Dorada (Tusquets, 2014) es una novela corta de David Miklos (escritor
de origen texano, 1970) que narra el viaje de D. a la ciudad hedonista de La
Dorada, buscando a una mujer que sólo conoce por fotografías y cartas.
Narrada en primera persona, esta
novela está conformada por dos partes: Adentro y Afuera, títulos que remiten a
los ciclos de la vida, al acto sexual y dos hechos que por sí mismos se
contraponen pero que se complementan y esclarecen formando, desde su propia
perspectiva, la totalidad.
En un mundo capitalista, donde cualquier
necesidad puede ser satisfecha con el poder adquisitivo suficiente, las
distancias se reducen a horas de vuelo y no hay razón alguna para postergar el
encuentro más íntimo que dos individuos pueden tener, para lograr consumar un deseo
que ha nacido a través de la mirada, por fotografías, y que presagia una
satisfacción insospechada.
Pero no hay que perder de vista
que, en ocasiones, la imaginación es mucho mejor que la realidad, pues a pesar
de que en ella también abunden la mentira y el engaño, nos mantiene siempre al
margen de cualquier amenaza secundaria.
En la privacidad de las fantasías
no hay lugar para el error, y los problemas de D. comienzan precisamente donde
su fantasía termina: Dorada es una
alucinación erótica repleta de duplicidades que se contraponen, de situaciones
eróticas interrumpidas repentinamente, pero
también de tensión y excitación sexual que encuentra una fuga oportuna. Es
una lectura de percepciones y sensaciones, de sentimientos.
Dorada, más allá del sexo
duro y descarnado prometido en la contraportada, es una sociedad atrapada
en la dualidad del placer y el castigo: los cuerpos perfectos y sugerentes de
sus habitantes seducen e incitan al placer, pero es un placer acompañado de
dolor y temor oculto, que surge cuando la presa ha sido cazada.
En Aguafuerte, el protagonista
conoce a veintidós mujeres y a su padre: Son
veintidós, aunque reunidas parezcan más de cincuenta. Estas mujeres son,
quizá por la idea de la fecundación a la que son destinadas, una metáfora de las letras del alfabeto
hebreo: el protagonista engendra arte a través de los símbolos entrelazados y
sus frutos, esparce la semilla del ingenio en estas letras-mujeres, en lo
femenino, para permanecer en la posteridad.
En Dorada no existen los nombres,
existen las características de las que surgen los adjetivos que denominan y
ordenan su mundo, sus iniciales. Dorada: un pronombre compartido por seres
humanos, ciudades, lugares, deseos y placeres, perversidad y sexo.
Realidad y fantasía onírica crean
esa atmósfera singular que sugiere a las de ciertas películas de culto o de
cine independiente donde las particularidades, por mínimas que sean, son llaves
fundamentales en la totalidad de la representación.
La desnudes, el deseo, los lugares y
cuerpos ajenos, los pensamientos condensados, las imágenes diáfanas, pasado y futuro reducidos en el presente (el primero formado por evocaciones y el segundo
unido a profecías delirantes).
En esta entrevista, una de las
respuestas del autor da la pieza clave sobre el placer visual que nos otorga en
Dorada:
Escribimos porque buscamos algo. En mi caso, una voz. El encuentro con
una voz. Escribimos para domeñar dicha voz. Y ya luego, domesticada la voz,
viene el placer puro y duro de la escritura. Hoy, lo sé, escribir es un goce.
Y leerlo e imaginar a la Dorada y a D. en cuerpos extraños y
ajenos, pero cercanos, es por completo un placer.
Pueden comprar este libro en Gandhi (aquí pueden ver todas las obras de este autor en dicha librería), El Sótano (también en versión
ebook), y El Péndulo.
Estas son algunas de las frases
memorables de la novela:
“(…) las comisuras de mi boca apuntan hacia abajo o así las
siento, vencidas por la gravedad.” P. 18
“Siempre podremos comenzar de nuevo (…)” P. 51
“(…) se lleva al hombre al ascensor, lo arrastra como si
fuera una presa abatida, un pedazo de carne inerte o un animal recién
sacrificado, abierto en canal.” P.65
“Pinté el cuadro por accidente.
Luego por acumulación y superposición de trazos y planos.
Esa misma imagen, que ahora descubro ajena, la repetí, incansable,
sobre el mismo lienzo.
No recuerdo cuántos tubos de óleo blanco, negro y marrón utilicé; del
verde abrí sólo uno, para retocar la versión final del cuadro.” P. 78 –Como una especie de bella alegoría a la creación
literaria–.
“(…) envejece de
pronto, su piel palidece.” P. 103
“De repente, entiendo que no debo hacerle más preguntas, el
cuerpo de U. es todo joroba, el viejo arrastra los pies, como si cargara a
cuestas un cansancio o un pasado inmenso, inabarcable.” 103
No hay comentarios:
Publicar un comentario