Mano de La Pianista
El texto de este mes para mi columna mensual, Irreverencias maravillosas, de la Revista VozEd, está dedicado a los autómatas, mecanismos increíbles creados por el ser humano para realizar tareas específicas y diversas.
Pueden leerlo, directamente en la revista, en este enlace, y pueden ver a los 7 autómatas antiguos más extraños aquí.
De
angustias y creaciones
No
tengo miedo de los robots. Tengo miedo de la gente.
Ray Bradbury
Los autómatas (del latín automăta, derivado del adjetivo griego autómatos, que se mueve por sí mismo)
son creaciones que han existido desde la prehistoria, desde la cultura del
antiguo Egipto o el periodo helenístico hasta la actualidad, y sus usos han
variado entre lo didáctico, lo religioso o la imitación de diferentes acciones
humanas.
Han aparecido en la
literatura en obras como El Satiricón (s. I), “El jugador de ajedrez de Maelzel”
(1836) de Edgar Allan Poe, El Maestro
Zacarías (1875) de Julio Verne o Los
Robots Universales de Rossum (1920) de Karel Čapek, obra en la que también
aparece la palabra “robot” por primera vez –actualmente, ambos términos se
pueden usar por igual–.
“El jugador de ajedrez de
Maelzel” es un ensayo en el que Poe trata de explicar el funcionamiento de un
supuesto autómata llamado El Turco, fabricado en 1769 por el escritor e
inventor Wolfgang von Kempelen y que representaba a una persona sentada ante un
tablero de ajedrez sobre una cabina de madera que escondía el aparente
mecanismo del autómata, cuando en realidad era el lugar donde se ocultaba algún
jugador notable de ajedrez. Este supuesto genio ajedrecista también es
mencionado en La máquina de pensar y otros diálogos literarios (1998), una compilación de ensayos de Alfonso
Reyes y Jorge Luis Borges.
El escritor Isaac Asimov (1920-1992),
uno de los autores más reconocidos de ciencia ficción escribió, en 1942, las
tres leyes de la robótica dentro de su cuento “Runaround”:
- Ningún robot causará daño a un ser humano o permitirá, con su inacción, que un ser humano resulte dañado.
- Todo robot obedecerá las órdenes recibidas de los seres humanos, excepto cuando esas órdenes puedan entrar en contradicción con la primera ley.
- Todo robot debe proteger su propia existencia, siempre y cuando esta protección no entre en contradicción con la primera o la segunda ley.
Estos preceptos son un
tipo de código registrado en la memoria de los robots creados en su literatura,
usadas o mencionadas en diversas ocasiones por otros autores (principalmente de
ciencia ficción) y son una especie de invocación protectora para sus creadores,
los seres humanos.
El hombre, siempre
temeroso de afrontar a la divinidad, no quiere equipararse con la “potencia
creadora” al engendrar este tipo de mecanismos, pues podrían cobrar conciencia
de su poder. El escritor Gustav Meyrink (1868-1932), a través de su emblemática
novela El Golem (1915), demuestra
cómo una gran figura humana de arcilla, un autómata (en el sentido de quien
actúa de forma maquinal, condicionada), fue creada para defender a su creador,
pero por un error de éste, el Golem comete actos incongruentes e inicia el
caos. Otro ejemplo, cronológicamente anterior, lo tenemos en la primer obra de
ciencia ficción, Frankenstein (1818)
de la escritora Mary Shelley (1797-1851), donde el protagonista da vida a un
extraño ser, formado por partes de diferentes cadáveres, utilizando la
electricidad. Al poco tiempo, este ser es consciente de su existencia y poder y
termina cometiendo atrocidades. En ambos casos, la tragedia y el enigma
conducen a la misma moraleja: no tratar de imitar a la divinidad, pues siempre
habrá un castigo que incluso podría ser mortal.
El escritor
En cuanto al séptimo
arte, los autómatas también han sido un tópico frecuente desde principios del
siglo pasado, entre ellos El Golem (1920, basada en la novela homónima de
Meyrink), Metrópolis (1927), El hombre bicentenario (1999), Inteligencia
artificial (2001), Yo, robot (2004) o La invención de Hugo Cabret (2011). Esta
última se basa en El dibujante y El
escritor, autómatas de tamaño real creados por Jaquet-Droz, entre 1768 y 1774,
para los aristócratas europeos. El escritor, hecho con más de 6 mil piezas, ha
sido considerado uno de los primero antepasados de las computadoras modernas,
lo que nos lleva a la máquina de Turing (fabricada por el genio británico Alan
Turing): un mecanismo que sirvió para poder crear la primera computadora y que
hasta ahora sigue siendo utilizado en ellas. En resumen, la máquina está
conforma por una cinta marcada con el sistema binario y un elemento que lee y
escribe, según el caso, estos símbolos, realizando un trabajo en serie.
El Golem
Metrópolis
Turing, interesado en la
cuestión de la inteligencia artificial creó, en 1950, el test de Turing, una
prueba de desafíos con el objetivo de demostrar la agudeza que puede tener una
máquina. Este test nunca obtuvo resultados positivos, pues las computadoras no
pudieron imitar las respuestas del cerebro humano (aunque lograron engañar a un
porcentaje notable de los jueces), pero se estima que en el 2029 las respuestas
que den las máquinas logren superar dicho test, aventajando o al menos
asimilando la inteligencia humana, ya que la inteligencia artificial continúa
perfeccionándose.
Pero hay muy buenas
razones para dudar que los robots tomen el control del mundo. Y unas de ellas
nos las da el escritor Ray Bradbury (1920-2012), quien adjudica este miedo a la
ignorancia y a aquellos que ejercen la censura (de cualquier tipo). En la carta que le escribe a Brian Sibley en 1974, respecto al temor de éste a que en
Disneylandia se usaran audio-animatronics
(un tipo especial de robots para shows), pues “había leído muchas historias de
ciencia ficción en las que se refleja el miedo de que los robots tomen el poder
del mundo”, Bradbury responde en una carta concisa, en la que explica que los
verdaderos monstruos somos los mismos seres humanos al perder nuestra
humanidad, pues miles, millones de personas, a través de la historia, se han
fulminado entre sí por motivos diversos y ridículos, como ideologías o
religiones que intentan imponer, y para Bradbury, la tecnología (incluidos los
robots) sólo nos ayuda con la tarea obligatoria de humanizarnos.
Bradbury termina la carta
de manera magistral:
Tengo
miedo de jóvenes asesinando viejos y viceversa.
Tengo
miedo de los comunistas matando capitalistas y viceversa.
Pero…
¿robots? Dios, yo los amo. Los utilizaré humanamente para enseñar todo lo
anterior. Mi voz hablará por ellos, y será una maldita hermosa voz.
Debido a la desconfianza
que generó en algunas personas la industrialización y la llegada de maquinaria
cada vez más compleja, surgió el temor de la rebelión de las máquinas, al que Asimov nombró como el “complejo de
Frankenstein”, donde las creaciones tecnológicas son capaces de revelarse
contra sus creadores y así dar inicio a un episodio apocalíptico.
Finalmente, este temor es
tan válido como la defensa que hace Bradbury, y tomar una posición sólo depende
de nuestra elección de argumentos y juicios.
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