«El truco del sombrero» es un cuento fantástico del escritor israelí Etgar Keret, publicado en Un libro largo de cuentos cortos (Siruela, 2016).
El truco del sombrero
Al final de la función saco un conejo del sombrero. Siempre
lo dejo para el final, porque a los niños les encantan los animales. A mí, por
lo menos, me encantaban cuando era pequeño. Así se puede poner fin a la
representación en su momento cumbre, que es cuando paseo al conejo por entre
los niños y estos pueden acariciarlo y darle de comer. Antes, las cosas,
realmente eran así; hoy en día a los niños les impresiona menos pero de todos
modos dejo lo del conejo para el final. Ese es el truco que, por mucho, más me
gusta, es decir, el que más me gustaba. Mantengo todo el rato los ojos fijos en
el público, la mano entra en el sombrero y tantea en sus profundidades hasta
que encuentra las orejas de Kasam, mi
conejo. Y entonces:
–¡Alabím alabám, Kasam va! –Y lo saco.
Siempre nos vuelve a sorprender, al
público y a mí. Cada vez que mi mano roza esas orejas tan cómicas dentro del
sombrero me siento como un mago. Y a pesar de que sé cómo funciona, de que hay
un hueco oculto en la mesa y todo eso, lo vivo como si se tratara de verdadera
magia.
También aquel sábado en L. deje el truco del
sombrero para el último. Los niños del cumpleaños se mostraban especialmente
apáticos. Algunos de ellos estaban sentados de espaldas a mí mirando una
película de Schwarzenegger en la televisión por cable. El anfitrión de la
fiesta incluso se encontraba en otra habitación jugando ante la pantalla un
juego nuevo que le habían regalado. Mi público se reducía a unos cuantos niños.
Era un día especialmente caluroso y yo, empapado como estaba bajo el traje, lo
único que deseaba era terminar de una vez y marcharme a casa. Me salté tres
números de malabarismo con cuerdas y pasé directamente a lo del sombrero. La
mano desapareció en sus profundidades y clavé los ojos en los de una niña gorda
y con lentes. El agradable contacto de las orejas de Kasam volvió a sorprenderme
como siempre:
–¡Alabím alabám, Kasam va!
Un minuto más en el despecho del padre, y
me largo con un cheque de trescientos shekels. Tiré de Kasam de las orejas y
noté algo un poco diferente, más ligero. Y entonces, de repente, esa sensación
de humedad en la muñeca y la niña gorda de los lentes que se pone a gritar. Mi
mano derecha sostenía la cabeza de Kasam, con sus largas orejas y sus ojos de
conejo muy abiertos. Sólo la cabeza, sin ningún cuerpo. La cabeza, y mucha,
muchísima sangre. La gorda seguía gritando. Los niños sentados de espaldas a mí
que miraban la tele se dieron vuelta y se pusieron a aplaudir. De la otra
habitación vino el niño del videojuego. Al ver la cabeza decapitada dio un
silbido de entusiasmo. Noté cómo la comida del mediodía me subía a la garganta.
Vomité en mi sombrero de mago y el vomito desapareció. Los niños me rodearon
enloquecido de felicidad.
La noche que siguió a la función no logré
conciliar el sueño. Revisé todo el equipo cientos de veces. No conseguía
encontrarle explicación alguna a lo que había sucedido. Tampoco pude encontrar
el cuerpo de Kasam. Por la mañana me encaminé a la tienda de magia. Tampoco ahí
supieron explicárselo. Compré un conejo. El dependiente intentó convencerme de
que me llevara una tortuga.
–Lo de los conejos está pasado de moda –me dijo–, ahora lo que se usa son las tortugas.
Dígales que es una tortuga Ninja y se caerán de la silla.
A pesar de todo me quedé con el conejo. A
él también le puse Kasam. En casa me esperaban cinco mensajes en el contestador
automático. Todos eran ofertas de trabajo. Todas de niños que habían visto la
función. En uno de ellos el niño incluso me proponía que le dejará luego en su
casa la cabeza decapitada tal y como lo había hecho en la fiesta de él. Sólo
entonces me di cuenta de que no me había llevado la cabeza de Kasam.
Mi siguiente función tenía que
representarla el miércoles. Para el décimo cumpleaños de un niño de Ramat, Aviv
Guimel. Estuve muy nervioso durante toda la función. En absoluto concentrado.
El truco de las reinas me salió mal. No hacía más que pensar en el sombrero.
Finalmente llegó el momento:
–¡Alabím alabám, Kasam va!
La mirada fija en el público, la mano
dentro del sombrero. No conseguía encontrar las orejas, pero el cuerpo tenía
exactamente el peso que debía. Estaba pelón, pero con el peso correcto. Y
entonces volvió a producirse el griterío. Gritos mezclados con aplausos. No era
un conejo lo que tenía en la mano, sino un bebé muerto.
Ya no soy capaz de hacer ese truco. Hubo
un tiempo en que me gustaba, pero hoy, sólo con pensar en él me tiemblan las
manos. Sigo imaginándome las terribles cosas que voy a sacar y que me están
esperando dentro. Ayer soñé que metía la mano y que la mandíbula de un monstruo
me la atrapaba. Me cuesta entender que antes tuviera el valor de introducir la
mano en ese lugar tan tenebroso. Que antes tuviera el valor de cerrar los ojos
y dormirme.
He dejado por completo de hacer magia,
pero la verdad es que no me importa. No gano dinero, me parece bien. A veces
todavía me pongo el traje así, sin más, en casa, o examino el hueco secreto de
la mesa del sombrero, y me basta. Aparte de eso no toco la magia y, por lo
demás, no hago nada de nada. Me limito a quedarme tendido en la cama pensando
en la cabeza del conejo y en el cadáver del bebé. Como si fueran una especie de
pistas para un acertijo, como si alguien intentara decirme algo, quizá que no
corren buenos tiempos para los conejos ni tampoco para los bebés. Que no corren
tiempos nada buenos para los magos.