Cuento publicado en el libro Posibilidad de los mundos (Universidad de Guadalajara, 2019), con el que Claudia Cabrera Espinosa obtuvo el Premio de Literatura Ciudad y Naturaleza José Emilio Pacheco 2019 que otorgan la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y el Museo de Ciencias Ambientales.
Opacidades
Guillermo despierta temprano esa mañana, como todos los días. Se levanta enseguida de la cama y hace sus ejercicios matutinos. Flexiones hacia adelante, estiramiento de piernas. Camina despacio hacia el baño, echa una meada breve, pero continua, nada mal. Se desnuda, deja la pijama sobre la tapa del escusado y abre la llave del agua caliente. Pone una cantidad generosa de pasta en el cepillo de dientes y entra a la regadera sorteando el sardinel. Eleva la mirada para asomarse por las ventilas del baño y ver el color del cielo. Está despejado y casi azul. Pero arriba de las ventilas, en la esquina del techo, una mancha oscura lo hace retroceder. No lleva los lentes puestos y no distingue de qué se trata, pero es algo negro, ovalado que, definitivamente, no estaba ahí el día anterior. Achina los ojos en un intento de reconocer aquella forma, pero se le ocurre que puede tratarse de una tarántula en reposo o de un nido de aves. Debe medir unos quince centímetros, pero no alcanza a ver los límites con claridad; quizás sea más grande y se aclare en los bordes. Su incipiente temor se convierte en pánico. Cierra la llave, se aleja de ahí, sale por el otro lado del cancel y se envuelve en una toalla raída, que alguna vez fue verde. Pone el cepillo de dientes junto al lavabo con la mano temblorosa. Vuelve al dormitorio y toma el teléfono que está sobre el buró. Llama una, dos, tres veces. No puede ser.
—Papá —oye finalmente una voz ronca al otro lado.
—Sergio.
—¿Qué pasa, papá? —pregunta el hijo.
—¿Estabas dormido?
—Sí, estaba dormido, ¿qué pasa?
—Hay una mancha negra, un bulto, algo, en la regadera.
—¿Una mancha? ¿Y no se quita?
—No sé, no la he intentado quitar. Digo que es una mancha porque es lo que vi. No traía mis lentes. No me los pongo para bañarme.
—Pues póntelos y quita la mancha.
—¿Pero qué tal que no es una mancha? Puede ser un animal. Es muy negro y me da la impresión de que está abultado. ¿Puedes venir?
—¿Ahorita? No, no puedo. Es muy temprano y tengo que trabajar.
—¿Y si es algo peligroso? No voy a entrar ahí.
—Papá, si quieres seguir viviendo solo tienes que lidiar con las manchas de tu casa.
—Pero es que tu madre se ocupaba de eso.
—Bueno, vamos a hacer algo. No te bañes ahorita y paso en la tarde, después de la oficina. Voy a tratar de salir temprano. ¿Te parece bien?
—Pues ya qué.
—¿Tienes comida para hoy?
—Sí. María me dejó unos tuppers no sé de qué.
—Mariángel.
—Sí, ésa.
—Bueno, nos vemos en la tarde, entonces.
Guillermo se pasa la toalla húmeda por los sobacos y se echa agua en la cara refunfuñando. Se mira en el espejo y se asusta por los puntos negros que observa, pero no es más que el azogue que ha comenzado desprenderse. Termina rápido su aseo para salir de ahí lo más pronto que puede. Se viste. Baja las escaleras despacio, bien sujeto del barandal. El último tramo lo recorre de espaldas, como le recomendaron; no puede darse el lujo de otra caída y de que quieran sacarlo de ahí otra vez. Sus hijos se asustan por cualquier cosa. La gente se cae y ya está. Luego se levanta.
Abre la despensa en busca de pan de caja y se encuentra con unos bichitos que revolotean en el interior. Son pequeños y cafés. Había visto alguno antes, pero nunca tantos juntos. Uno de ellos se le acerca a los ojos y siente un asco tremendo. Sale al patio y recoge del piso un insecticida. Vuelve a la alacena y la rocía todo con el spray. Las latas, las cajas de té, las bolsas de galletas. Luego se arrepiente y decide tirar algunas cosas a la basura y dejar otras en el fregadero, para que María las lave a conciencia. Ya no recuerda cuándo irá, pero no puede faltar mucho.
Se pone el suéter, toma las llaves y sale a la calle. Un muchacho lo saluda desde la banqueta de enfrente y él le responde con un ligero gesto de reconocimiento. Le toma un rato llegar a la panadería. En el camino, el dueño de la tienda de abarrotes lo llama por su nombre para darle los buenos días.
—¿Qué tal, don Guillermo?
—Bien, gracias. Aquí andamos.
—Que pase un buen día.
—Igualmente.
