miércoles, 30 de septiembre de 2015

"Remedio para melancólicos" - Ray Bradbury (cuento)





"Remedios para melancólicos", cuento de Ray Bradbury, fue publicado en 1960 en un libro homónimo.

En el relato, una angustiada familia trata de encontrar el antídoto que cure a su hija de una rara afección que la tiene condenada al sufrimiento, intentando y probando una inmensidad de posibilidades para lograr aliviarla, creando así un relato mordaz que retrata a la perfección a una sociedad incauta.



Remedio para melancólicos


-Busquen ustedes unas sanguijuelas, sángrenla -dijo el doctor Gimp.

-Si ya no le queda sangre -se quejó la señora Wilkes-. Oh, doctor ¿qué mal aqueja a nuestra Camila?

-Camila no se siente bien.

-¿Sí, sí?

El buen doctor frunció el ceño.

-Camila está decaída.

-¿Qué más, qué más?

-Camila es la llama trémula de una bujía, y no me equivoco.

-Ah, doctor Gimp -protestó el señor Wilkes-. Se despide diciendo lo que dijimos nosotros cuando usted llegó.

-¡No, más, más! Denle estas píldoras al alba, al mediodía y a la puesta de sol. ¡Un remedio soberano!

-Condenación. Camila está harta de remedios soberanos.

-Vamos, vamos. Un chelín y me vuelvo escaleras abajo.

-¡Baje pues, y haga subir al demonio!

El señor Wilkes puso una moneda en la mano del buen doctor.

El médico, jadeando, aspirando rapé, estornudando, se lanzó a las bulliciosas calles de Londres, en una húmeda mañana de la primavera de 1762.

El señor y la señora Wilkes se volvieron hacia el lecho donde yacía la dulce Camila, pálida, delgada, sí, pero no por eso menos hermosa, de inmensos y húmedos ojos lilas, la cabellera un río de oro sobre la almohada.

-Oh -Camila sollozaba casi-. ¿Qué será de mí? Desde que llegó la primavera, tres semanas atrás, soy un fantasma en el espejo: me doy miedo. Pensar que moriré sin haber cumplido veinte años.

-Niña -dijo la madre-, ¿qué te duele?

-Los brazos, las piernas, el pecho, la cabeza. Cuántos doctores, ¿seis? Todos me dieron vuelta como una chuleta en un asador. Basta ya. Por Dios, déjenme morir intacta.

-Qué mal terrible, qué mal misterioso -dijo la madre-. Oh, señor Wilkes, hagamos algo.

-¿Qué? -preguntó el señor Wilkes, enojado-. ¿Olvídate del médico, el boticario, el cura, ¡y amén! Me han vaciado el bosillo. Qué quieres, ¿qué corra a la calle y traiga al barrendero?

-Sí -dijo una voz.

Los tres se volvieron, asombrados.

-¡Cómo!

Se habían olvidado totalmente de Jaime, el hermano menor de Camila. Asomado a una ventana distante, se escarbaba los dientes, y contemplaba la llovizna y el bullicio de la ciudad.

-Hace cuatrocientos años -dijo Jaime con calma- se ensayó, y con éxito. No llamemos al barrendero, no, no. Alcen a Camila, con cama y todo, llévenla abajo y déjenla en la calle, junto a la puerta.

-¿Por qué? ¿Para qué?

-En una hora desfilan mil personas por la puerta -los ojos le brincaban a Jaime mientras contaba-. En un día, pasan veinte mil personas a la carrera, cojeando o cabalgando. Todos verán a mi hermana enferma, todos le contarán los dientes, le tirarán de las orejas, y todos, todos, sí, ofrecerán un remedio soberano. Y uno de esos remedios puede ser el que ella necesita.

-Ah -dijo el señor Wilkes, perplejo.

-Padre -dijo Jaime sin aliento-. ¿Conociste alguna vez a una hombre que no creyera ser el autor de la Materia Médica? Este ungüento verde para el ardor de garganta, aquella cataplasma de grasa de buey para la gangrena o la hinchazón. Pues bien, ¡hay diez mil boticarios que se nos escapan, toda una sabiduría que se nos pierde!

-Jaime, hijo, eres increíble.

-¡Cállate! -dijo la señora Wilkes-. Ninguna hija mía será puesta en exhibición en esta ni en ninguna calle...

