Samantha Schweblin (escritora argentina, 1978) es una autora prolífica que ha recibido numerosos premios, como el Casa de las Américas y el Juan Rulfo, y que ha sido traducida a diversos idiomas.
Pájaros en la boca es su segundo libro de cuentos publicado, que recibe su título precisamente por el relato homónimo, una breve historia misteriosa y devastadora que describe la fragmentación de una familia nuclear tras un cambio drástico en el comportamiento de la única hija a través de la voz del padre, un narrador en primera persona.
Este es el primer libro que tengo el placer de leer de Schweblin, y quedé fascinada.
Pueden escuchar el cuento en voz de la autora en este enlace.
Pájaros en la boca
El auto de Silvia estaba estacionado frente
a la casa, con las balizas puestas. Me
quedé parado, pensando en si había alguna
posibilidad real de no atender el
timbre, pero el partido se escuchaba en toda la casa,
así que apagué el televisor y fui a abrir.
–Silvia –dije.
–Hola –dijo ella, y entró sin que yo alcanzara a
decir nada–. Tenemos que hablar, Martín.
Señaló mi propio sillón y yo obedecí, porque a
veces, cuando el pasado toca a la puerta y me trata
como hace cuatro años atrás, sigo siendo un imbécil.
–No va a gustarte. Es… es fuerte –miró su reloj–.
Es sobre Sara.
–Siempre es sobre Sara –dije.
–Vas a decir que exagero, que soy una loca,
todo ese asunto. Pero hoy no hay tiempo. Te venís
a casa ahora mismo, esto tenés que verlo con tus
propios ojos.
–¿Qué pasa?
–Además, le dije a Sara que irías así que te espera.
Nos quedamos en silencio un momento.
Pensé en cuál sería el próximo paso, hasta que ella
frunció el ceño, se levantó y fue hasta la puerta. Tomé mi abrigo
y salí tras ella.
Por fuera la casa se veía como siempre, con el césped recién
cortado y las azaleas de Silvia colgando del balcón matrimonial.
Cada uno bajó de su auto y entramos sin hablar. Sara estaba sentada
en el sillón. Aunque ya había terminado las clases por ese año,
llevaba puesto el jumper de la secundaria, que le quedaba como a
esas colegialas porno de las revistas. Estaba erguida, con las rodillas
juntas y las manos sobre las rodillas, concentrada en algún punto
de la ventana o del jardín, como si estuviera haciendo uno de esos
ejercicios de yoga de la madre. Me di cuenta de que aunque siempre
había sido más bien pálida y flaca, se le veía rebosante de salud. Sus
piernas y sus brazos parecían más fuertes, como si hubiera estado
haciendo ejercicio durante unos cuantos meses. El pelo le brillaba y
tenía un leve rosado en los cachetes, como pintado pero real. Cuando
me vio entrar sonrió y dijo:
–Hola, papá.
Mi nena era realmente una dulzura, pero dos palabras alcanzaban
para entender que algo estaba mal en esa chica, algo seguramente
relacionado con la madre. A veces pienso que quizá debí habérmela llevado conmigo, pero casi siempre pienso que no. A unos metros del televisor, junto a la ventana, había una jaula. Era una jaula para pájaros –de unos setenta, ochenta centímetros–; colgaba del techo, vacía.
–¿Qué es eso?
–Una jaula –dijo Sara, y sonrió.
Silvia me hizo una seña para que la siguiera a la cocina. Fuimos hasta el ventanal y ella se volvió para verificar que Sara no nos escuchara. Seguía erguida en el sillón, mirando hacia la calle, como si nunca hubiéramos llegado. Silvia me habló en voz baja.
–Martín. Mirá, vas a tener que tomarte esto con calma.
–Ya, Silvia, dejate de joder, ¿Qué pasa?
–La tengo sin comer desde ayer.
–¿Me estás cargando?
–Para que lo veas con tus propios ojos.
–Ajá… ¿estás loca?
Me hizo una seña para que volviéramos al living y me señaló el sillón. Me senté frente a Sara. Silvia salió de la casa y la vimos cruzar el ventanal y entrar al garaje.
–¿Qué le pasa a tu madre?
