viernes, 30 de diciembre de 2016

No respiramos: Inflamos fantasmas - Édgar Omar Avilés





No respiramos: Inflamos fantasmas (Posdata Editores, 2014) de Édgar Omar Avilés (escritor mexicano, 1980) es el quinto libro de cuento publicado por el autor. Estas páginas reúnen ochenta minificciones peculiares y sorprendentes, bellas y también terroríficas que en un espacio muy breve de tiempo reconfiguran la realidad.

En el universo de Avilés, la realidad no es más que una cadena de suposiciones o hipótesis colectivas (como lo declara en esta entrevista para Revista Marabunta en 2015) que ocultan mucho más de lo que tratan de esclarecer, mismas que con el distintivo particular de lo fugaz, el autor traduce en un catálogo de ingeniosas interpretaciones.

El inconsciente y los sueños, las descripciones, los esclarecimientos, el origen de los suspiros e historias circulares e infinitas que imitan a los ancestrales símbolos de los uróboros permiten conocer una parte de la creatividad ilimitada y maravillosa de Avilés.

En particular, su relato breve «Una gota de rocío» remite al cuento «El incidente del Puente del Búho» de Ambrose Bierce, y «Little boy» ofrece un desarrollo alterno que, sin embargo, resulta en el mismo desenlace para los habitantes de Hiroshima que fallecieron en 1945 debido a la explosión de la bomba atómica nombrada de esa forma.

Las siguientes son sólo algunas de mis preferidas:

Vestir

Nacemos por pudor: las almas cubren su desnudez con un cuerpo.


Neonatos

De algunos ahogados no se encuentra el cadáver porque se supieron en el vientre de su madre y volvieron a nacer.


Es la noche hermosa

Y va creciendo el resplandor de las estrellas, hasta que se impactan todas en la tierra.


Luz

La noche es luz de un sol negro. Con esa luz vemos lo que realmente hay en el mundo: nada. En la clara oscuridad del día, los focos prendidos y el fuego de las velas, no vemos: imaginamos ciudades y rostros que no existen. 


Siete confesiones 
(fragmento)

Uno de cada cinco humanos no existe, y los otros cuatro lo imaginan.

Escribo para que el rencor de mis personajes no se vuelva contra mí.

No respiramos: inflamos fantasmas.


Felipe Garrido afirma, al finalizar su Credo para el Encuentro Internacional de Cuentistas de la FIL de Guadalajara 2014, que «La estética del cuento corto es la estética del relámpago», y los relatos breves de Avilés tienen precisamente la duración que tiene un rayo, y también una energía contundente. Son el filo del hacha a la que se refería Kafka al hablar sobre literatura: «Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros».

Pueden leer varias de estas historias cortas en el primer número del suplemento «Letras para llevar» de la Gaceta Nicolaita de la Universidad Michoacana.

El libro está a la venta en la página de Kichink de la editorial.

jueves, 29 de diciembre de 2016

El gigante ahogado - J. G. Ballard (cuento)

J. G. Ballard




El gigante ahogado



   En la mañana después de la tormenta las aguas arrojaron a la playa, a ocho kilómetros al noroeste de la ciudad, el cuerpo de un gigante ahogado. La primera noticia la trajo un campesino de las cercanías y fue confirmada luego por los hombres del periódico local y de la policía. Sin embargo, la mayoría de la gente, incluyéndome a mí, no lo creímos, pero la llegada de otros muchos testigos oculares que confirmaban el enorme tamaño del gigante excitó al fin nuestra curiosidad. Cuando salimos para la costa poco después de las dos, no quedaba casi nadie en la biblioteca donde mis colegas y yo estábamos investigando, y la gente siguió dejando las oficinas y las tiendas durante todo el día, a medida que la noticia corría por la ciudad.

En el momento en que alcanzamos las dunas sobre la playa, ya se había reunido una multitud considerable, y vimos el cuerpo tendido en el agua baja, a doscientos metros. Lo que habíamos oído del tamaño del gigante nos pareció entonces muy exagerado. Había marea baja, y casi todo el cuerpo del gigante estaba al descubierto, pero no parecía ser mayor que un tiburón echado al sol. Yacía de espaldas con los brazos extendidos a los lados, en una actitud de reposo, como si estuviese dormido sobre el espejo de arena húmeda. La piel descolorida se le reflejaba en el agua y el cuerpo resplandecía a la clara luz del sol como el plumaje blanco de un ave marina. Perplejos, y descontentos con las explicaciones de la multitud, mis amigos y yo bajamos de las dunas hacia la arena de la orilla. Todos parecían tener miedo de acercarse al gigante, pero media hora después dos pescadores con botas altas salieron del grupo, adelantándose por la arena. Cuando las figuras minúsculas se acercaron al cuerpo recostado, un alboroto de conversaciones estalló entre los espectadores. Los dos hombres parecían criaturas diminutas al lado del gigante. Aunque los talones estaban parcialmente hundidos en la arena, los pies se alzaban a por lo menos el doble de la estatura de los pescadores, y comprendimos inmediatamente que este leviatán ahogado tenía la masa y las dimensiones de una ballena.