-¡Vamos, mujer! -dijo el señor Wilkes-. Camila se derrite como un copo de nieve y dudas en sacarla de este cuarto caldeado. Jaime, ¡levanta la cama!

La señora Wilkes se volvió hacia su hija.

-¿Camila?

-Me da lo mismo morir en la intemperie -dijo Camila- donde la brisa fresca me acariciará los bucles cuando yo...

-¡Tonterías! -dijo el padre-. No te morirás. Jaime, ¡arriba! ¡Ajá! ¡Eso es! ¡Quítate del paso, mujer! Arriba, hijo, ¡más alto!

-Oh -exclamó débilmente Camila-. Estoy volando, volando...

De pronto, un cielo azul se abrió sobre Londres. La población, sorprendida, se precipitó a la calle, deseosa de ver, hacer, comprar alguna cosa. Los ciegos cantaban, los perros bailoteaban, los payasos cabriolaban, los niños dibujaban rayuelas y se arrojaban pelotas como si fuera un tiempo de carnaval.

En medio de todo este bullicio, tambaleándose, con las caras encendidas, Jaime y el señor Wilkes transportaban a Camila, que navegaba como una papisa allá arriba, en la cama-berlina, con los ojos cerrados, orando.

-¡Cuidado! -gritó la señora Wilkes-. ¡Ah, está muerta! No. Allí. Bájenla suavemente...

Por fin la cama quedó apoyada contra el frente de la casa, de modo que el río de humanidad que pasaba por allí pudiese ver a Camila, una muñeca Bartolemy grande y pálida, puesta al sol como un trofeo.

-Trae pluma, tinta y papel, muchacho -dijo el padre-. Tomaré nota de los síntomas y de los remedios. Los estudiaremos a la noche. Ahora...

Pero ya un hombre entre la multitud contemplaba a Camila con mirada penetrante.

-¡Está enferma! -dijo.

-Ah -dijo el señor Wilkes, alegremente-. Ya empieza. La pluma, hijo. Listo. ¡Adelante, señor!

-No se siente bien -el hombre frunció el ceño-. Está decaída...

-No se siente bien... Está decaída... -escribió el señor Wilkes, y de pronto se detuvo-. ¿Señor? -Lo miró con desconfianza.- ¿Es usted médico?

-Sí, señor.

-¡Me pareció haber oído esas palabras! Jaime, toma mi bastón, ¡échalo de aquí! ¡Fuera, señor, fuera!

Ya el hombre se alejaba blasfemando, terriblemente exasperado.

-No se siente bien, y está decaída... ¡bah! -imitó el señor Wilkes, y se detuvo. Pues ahora una mujer alta y delgada como un espectro recién salido de la tumba, señalaba con un dedo a Camila Wilkes.

-Vapores -entonó.

-Vapores -escribió el señor Wilkes, satisfecho.

-Fluido pulmonar -canturreó la mujer.

-¡Fluido pulmonar! -escribió el señor Wilkes, radiante-. Bueno, esto está mejor.

-Necesita un remedio para la melancolía -dijo la mujer débilmente-. ¡Hay en esta casa tierra de momias para hacer una pócima? Las mejores momias son las egipcias, árabes, hirasfatas, libias, todas muy útiles para los trastornos magnéticos. Pregunten por mí, la Gitana, en Flodden Road. Vendo piedra perejil, incienso macho...

-Flodden Road, piedra perejil... ¡más despacio, mujer!

-Opobálsamo, valeriana póntica...

-¡Aguarda, mujer! ¡Opobálsamo, sí! ¡Que no se vaya, Jaime!

Pero la mujer se escabulló, nombrando medicamentos.

Un muchacha de no más de diecisiete años, se acercó y observó a Camila Wilkes.

-Está...

-¡Un momento! -el señor Wilkes escribía febrilmente-. Trastornos magnéticos, valeriana póntica.

-¡Diantre! Bueno, niña, ya. ¿Qué ves en el rostro de mi hija? La miras fijamente, respiras apenas. ¿Bueno?

-Está... -la extraña joven escudriñó profundamente los ojos de Camila y balbuceó-. Sufre de... de...

-¡Dilo de una vez!

-Sufre de... de... ¡oh!

Y la joven, con una última mirada de honda simpatía, se perdió en la multitud.

