sábado, 28 de febrero de 2015

Tusitala de óbitos - reseña por Víctor Roberto Carrancá



El escritor Víctor Roberto Carrancá reseñó, en abril de 2014, mi libro Tusitala de óbitos.

No transcribí, como suelo hacer en estos casos, el texto, y tampoco escribí la debida entrada, y de esto me percaté ayer. Sé que ya pasaron varios meses pero no quiero que quede fuera del archivo, así que aquí están estas gratas y satisfactorias palabras que Víctor le dedicó a Tusitala.

Agradezco de nuevo, como lo hice en su momento,  y traigo al presente un fragmento del año anterior digno de recordar.

Para leer la reseña completa, visiten la entrada del autor en la revista Sexenio, en su columna El baúl del solitario.

Fragmento de la reseña:

Es sencillo (quizá demasiado) encontrar “comunes denominadores” entre escritores de literatura fantástica y de ciencia ficción, en México y Latinoamérica.
Los caminos se juntan, se arremolinan incluso, de manera que el efecto laberíntico, pretendido tantas veces, se pierde entre las similitudes y las intertextualidades.
Tusitala de óbitos, libro de cuentos de la queretana Lola Ancira, contraviene esa pretensión de establecer coincidencias temáticas. Lo hace, al menos, de fondo. A pesar de que se declara, de manera explícita  durante gran parte de la obra, las influencias (de autores y temas) que cohabitan en los cuentos de este libro, la estructura y técnicas narrativas parecen declarar otra cosa.
Encontramos, como en el caso de “Cosmogonía de las parafilias (o de superpoderes a parafilias)”, los temas recurrentes encuentran explicaciones poco convencionales. Se trata de una pintura de muchos matices que resulta tan confusa como cautivadora. Imposible no mencionar la portada del libro, mural de palabras y símbolos que se mezclan de modo abrumador.
Este es el efecto invariable de la obra.
Una tonalidad divergente, difusa, que envuelve y, al mismo tiempo, arrebata.

viernes, 27 de febrero de 2015

Ícaro - Sergio Pitol (cuento)

Sergio Pitol en los 60



"Ícaro", de Sergio Pitol (escritor, diplomático y traductor mexicano, 1933) es el cuento de este mes en el blog.

Éste relato forma parte del libro homónimo publicado por Almadía en 2007, una singular compilación de 12 textos híbridos, de ensayos y cuentos que entrelazan sus línea y párrafos para formar originales historias que tienen un sitio particular y único en la literatura, y que pronto aparecerá reseñado por aquí.

"Ícaro", relato sumergido en aguas mitológicas, es más una reflexión a partir de cierta escena de una película que el narrador acaba de ver y que le remite a la extraña muerte de un amigo. La misma sensación inquietante invade al lector al presenciar, en voz del narrador, dicho suceso y las alusiones consecuentes. En la película dos literatos, uno de ellos asceta oportunista y el otro olvidado y casi en la miseria, crean cierta amistad basada en la ilusión; mientras en la primera historia el narrador tiene cierto sentimiento parecido al del protagonista de dejadez y distanciamiento, al tiempo que descubre, o cree descubrir, partes de una verdad oculta.

Pueden encontrar éste y tres textos más, del mismo autor, en esta entrada en la página de material de lectura de la UNAM.



Ícaro

Para Roberto Echavarren

El narrador ha visto esa tarde, en una sesión del Festival Cinematográfico de Venecia, un film japonés que revela, de un modo en apariencia inequívoco, aunque la acción transcurra en Japón (y un episodio esté situado en Macao), la vida de un amigo muerto unos años atrás en condiciones extrañas en una pequeña ciudad de la costa Montenegro. Ha caminado, conmovido, durante varias horas, ha vuelto a su hotel, ha telefoneado a México, ha conversado con su mujer, pero nada logra disipar la perturbación que la escena final le produjo.

