viernes, 28 de febrero de 2014

Réquiem por un suicida – René Avilés Fabila





Réquiem por un suicida (1993) de René Sadot Áviles Fabila (escritor, periodista y catedrático mexicano, 1940) es una novela publicada en formato digital por Editorial Ink  en 2013 y está a la venta en Amazon en este enlace.  

Su primer novela, Los juegos, fue publicada en 1967. Avilés es contemporáneo de José Agustín y Parménides García y proclama como a sus preceptores a Juan José Arreola, Juan Rulfo y José Revueltas. Ha publicado 7 novelas, más de 20 cuentos y varios ensayos y memorias que le han valido diversos premios nacionales de periodismo y narrativa, así como numerosos homenajes realizados, entre otros, por la UNAM, INBA y FCE.

En su autobiografía procaz, Avilés explica a detalle varios aspectos fundamentales de su vida y obra, entre los que destacan por igual sus publicaciones y la intensa divulgación cultural como sus magníficas acciones y críticas sociales y políticas.

Desde hace varias décadas promueve la cultura y ha tenido a su cargo diversos cargos culturales; fundó, en 1985, el suplemento cultural El búho, del periódico Excélsior, hasta 1999. Meses después, fundó la revista El universo del búho, que terminó por tener el mismo nombre del suplemento cultural y de la que actualmente sigue siendo el director. En 2003 creo la Fundación René Avilés Fabila, cuyo objetivo es Promover la creación, fomentar, investigar y difundir la literatura así como la cultura en general. Desarrolla programas, participa en la celebración de convenios y colabora en toda aquella actividad académica y artística que impulse la promoción cultural. En 2008 fundó el Museo del escritor, del que el propio Avilés explica: No se trata simplemente de ver y apreciar objetos de artistas y literatos, libros especiales, fotografías, grabados con aquellos que redactaron obras maestras de la literatura, sino poner al servicio del país y en especial de la juventud, un museo interactivo, felizmente vivo donde los escritores tengan su casa, puedan presentar libros, tener talleres de poesía y prosa narrativa (...) Grandes maestros como Alfonso Reyes, Julio Jiménez Rueda, Juan Rulfo, Juan José Arreola, Salvador Elizondo, Francisco Monterde, Alí Chumacero, Griselda Álvarez y Carlos Montemayor, siempre con el espíritu de la fundadora, la escritora norteamericana Margaret Shedd, estimularon y apoyaron a cientos de escritores que hoy son fundamentales en nuestras letras. La lista es infinita y algo de ella podrán ver aquí. Una síntesis.

Sobre Réquiem, el argumento primordial de la novela es demostrar que para el personaje principal, Gustavo Treviño, partir de este mundo a través de la muerte voluntaria es una decisión propia que debe ser respetada por los demás; lo más singular, es que planea hacerlo en un momento de felicidad y éxito, en el que todo se ha vuelto prescindible (incluso los objetos y personas cercanas) y donde lo único necesario es el amor verdadero para saber, en cierta manera, que se triunfó en la que muchos han señalado como la finalidad misma de la vida. Y lo más fascinante es que, a través de argumentos basados en fundamentos históricos, filosóficos y literarios, logra no sólo convencer, sino transmitir esta necesidad de control sobre el final de la propia vida al lector. Ya en el prólogo Elena Garro advierte de la “peligrosidad” que puede suponer este libro para adolescentes, pero el peligro no es tal ni se enfoca en ellos, es más una imponente reflexión a la que se llega tras la lectura de este libro, que si bien no hará que todos se suiciden, al menos sí cambiará la perspectiva y el juicio del lector que este dispuesto a adentrarse en estas páginas tras liberarse de aprensiones y escrúpulos sobre uno de los actos más condenados de la humanidad.

Al iniciar la novela, el narrador, en primera persona, es Gustavo Treviño, que intercala el relato de su propia novela con fragmentos de cartas para Eduardo, un personaje mucho más joven que él, con quien ha mantenido una entrañable amistad y único “heredero” del acaudalado Treviño. El protagonista describe su historia como guerrillero y sus múltiples amoríos fallidos, algunos encuentros sexuales descriptivos y otros con mínimos tintes eróticos, en una frase: todo lo que conforma la vida de una persona adulta que ha disfrutado plenamente tanto de sus aciertos como de sus fracasos, que no añora un tiempo pasado y que busca el amor, tan insulso como se pueda leer y tan significativo como se pueda experimentar. Y este es su fin último. Es el mismo Treviño quien afirma: No puedo seguir fingiendo que vivo.

Las múltiples connotaciones culturales e intertextualidad de este libro son únicas, pues a lo largo de sus páginas enaltece y embellece una acción que de sólo ser pronunciada provoca, para la mayoría de las personas, pesar y aflicción. La novela refleja un estudio preliminar vasto por parte del autor, concluyente y perfecto. Este sería, a mi parecer, un estupendo libro que podría fungir como prólogo extenso para ese libro inexistente e insuperable que trate sobre el suicidio, que el mismo autor menciona.

La novela está construida por múltiples citas, fragmentos y referencias de literatos, filósofos, artistas y grandes genios suicidas de diversa índole que sustentan la ideología del suicidio como un acto por completo respetable, valeroso e incluso como algo ejemplar.

En algunas partes, el texto muestra la riqueza literaria propia del ensayo, lo que revela la investigación profunda y minuciosa que el autor realizó sobre el tema, no únicamente para escribir este libro: el tema del suicidio es un tema apasionante y dedicarle toda una vida no será suficiente, pues quizá haga falta dedicarle también la misma muerte.

La novela está formada por un texto de Elena Garro (prólogo), XX capítulos y epílogo. En XX capítulos de análisis filosóficos y literarios, Avilés fabrica la mejor defensa para el suicidio apoyado en Sartre, Borges, Acuña, Virginia Woolf, Jaime Torres Bodet, Carpentier, Poe, Lovecraft, Swift, Stevenson, Verne, Quiroga, Séneca, Pellicer, Lorca y varios más.

Personalmente, siento la misma fijación por el suicidio que Treviño, y también he realizado algunas lecturas al respecto. Este es el quinto libro sobre suicidio que reseño en el blog, de los que el primero fue Escritores suicidas de Héctor Gamboa (que narra las vidas de los principales literatos suicidas), seguido por Suicidios ejemplares de Vila-Matas (cuentos sobre suicidas modelos)  y El club de los suicidas de Stevenson, sobre el que Avilés escribe: Tomé el directorio telefónico y busqué el número de El club de los suicidas de Stevenson. (El quinto libro sobre suicidio que no he mencionado lo encontrarán en las primeras citas transcritas, en la parte final de esta reseña).

Pero no todo es tragedia en Réquiem, hay tintes de humor que dibujan sonrisas en el rostro del lector en varias de sus páginas: ¿Cómo dejaría una nota el suicida analfabeto?
Obvio: con una grabación que contenga el consabido mensaje de no se culpe a nadie de mi muerte.

Uno de los datos geniales e interesantes que nos obsequia el autor es la máquina de la muerte de Jack Kevorkian, la grandiosa diosa maya del suicidio Ixtab, y conocer a grandes autores, como Lafargue. Uno muy bello, que yo les ofrezco, es este: Modelos interpretan a escritoras suicidas en el instante de su muerte

Para concluir, transcribiré algunos de los mejores fragmentos de la novela y la finalizar, una lista de la bibliografía mencionada por Avilés en Réquiem.