Sara levantó los hombros, dando a entender que no lo sabía. Tenía el pelo negro y lacio, atado en una cola de caballo, y un flequillo prolijo que le llegaba casi hasta los ojos.
Silvia volvió con una caja de zapatos. La traía derecha, con ambas manos, como si se tratara de algo delicado. Fue hasta la jaula, la abrió, sacó de la caja un gorrión muy pequeño, del tamaño de una pelota de golf, lo metió dentro de la jaula y la cerró. Tiró la caja al piso y la hizo a un lado de una patada, junto a otras nueve o diez cajas similares que se iban sumando bajo el escritorio. Entonces Sara se levantó, su cola de caballo brilló a un lado y otro de su nuca, y fue hasta la jaula dando un brinco, paso de por medio, como hacen las chicas que tienen cinco años menos que ella. De espaldas a nosotros, poniéndose en puntas de pie, abrió la jaula y sacó el pájaro. No pude ver qué hizo. El pájaro chilló y ella forcejeó un momento, quizá porque el pájaro intentó escaparse. Silvia se tapó la boca con la mano. Cuando Sara se volvió hacia nosotros el pájaro ya no estaba. Tenía la boca, la nariz, el mentón y las dos manos manchadas de sangre. Sonrió avergonzada, su boca gigante se arqueó y se abrió, y sus dientes rojos me obligaron a levantarme de un salto. Corrí
hasta el baño, me encerré y vomité en el inodoro. Pensé que Silvia
me seguiría y se pondría a echar culpas y directivas desde el otro
lado de la puerta, pero no lo hizo. Me lavé la boca y la cara, y me
quedé escuchando frente al espejo. Bajaron algo pesado del piso
de arriba. Abrieron y cerraron la puerta de entrada algunas veces.
Sara preguntó si podía llevar con ella la foto de la repisa. Cuando
Silvia contestó que sí su voz ya estaba lejos. Abrí la puerta cuidando
de no hacer ruido, y me asomé al pasillo. La puerta principal
estaba abierta de par en par y Silvia cargaba la jaula en el asiento
trasero de mi coche. Di unos pasos, con la intención de salir de la
casa gritándoles unas cuantas cosas, pero Sara salió de la cocina
hacia la calle y me detuve en seco para que no me viera. Se dieron
un abrazo. Silvia la besó y la metió en el asiento del acompañante.
Esperé a que volviera y cerrara la puerta.
–¿Qué mierda…?
–Te la llevás –fue hasta el escritorio y empezó a aplastar y
doblar las cajas vacías.
–¡Dios Santo, Silvia, tu hija come pájaros!
–No puedo más.
–¡Come pájaros! ¿La hiciste ver? ¿Qué mierda hace con los
huesos?
Silvia se quedó mirándome, desconcertada.
–Supongo que los traga también. No sé si los pájaros…
–dijo y se quedó pensando.
–No puedo llevármela.
–Si se queda me mato. Me mato yo y antes la mato a ella.
–¡Pero come pájaros!
Fue hasta el baño y se encerró. Miré hacia afuera, a través
del ventanal. Sara me saludó alegremente desde el auto. Traté
de serenarme. Pensé en cosas que me ayudaran a dar algunos
pasos torpes hacia la puerta, rezando porque ese tiempo alcanzara
para volver a ser un ser humano común y corriente,
un tipo pulcro y organizado capaz de quedarse diez minutos
de pie en el supermercado, frente a la góndola de enlatados,
corroborando que las arvejas que se está llevando son las más
adecuadas. Pensé en cosas como que si se sabe de personas que
comen personas entonces comer pájaros vivos no estaba tan
mal. También que desde un punto de vista naturista es más sano que la droga, y desde el social, más fácil de ocultar que un
embarazo a los trece. Pero creo que hasta la manija del coche seguí
repitiendo come pájaros, come pájaros, come pájaros, y así.
