jueves, 16 de enero de 2020

«Royal modelo 10-S» (cuento publicado en la revista Luvina)




En el número 96 de Luvina. Revista Literaria de la Universidad de Guadalajara, publicaron mi cuento inédito «Royal modelo 10-S», inspirado en el relato «The Ballad of the Flexible Bullet», de Stephen King, y en mi propia Royal modelo 10-S. Además, mi protagonista lleva el nombre de una persona a la que me encantaría que le ocurriera lo mismo que a mi personaje. 







Tengo el placer de compartir páginas con Enrique Serna, Ave Barrera, Mónica Nepote y Eduardo Lizalde.








Royal modelo 10-S / Lola AnciraPDFImprimirE-Mail
I
Aunque Carlo se hacía llamar «escritor», sabía que era un farsante. Y la gente no tenía por qué saber que en realidad era un copista del siglo xx. Se había edificado una coraza y con su falsa profesión excusaba su encierro permanente.
      Durante décadas pensó que, a fuerza de repetir la palabra que nombraba dicho oficio, terminaría por convertirse en escritor, mas cada línea que escribió alguna vez logró vivir sólo algunos segundos.
      Frente al aterrador y constante entumecimiento ante la página en blanco, comenzó una peculiar costumbre: usaba una Olivetti Lettera 32 para transcribir los cuentos que consideraba fascinantes, no con la intención de plagiarlos, sino para ver si algo de aquel talento que tanto admiraba lo influenciaba lo suficiente para hacerlo crear una historia completa, consciente de que le resultaría imposible superar semejantes talentos.
      Anhelaba dejar de ser la sombra de su estirpe: era descendiente de los nobles españoles Pardo Bazán, familia en la que las mujeres sobresalían por sus dotes artísticas y su activismo político. Emilia, su abuela, había sido una escritora e intérprete de música clásica, reconocida también por ser la autora del popular tratado sobre cuento del que Carlo extrajo frases que enmarcó en las paredes de su hogar:

Hay una sola manera de empezar un cuento con acierto: despertando
      de golpe el interés del lector.

Tan sólo pensar en elegir las primeras palabras despertaba su ansiedad. Solía abandonar la pluma tras pasar horas sosteniéndola tan fuerte que se ampollaba la mano, esa articulación que parecía dejar de pertenecerle cuando quería despertar su creatividad. No podía escribir. Quizá no debía hacerlo.

El oficio es obra del trabajo asiduo, de la meditación constante,
      de la dedicación apasionada.

Después descubrió que transcribir era la única tarea en la que lograba cierta disciplina. Se dedicó a reproducir libros enteros que contenían decenas de mundos breves creados en torno a hechos fascinantes: La lluvia de fuego, de Leopoldo Lugones; Río subterráneo, de Inés Arredondo; Las dualidades funestas, de Edmundo Valadés; La semana de colores, de Elena Garro...

Es en la acción donde está la sustancia del cuento.

Llegó a pensar en cambiar párrafos de lugar y de un texto a otro, también en modificar algunas líneas, agregar su nombre al final de los textos y enviarlos a periódicos y revistas para ser publicados. Si lograba hacerlo con habilidad, resultaría difícil reconocer el engaño. Pero, tijeras en mano, no se animó a cometer la herejía de recortar y fragmentar las hojas impresas: sentía que sería destrozar los cuerpos de los propios autores.
      Nunca tuvo un rival más acérrimo que la página en blanco. Temía ensuciar aquella tabula rasa, ser indigno de generar una mácula. No merecía expresarse si no lograba encontrar al menos indicios del talento de su sangre: el peso del apellido lo perseguía.
      Su terror principal era convertirse en una sombra insignificante, que su nombre se transformara en un recuerdo más gris que el mármol de su futura lápida. (Continuar leyendo en Luvina...)

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