CAPÍTULO I

“(...) ser como decía Borges que eran algunos personajes de la literatura rusa: suicida por felicidad.”

“Unas líneas de Oscar Wilde podrían ser parte de mi divisa:

¡Y todos los hombres matan lo que aman!
Óiganlo todos: unos lo hacen
Con una mirada cruel; otros, con
Palabras cariciosas; el cobarde,
Con un beso, y el hombre valiente,
con la espada.”

“El crimen perfecto (...) es aquel donde no hay a quien perseguir, donde el culpable queda sin castigo; es, dese luego, el suicidio. Y es justo. Pero lo irritante es que la sociedad (sea capitalista, sea socialista) y las religiones más importantes (Dios castiga el suicidio, dice Mozart en La flauta mágica) se oponen a la muerte voluntaria. Le quitan al individuo la posibilidad de acabar con su vida cuando le venga en gana. Ese, como dirían los juristas, es un derecho inalienable. Nadie debe intervenir. O mejor, ayudar al suicida. Cuando éste sobreviva al pistoletazo o al veneno, un comité de médicos o sociólogos o lo que sea, qué demonios importa, piadosamente debería completar la obra. Eutanasia y suicidio deben tener el beneplácito de la ley porque muchos lo requieren con urgencia. Pese a todo, no sucede así. Los imbéciles hacen lo “humanamente posible” para salvar a quien no desea que lo salven.”
“En algunos países existen organismos para prevenir el suicidio. ¿Porqué no crear uno que lo estimule?” (Este fragmento nos lleva en seguida a La tiendita de los suicidas, novela corta que trata precisamente sobre un organismo que estimula el suicidio.) 

“Con frecuencia confunden al suicida con el loco. Es falso. Durkheim probó claramente que no hay relación entre la locura y el suicidio. Paul Lafargue, Ernest Hemingway y Jaime Torres Bodet no eran anormales. Por eso considero el famoso camino a la nada como el acto más lúcido de nuestra vida.”

“Es odioso morir de vejez, con las facultades físicas y mentales mermadas, babeando, diciendo tonterías. La muerte detiene de tajo el deterioro.”

“Algunos suicidas no pasan sus últimos días en estado depresivo. Por lo contrario, se les nota animosos, de buen humor.”

“Absurdo que haya quien piense que el suicidio es una vergüenza, una mancha. No. El suicidio es como cualquier otra muerte. Con la ventaja de que uno puede escoger el lugar, el momento y la forma para acabar con la vida.”

“(...) en La vía real, Malraux desarrolla a un suicida de otro orden, un aventurero trágico que muere reflexionando: “Es posible que construir la propia muerte me parezca más importante que construir la propia vida.”

“Ahora sé que estoy a punto de encontrarme y de ser al fin mi propia imagen, la que me formé desde pequeño. Ser yo, Existiré.” (Finalidad del suicidio)

CAPÍTULO II

“Y la última parada del viaje es la muerte-Ítaca, no el Infierno. Sólo el verdadero fin del mundo.”

“Mi suicidio se debe a que he dejado de amar lo que me rodea, a mis amigos, mis libros, mis cuadros... Digamos entonces que es por desamor. O es probable que lo haga porque me he enamorado, pasionalmente, del suicidio. Total, la muerte es una mujer, ¿no?”

“(...) a nadie le gusta tener cerca a una persona que ama a la muerte.”

“Mi padre insistía en que uno conserva los recuerdos más simples o los más dramáticos; tenía ciertamente una teoría sobre lo que la memoria opta por conservar con relativa independencia.”

“(...) quiero llegar al suicidio –concluir mi viaje a Ítaca- en perfecto estado de salud y con mis condiciones físicas e intelectuales completas. No deseo entregarle, como la mayoría, un despojo a la muerte, no si la amo.”

CAPÍTULO III

“Quise inventar el pasado y reconstruir el futuro y fracasé en la empresa porque en efecto era monumental, y mis fuerzas, limitadas.”

“Esta vez no habrá sueños ni pesadillas, nada más un denso y profundo sueño, el de la nada. Entrar en el gran misterio. En donde no pueden hacernos daño.”

“(...) no le concedo a ninguna deidad ni a ningún mortal la capacidad de decidir si mi suicidio es correcto o un pecado. Haré de mi muerte un trabajo perfecto y artístico. Me complacerá y tal vez a los espíritus afines. Un homenaje a De Quincey y a Swift.”

“Al concluir la lectura, el hombre sonríe satisfecho, saca un magnífico revólver 38 y lo dispara en su sien.”

CAPÍTULO IV

“El suicida piensa en él, no en los demás. Está a punto de llevar a cabo una idea grandiosa. Y como todas las de esta naturaleza, es un acto egoísta; por lo tanto no mira a los demás.”

...si no creyese encontrar en el otro mundo dioses tan buenos y tan sabios y hombres mejores de los que dejo en éste, sería un necio si no me manifestara pesaroso antes de morir, pero sabed que espero reunirme allí con hombres justos...” (Sócrates)

“(...) personajes femeninos, tal vez como dijo un crítico, más profundos que los masculinos, más luminosos.”

“(...) me llaman la atención los amores fantasmas, los que están sustentados en mujeres inexistentes, lejanas o muertas.”

“(...) juntos, con esfuerzo y tesón, con el delicado trabajo de un orfebre. Hemos conseguido nuestra total infelicidad.”

“Al final de una lucha agobiante el amor se desvanece. Basta una decisión, una palabra o el silencio.”

“En ella (mi nueva novela) creí estar describiendo el suicidio del narrador. Me equivoqué, ahora recapacito: se trata del mío, se trata del suicidio de los dos.”

“(...) aunque todos los días, como Penélope, uno teja y desteja, construya y destruya. Al final, pesa más, por desgracia, lo destruido y la ruina se precipita sin que ninguno de los dos sea capaz de evitarla.”

“Si alguien no es capaz de medir el peso de una decisión fatal, no merece más que pagar el costo por elevado que sea.”

“He descubierto que el suicidio es una vulgaridad. Todo el mundo tiene uno que narrar. Es un tema de sobremesa o de café, n de bar, en donde merced al alcohol Eros aplasta a Tanatos.”

“Novalis señalaba:

El verdadero acto filosófico es el suicidio; éste
Es el principio real de toda filosofía. En él ocurren
Todos los deseos del discípulo, sólo este acto posee
Las condiciones y características de la acción trascendental.”

CAPÍTULO V

Cómo dejaría...
“(...) un especialista en Japón ha concluido que sus habitantes están fascinados por el suicidio. (...) Para contrarrestar el suicidio, considerándolo algo macabro y ya sin halo romántico, las autoridades reparten un folleto (Invitación a la vida). Por fortuna son muy pocas las personas con vocación suicida que lo toman en serio.”

“Aquellos que se quitan la vida en publico son simples exhibicionistas, no suicidas.”

“No es sencillo navegar a contracorriente en un planeta que al final del milenio parece avanzar con firmeza hacia la derecha.”

“Temo que si la concluyo tendré que matarme y siento que algo me falta todavía. Es mi último libro.”

CAPÍTULO VI

Gabriel García Márquez: “...Hemingway no parecía pertenecer a la raza de los hombres que se suicidan.”

Cesare Pavese: “No más palabras. Un acto. No volveré a escribir más.”

