Jorge
Luis Borges fotografiado por Grete Stern (1951).
Hoy da inicio una
nueva sección en el blog: cuentos extraordinarios de diferentes
autores. El primer cuento que les presento es La casa de Asterión,
de Jorge Luis Borges (escritor argentino, 1899-1986), cuya primera
versión apareció primero en Los Anales de Buenos Aires
(mayo-junio de 1947) y después fue incluido en El Aleph,
ese mismo año, y en cuyo epílogo el autor explica que "A
una tela de Watts, pintada en 1896, debo 'La casa de Asterión' y el
carácter del pobre protagonista."
Este es uno de mis
cuentos y autores favoritos, por lo que esta sección abre con una
pieza extraordinaria. Sin más distracciones, a continuación, el
cuento.
La
casa de Asterión
Y
la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.
Apolodoro: Biblioteca, III, I.
Apolodoro: Biblioteca, III, I.
Sé
que me acusan de soberbia y tal vez de misantropía y tal vez de
locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son
irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es
verdad que sus puertas (cuyo número es infinito)* están abiertas
día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el
que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato
de los palacios pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará
una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que
declaran que en Egipto hay una parecida). Hasta mis detractores
admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra
especie ridícula es que yo Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré
que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura?
Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la
noche volví lo hice por el temor que me infundieron las caras de la
plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se
había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las
toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La
gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato
del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se
ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo
confundirme con el vulgo aunque mi modestia lo quiera.
El
hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda
transmitir a otros hombres; como el filósofo pienso que nada es
comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales
minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para
lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra.
Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a
leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.
Claro
que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a
embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo,
mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe, o a la vuelta de un
corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo
caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar
dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces
me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he
abierto los ojos.) Pero de tantos juegos el que prefiero es el de
otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la
casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la
encrucijada anterior oAhora desembocamos en otro
patio o Bien decía yo que te gustaría la
canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de
arena o Ya verás como el sótano se bifurca. A
veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.
No
sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa.
Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es
otro lugar.
No
hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son
infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del
tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de
fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris
he alcanzado la calle y he visto el Templo de las Hachas y el mar.
Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que
también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo
está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que
parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo,
Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme
casa, pero ya no me acuerdo.
Cada
nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de
todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de
piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos
minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos.
Donde cayeron quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una
galería de las otras. Ignoro quienes son, pero sé que uno de ellos
profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi
redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive
mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído
alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos.
Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo
será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre?
¿Será
tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
El
sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni
un vestigio de sangre.
-¿Lo creerás Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.
A
Marta Mosquera Eastman.
*
El original dice catorce, pero sobran motivos para inferir que, en
boca de Asterión, ese adjetivo numeral vale por infinitos.