Pone en la bandeja una concha de chocolate y un par de bolillos. Luego recuerda que Sergio irá más tarde y agrega una oreja y una mantequilla.
—Cuarenta y cinco —dice una chica joven de pelo verde sin dejar de mascar un chicle.
—Eso te hace mal a los dientes —le dice el viejo.
—No tiene azúcar —responde ella, haciendo una burbuja con la boca.
—Ah, mira, qué bien —dice él extendiendo un billete de cincuenta.
—Su cambio.
—Gracias.
—Buen día.
—Sí, claro —murmura él a manera de despedida.
Llega a la casa. Recoge con dificultad el periódico del pasto crecido. Una babosa se desliza sobre la primera plana y Guillermo la quita con la reja. Atraviesa el pequeño jardín y coloca las llaves y el suéter en su sitio. Pone agua a calentar en un pocillo. Vuelve a asomarse a la alacena. Quedan aún dos o tres bichos dando vueltas alrededor de la comida. Se prepara un café soluble con azúcar y lo acompaña con la concha. Cuando termina, lleva los trastes al fregadero, donde ya se apilan una serie de platos, además de vasos y las latas que dejó dentro. Mientras los acomoda, se fija en que en el alféizar de la ventana hay una hilera de hormigas que parece provenir del pequeño jardín. Les echa agua con detergente. Cree que con eso bastará por ahora.
Se lleva el periódico al patio trasero y comenta las noticias consigo mismo desde una silla de plástico, frente a una mesa de jardín con sombrilla. Luego va por una regadera, la llena de agua y la va distribuyendo en las macetas. Le habla a cada una de las plantas, mientras las riega, como solía hacer su esposa. Antes se burlaba de ella por hacerlo, pero ahora no puede evitarlo, aunque no es tan dulce con ellas como lo era su mujer: “A ver si crecemos de una vez.” “¿Estás triste tú, o qué te pasa? Mañana te corto esas hojas muertas”.
Devuelve la regadera a su sitio, en una barda junto a los tambos de basura y, tras darse la vuelta, escucha un ruido entre las bolsas de plástico. No sabe si asomarse o salir corriendo, pero le gana la curiosidad y se asoma sin acercarse demasiado. Una de las bolsas se mueve y entonces sí decide largarse de ahí de inmediato. Debe ser una rata, a menos que alguien haya aventado un bebé desde la casa de al lado, lo cual es poco probable. O una comadreja o algún roedor de ésos. Se escucha un chillido, más movimiento de plásticos, rasguños. Camina lo más rápido que puede hacia la casa pero trata de mantener la calma. No puede exponerse a una caída a la mitad del patio. Si se lastima y no puede levantarse, tal vez la rata lo ataque y tenga que esperar horas a Sergio para que se la quite de encima mientras le roe los dedos de los pies. Uno, dos tres. Uno, dos, tres. Despacio que llevamos prisa.
Siente alivio cuando alcanza la puerta de vidrio y la cierra tras de sí. Luego se da cuenta de que ha dejado el periódico fuera, pero no puede arriesgarse a volver por él. Ha tenido mucha suerte. No puede creer que Sergio no haya ido todavía, después de todo lo que ha pasado. Tiene ganas de llamarlo otra vez, pero imagina que no estará en su casa. Luego recuerda que puede llamarlo al celular. Pero no lo hace. Imagina su voz llena de fastidio, diciéndole que está en una reunión, que qué quiere. Que le llame a Jimena por una vez en la vida en vez de a él. Pero Jimena está en Provincia. ¿O eso era la semana anterior? No lo recuerda. De todos modos no le va a llamar a su hija para que vaya a matar una rata. Y luego con los niños… Tendrá que esperar a que Sergio aparezca, a ver si llega antes de que le dé un infarto.
Se queda dentro de la casa lamentando la pérdida del periódico y recuerda una novela que dejó a medias. Y va de vuelta hacia arriba, bien sujeto del pasamanos. No la ve en el buró de su cuarto y la busca en el estudio, que está lleno de objetos que no van ahí y se fueron acumulando desde que dejó de usarlo para trabajar. Una bicicleta estática, un televisor descompuesto, cajas. ¿Cómo llegó ahí todo eso? Objetos que la familia fue dejando, como si fuera una bodega. Pero el libro no aparece por ningún lado.
Se le ocurre que quizás esté en el antiguo cuarto de Sergio. También repleto de cosas que tirará tarde o temprano. Torres de revistas de su esposa, muñecos, un reloj de pared en el suelo. Tiene que revisar todo antes de animarse a meterlo en bolsas. Y luego las telas y cuentitas de su mujer, quien tomaba clases de bordado, macramé y quién sabe cuánta tontera. Pero él disfrutaba acompañarla los sábados a comprar chaquiras y estambres y cajitas de madera, aunque luego tuviera que apurarla para que no se estuviera las horas y se les hiciera tarde para comer o ver una película. La muy tonta que lo dejó solo en esa casa llena de retratos y cosas viejas, de la que ahora no puede salir aunque quiera, porque ahí murió ella y porque algunas veces siente su presencia en la cocina o en su habitación.