Todo tiende a asegurarle la tranquilidad, el buen reposo. Manos competentes, ojos previsores, mentes exclusivamente destinadas a imaginar sus exigencias y deseos y a procurar satisfacérselos, se han esforzado en crear aquel ambiente, tan necesario en los momentos en que una reafirmación se vuelve indispensable. El teléfono a la mano; las cortinas de brocado espeso; la rugosa colcha de cretona con rayas de un verde suave que combina con otro aún más suave, imperceptible casi; una reproducción de Guardi, otra de Carpaccio. Algún broche de cromo o aluminio inteligentemente entreverado entre los muebles oscuros. Todo en la medida necesaria para recordarle al turista que no está solo, que no se ha derrumbado en otra época, que el Carpaccio y el Guardi y el falso brocado que cubre los muros son exclusivamente atmósfera, que continúa inmerso en su siglo, que una de las puertas conduce a un baño donde brilla el azulejo, el plástico, los metales cromados. Hacerle saber, en fin, que basta oprimir un botón para que surja un camarero y minutos después, sobre una mesa, aparezca el whisky, el hielo y también, si uno lo desea, un buen rizzotto de pesce, la cassatta, el café.

     Carlos hablaba con frecuencia de las ventajas que podía proporcionar la vida en un hotel. En realidad, buena parte de su existencia transcurrió en ellos; conocía toda la gama, desde ese tipo de hoteles hasta las casas de huéspedes más inmundas, cuartos de alquiler de aspecto y hedor inenarrables. ¡A saber cómo sería aquel sitio en que pasó sus últimos días! 

     En la película aparecía un viejo caserón de madera de dos plantas. En el piso de arriba se hallaban los cuartos. Habitaciones rectangulares con seis o siete camastros. Abajo, una sala de té donde se reunía la localidad a comentar las noticias, a jugar a las cartas, a matar el tiempo. Llueve sin interrupción. La lluvia torrencial forma, como a Rashomón, cortinas sólidas, grises, densas, que no sólo incomunican a las personas sino a los objetos mismos. El hotel está casi vacío. No es temporada. En su cuarto es el único huésped. La humedad y el frío lo torturan, lo hacen sentir permanentemente enfermo. Ha llamado varias veces a la encargada para mostrarle las dos goteras del techo, pero la vieja se conforma con gruñir y no tomar medida alguna. Termina por poner un recipiente de lámina bajo una y bajo la otra una toalla; cada cierto tiempo debe levantarse para exprimir la toalla por la ventana. Recoge las mantas de las otras camas para cubrirse. Sus días transcurren en una neurastenia casi intermitente. Se pasa horas enteras en la cama, acurrucado bajo la montaña de cobijas, pensando sólo en el frío que le atiere las manos. Su imagen es la de un animal enfermo, por momentos gime suavemente: un animal que se recoge para morir. Y sabe que apenas ha empezado el invierno, que deberá resistir esa canallada de la naturaleza durante largos meses y que los peores aún no se presentan. Abre un bote; mastica unas galletas untadas con algo parecido a una pasta de pescado que humedece en un vaso. Hace movimientos de gimnasia para tratar de entrar en calor; a veces toma su libreta y baja a la sala de té. Los tres o cuatro campesinos que acuden al lugar apenas hablan; el frío y la penumbra los reconcentran, los aíslan. Tiene la preocupación de esquivar a la otra inquilina de la pensión y a su nieto; en días pasados se había sentado a tejer a su lado para espetarle un discurso nauseabundo sobre sus padecimientos: diarreas, resfriados, punciones, los nervios, el hígado, la pus que no cesa, inyecciones, lavativas, baños de azufre. Por la ventana se ve sólo el manto gris de la lluvia. La cámara hace prodigios para recrear ese mundo de oscuridad en que de golpe hay uno que otro destello luminoso: las gotas que rebotan en la acera como balas en una superficie metálica, el viejo desvencijado automóvil oscuro que cruza el pueblo en medio de un derrumbe de cielos. Tras el auto, el poeta menesteroso, envuelto en un abrigo harapiento que le llega a los pies, se abre paso a la carrera; agita los brazos como si luchara contra la misma sustancia espesa de la vida. En una mesa, cerca de una estufa de hierro, cuyo calor a nadie parece llegar a beneficiar, el obeso protagonista (¡qué lejos ya del atildado joven de las escenas de pasión de Macao!), intenta trazar, con desgana, algunos signos en su cuaderno. Las ideas no fluyen. Escribe unas frases, las tacha; el plumón comienza a bailar, a titubear, traza líneas, dibuja flores, perfiles de mujer, números, vuelve a detenerse; recomienza la tarea de esbozar aquel párrafo que con tantas dificultades parece avanzar. Arranca al fin la página, la estruja y la tira. Pide una botella de licor y llena un vaso. En ese momento irrumpe en el local, empapado, tembloroso, el viejo bardo.