-¡Niña tonta!

-No, papá -murmuró Camila, con los ojos muy abiertos-. Nada tonta. Veía. Sabía. Oh, Jaime, corre a buscarla, ¡dile que te explique!

-¡No, no ofreció nada! En cambio la gitana, ¡mira su lita!

-Ya sé, papá.

Camila, más pálida que nunca, cerró los ojos.

Alguien carraspeó.

Un carnicero, de delantal ensangrentado como un campo de batalla, se atusaba el mostacho fiero.

-He visto vacas con esa mirada -dijo-. Las curé con aguardiente y tres huevos frescos. En invierno yo mismo me curo con este elixir...

-¡Mi hija no es una vaca, señor! -el señor Wilkes dejó caer la pluma-. ¡Tampoco es carnicero, y estamos en primavera! ¡Apártese, señor! ¡Hay gente que espera!

Y en verdad, ahora una inmensa multitud, atraída por los otros, clamaba queriendo aconsejar una pócima favorita, o recomendar un sitio campestre donde llovía menos y había más sol que en toda Inglaterra o en el Sur de Francia. Ancianos y ancianas, doctos como todos los viejos, se atropellaban unos a otros en una confusión de bastones, en falanges de muletas y de báculos.

-¡Atrás! ¡Atrás! -gritó, alarmada, la señora Wilkes-. ¡Aplastarán a mi hija como una cereza tierna!

-¡Fuera de aquí!

Jaime tomó los báculos y muletas y los lanzó por encima de la multitud, que se alejó en busca de los miembros perdidos.

-Padre, me desmayo, me desmayo -musitó Camila.

-¡Padre! -exclamó Jaime-. Sólo hay un medio de impedir este tumulto. ¡Cobrarles! ¡Que paguen por opinar sobre esta dolencia!

-Jaime, ¡tú sí que eres mi hijo! Pronto, muchacho, ¡pinta un letrero! ¡Escuchen, señoras y señores! ¡Dos peniques! ¡A la cola, por favor, formen fila! Dos peniques por cada consejo. Muestren el dinero, ¡así! Eso es. Usted, señor. Usted, señora. Y usted, señor. ¡Y ahora la pluma! ¡Comencemos!

El gentío bullía como un mar encrespado.

Camila abrió un ojo y volvió a desmayarse.

Crepúsculo, las calles casi desiertas, sólo algunos vagabundos. Se oyó un tintineo familiar y los párpados de Camila temblaron como alas de mariposa.

-¡Trescientos noventa y nueve, cuatrocientos peniques!

El señor Wilkes echó en la alforja la última moneda de plata.

-¡Listo!

-Tendré un coche fúnebre hermoso y negro -dijo la joven pálida.

-¡Cállate! ¿Quién pudo imaginar, oh familia mía, que tanta gente, doscientos, pagaría por darnos su opinión?

-Sí -dijo la señora Wilkes-. Esposas, maridos, hijos, todos hacen oídos sordos, nadie escucha a nadie. Por eso pagan de buen grado a quien los escucha. Pobrecitos, todos creyeron hoy que ellos y sólo ellos conocía la angina, la hidropesía, el muermo, sabían distinguir la baba de la urticaria. Y así hoy somos ricos, y doscientas personas se sienten felices, luego de haber descargado frente a nuestra puerta toda su ciencia médica.

-Cielos, costó trabajo alejarlos. Al fin se fueron, mordisqueando como cachorros.

-Lee la lista, padre -dijo Jaime-. De las doscientas medicinas, ¿cuál será la verdadera?

-No importa -murmuró Camila, suspirando-. Oscurece ya, y esos nombres me revuelven el estómago. Quisiera ir arriba.

-Sí, querida. ¡Jaime, ayúdame!

-Por favor -dijo una voz.

Los hombres que ya se encorvaban, se irguieron para mirar.

El que había hablado era un barrendero de apariencia y estatura ordinarias, de cara de hollín, y en medio de la cara dos ojos azules y traslúcidos y la hendidura blanca de una sonrisa de marfil. De las mangas, de los pantalones, cada vez que se movía, o hablaba con voz serena, o gesticulaba, brotaba una nube de polvo.

-No pude llegar antes a causa del gentío -dijo el hombre, que tenía en las manos una gorra sucia-. Iba ya para casa y decidí venir. ¿He de pagar?