“El suicidio parece algo común entre los artistas, los creadores, en especial entre los escritores. William Styron, en su trabajo Esa visible oscuridad (...), narra su depresión, su frustrada vocación suicida y la manera en que consiguió salvarse; hace un recuento y encuentra el origen de sus males.”

“(...) sólo deseo matarme sin ningún pretexto (...), porque siempre supe que no podría escribir una obra a la altura de Hemingway.”

“El suicida, explica Styron, deja un “peculiar vacío” en las personas que le conocieron. Tengo la fuerte sospecha de que es más un desconcierto que otra cosa. Y ello les lleva a mentir y a participar en torneos de lugares comunes y engaños sobre el desaparecido.”

“La gente tendría que acostumbrarse a la muerte voluntaria y respetar la voluntad de quien sufría viviendo.”

“(...) un suicida debe ser alguien imaginativo, lleno de recursos y mirar a su derredor y hallar armas para suprimir aquello que ya es un pesado fardo, que no es posible llevar a cuestas: la vida.”

CAPÍTULO VII

“(...) nunca serás alcohólico porque el alcohol deteriora y tu vanidad no te lo permitiría.”

“Qué lástima que no utilicemos más el término melancolía. Me parece más hermoso, más literario en consecuencia, que el de depresión.”

CAPÍTULO IX

“Su capacidad destructiva era mayor que su devoción por mí.”

CAPÍTULO X

“(...) cuando alguien se entera de que escribo una novela sobre un suicida, lo toma como una posibilidad literaria, llena de humor negro y no como el aviso de mi muerte.”

“(...) y tu espléndida casa se convertirá fatalmente en el Museo del Suicida Famoso, visitado anualmente por miles de amigos de la muerte voluntaria. Es decir, será su santuario.”

CAPÍTULO XI

“Hemos llegado al siglo XXI arrastrando los fardos de aquellos que creyeron ver un pecado más grave en el suicidio de judas que en la entrega de Cristo a sus enemigos.”

“Siempre me han encantado, como a muchas personas, los escritores atormentados que acaban matándose. Yo, estoy seguro, no seré uno de ellos, me suicidaré cuando sea feliz.”

“¿Acaso jamás podremos diseñar nuestro propio fallecimiento como alguien planifica su familia, el próximo negocio o las vacaciones siguientes? (...) Aguardo nada más el momento oportuno.”

Alfonso Reyes escribió que ‘sobre cada tumba de suicida debiera abrirse una información a perpetuidad. Sobre cada uno, escribirse un grueso volumen de investigaciones cuidadosas: así conviene al valor de la vida a la orientación de nuestras almas.’

Camus: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: es el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de ser vivida es contestar a la cuestión fundamental de la filosofía.”

“(...) lo más grave es que son los seres sensibles, los más inteligentes y cultos, los creativos, los que hacen bien a los demás, los que no roban ni matan, quienes se suicidan. A los otros habría que ejecutarlos porque ellos no desaparecerán voluntariamente.”

“Aún no era capaz de hacer filosofía del suicidio pero intuía su existencia y sobre todo su importancia.”

“El suicida está solo porque es diferente y en su búsqueda de identificación, de que alguien lo ame tal como es, amará una y otra vez con el mismo resultado: sentirse solo.”

“Y me pregunto en una noche como ésta, en que me atrevo a escribirle: ¿por qué sigo con vida?”

CAPÍTULO XII

“¿Habrá, me interrogo con frecuencia, una cultura del suicidio?”

CAPÍTULO XIII

“(...) la hermosa soledad es la mejor compañía.”

“(...) no estaba hecho, por su formación inicial, para la pobreza o para mantener diálogos idiotas con seres celestiales.”
“Cuánta corrupción del alma os era necesaria para vivir a través de un solo día, cuántas mentiras, cuántas zalemas, enredos, volubilidades y servilismo.” (Fragmento de Virginia Woolf).

“Morir es un arte que no requiere explicaciones o que propone enigmas estéticos, no morales.”

Sylvia Plath lo entendió:
Morir
Es un arte, como casi todo.

“(...) la monogamia y el convencionalismo convierten a la pareja en propietaria de un modesto aunque igualmente terrible infierno (...)”

CAPÍTULO XV

“Morir por honor es francamente una imbecilidad. Los kamikazes creían que su muerte les devolvería la honorabilidad. Pero el problema es que ella sólo aparece con la victoria, Los muertos carecen de honor.”

“(...) escribe acerca de un ángel que está fastidiado del cielo, le aburre mortalmente, consigue un permiso para suicidarse y con decisión se cuelga de una nube.”

CAPÍTULO XVI

“(...) un literato inmenso produzca una obra que revalore el suicidio, dándole dignidad y sentido, como lo hizo Goethe.” (Sobre Las cuitas del joven Werther, de dicho autor).

El pobre suicidio
Heroico para los antiguos griegos

Condenado eternamente por los cristianos

Eludido como tema por los pintores

Idolatrado por los escritores

Temido por los políticos

Combatido por la psiquiatría

“(...) los suicidas, mis héroes predilectos”

“Ah, suicidio, cuantos crímenes se cometen en tu nombre.”

“Su muerte, como la de Sócrates, es un ejemplo ilustre para aquellos que deciden quitarse la vida por mano propia.” (Sobre el suicidio de Séneca).

CAPÍTULO XVII

“(...) ¿morir por propia voluntad para probar el valor del individualismo sobre las masas y sus creencias políticas y religiosas? Esto es matarse cuando ha llegado el éxito (...)”

“(...) una década de suicidios, Eduardo; no olvidemos los de Janis Joplin, Jimmy Hendrix, Jim Morrison y Brian Jones.”

CAPÍTULO XVIII

“(...) existe una abundante bibliografía sobre el suicidio. Lo que ocurre es que la mayoría de los libros son mediocres, cantaletas moralizantes y seudocientíficas. Nos queda The Savage God de Álvarez y desde luego el clásico del tema, El suicidio de Durkheim. Pero en realidad nadie que sea suicida debe leer obras de pretensiones científicas; la muerte vendría antes, en especial si se trata de un lector sensible e inteligente, lo más adecuado es recurrir a la literatura: allí están todas las variantes de la muerte voluntaria y asimismo están las explicaciones más densas y lúcidas.”

“(...) el suicidio es parte de las altas culturas, (...) existe una estética de la muerte voluntaria. Es un arte.”

“Yo dije: si el ajolote escribiera, hubiera hecho lo contrario a Cortázar y de pronto estaría convertido en un monstruoso ser humano que caminaría con rumbo incierto.” (Sobre el cuento El ajolote, de Cortázar.)

“(...) sabe narrar y contar historias; es, en esencia, una mentirosa notable, como lo fueron Chesterton y Münchausen.”

Pavese: “Los suicidas son homicidas tímidos. Masoquismo en vez de sadismo.”

CAPÍTULO XIX

“(...) nunca sé cómo van a terminar las cosas cuando bebemos, La creo capaz de pegarme un tiro en una escena melodramática (...) si alguien me da un tiro, ese alguien tendrá que ser yo.”

CAPÍTULO XX

“La mejor prueba de sus logros económicos y sociales es el alto número de suicidios que tiene.” (Sobre España)

“El ser humano se muere lenta y progresivamente a lo largo de su vida. Muere, cuando a partir de los veinticinco años va perdiendo cien mil neuronas diaramente.” Dr. Vicente Guarner

“(la muerte) despierta la casi totalidad de nuestras reflexiones, de nuestras obras de arte, y su estudio resulta un caudal inagotable para analizar el espíritu de nuestra época y los recursos insospechados de nuestra imaginación.”