     Es evidente que el modo de manejar la luz entraña una intención simbólica. La atmósfera psicológica, al menos, se concentra o se distiende con su ayuda. En las primeras escenas, las de la juventud, la claridad es radiante y va en aumento hasta la parte de Macao donde la luminosidad se vuelve a momentos intolerable. Todo contribuye a ello, no sólo el sol siempre a plomo sobre los personajes; los trajes claros y vaporosos de la bellísima actriz que reproduce a Paz Naranjo, los sombreros de paja de los jóvenes, los toldos color crema de los cafés al aire libre.

     —Ciega esta luz —dice en el momento de embarcarse.

     Luego, la luz disminuye gradualmente hasta desaparecer casi del todo en las últimas escenas: la aldea de pescadores donde se ha terminado por refugiar el protagonista. El sol, las pocas veces que aparece, es como su triste parodia. No hay sino niebla, lluvia y frío: una grisura que cae del cielo, mancha los plafones, se filtra por las paredes. Aun en la sala de té parece flotar una nube húmeda que rodea a los escasos parroquianos.

     Algo recuerda de la última carta. ¿La conservará todavía en México, entre sus papeles? Era una carta larga, quejumbrosa, irritante. Hablaba de la melancolía que se había apoderado de aquella diminuta ciudad tan pronto como el otoño comenzó a dar paso al invierno, de la oscuridad y la lluvia y la falta de incentivos, de la carencia de personas con quienes conversar. De su encuentro reciente  con un viejo poeta desdentado de barba rala y larga que había preferido la soledad de un escondrijo en la montaña; su único compañero, no de paseos porque el tiempo ya no se los permitía ("el pinche frío ha sentado la garra en éste, que hasta hace una semana parecía un inmutable paraíso solar al margen de las leyes climáticas. De repente una helazón bestial comenzó a bajar de la montaña a la hora del crepúsculo..."), sino de copas, de taberna.

     Por más que ha intentado pasear, perderse, despotricar a sus compañeros, ser absorbidos por la ciudad, leer un poco, dormir, pensar en la conversación telefónica con Emily, la película lo tiene por entero poseído; le ha avivado su mala conciencia. Piensa que él y otros amigos debieron haberlo obligado a volver a México, enviarle un pasaje, meterlo en una clínica de desintoxicación si era eso lo que necesitaba; en fin, algo seguramente se hubiera podido hacer, cualquier cosa, menos dejarlo morir en aquel pueblo perdido, olvidado por todos. Es imprescindible que concierte un encuentro con Hayashi, el director japonés, que le informe cómo pudo enterarse de aquellas circunstancias finales; decirle, a pesar de que no va a creerle (como buen oriental fingirá que sí, sonreirá cortésmente, pero sin ocultar del todo una expresión de tedio) hasta que él no comience a darles nombres y detalles, tendrá que decirle que no sólo fue amigo de Carlos, sino que es el original de ese muchacho un tanto absurdo, el joven ofuscado que aparece en un pasaje de la película, el que por una noche, por poquísimas horas de una noche, fue el amante real de una mujer real que vivía ahora, si es que aún vivía, decrépita, maniática, empecinada en su rencor por Carlos, recluida en una clínica de lujo de las proximidades de Londres. Que por favor le diga si la muerte de Charlie, de cuyas circunstancias nadie logró enterarse, fue tal como la describe en su película. Añadirá (¡si tuviere a la mano aquella carta para poder mostrársela!) que estaba enterado de la existencia del viejo harapiento que abandonó la gloria literaria para refugiarse en una choza en las montañas, que por favor le explique cómo fueron sus últimas semanas en las Bocas de Kotor.

     Porque en la película, después del primer encuentro de los dos hombres de letras, las visitas se repiten, siempre en la taberna, junto a una ventana, no lejos de la chimenea, desde donde contemplan la lluvia. La primera vez el poeta se dirigió hacia la estufa, dejando a su paso un arroyo. Se sentó en la mesa de al lado del protagonista, el supuesto Carlos.