Llevé a Sara a casa. No dijo nada en el viaje y cuando llegamos
bajó sola sus cosas. Su jaula, su valija –que habían guardado
en el baúl–, y cuatro cajas de zapatos como la que Silvia había
traído del garaje. No pude ayudarla con nada. Abrí la puerta y ahí
esperé a que ella fuera y viniera con todo. Cuando entramos le
señalé el cuarto de arriba. Después de que se instaló la hice bajar
y sentarse frente a mí, en la mesa del comedor. Preparé dos cafés pero Sara hizo a un lado su taza y dijo que no tomaba infusiones.
–Comés pájaros, Sara –dije.
–Sí, papá.
Se mordió los labios, avergonzada, y dijo:
–Vos también.
–Comés pájaros vivos, Sara.
–Sí, papá.
Pensé en qué se sentiría tragar algo caliente y en movimiento,
algo lleno de plumas y patas en la boca, y me tapé con la mano,
como hacía Silvia.
Pasaron tres días. Sara estaba casi todo el día en el living, erguida
en el sillón con las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas. Yo
salía temprano al trabajo y me la pasaba todo el día consultando en
internet infinitas combinaciones de las palabras «pájaro», «crudo», «cura», «adopción», sabiendo que ella seguía sentada ahí, mirando
hacia el jardín durante horas. Cuando entraba a la casa, alrededor
de las siete, y la veía tal cual la había imaginado durante todo el
día, se me erizaban los pelos de la nuca y me daban ganas de salir
y dejarla encerrada dentro con llave, herméticamente encerrada,
como esos insectos que se cazan de chico y se guardan en frascos
de vidrio hasta que el aire se acaba. ¿Podía hacerlo? Cuando era
chico vi en el circo a una mujer barbuda que se llevaba ratones a la
boca. Los sostenía así un rato, con la cola moviéndosele entre los
labios cerrados, mientras caminaba frente al público con los ojos
bien abiertos. Ahora pensaba en esa mujer casi todas las noches,
revolcándome en la cama sin poder dormir, considerando la posibilidad
de internar a Sara en un centro psiquiátrico. Quizá podría
visitarla una o dos veces por semana. Podríamos turnarnos con
Silvia. Pensé en esos casos en que los médicos sugieren cierto aislamiento
del paciente, alejarlo de la familia por unos meses. Quizá
era una buena opción para todos, pero no estaba seguro de que
Sara pudiera sobrevivir en un lugar así. O sí. En cualquier caso, su
madre no lo permitiría. O sí. No podía decidirme.
Al cuarto día Silvia vino a vernos. Trajo cinco cajas de zapatos
que dejó junto a la puerta de entrada, del lado de adentro.
Ninguno de los dos dijo nada al respecto. Preguntó por Sara y le
señalé el cuarto de arriba. Cuando bajó le ofrecí café. Lo tomamos
en el living, en silencio. Estaba pálida y las manos le temblaban
tanto que hacía tintinear la vajilla cada vez que volvía a
apoyar la taza sobre el plato. Los dos sabíamos qué pensaba el
otro. Yo podía decir «esto es culpa tuya, esto es lo que lograste»,
y ella podía decir algo absurdo como «esto pasa porque nunca
le prestaste atención». Pero la verdad es que ya estábamos muy
cansados.
–Yo me encargo de esto –dijo Silvia antes de salir, señalando
las cajas de zapatos. No dije nada, pero se lo agradecí
profundamente.
En el supermercado la gente cargaba sus changos de
cereales, dulces, verduras y lácteos. Yo me limitaba a mis
enlatados y hacía la cola en silencio. Iba al supermercado dos o tres veces por semana. A veces, aunque no tuviera nada que
comprar, pasaba por él antes de volver a casa. Tomaba un chango
y recorría las góndolas pensando en qué es lo que podía estar
olvidándome. A la noche mirábamos juntos la televisión. Sara
erguida, sentada en su esquina del sillón, yo en la otra punta,
espiándola cada tanto para ver si seguía la programación o ya
estaba otra vez con los ojos clavados en el jardín. Yo preparaba
comida para dos y la llevaba al living en dos bandejas. Dejaba la de
Sara frente a ella, y ahí quedaba. Ella esperaba a que yo empezara
y entonces decía:
–Permiso, papá.
Se levantaba, subía a su cuarto y cerraba la puerta con delicadeza.