“Alfonso Reyes cuenta de una mano que llegó a suicidarse, ¿por qué no entonces habrían de hacerlo los humanos?”

“El suicidio es el acto más sublime y hermoso que persona alguna pueda llevar a cabo, especialmente si llega a él con plena conciencia y no como el resultado de un fracaso. El suicidio corona una obra y si la obra es uno mismo qué mejor. La muerte voluntaria es un acto de elegancia y distinción, no pertenece al estrecho y voluble mundo de la moral, le corresponde a la estética o a la filosofía.”

“El día que las sociedades acepten el suicidio y lo vean como respetuosamente lo han considerado diversos pensadores, ese día estaremos en presencia de una nueva humanidad, más razonable y sensible, en donde la muerte voluntaria sea el supremo acto de la libertad, la mejor hazaña de la libertad.”

“Muchas de las obras maestras del arte han sido producto de la tragedia. Por ello, es probable, buscaba las desgracias.”

“Kafka tiene un pequeño cuento sorprendente: Un artista del hambre (que en mi caso podría ser Un artista del suicidio). Es la historia de un ayunador que trabaja en un circo. El hombre rompe los récords y pasa meses y meses sin probar bocado. Al final, a punto de morir, por completo debilitado, confiesa con voz apenas audible que jamás le gustó la comida. Eso me ocurre a mí: nunca me gustó la vida. Simple y sencillamente no pude acostumbrarme en cuarenta años de experimentarla y eso, debo reconocerlo, que fue algo tedioso que conseguí transformar en un mundo luminoso lleno de interés.”

Bibliografía recomendada:

Durkheim – El suicidio
Revueltas – Los muros de agua y El apando (sobre la desaparecida y cruenta cárcel mexicana de Lecumberri)

William Wordsworth – Argument for suicide
Álvarez - The savage god
Walter Muschg - Historia trágica de la literatura
Cesare Pavese - El oficio de escribir
J. W. Goethe – Las cuitas del joven Werther
Derek Humphry - Salida final

martes, 25 de febrero de 2014

En las garras del crimen – Andrés Caicedo



Andrés Caicedo (escritor colombiano, 1951-1977) es el autor del cuento del mes, En las garras del crimen. Mi fascinación por este autor va en aumento y mi misión por difundir su obra también.

En las garras del crimen Caicedo da vida a un personaje pretencioso y culto (¿intelectual?) que a través de la erudición pone en tela de juicio algunos preceptos establecidos. El texto está inmerso en alusiones literarias y comentarios críticos  e irónicos que con un toque de humor dan como resultado una lectura grata, que retrata un mundo literario donde reírse de uno mismo y juzgar lo sagrado es incluso benéfico.

Pueden encontrar 5 textos más del autor en este enlace, en los que Canibalismo y Destinitos fatales (ambos de 1971) sobresalen por su originalidad y fatídica extrañeza. Maternidad está incompleto, pero pueden leer la versión íntegra en este sitio. En esta página hay un cuento más, Noche sin fortuna.

Existen muy pocos videos en la red en los que aparezca Caicedo, y este es uno de los más populares, el fragmento de una entrevista en la que habla sobre libros y música:




En un contexto más actual, en 2008 la Editorial Norma publicó fragmentos de textos autobiográficos de Caicedo, en los que relata algunas vivencias de la infancia, sus momentos más significativos en la adolescencia y dos intentos de suicidio, de los cuales hay una pequeña selección aquí y de donde escogí el siguiente fragmento:

Mi relación con Patricia ha estado sujeta (ya no) a un grado tal de inestabilidad que yo tuve que recurrir el triple a Valium 10. Primero que todo ella se demoró mucho en dejar de amar a Carlos, y a mí me tocó presenciar una escena de súplica y de amor en vano tal, que me pegó uno de los mayores sustos de mi vida. Y lo que lo acaba a uno no es la droga sino los sustos. Después de eso yo me porté muy duro con ella, repitiéndole que ya no había caso, que ya no la quería, y eso y la separación con su esposo la condujeron a una especie de locura por los hombres; hizo el amor con el más grande y el más chiquito de los cineclubistas de Bogotá, pero siempre venía hacia mí.

Para finalizar, y antes de transcribir el cuento, dejo esta interesantísima entrada de otro blog al que llegué en mi búsqueda, en donde publicaron la entrevista con una de las hermanas de Andrés, Rosario Caicedo, realizada hace unos cuantos días:

  I.G: ¿Qué sientes al ver que el interés por la obra de Andrés Caicedo continúa vivo y que el 2013 fue otro año intensamente caicediano?

R.C: Muy feliz. En el 2013 y en este 2014. En el 2013 se lanzó El atravesado en su traducción al francés.  Imagínate la alegría que sentí al enterarme que el séptimo concurso de cuento en Colombia lleva su nombre. Que me invitaron a Cali a participar en un conversatorio sobre su obra y pude palpar el amor por sus palabras. Y ahora en el 2014 Alfaguara lanzó en el Hay festival la nueva edición de sus cuentos. Y ¡Que viva la música! será lanzada en Inglaterra, Estados Unidos, España y Brasil. Y en Chile, como lo hemos mencionado, la nueva edición de Mi cuerpo es una celda ya está en las librerias.  Sus palabras están alcanzando nuevos idiomas, sus palabras se universalizan, como las palabras de todo buen escritor.


Fotografía por Eduardo Carvajal



En las garras del crimen (1975)

Acaba con mis fuerzas
húndeme de frente
abandóname en la
criminalidad...
M. Jagger/K. Richard - Tumbling Dice

En la fecha que supongo no muy tradicionalmente fatídica de un 23 de diciembre, me recibí de licenciado en Literatura. Mis costumbres solitarias, de poquísimo trato con los intelectuales, me habían preservado de toda ponzoña en el alma, y al no conocer aún el éxito precoz (digamos Scott Fitzgerald a los 23 años, o en nuestro medio el caso más prosaico de este muchachito Lemos que a los 16 publicó, antes de degollarse, una extensa novela sobre dos niños que descubren el amor por medio de la Benzedrina) me sentía impune a cualquier clase de desencanto, melancolía o el común arrepentimiento del hombre de letras que al madrugar sabe que la bohemia tropical o la vagabundería echaron a perder su pasado día. Nada; mi salud física era perfecta, altura mayor de la normal en este país de cafres, rosadita la piel, ausencia total de ojeras, pelo abundantísimo, sistemáticas escaladas a picos no demasiado peligrosos de la Cordillera Occidental Andina y siete piscinas —formato olímpico— todas las mañanas; en cuanto a mi salud mental, alimentado como fui con frondosa coliflor, pescado bien escogido y pan moreno, se fue fortaleciendo por una disciplinadísima lectura de los poetas clásicos, los filósofos agnósticos y los novelistas de descripción psicológica y escueta crítica social; fundamental es advertir que me abstuve de concederle importancia a la dulzarrona mortandad de los románticos y que refuté, en discusiones que fueron grabadas, mimeografiadas y ampliamente difundidas en mi Universidad, los cultores del fantastique y de sus torcidas ramificaciones horroríficas (por no decir horrorosas) o policiacas, generillo éste que parece inventado para la KGB: y que yo consideraba último refugio de los mediocres, de los frustrados fácilmente y de los decadentes a conciencia, pecado que aseguró San Ambrosio, en su Séptimo misterio de la llave, ser el peor ante los ojos de Dios en el infierno.