Se sienta en la cama un momento. ¿Dónde dejó la novelita ésa? Le falta revisar el cuarto de Jimena, pero no recuerda haber pasado por ahí en los últimos días. Quizás en el clóset. Se levanta entonces y camina dando pasos cortos. La puerta está entreabierta y le cuesta trabajo deslizarla. Alguien debería revisar el riel. Cuando finalmente logra abrirlo, se enfrenta con una gran cantidad de ropa polvorienta colgada en ganchos. Guillermo piensa en despedir a María en cuanto la vea, que aún no sabe cuándo será. No es posible que no pase ni un plumero en los armarios. Zapatos viejos, cinturones, colchas. Ningún rastro del libro. Pero ve una bata que llevaba meses buscando, cuando hacía frío. Ya para qué me sirve, se dice, pero la toma de todos modos. Al removerla de su sitio, un pequeño roedor da un brinco desde el clóset hasta el piso y sale corriendo del cuarto. Lo único que me faltaba, se dice Guillermo. Voy a terminar quemando toda la maldita casa un día de éstos.
Dentro se escuchan más ruidos, agudos, continuos. Se asoma una vez más y encuentra varios ejemplares más del bicho que ha dado el brinco. Son unos cuatro o cinco, pero más pequeños, rosados, con poco pelo. Se frotan unos con otros sin verse, con movimientos torpes. Guillermo camina despacio hacia atrás y vuelve a sentarse en la cama. No tiene fuerzas ni ganas de lidiar con eso. Piensa en irse de ahí y dejarles la casa a ellos, a las polillas, a la rata y a la mancha, sobre todo a la mancha, para que se extienda libremente por el techo y la termine devorando entera. Pero no se irá a ningún lado, no va a abandonarla nunca.
No sabe cuánto falta para que llegue Sergio. El reloj marca las 12:20, y le parece una hora ridícula. Debe ser mucho más tarde. Seguramente da las 12:20 desde hace al menos diez años.
Vuelve al estudio con cuidado de no tropezar con el ratón. Toma un libro cualquiera y baja otra vez las escaleras. Primero hacia adelante, luego hacia atrás. Llega a la sala y abre el volumen, polvoso y con las hojas amarillas. Lee unas cuantas páginas y se queda dormido.
Lo despierta el ruido de la cerradura y trata de espabilarse y estar presentable. Recoge el libro del piso. Carraspea.
—¡Papá! —grita Sergio al entrar.
Escucha que lo llaman desde la cocina, pero no se molesta en contestar. Ya llegará su hijo a donde está, tarde o temprano.
—¿Cómo estás, papá? —le pregunta Sergio, que viene de traje y con el cabello engominado.
—Bien, gracias, ¿tú?
—Bien, también.
—¿Ya comiste?
Guillermo se le queda viendo a los ojos sin contestar.
—¿Qué si comiste?
—Una concha, en la mañana.
—Vamos a la cocina, ándale, a ver qué te dejó Mariángel. Yo también tengo hambre.
Mientras Sergio saca tuppers del refrigerador y va calentando el contenido, Guillermo recuerda las hormigas y las polillas.
—¿Por qué están estas latas en el fregadero? ¿Y estas cajas en la barra?
—Hay polillas. Yo creo que ya dejaron sus larvas en todos lados. Hay que tirar eso.
—Ahorita vemos.
Finalmente, Sergio pone dos platos de sopa caliente sobre la mesa y un refresco que comparten.
—Bueno, ¿descubriste qué era la mancha?
—Todavía no. No me quise asomar.
—Ahorita que acabemos subo a ver qué es.
—¿Y cómo estás? ¿No ha venido Mariángel? —pregunta Sergio mirando los trastes sucios.
—Bien. Y sí, vino, pero no sé cuándo.
—¿Cómo que no sabes cuándo? Tenía que haber venido el lunes.
—Pues ha de haber venido, porque si no, no habría comida.
—¿Y Jimena? ¿Vino ayer?
—Creo que está en Provincia.
—¿En Provincia? —exclama Sergio—. ¿Y por qué no me avisó?
—Ay, pues no sé.
—Ella tenía que estar al pendiente desde el fin de semana.
—No necesito que nadie esté al pendiente.
—Sí, claro. Si me llamaste para que quite una mancha, cuando ella tendría que estar aquí. Y la cocina está hecha un chiquero.
—No es para tanto, mijo.
