Fotografía de la película My Winnipeg
“Todo nada, todo flota delante de mí
cubierto con una espesa nube,
y yo me entro en ese caos de sueños, sonriendo.”
Johann Wolfgang von Goethe
“Así es el enigma del corazón humano.
Nunca he comprendido
cómo pudo abandonarme de aquella forma tan
poco ceremoniosa,
sin tan siquiera un adiós, sin siquiera
mirar atrás ni una sola vez.
Es un dolor que me parte el alma como un hacha.”
Yann Martell
En días fatídicos como éste es cuando
regreso a ti a través de la memoria. Los recuerdos me rasguñan, me llaman, me
persiguen y, finalmente, se manifiestan en sueños, donde me resulta imposible
huir de ellos. Llevo varios minutos contemplando la última fotografía que nos
tomaron juntos en aquel viaje repentino a Winnipeg, cuando aún ignoraba la
verdadera razón de aquella excursión.
Recuerdo muy bien tu súbita decisión
aquel jueves por la tarde, cuando decidiste que viajaríamos al día siguiente a dicha
ciudad, para ver la más reciente atracción de la ciudad durante ese invierno:
una docena de caballos atrapados en un río congelado. Por alguna extraña razón,
la idea te atraía sobremanera y es que en realidad era el origen de toda una
significativa confabulación en tu mente para modificar el curso de tu vida, la
cual no me incluía.
Durante el viaje en auto, hablamos poco
y el mal clima nos obligó a descansar un par de horas en un hostal, algunos
kilómetros antes de llegar a nuestro destino, donde bebimos un poco de café
para reanimarnos y en algún momento me hablaste sobre el íntimo vínculo con el
acontecimiento del que seriamos testigos y la filosofía oriental. Aún recuerdo
la escena: tu cara apacible y los labios moviéndose en armonía con las palabras
que pronunciabas. Me dijiste que en oriente la figura del caballo representa
los cinco sentidos del cuerpo humano y cómo a través de él creamos lazos con el
plano existencial de lo físico o material de este mundo.
Conocía de tu parte mística tan poco,
que la mera idea de saber quién eras me parecía ya un hecho ficticio, y ese simple
pero contundente suceso dio paso a una insurrección de sentimientos
contradictorios en mí. Debí suponer que era el primer presagio de una
catástrofe que sería terminante, pero no inmediata.
Cuando continuamos con el viaje,
descubrí entonces el motivo por el cual la única canción que escuchábamos una y
otra vez era “Goodbye horses” de Q Lazzarus… pude interpretar el significado
que envolvía la letra y asociarlo con tu singular pasión al cantar
específicamente la frase Good-bye horses, I'm flying over you.
Finalmente, al llegar al sitio, tenías
un entusiasmo poco común y súbitamente comenzaste a relatarme tu teoría sobre
cómo los lazos que te unían con lo terrenal ahora estaban rotos debido a la
muerte de esos caballos y que estabas obligado a trascender todos tus limitantes.
Queriendo otorgar una razón lógica a mi fatídico futuro, argüí que algún
conocido tuyo, sabiendo el tipo de inusitadas ideologías que tenías, cumplió
con la misión de informarte sobre el suceso que presenciábamos.
Nuestra sorpresa creció a pocos metros
del incidente, pues a pesar de ser el nuevo suceso del lugar, había muy pocas
personas cerca, así que avanzamos y pagamos una pequeña cuota para tomar
fotografías. Era diferente a lo que imaginamos: de los caballos sólo se podían
ver sus cabezas. El infausto acontecimiento dio paso a un espectáculo mórbido inmerso
en una atmósfera que causaba cierto tipo de terror ancestral, pues tales facciones
de sufrimiento y desesperación, en animales por naturaleza hermosos e
imponentes, causaba desconcierto y cierto sentimiento de culpa e incomodidad en
los testigos, que se alejaban paulatinamente.