Tenía, eso sí, unas ganas terribles de que mi carrera en formación pudiese disponer del tiempo completo. No me pareció mejor opción que alquilar un localito en un edificio más o menos destartalado y decididamente polvoriento de la calle Séptima con carrera Octava, frente a ese baluarte de la educación marista que hoy ha sido convertido en juzgado para criminales de la peor estofa. El precio del alquiler era tirando a razonable aunque un tanto no muy módico pero sí bastante comprensible sabiendo cómo van las cosas: dos mil pesos al mes sin contar agua y luz. La oficina era de color ocre recién pintado, techos altos (ahora paso las noches durmiendo en las calles y soñando que el techo desciende hasta aplastarme y allí despierto, con los huesos fríos y tragando polvo) y puertas de caoba. Me la imaginé toda llena de libros y uno que otro afiche. Sonreí al pensar cuántos de mis compañeros de grado no empapelarían las paredes con afiches de la revista Oclae, que mudarían puntualmente a cada nuevo envío. No: yo colgaría, mirando hacia la amplitud más allá de la ventana, el macizo, implacable, un tanto estalinista perfil del gran Giovanni Guareschi.

Entonces firmé contrato por un año (he perdido la cuenta del tiempo que ha transcurrido desde aquello hasta ahora cuando escribo estas líneas con pluma desgastada y mano temblorosa y vengativa: han sido meses o años, no lo sé, el tubo de la perdición no tiene fondo) con ayuda estrictamente parcial de mi madre, la pobre viejecita que hoy se niega a verme y que recluida está en la cama, su pena triplicada por mi pena o al revés, su dolor sosegado por puntuales dosis de morfina que le administra el médico, mi tío Enrique. Menos mal.
Instalé mi amplísimo, limpísimo y fervoroso escritorio de roble americano, sala de espera con muebles comprados a crédito, todos mis libros, y con clavos de acero coloqué muy correctamente, en la puerta de entrada, el aviso que en macizas y convincentes letras de molde rezaba:

Marco Capurro G.
Licenciado en filosofía y letras. Universidad del Valle.
Escritor. Se redactan memorandums definitivos,
textos publicitarios, artículos variados para magazine,
alegatos jurídicos, argumentos filosóficos en orden
primero de complejidad, poemas de amor y de gesta,
cuentos y novelas.

Dispuesto todo así me senté a esperar, y a los dos minutos de impaciencia, a escribir la primera línea de la página 101 de la novela que preparaba entonces y que hoy he perdido, compuesta por diez larguísimas reflexiones de un clérigo transportado a lomo de indio desde el Puerto de Buenaventura hasta el Valle del Cauca, con un epílogo, no menos vasto y en tercera persona, de las formas crecientes del delirio que se apoderaba del carguero de turno al divisar la tierra que pondría fin a su pena. Escribía: “Un día te acordarás de mí, tú, te lo prometo...” (sería extenderme demasiado resumir aquí la historia de los amores que el clérigo dejó en España), cuando tocaron a la puerta, toc, y en mis malas noches lo he seguido oyendo. Con la perplejidad un tanto ginecocrática del que se dispone a abrir cualquier puerta, interrumpí mi labor, refilé el mosaico y con excesiva torpeza abrí.

Ante mí se encontraba una señorita de pelo color platino tapándole por completo el ojo derecho, en clarísimo estilo de peek-a-boo-bang, popular y prohibido allá por los años 40, y yo enrojecí tanto o más que la boina que ella lucía de sólo pensar el terminillo, que me introdujo, no sé cómo y a una rapidez extraordinaria, en terrenos de una literatura (y aún más: de su bochornosa adaptación al cinematógrafo) que yo, sin desconocerlos, los juzgaba perniciosos y de interés social nulo. Tropecé con las cosas (ahora no recuerdo cuáles ¿una valija? ¿La suya o la mía?) y no había terminado de decirle “¿A la orden?” cuando ella, muy segura y de piernas largas, entró y cerró la puerta con un ¡clam! que ahora es el que me despierta.

Se demoró en sentarse, pero habló todo el tiempo. Me temo que no me queda otra opción que consignar la escena en diálogo directo, recurso y no necesidad de estilo que siempre he considerado ligero, tramposo y que atenta precisamente con la que yo creo —o creía— función primordial de la literatura: la densidad de efecto. Pero el hombre que ha caído no tiene por qué hacerse exigencias.

Con voz que espero no me haya salido de pífano le pregunté su nombre.
—Verónica —contestó, apretando los labios.
—¿Lake... acaso? —dije yo, porque el parecido y el talante con aquella antigua actriz de cine era enorme, y porque, en ese caso, yo he debido estar vestido más de acuerdo con las películas de gangsters que hacía ella, por lo menos con sombrero (pero ¿con este clima?) y con cigarrillo pegado a los labios, pero no fumo. Además, he detestado el cine desde pequeño.

Ella me miró un tanto asombrada, no mucho, no muchito.
—­Nonis —dijo—. Pero no le quiero dar mi verdadero nombre. Por lo menos en este momentico no. Pongamos que mi apellido es Urdinola. Venía de comprar un papel sellado y vi su anuncio. Al lado de esta oficina queda una dentistería. —Y se rió entre “Ji, Ji” y un “Jeeeee” profundo. Continuó:
—El hecho es que tengo una hermana que sufre mucho de una enfermedad muy grave. Muy grave pero eso sí: muy digna. Y yo la adoro. Entonces lo que quiero es escribirle una dedicación bien bonita, si fuera posible larga. Digamos unas 120 páginas a doble espacio. Ella en realidad es una escritora. Lo que pasa es que ya no escribe, la enfermedad no la deja.
—¿Ha publicado algún título?
—Publicar no. Tampoco creo que tenga calidad de publicación. Tiene 17 años. Sabe usted, nosotras pasamos la niñez en los páramos del acantilado del Océano Pacífico. Mi padre explotaba una mina de mármol. Crecimos en casa confortable pero el clima era malsano. Me recuerdo jugando a las muñecas bajo la lluvia.

Aparté, espantado, la posibilidad de orientarme por la vertiente de la novela Gótica para la dedicatoria que la señorita Verónica me pedía. Mi escalofrío ni la inmutó. Afuera rechinaba el sol implacable.

(¿Será posible una forma de escritura diferente a la verbalización, cada vez que un diálogo se interrumpe, digamos, por una reflexión?).

