Felina
Recé a la oscuridad, a la noche, a la carroña.
Neil Gaiman en “Un sueño de un millar de gatos”
Lo aprendió de su madre. Y ésta, a su vez, de su abuela. Pero es la primera vez que lo intenta. Está encerrada en un baño en el que ya miró cada centímetro de piso, pared y techo buscando alguna salida. La única posibilidad es la minúscula ventana ubicada sobre el retrete, mas no hay forma de que su cuerpo pase por ahí.
Baja la tapadera del escusado y se sube. Ni así alcanza a asomarse, únicamente puede sacar las puntas de los dedos de una mano y rozar el viento; debe sostenerse con la otra. Será difícil que alguien vea asomarse sus pequeñas falanges con uñas pintadas de azul rey, menos aún escuchar los gritos que de cuando en cuando aún suelta.
Supone que, ahora, él está dormido. En parte por miedo a despertar a esa furia y otro tanto por la garganta reseca, irritada de tanto vociferar, los minutos en silencio comienzan a convertirse en horas que alterna sentada o de pie, mirando cada tanto el rectángulo que ofrece esa libertad mínima e inalcanzable.
Además, está la peste. A pesar de las horas transcurridas ahí, no ha podido acostumbrarse al hedor a caño que inunda el cuartucho en el que apenas hay el espacio justo para sentarse en la taza y donde no hay ni regadera. Le gustaría quitarse la porquería de encima: lo expulsó todo cuando la atraparon. Su propia fetidez se opaca con la que surge de un hoyo de desagüe enorme y sin rejilla. Cada que la mira, teme ver dos pequeñas luces asomando por ahí, husmeando con la nariz y el hocico dentado cualquier basura para consumir, o un manjar como el de su carne suave de niña de trece años. Lo único que creyó divisar cuando entró despavorida en aquel refugio fue una cola larga, gorda y rosada huyendo a prisa. No considera aquel hoyo húmedo y enmohecido como una vía de escape porque está segura de que terminará en un lugar peor. (Continuar leyendo en Carruaje de pájaros...)
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