Tres barcos pesqueros habían llegado a la escena y estaban a medio kilómetro de la playa; las tripulaciones observaban desde las proas. La prudencia de los hombres había disuadido a los espectadores de la costa que habían pensado en vadear las aguas bajas. Impacientemente, todos dejamos las dunas y esperamos en la orilla. El agua había lamido la arena alrededor de la figura, formando una concavidad, como si el gigante hubiese caído del cielo. Los dos pescadores estaban ahora entre los inmensos plintos de los pies, y nos saludaban como turistas entre las columnas de un templo lamido por las aguas, a orillas del Nilo. Durante un momento temí que el gigante estuviera sólo dormido y pudiera moverse y juntar de pronto los talones, pero los ojos vidriados miraban fijamente al cielo, sin advertir esas réplicas minúsculas de sí mismo que tenía entre los pies.

Los pescadores echaron a andar entonces alrededor del cuerpo, pasando junto a los costados blancos de las piernas. Luego de detenerse a examinar los dedos de la mano supina, desaparecieron entre el brazo y el pecho, y asomaron de nuevo para mirar la cabeza, protegiéndose los ojos del sol mientras contemplaban el perfil griego. La frente baja, la nariz recta y los labios curvos me recordaron una copia romana de Praxíteles; las cartelas elegantemente formadas de las ventanas de la nariz acentuaban el parecido con una escultura monumental.

Repentinamente brotó un grito de la multitud, y un centenar de brazos apuntaron hacia el mar. Sobresaltado, vi que uno de los pescadores había trepado al pecho del gigante y se paseaba por encima haciendo señas hacia la orilla. Hubo un rugido de sorpresa y victoria en la multitud, perdido en una precipitación de conchillas y arenisca cuando todos corrieron playa abajo.

Al acercarnos a la figura recostada, que descansaba en un charco de agua del tamaño de un campo de futbol, la charla excitada disminuyó otra vez, dominada por las enormes dimensiones de este coloso moribundo. Estaba tirado en un ligero ángulo con la orilla, las piernas más hacia la costa, y este detalle había ocultado la longitud real del cuerpo. A pesar de los dos pescadores subidos al abdomen, el gentío se había ordenado en un amplio círculo, y de cuando en cuando unos pocos grupos de tres o cuatro personas avanzaban hacia las manos y los pies.

Mis compañeros y yo caminamos alrededor de la parte que daba al mar; las caderas y el tórax del gigante se elevaban por encima de nosotros como el casco de un navío varado. La piel perlada, distendida por la inmersión en el agua del mar, disimulaba los contornos de los enormes músculos y tendones. Pasamos por debajo de la rodilla izquierda, que estaba ligeramente doblada, y de donde colgaban los tallos de unas húmedas algas marinas. Cubriéndole flojamente el diafragma y manteniendo una tenue decencia, había un pañolón de tela, de trama abierta, y de un color amarillo blanqueado por el agua. El fuerte olor a salitre de la prenda que se secaba al sol se mezclaba con el aroma dulzón y poderoso de la piel del gigante.

Nos detuvimos junto al hombre y observamos el perfil inmóvil. Los labios estaban ligeramente separados, el ojo abierto nubloso y ocluido, como si le hubieran inyectado algún líquido azul lechoso, pero las delicadas bóvedas de las ventanas de la nariz y las cejas daban a la cara un encanto ornamental que contradecía la pesada fuerza del pecho y de los hombros.

La oreja estaba suspendida sobre nuestras cabezas como un portal esculpido. Cuando alcé la mano para tocar el lóbulo colgante alguien apareció gritando sobre el borde de la frente. Asustado por esta aparición retrocedí unos pasos, y vi entonces que unos jóvenes habían trepado a la cara y se estrujaban unos a otros, saltando en las órbitas.