-No, barrendero, no es necesario -dijo Camila.

-Espera... -protestó el señor Wilkes.

Pero Camila lo miró dulcemente y el señor Wilkes calló.

-Gracias, señora. -La sonrisa del barrendero resplandeció como un rayo de sol en el crepúsculo-. Tengo un solo consejo.

Miraba a Camila. Camila lo miraba.

-¿No es hoy la noche de san Bosco, señor, señora?

-¿Quién lo sabe? ¡Yo no, señor! -dijo el señor Wilkes.

-Yo creo que es la noche de san Bosco, señor. Y además, es noche de plenilunio. Pues bien -prosiguió el barrendero humildemente, sin poder apartar la mirada de la hermosa joven enferma-, tienen que dejar a la hija de ustedes a la luz de esta luna creciente.

-¡A la intemperie y a la luz de la luna! -exclamó la señora Wilkes.

-¡No vuelve lunáticos a los hombres? -preguntó Jaime.

-Perdón, señor -el barrendero hizo una reverencia-. Pero la luna llena cura a todos los animales enfermos, ya sean humanos o simples bestias del campo. El plenilunio es un color sereno, una caricia reposada, y modela delicadamente el espíritu, y también el cuerpo.

-Pero, ¿y si llueve? -dijo la madre, inquieta.

-Lo juro -prosiguió rápidamente el barrendero-. Mi hermana padecía de esta misma desmayada palidez. Una noche de primavera la dejamos como una maceta de lirios, a la luz de la luna. Ahora vive en Sussex, verdadero espejo de la salud recobrada.

-¡Salud recobrada! ¡Plenilunio! Y no nos costará un solo penique de los cuatrocientos que nos dieron hoy, madre, Jaime, Camila.

-¡No! -dijo la señora Wilkes-. No lo permitiré.

-Madre -dijo Camila, mirando ansiosamente al barrendero.

El barrendero de cara tiznada contemplaba a Camila, y su sonrisa era como una cimitarra en la oscuridad.

-Madre -dijo Camila-. Es un presentimiento. La luna me curará, sí, sí.

La madre suspiró.

-Éste no es mi día, ni mi noche. Déjame besarte por última vez, entonces. Así.

Y la madre entró en la casa.

El barrendero se alejaba ahora, haciendo corteses reverencias.

-Toda la noche, entonces, recuérdenlo, a la luz de la luna, y que nadie las moleste hasta el alba. Que duerma usted bien, señorita. Sueñe, y sueñe lo mejor. Buenas noches.

El hollín se desvaneció en el hollín; el hombre desapareció.

El señor Wilkes y Jaime besaron la frente de Camila.

-Padre, Jaime -dijo la joven-. No hay por qué preocuparse.

Camila quedó sola, mirando fijamente a lo lejos.

Allá, en la oscuridad, parecía que una sonrisa titilaba, se apagaba, y se encendía otra vez, y luego se perdía en una esquina.

Camila aguardó a que saliera la luna.

La noche en Londres, voces soñolientas en las tabernas, portazos, despedidas de borrachos, tañidos de relojes. Camila vio una gata que se deslizaba como una mujer envuelta en pieles; vio una mujer que se deslizaba como una gata, sabias las dos, silenciosas, egipcias, oliendo a especias. Cada cuarto de hora llegaba desde la casa una voz:

-¿Estás bien, hija?

-Sí, padre.

-¿Camila?

-Madre, Jaime, estoy muy bien.

Y al fin:

-Buenas noches.

-Buenas noches.

Se apagaron las últimas luces. La ciudad dormía. La luna se asomó.

Y a medida que la luna subía, los ojos de Camila se agrandaba y miraban las alamedas, los patios, las calles, hasta que por fin, a media noche, la luna iluminó a Camila, y la muchacha fue como una figura de mármol sobre una tumba antigua.

Un movimiento en la oscuridad.

Camila aguzó el oído.

Una suave melodía brotaba del aire.

Un hombre esperaba en la calle sombría.

Camila contuvo el aliento.

El hombre avanzó hacia la luz de la luna, tañendo suavemente un laúd. Era un hombre bien vestido, de rostro hermoso, y, al menos ahora, solemne.

-Un trovador -dijo en voz alta Camila.