     Cambian unas cuantas palabras; algo los lleva a identificarse como escritores; hablan un poco de literatura, muchos de los pros y contras del lugar, del paisaje y también de sus sueños, aspiraciones y proyectos. Parecen dos muchachos decididos a conquistar y transformar el mundo, el arte, la literatura, ¡la vida, nada menos! (non jef t'es pas tout seul!). Entrechocan los vasos con frecuencia; se saben hermanos, cofrades, aedas incomprendidos por los tiempos que corren; en un momento maldicen a su época y al siguiente la califican de extraordinaria, germinal, de algo que está por llegar. Una época grandiosa a pesar de la fatiga y el desaliento que sabía producir.

     Y un día le confía que se encuentra en dificultades; le habla de su miseria, del cheque que no llega. La patrona lo ha amenazado con incautarle el equipaje y expulsarlo del hotel; no sabe qué hacer, no le queda dinero ni para poner un telegrama. Desearía vender algunas prendas de ropa, pero no conoce a nadie en el lugar. El poeta le asegura que no obtendrá gran cosa por los trajes; por el reloj, en cambio, podrían darle una buena suma. Pero él se resiste; se excusa diciendo que es un antiguo regalo; además, no saber la hora le hace sentir mal, le produce mareos, náuseas. El poeta insiste. Le asegura que conseguirá el dinero en menos de media hora. Por fin se desprende del reloj. Luego espera, víctima de la mayor postración nerviosa. Está seguro de que otra vez lo han timado, que esa noche lo echarán de la pensión; el reloj era lo único con lo que contaba para que algún chofer lo devolviera a la civilización; cuando regresa el otro con el dinero apenas lo puede creer. Llaman a la patrona, paga la cuenta; le sobran todavía unas monedas. Piden una botella de licor; luego otra. Se emborrachan. El protagonista escucha cómo aquel viejo desdentado, sucio, desaliñado hasta lo imposible, que no ha dejado, ni siquiera en los momentos de mayor fraternidad, de producirle cierta repulsión (pues en cierto modo es como verse reproducido en un espejo que le obsequia una imagen futura, una imagen que casi le pisa los talones), le confecciona con gran locuacidad y un enorme despliegue de muecas, de carcajadas que dejan al desnudo las encías, los restos de dientes putrefactos, con guiños que ponen todo el rostro en movimiento hasta formar un crucigrama de arrugas, suciedad y pelos, un porvenir despojado de preocupaciones económicas. Lo oye, al principio, con asombro, luego con un tembloroso deseo de participación, al final con entusiasmo, narrar sus experiencias en aquella cabaña donde escribe cuando le viene en gana, sin preocupaciones de ninguna especie, y de la que muy de tarde en tarde bajaba al pueblo para comprar algún periódico, aunque ahora lo hacía más a menudo para conversar con él, pues no era frecuente encontrarse en esos tiempos con gente de la ciudad, mucho menos de su categoría, y lo invita a compartir con él su casa. Allí conocerá la calma que buscaba y podrá terminar esa novela de la que en varias ocasiones le ha hablado.

     Siguen bebiendo.

