mi público se reducía a unos cuantos niños. Era un día especialmente caluroso y yo, empapado como estaba bajo el traje, lo único que deseaba era terminar de una vez y marcharme a casa. Me salté tres números de malabarismo con cuerdas y pasé directamente a lo del sombrero. La mano desapareció en sus profundidades y clavé los ojos en los de una niña gorda y con lentes. El agradable contacto de las orejas de Kasam volvió a sorprenderme como siempre:
–¡Alabím alabám, Kasam va!
Un minuto más en el despecho del padre, y me largo con un cheque de trescientos shekels. Tiré de Kasam de las orejas y noté algo un poco diferente, más ligero. Y entonces, de repente, esa sensación de humedad en la muñeca y la niña gorda de los lentes que se pone a gritar. Mi mano derecha sostenía la cabeza de Kasam, con sus largas orejas y sus ojos de conejo muy abiertos. Sólo la cabeza, sin ningún cuerpo. La cabeza, y mucha, muchísima sangre. La gorda seguía gritando. Los niños sentados de espaldas a mí que miraban la tele se dieron vuelta y se pusieron a aplaudir. De la otra habitación vino el niño del videojuego. Al ver la cabeza decapitada dio un silbido de entusiasmo. Noté cómo la comida del mediodía me subía a la garganta. Vomité en mi sombrero de mago y el vomito desapareció. Los niños me rodearon enloquecido de felicidad.
La noche que siguió a la función no logré conciliar el sueño. Revisé todo el equipo cientos de veces. No conseguía encontrarle explicación alguna a lo que había sucedido. Tampoco pude encontrar el cuerpo de Kasam. Por la mañana me encaminé a la tienda de magia. Tampoco ahí supieron explicárselo. Compré un conejo. El dependiente intentó convencerme de que me llevara una tortuga.
–Lo de los conejos está pasado de moda –me  dijo–, ahora lo que se usa son las tortugas. Dígales que es una tortuga Ninja y se caerán de la silla.
A pesar de todo me quedé con el conejo. A él también le puse Kasam. En casa me esperaban cinco mensajes en el contestador automático. Todos eran ofertas de trabajo. Todas de niños que habían visto la función. En uno de ellos el niño incluso me proponía que le dejará luego en su casa la cabeza decapitada tal y como lo había hecho en la fiesta de él. Sólo entonces me di cuenta de que no me había llevado la cabeza de Kasam.
Mi siguiente función tenía que representarla el miércoles. Para el décimo cumpleaños de un niño de Ramat, Aviv Guimel. Estuve muy nervioso durante toda la función. En absoluto concentrado. El truco de las reinas me salió mal. No hacía más que pensar en el sombrero. Finalmente llegó el momento:
–¡Alabím alabám, Kasam va!
La mirada fija en el público, la mano dentro del sombrero. No conseguía encontrar las orejas, pero el cuerpo tenía exactamente el peso que debía. Estaba pelón, pero con el peso correcto. Y entonces volvió a producirse el griterío. Gritos mezclados con aplausos. No era un conejo lo que tenía en la mano, sino un bebé muerto.   
Ya no soy capaz de hacer ese truco. Hubo un tiempo en que me gustaba, pero hoy, sólo con pensar en él me tiemblan las manos. Sigo imaginándome las terribles cosas que voy a sacar y que me están esperando dentro. Ayer soñé que metía la mano y que la mandíbula de un monstruo me la atrapaba. Me cuesta entender que antes tuviera el valor de introducir la mano en ese lugar tan tenebroso. Que antes tuviera el valor de cerrar los ojos y dormirme.
He dejado por completo de hacer magia, pero la verdad es que no me importa. No gano dinero, me parece bien. A veces todavía me pongo el traje así, sin más, en casa, o examino el hueco secreto de la mesa del sombrero, y me basta. Aparte de eso no toco la magia y, por lo demás, no hago nada de nada. Me limito a quedarme tendido en la cama pensando en la cabeza del conejo y en el cadáver del bebé. Como si fueran una especie de pistas para un acertijo, como si alguien intentara decirme algo, quizá que no corren buenos tiempos para los conejos ni tampoco para los bebés. Que no corren tiempos nada buenos para los magos.

viernes, 24 de enero de 2020

Al compás de lo atroz: reseña de El vals de los monstruos




Montserrat Rodríguez publicó una reseña de El vals de los monstruos en la revista digital Liberoamérica hace unos meses, y yo estoy muy agradecida por su lectura y sus palabras.