El hombre, con un dedo sobre los labios, se acercó silenciosamente, y se detuvo pronto junto al lecho.

-¿Qué hace aquí, señor, a estas horas? -preguntó la joven. No sabía por qué, pero no tenía miedo.

-Un amigo me envió a ayudarte.

El hombre rozó las cuerdas del laúd, que canturrearon dulcemente. Era hermoso, en verdad, envuelto en aquella luz de plata.

-Eso no puede ser -dijo Camila-. Me dijeron que la luna me curaría.

-Y lo hará, doncella.

-¿Qué canciones canta usted?

-Canciones de noches de primavera, de dolores y males sin nombre. ¿Quieres que nombre tu mal, doncella?

-Si lo sabe...

-Ante todo, los síntomas: fiebres violentas, fríos súbitos, pulso rápido y luego lento, arranques de cólera, luego una calma dulcísima, accesos de ebriedad luego de beber agua de pozo, vértigos cuando te tocan así, nada más...

El hombre rozó la muñeca de Camila, que cayó en un delicioso abandono.

-Depresiones, arrebatos -prosiguió el hombre-. Sueños...

-¡Basta! -exclamó Camila, fascinada-. Me conoce usted al dedillo. Nombre mi mal, ¡ahora!

-Lo haré -el hombre apoyó los labios en la palma de la mano de Camila, y la joven se estremeció violentamente-. Tu mal se llama Camila Wilkes.

-Qué extraño -Camila tembló, y en los ojos le brilló un fuego de lilas-. ¿De modo que soy mi propia dolencia? ¡Qué daño me hago! Ahora mismo, sienta mi corazón.

-Lo siento, sí.

-Los brazos, las piernas, arden con el calor del verano.

-Sí. Me queman los dedos.

-Y ahora, el viento nocturno, mire cómo tiemblo, ¡de frío! Me muero, me muero, ¡lo juro!

-No dejaré que te mueras -dijo el hombre en voz baja.

-¿Es usted doctor, entonces?

-No, soy sólo tu médico, tu médico vulgar y común, como esa otra persona que hoy adivinó tu mal.

La muchacha que iba a nombrarlo y se perdió en la multitud.

-Sí. Vi en sus ojos que ella sabía. Pero ahora me castañetean los dientes. Y no tengo manta con qué cubrirme.

-Déjame sitio, por favor. Así. Así. Veamos: dos brazos, dos piernas, cabeza y cuerpo. ¡Estoy todo aquí!

-Pero, señor...

-Para sacarte el frío de la noche, claro está.

-Oh, ¡si es como un hogar! Pero señor, señor, ¿no lo conozco? ¿Cómo se llama usted?

La cabeza del hombre se alzó rápidamente y echó una sombra sobre la cabeza de la joven. En el rostro del hombre resplandecían los ojos azules y cristalinos y la hendidura de marfil de la sonrisa.

-Bueno, Bosco, por supuesto -dijo.

-¡No es ése el nombre de un santo?

-Dentro de una hora me llamarás así, sin duda -acercó la cabeza. Y entonces, en el hollín de la sombra, Camila, llorando de alegría, reconoció al barrendero.

-Oh, ¡el mundo da vueltas! ¡Me siento morir! ¡El remedio, dulce doctor, o todo se habrá perdido!

-El remedio -dijo el hombre-. Y el remedio es este...

En alguna parte, los gallos cantaban. Un zapato, lanzado desde una ventana, pasó por encima de ellos y golpeó una cerca. Después todo fue silencio, y luna...

-Chist...

El alba. El señor y la señora Wilkes bajaron en puntillas las escalera y espiaron la calle.

-Muerta de frío, después de una noche terrible, ¡estoy segura!

-¡No, mujer, mira! ¡Vive! Tiene rosas en las mejillas. No, más que rosas. Duraznos, ¡cerezas! Mírala cómo resplandece, ¡toda blanca y rosada! Nuestra dulce Camila, viva y hermosa, sana una vez más.

Padre y madre se inclinaron junto al lecho de la joven dormida.

-Sonríe, está soñando. ¿Qué dice?

-El remedio -suspiró la joven-, el remedio soberano.

-¿Cómo, cómo?

La joven volvió a sonreír, en sueños, con una blanca sonrisa.

-Un remedio -murmuró-, ¡un remedio para la melancolía!