La gente andaba ahora por todo el gigante, cuyos brazos recostados proporcionaban una doble escalinata. Desde las palmas caminaban por los antebrazos hasta el codo y luego se arrastraban por el hinchado vientre de los bíceps hasta el llano paseo de los músculos pectorales que cubrían la mitad superior del pecho liso y lampiño. Desde allí subían a la cara, pasando las manos por los labios y la nariz, o bajaban corriendo por el abdomen para reunirse con otros que habían trepado a los tobillos y patrullaban las columnas gemelas de los muslos.

Seguimos caminando entre la gente, y nos detuvimos para examinar la mano derecha extendida. En la palma había un pequeño charco de agua, como el residuo de otro mundo, pisoteado ahora por los que trepaban al brazo. Traté de leer las líneas que acanalaban la piel de la palma buscando algún indicio del carácter del gigante, pero la dilatación de los tejidos casi las había borrado, llevándose todos los posibles rastros de identidad y los signos de las últimas circunstancias trágicas. Los huesos y los músculos de la mano daban la impresión de que el coloso no era demasiado sensible, pero la precisa flexión de los dedos y las uñas cuidadas, cortadas todas simétricamente a una distancia de quince centímetros de la carne mostraban un temperamento de algún modo delicado, confirmado por las facciones griegas de la cara, en la que se posaban ahora como moscas todos los vecinos del pueblo.

Hasta había un joven de pie en la punta de la nariz, moviendo los brazos a los lados y gritándoles a otros muchachos, pero la cara del gigante conservaba una sólida compostura.

Regresando a la orilla nos sentamos en la arena y miramos la corriente continua de gente que llegaba del pueblo. Unos seis o siete botes de pesca se habían reunido a corta distancia de la costa, y las tripulaciones vadeaban el agua poco profunda para ver desde más cerca esta presa traída por la tormenta. Más tarde apareció una partida de policías y con poco entusiasmo intentó acordonar la playa, pero después de subir a la figura recostada abandonaron la idea, y se alejaron todos juntos echando miradas divertidas por encima del hombro.

Una hora después había un millar de personas en la playa, y doscientas de ellas estaban de pie o sentadas en el gigante, apiñadas en los brazos y las piernas o circulando en un alboroto incesante por el pecho y el estómago. Un grupo de jóvenes se había instalado en la cabeza, empujándose unos a otros sobre las mejillas y deslizándose por la superficie lisa de la mandíbula. Dos o tres habían montado a horcajadas en la nariz, y otro se arrastró dentro de uno de los orificios, desde donde ladraba como un perro.

Esa tarde volvió la policía y abrió paso por entre la multitud a una partida de hombres de ciencia —autoridades en anatomía y en biología marina— de la universidad. El grupo de jóvenes y la mayoría de la gente bajaron del gigante, dejando atrás unas pocas almas intrépidas encaramadas en las puntas de los dedos de los pies y en la frente. Los expertos anduvieron a pasos largos alrededor del gigante, deliberando con señas vigorosas, precedidos por los policías que iban apartando a la multitud. Cuando llegaron a la mano extendida, el oficial mayor se ofreció para ayudarlos a subir a la palma, pero los expertos se negaron apresuradamente. Luego que estos hombres regresaron a la orilla, la muchedumbre trepó una vez más al gigante, y cuando nos marchamos a las cinco ya se habían apoderado totalmente del cuerpo, cubriendo los brazos y las piernas como una compacta banda de gaviotas posada en el cadáver de un cetáceo.

Visité de nuevo la playa tres días después. Mis amigos de la biblioteca habían vuelto al trabajo, y habían delegado en mí la tarea de vigilar al gigante y preparar un informe. Quizá entendían mi interés particular por el caso, y era realmente cierto que yo estaba ansioso por volver a la playa.

No había nada necrofílico en esto, porque el gigante estaba realmente vivo para mí, más vivo por cierto que la mayoría de la gente que iba allí a mirarlo. Lo que yo encontraba tan fascinante era en parte esa escala inmensa, los enormes volúmenes de espacio ocupados por los brazos y las piernas que parecían confirmar la identidad de mis propios miembros en miniatura, pero sobre todo el hecho categórico de la existencia del gigante. No hay cosa en la vida, quizá, que no pueda ser motivo de dudas, pero el gigante, muerto o vivo, existía en un sentido absoluto, dejando entrever un mundo de absolutos análogos, de los cuales nosotros, los espectadores de la playa, éramos sólo imitaciones, diminutas e imperfectas.