Fue a través del guardia como nos
enteramos de lo que realmente sucedió: a pocos kilómetros del río, hacia el
norte, había una pista de carreras en la que un granero se incendió hacía un
par de días al anochecer, provocando que los caballos huyeran por instinto en
dirección al río, sin reparar en que estaba congelado; y a pesar de que tenía
una gruesa capa de hielo en la superficie, el peso y la fuerza de los animales
fue tal que lo rompieron y terminaron atascados en él, quedando congelados a
los pocos minutos, sólo con el cuello y la cabeza al aire. A través de sus expresiones
se podían observar el sufrimiento y la agonía por la que pasaron antes de
morir. Por supuesto, la responsable de mantener semejante exhibición
surrealista indemne, gracias a la baja temperatura, era la estación del año.
Nuestros estados de ánimo eran por
completo discordantes: mientras mis sentidos semejaban la atmósfera del momento,
estando abrumados y con cierto sentimiento de hastío y repudio hacia todo; tú
estabas de lo más cómodo y feliz, incluso sonriendo, razón con la que hacías
crecer el vacío que se había instalado en ese lugar de mi alma que te
pertenecía, provocándome una apatía mortal.
Fui presa de una ansiedad carroñera que
carcomía la poca dicha que aún tenía y quise que nos marcháramos de inmediato.
Entendí que no podía hacer nada más cuando, aún con una sonrisa formidable,
anunciaste que te quedabas por tiempo indefinido. Recuerdo que no aparté la
vista de tu figura al alejarte en dirección al auto y volver con algunas de tus
cosas, de las cuales, por cierto, tampoco noté el momento en que las empacaste
en casa. Haciendo uso de la poca razón que me quedaba y de un comportamiento
maduro que escasamente se planta en mí, decidí no hacer pregunta alguna y
despedirme con un beso en la mejilla.
Quizá si me hubiera expresado y te
hubiera retenido un poco más, las cosas no hubieran resultado de este modo.
Pero tampoco hubieras sido feliz, pues a pesar de lo bien que ocultabas tu
disconformidad, siempre quedaba un rescoldo en tu rabillo del ojo y en tu
espalda, indicándome continuamente que algo no andaba bien.
Finalmente, pude aceptar que esos
caballos significaban para ti una especie de representación apocalíptica a
través de la cual llegó un mensaje de cambio inminente en tu vida. Regresé sola
a Calgary y te esperé una, dos, tres semanas que se convirtieron en uno, dos,
tres meses que, por último, se acumularon hasta formar un año, antes de verte
de nuevo.
Y fue exactamente un año después que se
repitió la historia en el río congelado, pero esta vez sólo hubo una muerte: la
tuya. Vaya coincidencia fatídica de la vida, que queriendo recordarme, te
uniste a mi memoria hasta el fin de mis días. Lo que tú tampoco supiste es que
pude ser la culpable de tu partida, pues uno de mis deseos inconscientes fue
que desaparecieras en aquel sitio, gracias al cual asimilé la obsesión de la
naturaleza humana por lo absurdo.
Cuando te volví a ver, te encontrabas en
un lustroso ataúd y te sentí tan cercano, que en un impulso afectivo no pude
más que abrazarte, y estabas tan frío como los pequeños copos que caían afuera
y se instalaban cómodamente en la pequeña jardinera debajo de la ventana.
Todos necesitamos tener pequeños y quizá
insignificantes secretos, y lo que no te dije aquel día era que habías dejado
al descubierto que estábamos en diferentes planos existenciales, por más que
compartiéramos los terrenales. Y lo que tú no supiste y tampoco pudiste ver en
mis ojos es aquello que jamás confesé: que desde hacía un tiempo te sabía
perdido en una desesperanza atemporal que habías ocultado y seguirías ocultando
hasta la perfección antes y aún después de mí.
Ahora sólo eres una voz que se difumina
y se pierde cada vez más y el hecho de pensarte en el olvido me abruma por
completo. Por eso todas las noches voy a encontrarte a la habitación sin luz,
donde te veré en sueños y serás eternidad durante mi existencia, donde aún
puedo encontrar una leve reminiscencia de lo que alguna vez fuiste.
Lola Ancira, México, 2012.