Camila abrió los ojos.

-Oh, ¡madre! ¡Padre!

-¡Hija! ¡Niña! ¡Ven arriba!

-No -Camila les tomó las manos, tiernamente-. ¿Madre? ¿Padre?

-¿Sí?

-Nadie nos verá. El sol asoma apenas. Por favor, bailemos juntos.

Resistiéndose, celebrando no sabían qué, los padres bailaron.




martes, 29 de septiembre de 2015

La noche de los crueles – Mariana Rergis





La noche de los crueles (Tierra Adentro, 2014) es el primer libro de cuento de Mariana Rergis (escritora mexicana, 1978), quien ha sido becaria del Centro Mexicano de Escritores (2004-2005) y del FONCA (2010-2011).

Sus páginas reúnen 14 relatos donde Rergis discurre en torno al insomnio, esa afección que se sufre en silencio y que tiene una amistad cercana con la locura. Como una estoica insomne, la autora aprovechó cada minuto en el que permaneció despierta cuando nadie más lo hacía, en esos momentos donde el mínimo sonido es un estruendo desolador que recuerda que nada debe permanecer alerta y que sí, no poder descansar es una especie de maldición.

Rergis habló sobre lo anterior en su presentación en Tuxtla, en el VIII Encuentro Nacional de Poetas y Primero de Narradores Carruaje de Pájaros, lugar donde tuve el placer de conocerla y charlar con ella en varias ocasiones.

7 son los los cuentos que  se convirtieron en mis favoritos. En “Pies fríos”, la creación de pesadillas para evitar el sueño y tratar de convencer a los demás (sobre todo a uno mismo) de que la noche encierra monstruos que libera en nuestras mentes en reposo se convierte en una necesidad imperiosa para rehuir de la muerte que acecha en la oscuridad, en lo desconocido. Augurios funestos e historias de muerte para dormir aguardan cada noche por el nieto de una anciana que sólo quiere un compañero para mantenerse en vela.

“Funámbula” es, quizá, el cuento más triste del libro. El insomnio no sólo afecta al ser humano, y es peor el caso de un animal enfermo porque éste no puede expresarse con palabras, y no hay remedio para lo que se calla. Una bestia siempre será mucho más imponente, pero también mucho más frágil.

“Un rojo destello” demuestra lo atractivo que puede resultar un vicio, y más aún quien lo comparte. Expone los principales engaños, por mínimos que sean, entre una pareja que ha decidió vivir junta a pesar de lo poco que se conocen, a pesar de todo. Por supuesto, la tentación a lo prohibido se presenta, y de manera mucho más contundente.

“Ella yacía en su tumba” es el reflejo de lo que sucede cuando un anhelo, ya sea de amor o de venganza, se convierte en la única razón para vivir. Pero cuando lo lejano se vuelve una posibilidad, fractura todo pensamiento creado, toda opción planeada. Cuando lo inalcanzable finalmente cede, el deseo cesa junto con todo afán.

“Aída y las locas” es un destello fulminante de violencia, una bofetada de la realidad de un hospital psiquiátrico exclusivo para el género femenino. La narración de este relato es fascinante y está muy bien lograda, es una lectura que obliga a releer los párrafos por lo fuerte de las imágenes y que despierta cierta angustia que no permite interrumpir la lectura.

“La mano insomne” me recordó a las películas de terror The Beast with 5 Fingers (1946) y The hand (1981), y también a dos cuentos que he leído recientemente, “La mano”, de Ana Punset, y “La mano anárquica”, de Pablo Raphael (repito: mis lecturas se llaman entre sí). Es increíble como esas dos extremidades tan necesarias y útiles pueden tener fines contrarios a los de la creación, como pueden convertirse en armas mortales incluso para su propietario. Perder la sensibilidad y saber ajeno algún miembro del propio cuerpo ya es lo suficientemente aterrador, ¿pero qué hacer si se descubre que aquel conspira contra el resto del cuerpo, como una especie de cáncer fulminante?

“Insomnio” es la antropomorfización del padecimiento, es la representación de éste en una hermosa y posesiva mujer, en una dama agresiva pero de grácil movimiento, en una belleza que corrompe y destroza, que seduce y engaña.