La primera vez bajé el volumen del televisor y esperé en
silencio. Se escuchó un chillido agudo y corto. Unos segundos después
las canillas del baño, y el agua corriendo. A veces bajaba unos
minutos después, perfectamente peinada y serena. Otras veces se
duchaba y bajaba directamente en pijama.
Sara no quería salir. Estudiando su comportamiento pensé
que quizá sufría algún principio de agorafobia. A veces sacaba una
silla al jardín e intentaba convencerla de salir un rato. Pero era in-
útil. Conservaba sin embargo una piel radiante de energía y se le
veía cada vez más hermosa, como si se pasara el día ejercitando
bajo el sol. Cada tanto, haciendo mis cosas, encontraba una pluma.
En el piso junto a la puerta, detrás de la lata de café, entre los
cubiertos, todavía húmeda en la pileta de la cocina. Las recogía,
cuidando de que ella no me viera haciéndolo, y las tiraba por el
inodoro. A veces me quedaba mirando cómo se iban con el agua.
A veces el inodoro volvía a llenarse, el agua se aquietaba, como un
espejo otra vez, y yo todavía seguía ahí mirando, pensando en si sería
necesario volver al supermercado, en si realmente se justificaba
llenar los changos de tanta basura, pensando en Sara, en qué es lo
que habría en el jardín.
Una tarde Silvia llamó para avisar que estaba en cama, con
una gripe feroz. Dijo que no podía visitarnos. Me preguntó si me
arreglaría sin ella y entonces entendí que no poder visitarnos significaba
que no podría traer más cajas. Le pregunté si tenía fiebre, si estaba comiendo bien, si la había visto un médico, y cuando la
tuve lo suficientemente ocupada en sus respuestas dije que tenía
que cortar y corté. El teléfono volvió a sonar, pero no atendí.
Miramos televisión. Cuando traje mi comida Sara no se levantó
para ir a su cuarto. Miró el jardín hasta que terminé de comer, y
sólo entonces volvió a la programación.
Al día siguiente, antes de volver a casa, pasé por el supermercado.
Puse algunas cosas en mi chango, lo de siempre. Paseé
entre las góndolas como si hiciera un reconocimiento del súper
por primera vez. Me detuve en la sección de mascotas, donde
había comida para perros, gatos, conejos, pájaros y peces. Levanté
algunos alimentos para ver de qué eran. Leí con qué estaban
hechos, las calorías que aportaban y las medidas que se
recomendaban para cada raza, peso y edad. Después fui a la
sección de jardinería, donde sólo había plantas con o sin flor,
macetas y tierra, así que volví otra vez a la sección mascotas y
me quedé ahí pensando en qué haría a continuación. La gente
llenaba sus changos y se movía esquivándome. Anunciaron en
los altoparlantes la promoción de lácteos por el día de la madre
y pasaron un tema melódico sobre un tipo que estaba lleno de
mujeres pero extrañaba a su primer amor, hasta que finalmente
empujé el chango y volví a la sección de enlatados.
Esa noche Sara tardó en dormirse. Mi cuarto estaba bajo el
suyo, y la escuché en el techo caminar nerviosa, acostarse, volver
a levantarse. Me pregunté en qué condiciones estaría el cuarto, no
había subido desde que ella había llegado, quizá el sitio era un verdadero
desastre, un corral lleno de mugre y plumas.
La tercera noche después del llamado de Silvia, antes de
volver a casa, me detuve a ver las jaulas de pájaros que colgaban
de los toldos de una veterinaria. Ninguno se parecía al
gorrión que había visto en la casa de Silvia. Eran de colores, y
en general un poco más grandes. Estuve ahí un rato, hasta que
un vendedor se acercó a preguntarme si estaba interesado en
algún pájaro. Dije que no, que de ninguna manera, que sólo estaba
mirando. Se quedó cerca, moviendo cajas, mirando hacia
la calle, después entendió que realmente no compraría nada, y
regresó al mostrador.
En casa Sara esperaba en el sillón, erguida en su ejercicio
de yoga. Nos saludamos.
–Hola, Sara.
–Hola, papá.
Estaba perdiendo sus cachetes rosados y ya no se le veía tan
bien como en los días anteriores. Sara dijo:
–Papi...