Ay Dios: Continuó.
—Supongo, eso sí, que el clima era propicio para la descripción de la tristeza. Dejó de jugar conmigo a las muñecas y se encerró a escribir. Eso fue entre los 9 y los 15 años. Unas doce mil páginas a mano, letra menuda como pata de torcacita recién nacida —se me hizo brillante la comparación (aunque no exenta del enojo de tener que acordarme de Leonardo Fabio) y la apunté en mi cuaderno de notas.
—Si pudiera escribir ahora —dijo— ya sería distinto. Tiene toda la experiencia de su enfermedad. Y supongo, joven, que estará de acuerdo conmigo en que mientras los puntos de vista de ustedes, los hombres —me señaló con el dedo meñique y yo me desempolvé el vestido—, alcanzan a madurar a los 25 (¿Qué edad tenía yo en la época de la entrevista que narro?), nosotras las mujeres los tenemos listicos a los 16. ¿O es que va a decir que no?
—No —dije, menos intimidado que de sincero acuerdo. Sentí alegría. Ella ya se había sentado, pero no le gustó el cuero de mis muebles y volvió a pararse. Habló con nostalgia agitada y muy sufrida:
—Su inspiración constante, me acuerdo, voraz, habría cristalizado en un estupendo estilo y en una profunda complejidad argumental, pero ya ve (dijo ese ve con un tonito que me recordó antiguas pesadillas en las que al despertar encontraba frente a mí el croquis, la silueta de una figura por lo general bella y siempre femenina cuyos interiores bulbosos eran precisamente los que me habían atormentado en sueños) no escribe más. No puede.

Se sentó en mi asiento detrás del escritorio. Se llevó las manos a la cara. Suspiró demasiado profundo y se levantó de nuevo. El ojo izquierdo era negro y muy grande y con ojeras arriba y abajo. Recuerdo que pensé: “¿Pero qué enfermedad es? ¿Y no será contagiosa?”. Mas sentí pena de preguntar. Resolví que era tuberculosis.

—Yo también me he sentido muy decaída —dijo, ya sin lamentarse, como si informara sobre un hecho—. Y sé que una dedicatoria bien bonita me levantaría el ánimo. Como una especie de biografía en la que yo —y casi se hunde la uña del dedo índice en su grandote corazón— llevaría el segundo papel en importancia.
—¿En tercera o en primera persona? —inquirí, en tono profesional. Y luego: —Ni me le acerco al tufillo pseudopoético de la segunda persona, difundido en nuestros medios por algunos malhadados mexicanos que estarían mejor cantando rancheras.
—En tercera —dijo, con mucha seguridad, y luego un tanto desafiante: —Usted firmaría el escrito ¿no?
Torcí los ojos hacia un techo sin vida y el cuello me crujió y la miré de nuevo, doloroso, pensando: Voy a acceder. Le pedí que se sentara, en tono más o menos definitivo. Me obedeció, pero estuvo palmoteándose todo el tiempo las rodillas, a mí que me pone surumbático ese movimiento. Me explicó que era dos años mayor que su hermana, “Aunque usted no lo crea”.
—¿Cómo aunque usted no lo crea?
—Ja —gritó casi. Y después—: Es un modo de decir.
—Este es un asunto poco común, ¿sabe? —dije, pelando mi horrible empalizada de dientes amarillos—. Así que... antes de formalizarlo quisiera más explicaciones... por lo menos preliminares.
Pensé: “De no ser por los puntos suspensivos yo no tendría nada que envidiarle a Philip Marlowe”, pero rechacé la idea o la enrevesé, mejor con el recuerdo de la discusión que sobre este personaje sostuve, en el Auditorio Principal, con Orlando Toro, un alumno aventajado aunque un tanto histérico y decididamente colonizado, que murió a los 3 meses en medio de una borrachera y con la cabeza bajo la triple rueda de un camión, ¡Flap!, reventada como madura sandía.

Pero mi cliente ya venía diciendo:
—En realidad, todo el tiempo me la he pasado cuidándola. Quiero decir, desde que no seguimos jugando a las muñecas. Nadie me cree, pero cuando mi papá salía, hasta el tetero le daba. La recuerdo haciendo los últimos suspiros de delicia y luego yendo a escribir largos poemas sobre la experiencia de mamar la leche en tetero de plástico... ¡Ah, qué días aquellos!
—¿Podría echarle una ojeada a esos manuscritos? —pregunté, más con interés literario que detectivesco. ¿Cómo? ¿Fue que pensé lo que acabo de escribir? ¿Entonces qué es lo que soy ahora, un policía de película metido a relatar brevemente (las fuerzas no me dan para más) su desgracia?
—No, imposible. Si se da cuenta me-ma-ta. No puede pararse de la cama pero no sabe usted la de yerbas que conoce. Además ella guarda en secreto la llave del baulito en donde están los manuscritos. Pero no se preocupe usted, que yo lo voy a dejar inventar, utilizar su imaginación. Tampoco podemos obligar a un escritor a plegarse a los caprichos de dos niñas ridículas.

Aquel podemos me preocupó más, pero después sus palabras me hicieron pensar en Los Caprichos, porque le había salido como encrespadito, como todo consentido y lindo. Ella compartía también mi ensoñación, pero la ha debido sentir dentro de sí mucho más urgente e importante, porque fue la primera en interrumpirla para explicarla:
—¡Ay, se ve tan aristocrática así toda recostada (Yo apunté la frase), con el pelo tan largo y rubio! —Miró su reloj. Se levantó, asustada. Pensé que me hubiese gustado, en mis niñeces, jugar a las arañitas con ese par de rodillas. Estaba realmente muy nerviosa—. Bueno —explicó— ¿Qué más desea el lector?: ¿Explicó?, ¿contó?, ¿dijo?, ¿mustió?, ¿intercedió?, ¿requirió?, ¿sibiló?, esta última palabra para enriquecer en sauria i el conocido y monotísimo axioma del fanfarrón y pseudovanguardista J. Cortázar. (¡Ah, los caminos sin fin de la vana literatura!), supongo que vendré todos los días e iremos charlando con el señor Capurro.
—Dígame Marco, si no es molestia.
—Me da lo mismo Marco que Capurro. Ambos nombres me suenan a piscina.
Quise reír, pero memoricé la salida, para anotarla después. Todavía quedaba algo muy importante por tratar, así que dije, con el aire más angelical del mundo:
—Entonces, ¿me decía?
—Sí. Que no es sino acordar un horario. Y que ahora tratemos de los asuntos enojosillos pero de rigor, como los costos y las horas que usted tiene disponibles.
Casi le digo: “Para usted, todas”, pero volteé un tantico el cuello hacia la ventana, olí el calor y puse ojos de indio divisando por primera vez el Valle.
—Trabajo en la novela que puede ver sobre el escritorio.
Hizo como una especie de AAAAAAAAAA de curiosidad y aprobación y progresó como en medias lunas hacia el manuscrito y ojeó, me parece, el párrafo más pobre de la página 101, mientras yo intentaba dar razones, diciendo:
—Eso lo hago de 8 a 12 de la mañana. La hora en que me cogió usted. Y mire, ¿quiere la biografía para una fecha determinada?
—Me parece que cuestión de 15 días.
—Me parece correcto. Poseo una enorme capacidad de trabajo.
—Eso veo (¿se burla?).
—Bueno —dije, como por no decir, y me senté. Ella miraba su reloj. Por trabajo de mes entero cobro siete mil. A usted le voy a cobrar exactamente tres mil quinientos. (Ni sonrió siquiera). Me los paga en dos contados, si le queda mejor.
—Sí, pero el primero no hoy. Mañana por la tardecita. ¿Entonces estamos?
—Sí.
Me dio su mano, seca como pared exterior de acuario, y luego:
—Un consejo: no le hable de esto a nadie. Escritor que cuenta su obra antes de terminarla, se le quedará en veremos.

Y se despidió con el ¡Clam!, el que pone fin a mis pobres sueños.