Cuando llegué a la costa el gentío era considerablemente menor, y había unas doscientas o trescientas personas sentadas en la arena, merendando y observando a los grupos de visitantes que bajaban por la playa. Las mareas sucesivas habían acercado el gigante a la costa, moviendo la cabeza y los hombros hacia la playa, de modo que el tamaño del cuerpo parecía duplicado, empequeñeciendo a los botes de pesca varados ahora junto a los pies. El contorno irregular de la playa había arqueado ligeramente el espinazo del gigante, extendiéndole el pecho e inclinándole la cabeza hacia atrás, en una posición más explícitamente heroica. Los efectos combinados del agua salada y la tumefacción de los tejidos le daban ahora a la cara un aspecto más blando y menos joven. Aunque a causa de las vastas proporciones del rostro era imposible determinar la edad y el carácter del gigante, en mi visita previa el modelado clásico de la boca y de la nariz me habían llevado a pensar en un hombre joven de temperamento modesto y humilde. Ahora, sin embargo, el gigante parecía estar, por lo menos, en los primeros años de la madurez. Las mejillas hinchadas, la nariz y las sienes más anchas y los ojos apretados insinuaban una edad adulta bien alimentada, que ya mostraba ahora la proximidad de una creciente corrupción.

Este acelerado desarrollo postmortem, como si los elementos latentes del carácter del gigante hubieran alcanzado en vida el impulso suficiente como para descargarse en un breve resumen final, me fascinaba de veras. Señalaba el principio de la entrega del gigante a ese sistema que lo exige todo: el tiempo en el que como un millón de ondas retorcidas en un remolino fragmentado se encuentra el resto de la humanidad y del que nuestras vidas finitas son los productos últimos. Me senté en la arena directamente delante de la cabeza del gigante, desde donde podía ver a los recién llegados y a los niños trepados a los brazos y las piernas.

Entre las visitas matutinas había una cantidad de hombres con chaquetas de cuero y gorras de paño, que escudriñaban críticamente al gigante con ojo profesional, midiendo a pasos sus dimensiones y haciendo cálculos aproximativos en la arena con maderas traídas por el mar. Supuse que eran del departamento de obras públicas y otros cuerpos municipales, y estaban pensando sin duda cómo deshacerse de este colosal resto de naufragio.

Varios sujetos bastante mejor vestidos, propietarios de circos o algo así, aparecieron también en escena y pasearon lentamente alrededor del cuerpo, con las manos en los bolsillos de los largos gabanes, sin cambiar una palabra. Evidentemente, el tamaño era demasiado grande aun para los mayores empresarios. Al fin se fueron, y los niños siguieron subiendo y bajando por los brazos y las piernas, y los jóvenes forcejearon entre ellos sobre la cara supina, dejando las huellas arenosas y húmedas de los pies descalzos en la piel blanca de la cara.

Al día siguiente postergué deliberadamente la visita hasta las últimas horas de la tarde, y cuando llegué había menos de cincuenta o sesenta personas sentadas en la arena. El gigante había sido llevado aún más hacia la playa, y estaba ahora a unos setenta y cinco metros, aplastando con los pies la empalizada podrida de un rompeolas. El declive de la arena más firme inclinaba el cuerpo hacia el mar, y en la cara magullada había un gesto casi consciente. Me senté en un amplio montacargas que habían sujetado a un arco de hormigón sobre la arena, y miré hacia abajo la figura recostada.

La piel blanqueada había perdido ahora la perlada translucidez, y estaba salpicada de arena sucia que reemplazaba la que había sido llevada por la marea nocturna. Racimos de algas llenaban los espacios entre los dedos de las manos, y debajo de las caderas y las rodillas se amontonaban conchillas y huesos de moluscos. No obstante, y a pesar del engrosamiento continuo de los rasgos, el gigante conservaba una espléndida estatura homérica. La enorme anchura de los hombros y las inmensas columnas de los brazos y las piernas transportaban la figura a otra dimensión, y el gigante parecía más la imagen auténtica de un argonauta ahogado o de un héroe de la Odisea que el retrato convencional de estatura humana en el que yo había pensado hasta ese momento.

Bajé a la orilla y caminé entre los charcos de agua hacia el gigante. Había dos muchachos sentados en la cavidad de la oreja, y en el otro extremo un joven solitario estaba encaramado en el dedo de un pie, examinándome mientras me acercaba. Como yo había esperado al postergar la visita, nadie más me prestó atención, y las personas de la orilla se quedaron allí envueltas en las ropas de abrigo.

La mano derecha del gigante estaba cubierta de conchillas y arena, que mostraba una línea de pisadas. La mole redondeada de la cadera se elevaba ocultándome toda la visión del mar. El olor dulcemente acre que yo había notado antes era ahora más punzante, y a través de la piel opaca vi las espirales serpentinas de unos vasos sanguíneos coagulados. Aunque pudiera parecer desagradable, el descubrimiento de esta incesante metamorfosis, una visible vida en la muerte, me permitió al fin poner los pies en el cadáver.