AL COMPÁS DE LO ATROZ: RESEÑA DE "EL VALS DE LOS MONSTRUOS"




El vals de los monstruos
Lola Ancira
México, Fondo Editorial Tierra Adentro/Fondo Editorial de Querétaro, 2018, 92 pp.



Lola Ancira es una escritora y editora mexicana que nació en Querétaro en 1987. El vals de los monstruos, su segundo libro publicado, alberga once cuentos que danzan entre lo fantástico, el horror y el terror psicológico. Con estas herramientas, la autora recibe a sus personajes en el diván para da inicio con la sesión. Así, al adentrarnos en sus mentes, nuestras convenciones sociales y éticas son interpeladas por las acciones de estos seres que son tan monstruosos como humanos.

A medida que nos introducimos en la lectura, podemos comprender por qué la autora decidió contar estas historias. En sus cuentos encontramos registros de una visión literaria y lenguaje punzante. Lola Ancira maneja de tal manera la tensión narrativa que empuja al lector a empeñarse a descubrir lo que ocultan los personajes. A su vez, ella construye espacios y atmósferas como reflejos de su psique: la violencia, la venganza y el delirio son elementos que funcionan como advertencias de un inminente desastre.






El vals de los monstruos también es un libro que propone diversas conversaciones. Por un lado, cada uno de los once cuentos porta un epígrafe que dialoga tanto con la historia individual como con el universo contado. Cabe mencionar, que a través de esta selección, la misma autora logra conversar con el lector de manera más personal, al permitirnos conocer algunas de sus referencias literarias. Por otro lado, los cuentos construyen otro tipo de intertextualidad cuando descubrimos que los personajes cohabitan las historias, dejando así, un rastro de sus relaciones monstruosas.

El título del primer cuento “En el Oriente se encendió esta guerra”, es una línea que aparece en el poema “Ajedrez” de Jorge Luis Borges. Lola Ancira une esta idea con la del síndrome gemelo-gemelo, teniendo como resultado una historia que representa el vínculo entre hermanos, como un juego estratégico y competitivo.

“El nombre del miedo”, muestra las relaciones familiares cuando el olvido y la degradación mental son inevitables. El cuento aborda el paso del tiempo, la pérdida de la memoria y la identidad, desde un lugar doloroso donde no parecer haber salida: ¿puede una hija traer de vuelta a la realidad a su madre? (Continuar leyendo en Liberoamérica...)

martes, 21 de enero de 2020

Los recuerdos son pistas, el resto es una ficción - Roberto Wong (reseña)




Hace unos meses, en el blog de la editorial Argonáutica publicaron mi reseña de Los recuerdos son pistas, el resto es una ficción (FOEM, 2018) de Roberto Wong, libro de cuento ganador del certamen internacional Sor Juana Inés de la Cruz 2017.



Idear el pasado


Por Lola Ancira
Los recuerdos son pistas, el resto es una ficción (FOEM, 2018) de Roberto Wong (Tampico, 1982) es el libro de cuento ganador del certamen internacional Sor Juana Inés de la Cruz 2017, y está integrado por dieciséis relatos. El primero, «Políptico de amor y nieve», se divide en dieciséis secciones que se desarrollan intercalándose con el resto. Su protagonista es E., periodista con vena de escritor e inmigrante que llega a Estados Unidos huyendo del peligro que representa su propio país. Al tiempo de alejarse, busca comenzar a narrar sobre un sitio ajeno en el que admite que México seguirá estando presente.
Estas historias con títulos en ocasiones muy extensos, son densas como la bruma o divertidas, con carcajadas entreveradas en cada párrafo. Retratan con fidelidad relaciones interpersonales convencionales y poco satisfactorias, la vida oficinista de empleados exhaustos, el miedo a la soledad, la tensión de un presente incierto y la memoria, «ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos», según Borges, que suele construir versiones alternas de los hechos gracias al sentimentalismo y la imaginación. En palabras de Wong, dependemos de esas ficciones para «procurarnos finales distintos y perfectos», porque, finalmente, «vivir es traicionarse todo el tiempo».
El autor retrata el exilio en un cambio de territorio constante: un recorrido por Norteamérica y algunos sitios de México. Y éste no es un viaje placentero, sino una fuga. Una evasión que, sin embargo, «no cambia nada: el dolor sigue ahí, atrapado entre tu garganta y tu pecho». Para Wong, «escribir (…) significa escoger una ruta». La vía que eligió para crear estos relatos fue asomarse, mirar en el linde para mostrar una perspectiva doble a partir de sus propias experiencias como migrante.
Wong se enfoca en lo limítrofe: dos tipos de vida en dos culturas contrapuestas, en la dicotomía del presente y el ayer, en la teoría y la práctica. Nos presenta al amor como una complicación: sus personajes experimentan las relaciones desde la angustia que representa el otro y la soledad en multitud. Incluso hay fronteras creadas por la intratextualidad entre el «Políptico…» y el resto de los cuentos, pues E. hace uso de párrafos de los otros textos. Al igual que las páginas avanzan, él mismo está por concluir una colección de relatos que incluyen diálogos con emojis, reflejando la modernidad (y simplificación) del lenguaje y la expresión escrita. (Continuar leyendo en el blog de editorial Argonáutica...)

