«Uno
de los tres o cuatro mejores escritores que escriben en español
actualmente.»
Roberto Bolaño
«César Aira es uno de los novelistas más provocativos e idiosincrásicos de la literatura en castellano. No hay que perdérselo.» Natasha Wimmer, The New York Times.
En la última entrada les
presenté uno de los libros de César Aira (escritor argentino, 1949), y
anuncié que la siguiente entrada sería para uno de sus cuentos, El
carrito, publicado en febrero de
este año en el libro Cuentos reunidos por
la editorial Mondadori, que
compila diecisiete relatos cortos del autor escritos entre 1996 y
2011. Este libro actualmente se encuentra en mi lista interminable de
libros por conseguir y/o leer, así que por lo pronto, sólo les
hablaré un poco del autor y del cuento en cuestión (transcrito al
finalizar), para que puedan disfrutar de su lectura.
Respecto
a mí interpretación, El carrito
representa todo aquello que pierde su singularidad al encontrarse en
un ambiente abundante y copioso, incluso asfixiante, donde los
detalles quedan relegados por cuestiones más apremiantes, como el
consumismo o todo lo que constituye a esta cultura desechable, y es
precisamente en esos detalles donde se encuentra el secreto de la
existencia o de misterios trascendentales, pero que se perderán si
nadie está dispuesto a prestarles la debida atención.
En
esta entrevista, Aira habla sobre su proceso creativo y de su
escritura en sí, de sus motivos para crear mundos alternos y algunos
de sus gustos literarios. Es un video realmente corto pero abundante
en información clave para entender a este peculiar escritor (está en español pero tiene subtítulos en inglés):
A
continuación, algunas otras características sobre su obra y perfil
como escritor se esclarecen gracias a un entrevista realizada en 2004
por la 'Revista internacional de narrativa breve contemporánea
The Barcelona review', una de
ellas fue:
¿De qué manera
plasmas en la novela tu visión de la realidad?
Cesar Aira: Por algún
motivo, siempre he sentido que la realidad es algo que hacen los
otros y que yo estoy condenado a ver desde afuera. Supongo que esa
distancia debe darle un tono especial a lo que escribo, quizás un
matiz de extrañeza, quizás (ojalá) de libertad. Pero debo decir
que a mis libros, más que como reflejo o representación, los pienso
como instrumentos o herramientas, para operar sobre la realidad,
precisamente.
Sin más, el cuento.
El carrito
Uno
de los carritos de un gran supermercado del barrio donde yo vivía
rodaba solo, sin que nadie lo empujara. Era un carrito igual que
todos los otros: de alambre grueso, con cuatro rueditas de goma (las
de adelante un poco más juntas que las de atrás, lo que le daba su
forma característica) y un caño cubierto de plástico rojo
brillante desde el que se lo manejaba. Tan igual era a todos los
demás que no se lo distinguía por nada. Era un supermercado enorme,
el más grande del barrio, y el más concurrido, así que tenía más
de doscientos carritos. Pero el que digo era el único que se movía
por sí mismo. Lo hacía con infinita discreción: en el vértigo que
dominaba el establecimiento desde que abría hasta que cerraba, y no
hablemos de las horas pico, su movimiento pasaba inadvertido. Lo
usaban como a todos los demás, lo cargaban de comida, bebidas y
artículos de limpieza, lo descargaban en las cajas, lo empujaban de
prisa de góndola en góndola, y si en algún momento lo soltaban y
lo veían deslizarse un milímetro o dos, creían que era por la
inercia.
Solamente
de noche, en la calma tan extraña de ese lugar atareadísimo, se
hacía perceptible el prodigio, pero no había nadie para admirarlo.