     Luego, tambaleantes, con pasos inseguros, suben al cuarto. Con la ayuda del poeta recoge sus cosas y las guarda en la maleta. Meten la ropa revuelta, en desorden, las latas de alimentos, un par de zapatos de lona; ponen los libros, las carpetas y los papeles dispersos por el cuarto en una cesta que cubren con periódicos. Después, bajo una lluvia fina, en medio de la oscuridad, caminan por la larga y estrecha calle principal (la única) del pueblo, al lado del mar. Comienzan a ascender la montaña por una vereda empedrada. La lluvia los ciega a momentos; caen de cuando en cuando, maldicen estrepitosamente, se detienen a tomar aliento. La botella pasa de mano a mano con cierta regularidad. Ambos, él sobre todo, están del todo ebrios. Siguen caminando. Al final aparece el reducto de su amigo, unas grandes peñas mal arracimadas, como gajos desprendidos de la misma montaña, cubiertas con un techo de paja. El poeta empuja la puerta y lo invita a pasar. En ese momento, fulminado, se da cuenta de todo. Contempla el montón de paja húmeda que compartirán esa noche, los restos de una fogata, el suelo de tierra empapada. Advierte, con indecible horror, que la vida ha logrado aprehenderlo, que le ha dado cuerda durante varios años, reduciéndole cada vez más el cordel. Sabe que aquel vejete inmundo ha sido el cebo que lo condujo a la trampa, que el mundo ha logrado por fin desembarazarse de él, ponerle, ¡y con qué rigor!, los puntos sobre las íes, excluirlo definitivamente. Sabe que no podrá vivir en aquella pocilga, pero que tampoco le permitirán volver al hotel, que ha trascendido esa etapa. La modesta pensión es ya para él tan inaccesible como los restaurantes de Tokio, el hermoso jardín de su casa en Macao, sus cuadros, su buen sastre, el champaña. Sabe que a partir del día siguiente deberá buscar ramas secas para calentarse, que se ha convertido en el criado del poeta. De vez en cuando bajará al pueblo a mendigar y comprar víveres y alcohol. Para la gente del lugar no será sino un loco más. También a él se le pudrirán los dientes. Sale de la cabaña, comienza a correr, equivoca el sendero. La lluvia se ha vuelto, otra vez torrencial. Corre al lado del acantilado, resbala, emite un grito breve, más bien un gemido. La cesta queda flotando sobre el agua. Ícaro ha vuelto a hundirse en el mar. En la cabaña, entretanto, el poeta hurga en la maleta. Se prueba con júbilo los pantalones, las camisas, un suéter; olfatea con deleite la bolsa de tabaco.

     Por un momento el recuerdo de aquella escena le hace sentir la necesidad, la urgencia de volver a oír la voz de Emily. Está a punto de pedir otra llamada a México. Pero después de un momento de incertidumbre resuelve que sería insensato llamar por segunda vez, daría una falsa impresión. Lo mejor, pues, será acostarse, tratar de leer un poco, tomar un luminal, dormirse a buena hora. El día siguiente será, puede asegurarlo, atroz. Tiene la agenda copada de compromisos de la mañana a la noche. Ni siquiera podrá hablarle a Hayashi. Será mejor dejarlo para otro día. A fin de cuentas, ¿qué importancia podía tener el enterarse de algún nuevo detalle sobre la muerte de Carlos? Oprimió el botón de la lámpara. El paisaje de Guardi, las rameras de Carpaccio, los brocados, The Towers of Trebizond sobre la mesa de noche, el teléfono, fueron absorbidos por la oscuridad. Está exhausto. Mete una mano bajo la almohada y de inmediato se sume en un sueño que borra toda la fatiga, el estupor, la culpa o el rencor que aquel abigarrado día le había producido.
                                                                                                            Sutomore, noviembre de 1968

miércoles, 25 de febrero de 2015

Las chicas del mes - Miguel Lupián




¡Felicidad! La semana anterior el escritor Miguel Lupián publicó, en Penumbria, Revista fantástica para leer en el ocaso (muy recomendada, por cierto), "Las chicas del mes", un texto en el que reseña brevemente a cuatro autoras específicamente de cuento, en este caso. Pueden leer la entrada en este enlace.

Karen Rusell (estadounidense), Diana Beláustegui (argentina), Angela Carter (británica) y yo formamos el cuarteto internacional que integró las lecturas del mes pasado de Lupián, quien ya desde entonces anunció en sus redes sociales que saldría con cuatro chicas durante esas semanas.

Los cuatro libros (dos de ellos ilustrados) tienen el particular (y divertido) sello de aprobación del autor, por lo que aquí encontrarán buenas opciones de lecturas, que por supuesto yo también añadí a mi interminable lista de libros por leer. 



lunes, 23 de febrero de 2015

Irreverencias maravillosas: Enigmáticos despojos

San Martino d. Battaglia, osario italiano


El texto de este mes para mi columna mensual, Irreverencias maravillosas, de la Revista VozEd, es un breve compendio de algunas construcciones míticas edificadas con huesos humanos. 

Pueden leer una versión reducida del texto, directamente de la revista, en este enlace.




Osario de Sedlec, detalle




Enigmáticos despojos

Existen en el mundo diversas construcciones edificadas, en parte o totalmente, con osamentas humanas. A pesar de las impresiones que esto pueda suscitar, la magnífica simetría y los extraños patrones originados con cráneos y los diversos huesos del esqueleto humano han vuelto reales singulares y majestuosos espacios arquitectónicos religiosos. España, París, Bretaña, Alemania, Ecuador, Egipto, Perú, Portugal y Grecia, entre muchos otros países, cuentan con este tipo de misteriosas estructuras: diversas y distantes son las culturas que han demostrado el mismo interés en nuestra estructura corporal como material para la construcción de portentosos osarios o catacumbas.