Usando el pulgar como pasamano, trepé a la palma y comencé el ascenso. La piel era más dura de lo que yo había esperado, cediendo apenas bajo mi peso. Subí rápidamente por la pendiente del antebrazo y por el globo combado del bíceps. La cara del gigante ahogado asomaba a mi derecha; las cavernosas ventanas de la nariz y las inmensas y empinadas laderas de las mejillas se elevaban como el cono de un extravagante volcán.

Di la vuelta por el hombro y bajé a la amplia explanada del pecho, sobre la que se destacaban los costurones huesudos de las costillas, como vigas inmensas. La piel blanca estaba moteada por las magulladuras negras de innumerables huellas, donde se distinguían claramente los tacos de los zapatos. Alguien había levantado un pequeño castillo de arena en el centro del esternón y trepé a esa estructura derruida a medias para tener una mejor visión de la cara.

Los dos niños habían escalado la oreja y se arrastraban hacia la órbita derecha, cuyo globo azul, completamente cerrado por un fluido lechoso, miraba ciegamente más allá de aquellas formas diminutas. Vista oblicuamente desde abajo, la cara estaba desprovista de toda gracia y serenidad; la boca contraída y la barbilla alzada, sustentada por los músculos gigantescos, se parecían a la proa rota de un colosal naufragio. Tuve conciencia por vez primera de los extremos de esta última agonía física, no menos dolorosa porque el gigante no pudiera asistir a la ruina de los músculos y los tejidos. El aislamiento absoluto de la figura postrada, tirada como un barco abandonado en la costa vacía, casi fuera del alcance del rumor de las olas, transformaba la cara en una máscara de agotamiento e impotencia.

Di un paso y hundí el pie en una zona de tejido blando, y una bocanada de gas fétido salió por una abertura entre las costillas. Apartándome del aire pestilente, que colgaba como una nube sobre mi cabeza volví la cara hacia el mar para airear los pulmones Descubrí sorprendido que le habían amputado la mano izquierda al gigante.

Miré con asombro el muñón oscurecido, mientras el joven solo, recostado en aquella percha alta a treinta metros de distancia, me examinaba con ojos sanguinarios.

Ésta fue sólo la primera de una serie de depredaciones. Pasé los dos días siguientes en la biblioteca resistiéndome por algún motivo a visitar la costa, sintiendo que había presenciado quizá el fin próximo de una magnífica ilusión. La próxima vez que crucé las dunas y empecé a andar por la arena de la costa, el gigante estaba a poco más de veinte metros de distancia, y ahora, cerca de los guijarros ásperos de la orilla, parecía haber perdido aquella magia de remota forma marina. A pesar del tamaño inmenso, las magulladuras y la tierra que cubrían el cuerpo le daban un aspecto meramente humano; las vastas dimensiones aumentaban aún más la vulnerabilidad del gigante.

Le habían quitado la mano y el pie derechos, los habían arrastrado por la cuesta y se los habían llevado en un carro. Luego de interrogar al pequeño grupo de personas acurrucadas junto al rompeolas, deduje que una compañía de fertilizantes orgánicos y una fábrica de productos ganaderos eran los principales responsables.

El otro pie del gigante se alzaba en el aire, y un cable de acero sujetaba el dedo grande, preparado evidentemente para el día siguiente. Había unos surcos profundos en la arena, por donde habían arrastrado las manos y el pie. Un fluido oscuro y salobre goteaba de los muñones y manchaba la arena y los conos blancos de las sepias. Cuando bajaba por la playa advertí unas leyendas jocosas, svásticas y otros signos, inscritos en la piel gris, como si la mutilación de este coloso inmóvil hubiese soltado de pronto un torrente de rencor reprimido. Una lanza de madera atravesaba el lóbulo de una oreja, y en el centro del pecho había ardido una hoguera, ennegreciendo la piel alrededor. La ceniza fina de la leña se dispersaba aún en el viento.

Un olor fétido envolvía el cadáver, la señal inocultable de la putrefacción, que había ahuyentado al fin al grupo de jóvenes. Regresé a la zona de guijarros y trepé al montacargas. Las mejillas hinchadas del gigante casi le habían cerrado los ojos, separando los labios en un bostezo monumental. Habían retorcido y achatado la nariz griega, en un tiempo recta, y una sucesión de innumerables zapatos la habían aplastado contra la cara abotagada.

Cuando visité otra vez la playa, a la tarde del día siguiente, descubrí, casi con alivio, que se habían llevado la cabeza.