—¡No es para tanto! —y al terminar de decir esto Sergio se levanta de un brinco de la silla—. ¡Un ratón!
—Sí, ya lo vi —dice Guillermo sin moverse—. Yo creo que es una ratona.
—¿Ya la habías visto? ¿Y por qué no nos avisas?
—Apenas la vi hoy. Pero ésos no hacen nada. La que me preocupa es la rata que está por los botes de basura. Ésas luego tienen rabia.
—¿Qué rata?
—Una que escuché hace rato en el patio. Pero a lo mejor es un tejón.
—¿Cómo que un tejón? No puede ser —y tras una leve pausa y una respiración profunda, agrega—: No te puedes quedar aquí, papá. Con la rata y el ratón y la mugre. Como está todo a ver si la mancha no es una víbora enroscada o un nido de azotadores. Vente conmigo hoy, por favor, y mañana te mando a alguien que fumigue y extermine plagas.
—No me voy a ir de aquí, ya te dije.
—Sólo una noche o dos, por favor. Luego te traigo de regreso, te lo prometo.
—No me voy a ir.
—Papá, una noche nada más.
—Que no, que no y que no. La rata no se va a meter porque ya cerré la puerta. ¡Sólo quiero que veas la mancha!
—Muy bien. Voy a ver la mancha y luego me voy y te quedas con la rata, a ver si no se te mete por las ventanas.
—¡Ya las cerré también! —grita Guillermo mientras su hijo sube por la escalera dando pasos rápidos.
Guillermo se queda abajo tratando de recuperar el ritmo de su respiración. Inhala profundo y exhala despacio, como le enseñaron los doctores.
Después de un momento baja Sergio y se sienta junto a él.
—Papá, no hay ninguna mancha.
—¿En dónde la buscaste?
—En tu baño, primero, en la regadera, en las paredes, en el techo. Es lo único medianamente limpio de la casa. Y no hay ninguna mancha negra, ni café, ni gris. Luego fui al otro baño, y tampoco hay nada.
—No ése no. Estaba en el mío, en el azul. ¿Estás seguro?
—Sí. ¿Quieres que vayamos a ver?
Sergio le ayuda a levantarse y a subir la escalera. En el camino le pregunta si se tomó todas sus pastillas y si se inyectó la insulina. Su padre contesta a todo que sí. Aunque no está cien por ciento seguro. Tendrá que contar las ampolletas.
Entran juntos al baño y Guillermo se asoma a la regadera. No hay nada. Las ventilas abiertas, el jabón, el zacate, todo en su sitio. El techo limpio.
—Te juro que había algo.
—Pues ya se fue. A lo mejor era una de esas mariposas negras.
—O un murciélago.
—O un murciélago. Vente conmigo, hoy nada más, por favor.
—Ya te dije que no.
Sergio acompaña a su papá a su cuarto y prende la televisión. Permanecen un rato viendo un programa de concursos y luego Sergio baja y hace algunas llamadas. Una de ellas a su hermana, con quien sostiene una acalorada discusión que afortunadamente Guillermo no alcanza a escuchar. Cuando sube, le dice a su padre que los de las plagas irán al día siguiente a las 10 de la mañana. Que tiene que salirse al menos unas horas. Que Mariángel va a estar también y él irá de nuevo en la tarde.
—Ya me voy papá. ¿Vas a estar bien?
—Claro que voy a estar bien. Sólo quiero que saquen esa rata.
—Pues mañana vienen. Que descanses.
—Igualmente. Salúdame a Tere.
—Sí, gracias. Ella también te manda saludos. Adiós.
—Adiós.
Sergio le da un beso en la mejilla y sale de la casa. Guillermo se queda sentado en el reposet frente a la cama. Es tarde para salir a la calle, pero tiene que sacar a los ratones. Hace un amago de levantarse, pero no tiene energía. Decide despertarse temprano para llevarlos al parque, no puede dejarlos ahí. De las hormigas y las polillas ya se ocuparán los fumigadores. Tiene que avisarles también de las babosas, a ver si se puede hacer algo.
Se lava los dientes y se pone la pijama. Dejó el libro abajo; ya lo seguirá leyendo después. No tiene ganas de bajar de nuevo. Saca unas galletas del cajón del buró y comienza a comerlas mientras piensa qué habrá sido de la mancha. Se mete de una vez a las cobijas y apaga la luz. Ya fue suficiente por hoy.
Le cuesta trabajo dormir y escucha, en la oscuridad, una serie de ruidos: crujidos, rasguños, viento, una lluvia incipiente. Algo camina por el techo, algo da pequeñas mordidas a la cortina, algo repta por las paredes, algo pasa volando sobre la cabecera, algo se arrastra por la alfombra y se va acercando a su cama. ¿Eres tú, Olga?
No hay comentarios:
Publicar un comentario