Apenas si de vez en cuando algún repositor, de los que empezaban su
trabajo al amanecer, se sorprendía de encontrarlo perdido allá en
el fondo, junto a la heladera de los supercongelados o entre las
oscuras estanterías de los vinos. Y suponían, naturalmente, que se
lo habían dejado olvidado allí la noche anterior. El super era tan
grande y laberíntico que no tenía nada de raro, ese olvido. Si en
esa ocasión, al encontrarlo, lo veían avanzar, y si es que notaban
ese avance, que eran tan poco notable como el del minutero de un
reloj, se lo explicaban pensando en un desnivel del piso o en una
corriente de aire.
En
realidad, el carrito se había pasado la noche dando vueltas por los
pasillos entre las góndolas, lento y silencioso como un astro, sin
tropezar nunca, y sin detenerse. Recorría su dominio, misterioso,
inexplicable, su esencia milagrosa disimulada en la trivialidad de un
carrito de supermercado como todos.
Tanto
los empleados como los clientes estaban demasiado ocupados para
apreciar este fenómeno secreto, que por lo demás no afectaba a
nadie ni a nada. Yo fui el único en descubrirlo, creo. O más bien,
estoy seguro: la atención es un bien escaso entre los humanos, y en
este asunto se necesitaba mucha. No se lo dije a nadie, porque se
parecía demasiado a una de esas fantasías que se me suelen ocurrir,
que me han hecho fama de loco. De tantos años de ir a hacer las
compras a ese lugar, aprendí a reconocerlo, a mi carrito, por una
pequeña muesca que tenía en la barra; salvo que no tenía que mirar
la muesca, porque ya de lejos algo me indicaba que era él. Un soplo
de alegría y confianza me recorría al identificarlo.
Lo
consideraba una especie de amigo, un objeto amigo, quizás porque en
la naturaleza inerte de la cosa el carrito había incorporado ese
temblor mínimo de vida a partir del cual todas las fantasías se
hacían posibles. Quizás, en un rincón de mi subconciente, le
estaba agradecido por su diferencia con todos los demás carritos del
mundo civilizado, y por habérmela revelado a mí y a nadie más. Me
gustaba imaginármelo en la soledad y el silencio de la medianoche,
rodando lentísimo en la penumbra, como un pequeño barco agujereado
que partía en busca de aventuras, de conocimiento, de amor (¿por
qué no?). ¿Pero qué iba a encontrar, en ese banal paisaje, que era
todo su mundo, de lácteos y verduras y fideos y gaseosas y latas de
arvejas?
Y
aún así no perdía la esperanza, y reanudaba sus navegaciones, o
mejor dicho no las interrumpía nunca, como el que sabe que todo es
en vano y aun así insiste. Insiste porque confía en la
transformación de la vulgaridad cotidiana en sueño y portento. Creo
que me identificaba con él, y creo que por esa identificación lo
había descubierto. Es paradójico, pero yo que me siento tan lejos y
tan distinto de mis colegas escritores, me sentía cerca de un
carrito de supermercado. Hasta nuestras respectivas técnicas se
parecían: el avance imperceptible que lleva lejos, la restricción a
un horizonte limitado, la temática urbana. Él lo hacía mejor: era
más secreto, más radical, más desinteresado.
Con
estos antecedentes, podrá imaginarse mi sorpresa cuando lo oí
hablar, o, para ser más preciso, cuando oí lo que dijo. Habría
esperado cualquier cosa antes que su declaración. Sus palabras me
atravesaron como una lanza de hielo y me hicieron reconsiderar toda
la situación, empezando por la simpatía que me unía al carrito, y
hasta la simpatía que me unía a mí mismo, o más en general la
simpatía por el milagro.
El
hecho de que hablara no me sorprendió en sí mismo, porque lo
esperaba. De pronto sentí que nuestra relación había madurado
hasta el nivel del signo lingüístico. Supe que había llegado el
momento de que me dijera algo (por ejemplo que me admiraba y me
quería y que estaba de mi parte), y me incliné a su lado simulando
atarme los cordones de los zapatos, de modo de poner la oreja contra
el enrejado de alambre de su costado, y entonces pude oír su voz, en
un susurro que venía del reverso del mundo y aun así sonaba
perfectamente claro y articulado:
–Yo
soy el Mal.
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