Transcurrieron varias semanas antes de mi próximo viaje a la costa, y para ese entonces el parecido humano que había notado antes había desaparecido de nuevo. Observados atentamente, el tórax y el abdomen recostados eran evidentemente humanos, pero al troncharle los miembros, primero en la rodilla y en el codo y luego en el hombro y en el muslo, el cadáver se parecía al de algún animal marino acéfalo: una ballena o un tiburón. Luego de esta pérdida de identidad, y las pocas características permanentes que habían persistido tenuemente en la figura, el interés de los espectadores había muerto al fin, y la costa estaba ahora desierta con excepción de un anciano vagabundo y el guardián sentado a la entrada de la cabaña del contratista.

Habían levantado un andamiaje flojo de madera alrededor del cadáver y una docena de escaleras de mano se mecían en el viento; alrededor había rollos de cuerda esparcidos en la arena, cuchillos largos de mango de metal y arpeos; los guijarros estaban cubiertos de sangre y trozos de hueso y piel.

El guardián me observaba hoscamente por encima del brasero de carbón, y lo saludé con un movimiento de cabeza. El punzante olor de los enormes cuadrados de grasa que hervían en un tanque detrás de la cabaña impregnaba el aire marino.

Habían quitado los dos fémures con la ayuda de una grúa pequeña, cubierta ahora por la tela abierta que en otro tiempo llevaba el gigante en la cintura, y las concavidades bostezaban como puertas de un granero. La parte superior de los brazos, los huesos del cuello y los órganos genitales habían desaparecido. La piel que quedaba en el tórax y el abdomen había sido marcada en franjas paralelas con una brocha de alquitrán, y las cinco o seis secciones primeras habían sido recortadas del diafragma, descubriendo el amplio arco de la caja torácica.

Cuando ya me iba, una bandada de gaviotas bajó girando del cielo y se posó en la playa, picoteando la arena manchada con gritos feroces.

Varios meses después, cuando la noticia de la llegada del gigante estaba ya casi olvidada, unos pocos trozos del cuerpo desmembrado empezaron a aparecer por toda la ciudad. La mayoría eran huesos que las empresas de fertilizantes no habían conseguido triturar, y a causa del abultado tamaño, y de los enormes tendones y discos de cartílago pegados a las junturas, se los identificaba con mucha facilidad. De algún modo, esos fragmentos dispersos parecían transmitir mejor la grandeza original del gigante que los apéndices amputados al principio. En una de las carnicerías más importantes del pueblo, al otro lado de la carretera, reconocí los dos enormes fémures a cada lado de la entrada. Se elevaban sobre las cabezas de los porteros como megalitos amenazadores de una religión druídica primitiva, y tuve una visión repentina del gigante trepando de rodillas sobre esos huesos desnudos y alejándose a pasos largos por las calles de la ciudad, recogiendo los fragmentos dispersos en el viaje de regreso al océano.

Unos pocos días después vi el húmero izquierdo apoyado en la entrada de un astillero (el otro estuvo durante varios años hundido en el lodo, entre los pilotes del muelle principal). En la misma semana, en los desfiles del carnaval, exhibieron en una carroza la mano derecha momificada.

El maxilar inferior, típicamente, acabó en el museo de historia natural. El resto del cráneo ha desaparecido, pero probablemente esté todavía escondido en un depósito de basura, o en algún jardín privado. Hace poco tiempo, mientras navegaba río abajo, vi en un jardín al borde del agua, un arco decorativo: eran dos costillas del gigante, confundidas quizá con la quijada de una ballena. Un cuadrado de piel curtida y tatuada, del tamaño de una manta india, sirve de mantel de fondo a las muñecas y las máscaras de una tienda de novedades cerca del parque de diversiones, y podría asegurar que en otras partes de la ciudad, en los hoteles o clubes de golf, la nariz o las orejas momificadas cuelgan de la pared, sobre la chimenea. En cuanto al pene inmenso, fue a parar al museo de curiosidades de un circo que recorre el noroeste. Este aparato monumental, de proporciones sorprendentes, ocupa toda una casilla. La ironía es que se lo identifica equivocadamente como el miembro de un cachalote, y por cierto que la mayoría de la gente, aun aquéllos que lo vieron en la costa después de la tormenta, recuerda ahora al gigante (si lo recuerda) como una enorme bestia marina.