“La mujer esqueleto (leyenda esquimal)” cierra el libro, y es una interpretación de la autora de la mitología inuit, muy parecida a la leyenda de Sedna, donde una mujer, la autoridad de una figura paterna y la inmensidad del océano convergen en un trágico y conmovedor suceso.

El libro está a la venta en El Sótano.

Para finalizar, transcribo algunas de las mejores frases del libro:

Papalotes

“La casa volvió a quedarse vacía, habitada por un silencio tan pesado que podía tocarse.” p. 30


Hay unos ojos

“…sólo los muertos miran como el abismo…” p. 47


Una familia de mal dormir

“Envidié a las familias que dormían; ellos al menos tenían un tercoi de su vida para descansar uno del otro.” p. 50

“…lo instruí, en fin, en el oficiio del insomne” p. 54


Un rojo destello

“…ella se encontraba casi feliz enroscándose como una serpiente mientras él dormía silencioso.” p. 67

“…la vida era algo muy preciado y no cualquiera la merece, hay que salir a pelearla, a esforzarse por ella.” p. 68

“…la decadencia también tiene un encanto: la de arrojarse detrás de la inalcanzable belleza.” p. 71


La noche de los crueles

“…en México todo el mundo cree en fantasmas y todo el mundo dice haber tenido encuentros con ellos en algún momento de su vida. Es un tema cotidiano de conversación, algo que nadie confesaría a menos que los otros quisieran confesarlo.” p. 76


Ella yacía en su tumba

“Ve a destruir lo que le resta de vida. Ve a calmar tu conciencia de alguna forma. Que te vea para que se sienta mierda. Que sepa que ni en la muerte que se inventó puede escapar de ti, que sepa que tú la encontrarás siempre, en cualquier vida que ella trate de reconstruir, aunque la que ahora tiene sea bastante más miserable que la que ya dejó.” p. 94


Aída y las locas

“Hay algunas que hacen las noches pasaderas, como ésa que se masturba.” p. 95


La mano insomne

“Nunca he podido dejar de escribir, no he podido dejar de agarrar botellas de vino, no he podido dejar de buscar rostros sobre los cuales impactarme, no he podido dejar de hacer daño… y ahora no puedo arrepentirme de todo lo que he hecho y, sobre todo, no puedo olvidar.” p. 107

“Usted sólo ha hecho una cosa buena en su vida,: escribir.” p. 109


“Sólo saqué de ti desastres.” Ibídem

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Encuentro de arte Jóvenes creadores del Fonca (Generación 2014-2015, primer periodo)



Mañana inicia el tercer y último encuentro del primer periodo del Programa Jóvenes Creadores generación 2014-2015, en Cuernavaca, Morelos.

Los tres días habrá eventos culturales y muestras de los proyectos artísticos que se desarrollaron durante un año, y la entrada es abierta a todo público.

Mención especial merece la presentación de la Antología de Letras, Dramaturgia y Guión Cinematográficos del viernes a las 19:00 h. en la Sala Miguel Zacarías Cine Morelos (Av. Morelos 183 en el Centro Histórico), en la que participo con un cuento.

Ser becaria del Fonca ha sido una experiencia muy grata, pero escribiré mucho más al respecto al regresar de este encuentro y a manera de cierre, tras un año de trabajo en mi proyecto recientemente finalizado y que espera las últimas correcciones para salir al mundo.



sábado, 19 de septiembre de 2015

Irreverencias maravillosas: La necesidad de ser

El misántropo (Molière,1966)



El texto de este mes para mi columna mensual, Irreverencias maravillosas, de la Revista VozEd, está dedicado a los misántropos, seres humanos que, sin gratuidad, repudian a su propia especie.


Pueden leer la versión completa del texto directamente de la revista, en este enlace.



 La necesidad de ser

La existencia humana debe ser una especie de error.
Schopenhauer

Es absurdo dividir a la gente en buena y mala
La gente es tan sólo encantadora o aburrida. 
Oscar Wilde

Si bien es cierto que el ser humano es un animal social por naturaleza (el animal político de Aristóteles), en ocasiones es también esta misma naturaleza la que lo hace buscar la soledad o el aislamiento. Debido a las limitaciones y el considerable retraso de desarrollo respecto a otras especies al momento del nacimiento, el hombre necesita de la sociedad para madurar y lograr ser un ente independiente. Desde las agrupaciones más pequeñas, como la familia, hasta las más extensas, como las ciudades, éste ha creado una estructura social para desarrollarse, subsistir y lograr objetivos que en aislamiento le resultarían imposibles, de ahí que, para el filósofo griego, el hombre aislado fuera inferior a sus congéneres o su contraparte, superior.