Tragué lo que estaba masticando y bajé el volumen del televisor,
dudando de que realmente me hubiera hablado, pero ahí
estaba, con las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas, mirándome.
–¿Qué? –dije.
–¿Me querés?
Hice un gesto con la mano, acompañado de un asentimiento.
Todo en su conjunto significaba que sí, que por supuesto. Era mi
hija, ¿no? Y aún así, por las dudas, pensando sobre todo en lo que
mi ex mujer habría considerado «lo correcto», dije:
–Sí, mi amor. Claro.
Y entonces Sara sonrió, una vez más, y miró el jardín durante
el resto de la programación.
Volvimos a dormir mal, ella paseando de un lado al otro
de la habitación, yo dando vueltas en mi cama hasta que me
quedé dormido. Al día siguiente llamé a Silvia. Era sábado, pero
no atendía el teléfono. Llamé más tarde, y cerca del mediodía
también. Dejé un mensaje, pero no contestó. Sara estuvo toda
la mañana sentada en el sillón, mirando hacia el jardín. Tenía el
pelo un poco desarreglado y ya no se sentaba tan erguida, parecía
muy cansada. Le pregunté si estaba bien y dijo:
–Sí, papá.
–¿Por qué no salís un poco al jardín?
–No, papá.
Pensando en la conversación de la noche anterior se me ocurrió
que podría preguntarle si me quería, pero enseguida me pareció
una estupidez. Volví a llamar a Silvia. Dejé otro mensaje. En voz
baja, cuidando que Sara no me escuchara, dije en el contestador:
–Es urgente, por favor.
Esperamos sentados cada uno en su sillón, con el televisor
encendido. Unas horas más tarde Sara dijo:
–Permiso, papá.
Se encerró en su cuarto. Apagué el televisor y fui hasta
el teléfono. Levanté el tubo una vez más, escuché el tono y corté. Fui con el auto hasta la veterinaria, busqué al
vendedor y le dije que necesitaba un pájaro chico, el más
chico que tuviera. El vendedor abrió un catálogo de fotografías
y dijo que los precios y la alimentación variaban
de una especie a la otra. Golpeé la mesada con la palma
de la mano. Algunas cosas saltaron sobre el mostrador y
el vendedor se quedó en silencio, mirándome. Señalé un
pájaro chico, oscuro, que se movía nervioso de un lado a
otro de su jaula. Me cobraron ciento veinte pesos y me
lo entregaron en una caja cuadrada de cartón verde, con
pequeños orificios calados alrededor, una bolsa gratis de
alpiste que no acepté y un folleto del criadero con la foto
del pájaro en el frente.
Cuando volví Sara seguía encerrada. Por primera vez
desde que ella estaba en casa, subí y entré al cuarto. Estaba
sentada en la cama frente a la ventana abierta. Me miró,
pero ninguno de los dos dijo nada. Se le veía tan pálida
que parecía enferma. El cuarto estaba limpio y ordenado,
la puerta del baño entornada. Había unas treinta cajas de
zapatos sobre el escritorio, pero desarmadas de modo que
no ocuparan tanto espacio, y apiladas prolijamente unas sobre
otras. La jaula colgaba vacía cerca de la ventana. En la
mesita de luz, junto al velador, el portarretrato que se había
llevado de la casa de su madre. El pájaro se movió y sus patas
se escucharon sobre el cartón, pero Sara permaneció inmóvil.
Dejé la caja sobre el escritorio, salí del cuarto y cerré
la puerta. Entonces me di cuenta de que no me sentía bien.
Me apoyé en la pared para descansar un momento. Miré el
folleto del criadero, que todavía llevaba en la mano. En el
reverso había información acerca del cuidado del pájaro y
sus ciclos de procreación. Resaltaban la necesidad de la especie
de estar en pareja en los períodos cálidos y las cosas
que podían hacerse para que los años de cautiverio fueran lo
más amenos posible. Escuché un chillido breve, y después la
canilla de la pileta del baño. Cuando el agua empezó a correr
me sentí un poco mejor y supe que, de alguna forma, me las
ingeniaría para bajar las escaleras.