El resto del esqueleto, desprovisto de toda carne, descansa aún a orillas del mar: las costillas torcidas y blanqueadas como el maderaje de un buque abandonado. Han sacado la cabaña del contratista, la grúa y el andamiaje, y la arena impulsada hacia la bahía a lo largo de la costa ha enterrado la pelvis y la columna vertebral. En el invierno los altos huesos curvos están abandonados, golpeados por las olas, pero en el verano son una percha excelente para las gaviotas fatigadas.

viernes, 25 de noviembre de 2016

Once Navajas - Narradores al filo de los treinta (antología)





Ya está lista la antología de cuento Once navajas. Narradores al filo de los treinta de Mauricio Bares para Tierra Adentro, que reúne 11 autores menores de 30 años, como Aniela Rodríguez y Pedro J. Acuña. Este ePub gratuito se puede descargar directamente desde la página de TA.

Otra agradable noticia es que la Feria Internacional del Libro de Guadalajara número 30, que precisamente inicia mañana y cuyo invitado de honor es América Latina, creó el proyecto «Ochenteros», que congregará a 20 autores nacidos en la década del 80 procedentes de más de 10 países latinoamericanos. Pueden leer una muestra de la obra de todos los participantes en esta revista electrónica publicada por la propia FIL. Esta selección cuenta con cuatro escritores mexicanos, y uno de ellos es, de nuevo, Pedro J. Acuña.






Estas mesas se llevarán a cabo del domingo 27 de noviembre al jueves 1 de diciembre de las 17:00 a las 18:50 horas en el Salón Mariano Azuela de la Expo Guadalajara.






Como cada año, estaré en Guadalajara durante la Feria, así que espero poder asistir a todas.

jueves, 24 de noviembre de 2016

Aceite de perro - Ambrose Bierce (cuento)

Ambrose Bierce


Aceite de perro



Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mí madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre -hacer aceite de perro- era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar Lata de Óleo. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.
A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro.
Una noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de un niño rumbo al estudio de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar atentamente mis movimientos. Joven como era, yo había aprendido que los actos de un policía, cualquiera sea su carácter aparente, son provocados por los motivos más reprensibles, y lo eludí metiéndome en la aceitaría por una puerta lateral casualmente entreabierta. Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto. Mi padre ya se había retirado. La única luz del lugar venía de la hornalla, que ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de los calderos, arrojando rubicundos reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceite giraba todavía en indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la superficie un trozo de perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el cuerpo desnudo del niño en mis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué guapo era! Ya a esa temprana edad me gustaban apasionadamente los niños, y mientras miraba al querubín, casi deseaba en mi corazón que la pequeña herida roja de su pecho -la obra de mi querida madre- no hubiese sido mortal.
Era mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había provisto sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la aceitería por temor al agente. “Después de todo”, me dije, “no puede importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi padre nunca distinguiría sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pudiera causar el reemplazo de la incomparable Lata de Óleo por otra especie de aceite no tendrán mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente”. En resumen, di el primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles penurias arrojando el niño al caldero.
Al día siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos con satisfacción, nos informó a mí y a mi madre que había obtenido un aceite de una calidad nunca vista por los médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no tenía conocimiento de cómo se había logrado ese resultado: los perros habían sido tratados en forma absolutamente usual, y eran de razas ordinarias. Consideré mi obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría paralizado si hubiera previsto las consecuencias. Lamentando su antigua ignorancia sobre las ventaja de una fusión de sus industrias, mis padres tomaron de inmediato medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su estudio a un ala del edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en relación con sus negocios: ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeños superfluos, ni había por qué conducir perros a su destino: mi padre los desechó por completo, aunque conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tan bruscamente impulsado al ocio, se podría haber esperado naturalmente que me volviera ocioso y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida madre siempre me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a tan desgraciado fin!
Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a las calles y a los caminos a recoger niños más crecidos y hasta aquellos adultos que podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado también de la calidad superior del producto, llenaba sus cubas con celo y diligencia. En pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el Cielo que también los inspiraba.
Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la que se aprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente manifestó que todo nuevo ataque contra la población sería enfrentado con espíritu hostil. Mis pobres padres salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado y creo que no del todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir al establo.
A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por una ventana de la habitación del horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche. El fuego ardía tan vivamente como si se esperara una abundante cosecha para mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso aire contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de dormir y estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las miradas que echaba a la puerta del dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o advertir. De pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos, aparentemente sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de noche, y tenía en la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de hoja alargada.
Tampoco ella había sido capaz de negarse el último lucro que le permitían la poca amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con furia a los ojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos peleando como demonios, ella para herirlo con la aguja, él para ahorcarla con sus grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de observar ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero por fin, después de un forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes se separaron repentinamente.
El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por un momento se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido, sintiendo la mano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos desdeñando su resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas sus últimas energías ¡y saltó adentro con ella! En un instante ambos desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión de ciudadanos que había traído el día anterior la invitación para la asamblea pública.
Convencido de que estos infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías hacia una carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee, donde se han escrito estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por el acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.