Podría pensarse entonces que el misántropo surge de la superación de aquella necesidad humana por el desarrollo, cuando puede valerse por sí mismo y los demás representan un obstáculo más que un apoyo. Coexiste en sociedad pero ya no como un requisito, ha descubierto trampas y mentiras, sabe que su especie es capaz de crear o destruir por igual. Cioran lo tenía muy claro respecto a la diferencia del total y sus partes: «Yo no soy un amigo del hombre y no estoy en absoluto orgulloso de ser un hombre. Es más: tener confianza al hombre representa un peligro amenazador, la creencia en el hombre es una gran necedad, una locura. Yo soy una persona que en el fondo desprecia, podríamos decir, al hombre. Desde luego, tengo aún muy buenos amigos, pero, si pienso en el hombre en general, siempre llego a la misma conclusión: la de que tal vez habría sido mejor que no hubiera existido nunca».

Un sinnúmero de filósofos, escritores, directores y músicos se incluyen en la lista de misántropos célebres, entre ellos Arthur Schopenhauer, Michel Houellebecq, Emil Cioran, Friedrich Wilhelm Nietzsche, Donatien Alphonse François de Sade, André Gide, Charles Bukowski, Fernando Vallejo (un «misántropo amoroso», lo mismo que Cioran), Jonathan Swift, Oscar Wilde, J.D. Salinger, Stanley Kubrick, Steven Patrick Morrissey y Edward Gorey; e incluso personajes de ficción, como Edward Hyde, Sherlock Holmes, Tyler Durden o Hannibal Lecter.

Un misántropo no es, como podría pensarse, un pesimista o amargado; es una persona capaz de reflexionar sobre la existencia y sus insoportables particularidades, características que suelen ser conocidas pero disfrazadas, y por lo tanto ignoradas deliberadamente para tener una vida más llevadera y común, para aligerar el viaje y pretender una felicidad anhelada. Un misántropo conoce por completo las perturbadoras e incómodas singularidades de su propia existencia, ha desvelado las mentiras y fraudes de la religión y la autoridad, conoce y sufre el asombro y el terror por la muerte y la soledad; así como el tormento por la insignificancia de su especie y su inherente e incalculable sandez, aquella que Einstein estimaba mucho más infinita que el universo.

El suicidio tiene su parte en este tema: ¿Por qué seguir con algo que no se soporta? Diversos pensadores han argumentado a favor del suicidio, como acto o como idea, desde una postura de entendimiento. Esto no significa que alentaran a los demás a hacerlo o que ellos mismos eligieran esa opción, y no hay mejor ejemplo que el de Cioran, quien fue cuestionado en varias ocasiones al respecto y en dos ocasiones respondió lo siguiente: «Sin el suicidio la vida sería, en mi opinión, verdaderamente insoportable. No necesitamos matarnos. Necesitamos saber que podemos matarnos. Esa idea es exultante. Te permite soportarlo todo […] Yo he escrito sobre el suicidio, pero todas las veces he explicado: escribir sobre el suicidio es vencer el suicidio. Eso es muy importante […] Estoy absolutamente convencido de que, si no hubiera escrito, me habría suicidado». Lo que se necesita es saber la muerte como una posibilidad siempre al alcance de la mano, de la boca, de la sien. Conocer la ruta de escape y saberla siempre accesible. André Gide describe esta presencia necesaria e inofensiva, por más funesta que parezca: «El pensamiento de la muerte no me abandona casi nunca; me habita sin ensombrecerme».

Thomas Bernhard no hablaba sólo de los misántropos ni pensaba que fueran los únicos «pesimistas» cuando afirmó que «…todos los hombres (…) tienen causa, motivo, para matar su existencia, pero no la voluntad para ello, y otros tienen la voluntad y no tienen las fuerzas, y otros más la voluntad y las fuerzas para ello, pero ninguna posibilidad. Sin embargo, tanto en la persona más complicada como en la más sencilla, todo es un motivo, en cualquier caso, por lo menos una vez al día».