Al otro día volvió a la hora convenida, con el ojo un tanto más claro y agrandado por no sé qué emoción que me excluía. Yo la había esperado desde la una y media hecho un erizo de nervios después de pasar la noche en vela repasando mi Indice de Libros Prohibidos, y lo confieso, salvando, en concienzuda operación, algunos volúmenes del ostracismo.

Recuerdo que ese primer día de trabajo después de irse mi Dama Misteriosa, yo pasé por una alegría alborotadora de cerrar temprano la oficina para irme a mirar montañas pensando en el posible tema a escoger: Mujer casi niña encamada antes del tiempo, consumida de aristocracia. Precocidad, muerte prematura. La cosa no me gustaba ni cinco. Aquello me habría remitido al ejemplo más obvio de la familia Bronté, a Poe, tan ridículo en su suficiencia. Digo, ¿llegaría a aceptar como hecho normal el colmo de componer una novela con todos los elementos que yo había atacado tan lúcida, tan elocuentemente desde mis años de bachillerato? resolví en todo caso y como salida extrema que los opiómanos y dipsómanos eran mejor y más digna opción que la novela tan pretenciosamente “redescubierta” y llamada negra por críticos pasajeros y hasta con sus plumitas, y de la que eran autores principales Raymond Chandler, Dashiell Hammett y James M. Cain (al primero siempre lo relacioné con el belfo H. P. Lovecraft por esa afición definitivamente maricona hacia los gatos), para no hablar de Ross MacDonald, causante directo de que yo tajara mi larga relación epistolar con el español Miguel Marías (recuerdo, sobre todo, discusiones sostenidas sobre las sendas cartas entre Stevenson y James), cuando me espetó, en papel de 35 gramos y por ambas caras, que consideraba aquél como “el mejor y más profundo escritor vivo”. Gulp. En esa época yo me podía dar el lujo de sentir orgullo por no escribir.

Pero ella volvió, contenta por lo puntualita aunque con una amargura que me impresionó, por lo distinta y por lo que parecía tan esencial en ella, como si la hubiese tenido adentro desde que nació. Y yo, lo juro, no se la había notado el día anterior.

¿Sería porque se trataba del primer dinero ganado en mi profesión que le noté la mano un tanto más grande y áspera cuando me extendió el cheque correspondiente? No cometí la imprudencia de mirarlo.

El mechón color platino lo tenía igualmente dispuesto, aunque habían aparecido unas tanticas arrugas enhebrando las ojeras del ojo derecho, producidas, según me dijo, por la pésima noche que le hizo pasar su hermana (¿verdad que es curioso o imprudencia mía o signo del destino haber preguntado nunca el nombre de la otra?), pues había gemido y se había jalado el pelo y dicho cosas muy horribles. Contenta estaba de verme, y mucho, pero enojada con su hermana. Y cuando le expliqué mis planes de crear una narración en base a una niña que renuncia al mundo por orgullo, porque el mundo no le alcanza, porque ella es mejor que la cultura a la que pertenece, la misma que día por día desvirtúa conciencias, se mostró un poco reticente. Pero aseguré:
—Yo la haré parecer, en la cama enferma y todo, mucho más bella que tantas peladitas que andan por allí voltiando.
Entonces gruñó (¿había gruñido el día anterior?). La nariz se le encrespó y me dijo, con el ojo llameando malignamente:
—Es que ahora no quiero hacerla parecer bella. Quiero castigarla por toditico lo que me ha hecho.
Y estiró el brazo hacia mí, subiéndose muy rápido la manga y yo miré, atajando la respiración. Había allí, desde las muñecas a las venas del codo, cinco clarísimos surcos de uñas furiosas que ni Ann-Margret en su peor película. Me avergonzó, de nuevo, la referencia involuntaria de mi pensamiento. No hay cosa que deteste más que la pseudocultura de trivia cinematográfica. En todo caso no supe qué decir, y con ganas de sobarle su bracito fui guardando las 10 páginas que ya tenía escritas de alabanza a su querida hermana.
Afortunadamente ella comenzó a hablar, a darle forma parcial a una agitación que sufría ya desde mucho antes.
—Nadie sabe lo exigente, lo grosera, lo cruel que es... Que el cafecito con su menjurje raro, que la muñequita coja, que el lapicerito para escribir las melancolías diarias. Cuando al menos se ocupaba de algo, pero ahora no es sino pasársela mirándome a la cara, y con esa belleza que destella. Pero yo sé que me mira con envidia. Porque lo que yo tengo de especial ella no lo tuvo, ni lo tiene, ni lo tendrá jamás... Ella, claro, la mujer más bella... Mi boca, mi cara, mi piel tan suave...

Empezó a darle una tembladera que la hizo ver tan frágil y tan desamparada, y como si se diera dentro de otra naturaleza, opuesta casi a la que yo había conocido el día anterior; así que fui y busqué en el pequeño pero básico botiquín uno no, dos, Valiums blues, pero sus pasos se acercaban y su respiración traqueteaba demasiado como para que mis dos manos obedecieran sin tumbar cosas, creo que una porcelana. Entonces una de sus manos, la derecha como zarpa, me agarró de la nuca y zarandeándome (he debido perder un millón de pelos) me obligó a alzar la cara para que viera todavía más; que con la izquierda se había apartado el mechón colgante y entonces era que me estaba exponiendo la costra, el pellejo tieso, ¿la lepra?
—No. Ella me arrojó café hirviendo, y bien oscuro como es su gusto, en esta pobre cara mía. Porque yo no le traje a tiempo la muñeca que cojea.
No pude decir nada. Me tocó echar cara a mis recuerdos de cuando en compañía de mi madre tuve oportunidad de observar The Big Heat, de Fritz Lang. ¿Habían copiado ellas de esa película la idéntica escena de atroz violencia? ¿O fue al revés?
—¿Entonces por qué semejante sumisión? —pregunté— ¿Por qué no se va a otra parte, por qué no la abandona de una vez?
—No —me dijo, con voz tan ronca que casi no la reconozco como suya—. Quiero que tenga una larga vida y que usted escriba una novela más larga aún sobre las maldades que ella me hace. Quiero que usted la describa horrible e implacable. Y que esta desfiguración facial mía se le trasmute a ella, pero por dentro. Que le vaya carcomiendo el alma. No me importa pagar 20 veces más. Quiero que cada semana me tenga un capítulo. Mi tortura se efectuará por el sistema de entregas.

Y dio un soplido y se fue, esta vez sin azotar la puerta. No llevaba boina ni reloj y le habían crecido los pelos de las piernas. Parecía heroína de otro género, ya no sé de cuál, ni de qué calidad, ni qué arte.

Me dolió quedarme tan solo. Me tomé los 20 miligramos de blues, y antes que los sintiera apaciguar adentro, las ideas habían empezado a surgirme rápido y duro en la cabeza. Ya no sería Poe, ni Patrick B. Bronté, ni las desventuras de una especie de joven Werther hermafrodita. ¿Prevalecería el doble punto de vista, ambiguo y no anulativo de Henry James, porque, cómo poder estar seguro de que Verónica no le inflingía maldades iguales o peores que las que su hermana le administraba? Y si la menor se había visto obligada a guardar cama debido a terrible maquinación tipo ¿Qué pasó con Baby Jane? Que valga al menos como ejemplo, porque como exploración es ridícula. Y otra cosa: ¿acaso Henry James no escribió toda su vida novelas por entregas? Sí o no, qué ilustre predecesor tenía.