La importancia histórica de ambos es incuestionable: mientras un osario es un sitio (generalmente cerca de un cementerio o una iglesia) asignado para albergar los huesos exhumados de sus sepulcros y datan del siglo I, una catacumba está formada por túneles o corredores subterráneos que ciertas culturas antiguas crearon y utilizaron como sepulcros y datan del 50 a. e. c. Ambos son una clara muestra de los rituales mortuorios de las civilizaciones judías y cristianas de la época.

Las tumbas colectivas existen desde el Neolítico (4 000 a. e. c.): el culto a los muertos refleja cierta reflexión hacia este hecho natural, una necesidad de glorificar o preparar a los cadáveres para la transición, de enaltecerlos y conservar su recuerdo a través de sus restos. Todas las culturas han reflejado un interés particular en la muerte y parte de su filosofía a través de singulares rituales funerarios, preservados hasta la actualidad en numerosos lugares, desde las pirámides de Egipto hasta los ataúdes colgantes de Filipinas.




Karner Beinhaus, detalle



Uno de ellos es la Karner Beinhaus (casa de hueso), que se construyó en el s. XII en Hallstatt, Austria, como un pequeño cementerio. Alberga 1 200 cráneos y una de sus particularidades es que poco más de la mitad de ellos están adornados con motivos florales y llevan su nombre (y a veces año de defunción) inscrito, lo que anula el anonimato de los difuntos.




 Osario de San Bernardino alle Ossa


Osario de San Bernardino alle Ossa, detalle


En el s. XIV construyeron, sobre un cementerio repleto, el osario de San Bernardino alle Ossa en Milán, Italia. Poco más de 50 años después, se erigió una iglesia que debido a un incendio fue renovada por Giovanni Andrea Biffi, tras 4 siglos, utilizando los huesos del osario. Este lugar refleja una fuerte ideología y estética religiosa y está abierto al público. El Osario de Eggenburg, en Austria, fue construido durante el mismo siglo. Es un sitio magnífico construido con los restos de 5 800 personas, donde cada hueso está en el lugar preciso para crear un efecto visual de simetría perfecto. Se estableció en el fondo de una amplia excavación y en el centro  hay una pequeña pila de cráneos rodeada por cientos de fémures y húmeros que forman un semicírculo a su alrededor. Actualmente, debido al estado de los huesos, no puede ser visitada. 



Osario de Sedlec, detalle


 Osario de Sedlec, detalle del escudo de armas



Osario de Sedlec, detalle de candelero



Uno de los más suntuosos y extensos es el Osario de Sedlec, en República Checa, construida en el mismo siglo, es una capilla católica debajo del aclamado cementerio de la Iglesia de Todos los Santos, contiene cerca de 70 000 cadáveres en su construcción y en el s. XIX František Rint fue contratado para organizar aquella caótica cantidad de huesos. Transformó entonces más de un esqueleto humano en un inmenso candelero de techo, creo un solemne escudo de armas para la familia que lo contrató y plasmo su firma también con huesos, entre muchos ingenios más.




 Capilla de los huesos, detalle


Capilla de los huesos, detalle



La Capilla de los huesos en Évora, Portugal, fue construida en el s. XVI por un monje franciscano durante la Reforma Católica y contiene los huesos de aproximadamente 5 000 monjes que habían sido enterrados en los cementerios de algunas iglesias. El motivo principal de aquel lugar era, a través de la contemplación de las osamentas, mostrar la fugacidad de la vida. Incluso hay 2 cuerpos momificados sostenidos de las paredes con cadenas, uno de ellos es un infante. Otra particularidad de esta capilla es que en la entrada está escrita la leyenda Los huesos que aquí estamos esperamos por ustedes; en la bóveda se puede leer Mejor es el día de la muerte que el del nacimiento (Eclesiastés 7,1) e incluso hay un poema en uno de los pilares, atribuido a un párroco de la localidad, que revela la necesidad de reflexionar sobre la propia existencia.



Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción de los capuchinos

Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción de los capuchinos, detalle


En el s. XVII se construyó uno de los lugares más impresionantes: la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción de los capuchinos en Roma, Italia, por Antonio Casoni a petición del Papa Urbano VIII. Contiene los restos de aproximadamente 4 000 frailes de diversas generaciones. Vertebras seccionadas, huesos ilíacos y pubis crean múltiples figuras minuciosas que adornan la nave principal y las bóvedas de las 5 pequeñas capillas en que está dividida la cripta, e incluso cuenta con cadáveres completos vestidos con sus túnicas religiosas. La letanía Aquello que ustedes son, nosotros éramos; aquello que nosotros somos, ustedes serán recibe a todos sus visitantes.

Uno de los osarios más grandes del mundo, pues reúne más de 50 000 cadáveres del s. XVII y el s. XVIII, se encuentra bajo la plaza de San Jacobo, en Brno, República Checa. Paredes completas y pilares fueron construidos con las osamentas, que son iluminadas por una tenue luz ambarina que dota al espacio de una mística única. Está abierto al público desde 2012.




La Capilla de los Cráneos



Durante casi 3 décadas, a finales del s. XVIII, Vaclav Tomasek, un sacerdote de Czermna, en Polonia, descubrió los cadáveres de miles de soldados que participaron en la devastadora Guerra de los Treinta Años y la Guerra de Silesia, así como los cuerpos de los enfermos de cólera y las víctimas de las plagas. Decidió entonces reunirlos, limpiarlos y honrarlos insertándolos en la construcción de una capilla, La Capilla de los Cráneos. En el altar se encuentran los cadáveres de personas importantes y de aquellos que murieron por enfermedad o acribillados (entre ellos el cráneo de un infectado con sífilis), como una forma de enaltecerlos más que al resto, y su propio cráneo fue colocado en el altar tras su muerte, en 1804. La bóveda de la capilla está repleta del mismo patrón repetido una infinidad de veces: 2 huesos largos en forma de x con un cráneo sobre ellos.

Más información sobre este tipo de lugares se encuentra en el sitio web de Paul Koudounaris, empiredelamort.com, fotógrafo profesional y autor estadounidense con una maestría en Historia del Arte. Sus investigaciones lo han llevado a ser una de las personas más reconocidas en su campo y en el arte macabro. The Empire of Death: A Cultural History of Ossuaries and Charnel Houses (2011) es su primer libro publicado y está a la venta en Amazon, cuya primer frase publicitaria es Desde el fetichismo  por los huesos en el mundo antiguo hasta los cráneos pintados en Austria y Baviera: una obra inusual y convincente de la historia cultural.

En 2013, el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) realizó una investigación, publicada en la revista Advanced Functional Materials, cuyos resultados mostraron algo que desde hace siglos era bien conocido para los involucrados en las construcciones o remodelaciones de osarios, catacumbas e iglesias: la estructura del hueso humano sería un modelo fantástico para la creación de materiales más resistentes para construcciones inmensas.

El estudio revela que los huesos están compuestos 
de capas microscópicas de colágeno, material del que están 
hechos los tendones, e hidroxiapatita, 
un material similar al que forma los dientes, 
que se combinan para crear una estructura sólida, 
dura, pero ligeramente flexible, 
que permite a nuestros huesos soportar fuertes cargas.

Así, utilizando diseños optimizados por computadora 
de polímeros blandos y rígidos colocados en patrones geométricos 
que imitan los de la naturaleza, y con la ayuda de una impresora 3D, 
el equipo de investigadores del MIT fabricó un material sintético híbrido 
22 veces más resistente que cualquiera de los que lo conforman.


La finalidad de estos lugares es recordar la mortalidad de los seres humanos y la fugacidad de la vida. La falta de espacio para los cadáveres, fusionada con cuestiones religiosas y filosóficas, dio pie a la creación de sublimes lugares para la contemplación e introspección.

Por diversos motivos, entre ellos las técnicas “novedosas” como la cremación, estas bellas y estremecedoras tradiciones han sido innecesarias, pero gracias a la visión y obras de diferentes individuos, podemos contemplar en el s. XXI vestigios de prácticas increíbles y testimonios de la suntuosidad con que se trataba a la muerte siglos atrás.