Fuente: Wellcome Library, London/Creative Commons
Escribí un cuento sobre brujas mexicanas para el sitio de Tierra Adentro, ¡es la primera vez que trato el tema en un texto de ficción y estoy muy satisfecha con el resultado! Quedan invitados a leerlo.
Realmente, el mundo está poblado de brujas;
unas más benignas, otras más implacables;
pero el reino no solo de la fantasía,
sino el de la realidad evidente pertenece a las brujas.
Reinaldo Arenas
Existen distintos tipos de fuego. Está el que quema y calcina. El que ilumina, reconforta y no hace daño. El que sólo sabe de gritos y dolor. El que sana y limpia. Josefa podía transformarse en cualquiera de los cuatro.
Su cuerpo era el reflejo de su nombre: duro, fuerte. A pesar de eso, al caminar parecía que flotaba, apenas rozaba el piso. Su piel antigua, de edad incalculable, acumulaba la arena del desierto; su cabello larguísimo preservaba la tiniebla de la noche y el olor del almizcle. La conocí cuando un hilito de sangre que corría en mi pierna derecha alarmó a mi padre. Él me mandó a limpiar, me dio unos trozos de manta de cielo y me dijo que me pusiera uno dentro del calzón. Asustada, obedecí. Mi madre se había ido a aliviar de su quinto hijo con la abuela, yo era la mayor. Cuando regresé, él me estaba esperando con un bulto de ropa. Me tomó con fuerza del brazo, con más temor que ira, y me encaminó al cerro de San Pedro. Cuando ya no había casas ni ganado a la vista, apenas en las faldas, me soltó.
—De aquí te sigues tú sola. En una media hora vas a ver una casucha, ahí tocas. Te vas a quedar un tiempo allá. Estate serena, chamaca —me dio una palmada en el hombro que casi me tira y regresó por donde mismo. Mi padre parecía gastarse con las palabras, por eso siempre había hablado tan poco. Al soltar un vocablo se encorvaba, como si se desprendiera de su alma de a poquito con cada sílaba, por eso no hice preguntas. Tampoco me dio tiempo de abrir la boca porque él salió disparado, huyendo de algo invisible.
Oscurecía y empezaba a refrescar. Entre el silencio se colaba el sonido de una serpiente cascabel; de matorrales agitados por las correrías de liebres y tlacuaches. Los quebrantahuesos volaban en círculos. Yo estaba tensa. Intuí a dónde iba, mas no para qué. Avancé cada vez más de prisa, esquivando los cardones y los nopales de púas afiladas, hasta que comencé a trotar. No podía fijarme bien en el camino y las rocas me hirieron los pies. Los zarzales secos me arañaron las pantorrillas. Cuando empezaba a quedarme sin aliento, vi una luz redonda y roja. Me dirigí hacia ella. Sentí que el fuego se alejaba conforme yo me acercaba. De pronto estuve frente a una puerta desvencijada. Me arrodillé para tomar aliento y se abrió. Primero me llegó un aroma dulce, a hinojo, luego, una voz se fue asomando entre la oscuridad:
—Mija, qué bueno que ya llegaste, te estaba esperando desde hace rato. ¿Qué haces ahí en el suelo? Pásate, que el vapor frío te viene siguiendo —Josefa traía un chal sobre los hombros, un vestido holgado y opaco y un paño sobre la cabeza del que pendía un collar de cuentas de colores. Llevaba el cabello negrísimo y largo atado en una coleta. Retrocedió y dejó la puerta abierta.
Nunca llegué a entender cómo, en aquel pueblo olvidado, la gente, sigilosa y gris como las piedras o arisca como planta de desierto, parecía estar al tanto de cualquier detalle ajeno a su pereza. (Continuar leyendo en Tierra Adentro...)