Otra cuestión era: ¿cuál de las dos alcanzaba a ser más bella, antes de que empezaran las hostilidades? Concebí argumentos de incesto con el padre (¿difunto? ¿pródigo?), ¿por qué no?: un viejo fanático y dos jóvenes casaderas en la soledad de los últimos parajes de la Cordillera Occidental, pensando todo el día en la visión del mar, allá, de la ciudad, acá. Obligativo paisaje para una pasión tenebrosa, única y excluyente. Pero entonces, ¿cuál de las dos era la referida? Resolví que Verónica, única a la que conocía y que tantos momentos de gozo me había regalado con su presencia, ojo tapado o no. La otra, entonces por odio, le quemó la cara después de intentar por todos los medios parecerse a ella.

Y aquí cerré las ventanas, salí alelado e indiferente al mundo que me rodeaba, pues estaba dándole mordisquitos al más sublime de los temas: el de la suplantación de personalidad. La hermana recluida había tratado de parecerse a la otra en su totalidad, física y espiritualmente, para ganarse los favores del padre, personaje que sufriría, como Lot, de prolongadísimo éxtasis de la paidofilia. La pequeña hermana trataría pues de suplantar a Verónica; y de conseguir con éxito ser su fascímil, una de las dos, muy posiblemente la que sirvió de modelo, se haría innecesaria y tendría que desaparecer. Ahora no me cuesta nada confesar que este tema de fuente kierkegaardiana del hurto de la personalidad me fue sugerido en primera instancia no por la lectura de los difíciles tomos del filósofo, sino por la obra maestra del cineasta que es primo hermano de Ingrid Bergman, y cuyo título no menciono para no pecar de snobismo y pedantería.

Persona amilanada por las virtudes de la otra, persona reducida a la nada: he allí mi argumento.

En la calle me molestaron todos los niños ante mi aire lewisiano; una chica de lo más linda me aseguró, burletas, que si no cerraba la boca se me iban a entrar las moscas, y a punto de atropellarla estuvieron bicicletas, taxis, y un camión cuyo chofer venía maldiciendo todo el camino desde Buenaventura.

Así me recluí de nuevo en mi oficina y escribí y escribí y me sentía como con ríos por dentro, y las piedras no chocaban o yo me deslizaba sobre ellas, y no tenía quejas para con el mundo y ni me di cuenta de la noche (a la que destesto), y así vinieron el primero y los otros nuevos días, y cuando me cansé de estar sentado adopté las posiciones de Hugo, del Dr. Itard y de Balzac, de Hemingway, el Sumergido de Virginia Woolf, el llamado Sesenta y nueve de Gertrude Stein y Alice B. Toklas, y como yo no participaba de la luz ni me arredraba la oscuridad, mi madrecita iba a socorrerme con sandwiches de queso y pepsis, y en la mañana del viernes, un día antes de la hora en que se suponía debía visitarme Verónica, una botella de vino Santo Tomás rosado que degusté con fina dulzura y un tanto de borrachera, pero no me hice recriminaciones. Porque para el momento en que mi amor llegara yo le tendría, a modo de que fuera y atormentara a su hermana, 12 entregas de mi obra maestra, en letra tan pulcra que los que por esto le dieron el Primer Premio al malnacido Edgar Poe por su Manuscrito encontrado en una botella, habrían hecho el rejejoy y la curvatura, de haber podido yo alterar el curso de la historia.

Entonces sucede. A las 9 de la mañana de un diciembre, que supongo, es el mes de la alegría, salgo a pasear con mi carpeta bajo el brazo, leyendo (sin marearme) las primeras palabras que me legarían la posteridad.
Despreocupadamente fui caminado hacia el leñoso norte de la ciudad, más o menos llenecito de jóvenes que, revoloteando, se preparaban para siesta y fiesta. Todo eso —ellos, tal vez, no lo advertían— en el verano de las golondrinas arrebatadas por la luna, de las enchamarcadas. Y si me dejan, de mangos pintones y grosellas enracimadísimas. Pero concluyendo vamos, acortando el sano orden de las vidas.

Pues acontece que decido torcer esquina. Y antes de dar un paso en el otro lado, tropiezo con un resplandor que me obliga a apartar la vista hasta de mis palabras. Y hela ante mí, lector, y más bonita que nunca, a la Verónica del nombre falso. Y al ladito su hermana tan exacta a ella que tuve un acceso (hoy es absceso) de timidez primitiva y no supe a cuál de las dos saludar primero.

Venían cogiditas de la mano, ambas con boina y con el peek-a-boo-bang y amándose a la luz pública con una descaradísima belleza, radiantes de la admiración mutua.

Arruguitas alrededor del ojo sí tenía la hermana menor, la supuesta encamada. Sólo que sus piernas (a diferencia de las de Verónica) eran perfectas, no tosía ni esputaba ni a nadie odiaba. Tenía, como dicen, el mejor genio del mundo. Y nunca persona alguna me dio tal aire de jamás haber escrito una sola línea de literatura.
Se parecían tanto que pudieron con toda comodidad alternar las visitas sin que yo notara diferencia alguna pues, de hecho, al término de la segunda visita quedé aún más enamorado de la primera persona.

No vieron mi carpeta desbordada de manuscritos sino el horror en ojos frente pelo nariz pescuezo boca y en algunas personas expresión así les produce una risotada, dos en este caso particular. La segunda fue comunicada según emisión más ronca, es la pura verdad. No pensé siquiera en apartarles el peinado para comprobar cuál de las dos era la de la cara quemada, pues se me hizo una blasfemia interrumpir aquella fisicidad feliz dada en par, y tal exactitud y comprensión de propósito ante la existencia toda.

Cuando se fueron de mí, dando largos pasos dignos, todavía se reían. Si ante un encarnamiento de perfección creo que insuperable, ya estaba dispuesto otro que lo reemplazara, ¿con qué objeto recrearlo por medio de palabras? ¿Qué haría entonces con ese paco de escritura?, sólo para seguir con la más fácil de las preguntas. Lo he perdido, si quieren saber, lo he tirado, lo he canjeado por cerveza. ¿Podrá el lector más avispado ayudarme a resolver las otras dudas? ¿Por qué razón tuve que ser yo el escogido? ¿Mandato tallado antes del primero de los siglos o puro azar y capricho femenino de venir y comprar un papel sellado y morirse de la risa ante el aviso de mis aptitudes? ¿El plan fue concebido por ella? ¿Por las dos? ¿En qué medida contribuí yo, rumbo y corazón deshechos, a trazar el plan? ¿Por qué acceder a darme el cheque y a la vez tanto cariño? ¿O el cariño no fue tanto, cierto? Lo que pasa es que yo me imagino, invento, exagero un poco las cosas. ¿De qué sirve entonces la literatura? ¿Quieren que les haga más preguntas?

O mejor el que les informo soy yo. Que soy un loco de muy buena familia. Que he dado tanto escándalo por estas calles que mi madre se encamó de la pena y hoy amenazó con desheredarme. He pescado la tuberculosis y no tengo lecho ni pañuelito dignos: pero a la larga no me importa. “Pueden decirme que yo no soy ni mi sombra, que me ven y no me conocen, que ya no tengo remedio, que ya yo me perdí”.

Pero lo que nadie sabe es que en estos últimos mil años yo no he hecho otra cosa que buscar a la parejita ésa. Y cuando la encuentre van a ver.