Detalle de lápida en el cementerio Prospect, en Glasnevin, Dublín.
Tres
días atrás te contemplé en la cruz y pensé: tócame, ten espasmos
de sentir más dolor del que los clavos le proporcionan a
tus miembros, baja y camina hacia a mí con
los pies doloridos, ten la necesidad carnal de un hombre
cualquiera y que cada látigo que toque tu espalda acreciente tu
excitación.
Ahora
que vuelvo al mismo lugar, te encuentro recostado. Tu pecho late
cada vez más rápido al sentir mis pasos rondando y te
delatan.
Comienzo
tocando cada centímetro de tu cuerpo temeroso, empezando
por tus pies. Alterno movimientos entre mi lengua y la punta de mis
dedos, la temperatura aquí es tan baja que el vaho que
sale de mi boca es completamente visible.
Recorro
tu cuerpo lentamente al tiempo que el paño suave que te cubre la
entrepierna se eleva poco a poco. Los instrumentos de tortura
ahora son partes de mi cuerpo, no son externos. Pero en
este momento esa tortura conspira para proporcionarte
placer.
Me
recuesto sobre ti. Toco tu cuerpo herido y abro
mis piernas en espera de tu entereza, verte claudicar sólo
hace crecer la pasión en mí y cuando me acerco,
te rasguño y escucho un sollozo al unísono de tu jadeo,
la ambivalencia plena y esperada en su máxima expresión. Las
lágrimas amargas que te provoco y tu tormento son el sustento a
mi lujuria.
Ahora
tu cuerpo despoja al mío de vitalidad, usurpando mi calor.
La
excitación de sentir tu placer en mi piel crece y busca
conformar una sola unidad. Mi finalidad es encontrar un punto en
el que nuestros cuerpos; identificándose, en un fervor
creciente, se fusionen para llegar a la conmoción total.
El
éter que hemos creado lo envuelve todo, ya no distingo entre tu
cuerpo y el mío, se nubla mi pensamiento y no concibo ideas
claras, se saturan mis emociones y una fuerza invisible sube el nivel
del placer como tratándose de un mecanismo artificial trabajando
para llegar al clímax.
Beso
tus ojos obligándote a cerrar los párpados. Cierro los míos.
Tenemos espasmos rítmicos, creamos una melodía nueva en el
aire jamás imaginada, las notas brotan de nuestros labios
y se entrelazan con colores quiméricos, una mezcla de
dolor e impaciencia impregnados con el máximo placer, todo
engendrado para tus últimos minutos de vida.
Tu
corazón alarga la poca energía que ahora conserva, sabiendo que el
fin esta cerca.
Hago
pequeñas incisiones en tus costillas para comprobar si
sigues con vida y tu rostro sufre pequeñas contracciones que la
manifiestan.
Lamo
los hilos de sangre que corren por tu sien y tu
frente. Toco tu corona, la que
fue creada con lacerantes espinas, la corona no
envidiada. Me recuesto sobre ella y hago sangrar mi pecho, para
tocar con mi líquido vital tu boca, en un sentimiento
profundo y lóbrego, escarlata. Fletus mutus que no cesa en ti.
La sangre, el sudor y los fluidos
corporales mezclados, te han mancillado la piel nívea,
cubriéndola. Inspiras tanta devoción que no podría
dejarte así.
Eternidad.
Con una daga de plata amputo tu mano izquierda, para persignarte
con ella. Posteriormente amputo la derecha. Ya no hablas.
Ya no sollozas, ya no respiras.
Ahora
creas una imagen celestial. Un brillo enigmático comienza a iluminar
toda tu figura. Halo que te otorga un toque sagrado.
Copula
conmigo yo vestida de virgen, con un manto y cara angelical, con
manos suaves y tibias, con mirada cariñosa y de consuelo, penétrame
en un abrazo infernal y perpetuo. Que esta sea la nueva efigie en tus
templos, que tengamos oraciones y nos pidan milagros, que invoquemos
unión y creemos fe. En cada hogar no falte nuestra imagen, en un
altar, iluminada con cirios blancos. De igual
manera, nos hagan oraciones que busquen la
satisfacción jamás concebida por la humanidad. Que se
construyan recintos en nuestro honor, donde el placer sea el primer
mandamiento, seguido del dolor físico.
La historia esta
plasmada, el lienzo bajo tu figura, con ella impresa, no se
borrará nunca.
Ver
la muerte a un lado, inconmovible, implora tranquilidad, suplica
entendimiento y muestra incertidumbre.
La
sangre derramada queda en nuestras mentes y las heridas en
nuestros cuerpos vivos, pues los muertos no tienen memoria.
Debes permanecer
inmóvil en tu sepulcro esperando, de nuevo, por mí.
Lola Ancira, México, 2010.