jueves, 16 de enero de 2020

«Royal modelo 10-S» (cuento publicado en la revista Luvina)




En el número 96 de Luvina. Revista Literaria de la Universidad de Guadalajara, publicaron mi cuento inédito «Royal modelo 10-S», inspirado en el relato «The Ballad of the Flexible Bullet», de Stephen King, y en mi propia Royal modelo 10-S. Además, mi protagonista lleva el nombre de una persona a la que me encantaría que le ocurriera lo mismo que a mi personaje. 







Tengo el placer de compartir páginas con Enrique Serna, Ave Barrera, Mónica Nepote y Eduardo Lizalde.








Royal modelo 10-S / Lola AnciraPDFImprimirE-Mail
I
Aunque Carlo se hacía llamar «escritor», sabía que era un farsante. Y la gente no tenía por qué saber que en realidad era un copista del siglo xx. Se había edificado una coraza y con su falsa profesión excusaba su encierro permanente.
      Durante décadas pensó que, a fuerza de repetir la palabra que nombraba dicho oficio, terminaría por convertirse en escritor, mas cada línea que escribió alguna vez logró vivir sólo algunos segundos.
      Frente al aterrador y constante entumecimiento ante la página en blanco, comenzó una peculiar costumbre: usaba una Olivetti Lettera 32 para transcribir los cuentos que consideraba fascinantes, no con la intención de plagiarlos, sino para ver si algo de aquel talento que tanto admiraba lo influenciaba lo suficiente para hacerlo crear una historia completa, consciente de que le resultaría imposible superar semejantes talentos.
      Anhelaba dejar de ser la sombra de su estirpe: era descendiente de los nobles españoles Pardo Bazán, familia en la que las mujeres sobresalían por sus dotes artísticas y su activismo político. Emilia, su abuela, había sido una escritora e intérprete de música clásica, reconocida también por ser la autora del popular tratado sobre cuento del que Carlo extrajo frases que enmarcó en las paredes de su hogar:

Hay una sola manera de empezar un cuento con acierto: despertando
      de golpe el interés del lector.

Tan sólo pensar en elegir las primeras palabras despertaba su ansiedad. Solía abandonar la pluma tras pasar horas sosteniéndola tan fuerte que se ampollaba la mano, esa articulación que parecía dejar de pertenecerle cuando quería despertar su creatividad. No podía escribir. Quizá no debía hacerlo.

El oficio es obra del trabajo asiduo, de la meditación constante,
      de la dedicación apasionada.

Después descubrió que transcribir era la única tarea en la que lograba cierta disciplina. Se dedicó a reproducir libros enteros que contenían decenas de mundos breves creados en torno a hechos fascinantes: La lluvia de fuego, de Leopoldo Lugones; Río subterráneo, de Inés Arredondo; Las dualidades funestas, de Edmundo Valadés; La semana de colores, de Elena Garro...

Es en la acción donde está la sustancia del cuento.

Llegó a pensar en cambiar párrafos de lugar y de un texto a otro, también en modificar algunas líneas, agregar su nombre al final de los textos y enviarlos a periódicos y revistas para ser publicados. Si lograba hacerlo con habilidad, resultaría difícil reconocer el engaño. Pero, tijeras en mano, no se animó a cometer la herejía de recortar y fragmentar las hojas impresas: sentía que sería destrozar los cuerpos de los propios autores.
      Nunca tuvo un rival más acérrimo que la página en blanco. Temía ensuciar aquella tabula rasa, ser indigno de generar una mácula. No merecía expresarse si no lograba encontrar al menos indicios del talento de su sangre: el peso del apellido lo perseguía.
      Su terror principal era convertirse en una sombra insignificante, que su nombre se transformara en un recuerdo más gris que el mármol de su futura lápida. (Continuar leyendo en Luvina...)