miércoles, 23 de noviembre de 2016

La partida / La madre y la muerte - Alberto Chimal / Alberto Laiseca y Nicolás Arispe






La partida / La madre y la muerte (Fondo de Cultura Económica, 2015) de Alberto Chimal (escritor mexicano, 1970) y Alberto Laiseca (escritor argentino, 1941), respectivamente, e ilustrado por el argentino Nicolás Arispe, es un hermoso libro-álbum reversible impreso a una tinta y que trata un tema tan peculiar y complejo como cercano: la muerte. Ambos relatos están vinculados también por la maternidad perdida. 

En «La madre y la muerte», donde Laiseca reinterpreta el cuento infantil «Historia de una madre» de Hans Christian Andersen, una madre recibe una visita indeseable que se lleva algo más preciado que su propia vida. Al ser consciente de esto, se dispone a realizar todos los sacrificios físicos necesarios para recuperarlo. 






Chimal, en «La partida», narra el dolor de una madre ante el repentino fallecimiento de su pequeño, y que recurre entonces a la fe y a las plegarias para intentar revertir esta terrible situación que se niega a aceptar. 






Ambos relatos muestran la abnegación y el infinito amor filial de las progenitoras, y lo sombrío y funesto de estas historias se refleja fielmente en ilustraciones emotivas, profundas y cargadas de ternura, pero también de tristeza. 

Arispe logró que animales antropomorfizados convivieran aquí con esqueletos tradicionales (cuyo estilo remite al de Roman Dirge o Edward Gorey) que representan tanto la vida como la muerte, creando una dualidad impactante. Al centro del libro ambas historias coinciden en una imagen espejo. 

La lectura de los textos y las imágenes se complementan, lo que fusiona a la perfección estas obras artísticas y las enriquece. Esta tétrica y bella creación acerca a los lectores (especialmente a los jóvenes) a un tema delicado de una manera directa y sensible.

Este singular libro encabezó la lista de los mejores libros infantiles y juveniles de 2015 de El Norte y se puede adquirir en las librerías del Fondo de Cultura Económica.



sábado, 22 de octubre de 2016

Revista Tierra Adentro núm. 218 - Migrantes digitales





El número 218 de la revista Tierra Adentro es una verdadera maravilla, pues incluye un Gabinete de relato fantástico que cuenta con grandes autores como Ignacio Padilla y Francisco Tario, así como el cuento ganador del Premio Nacional de Cuento Fantástico Amparo Dávila 2016: «Los tres grandes milagros de la Santa Niña de los Alfileres» de Juan Julián Mitre Guerra.

Además, descubrí con agradable sorpresa, en la sección de crítica, la sagaz reseña de Jaime Mesa sobre Cero K de Don DeLillo.

El trabajo de todo el nuevo Consejo editorial, del que forman parte Daniela Tarazona y Bernardo Esquinca, es simplemente estupendo. 


La revista está a la venta en Librerías EDUCAL.

REVISTA TIERRA ADENTRO NÚM. 218

Migrantes digitales. La creación fuera del papel
Septiembre-octubre de 2016
104 pp.

La vocación de Tierra Adentro siempre ha consistido en dar espacio a los creadores emergentes y, al mismo tiempo, reunirlos con autores consagrados del ámbito cultural. En esta etapa de la revista, en la que estrenamos Consejo editorial, nos interesa resaltar dicho diálogo, pues entendemos que apoyar a un joven creador no significa solamente publicarlo, sino acompañar su obra con la de otras voces experimentadas para lograr que su trabajo se enriquezca y llegue a más lectores.
En esta ocasión, ponemos sobre la mesa la discusión en torno a las tecnologías que han marcado los últimos años, en particular las narrativas que provocan la migración del papel hacia el ámbito digital. Una discusión que, sin ser nueva, sigue siendo actual y necesaria, ya no sólo en lo relacionado con los formatos en sí, sino con la manera en que influyen en los nuevos lenguajes estéticos y las estrategias creativas.
Rendimos homenaje a Ignacio Padilla, uno de los autores que más contribuyeron a la tradición del cuento en nuestro país. Y lo ponemos en relación con uno de sus más importantes predecesores: Francisco Tario, de quien presentamos un relato inédito, junto con un testimonio acerca de su acervo bibliográfico.

viernes, 21 de octubre de 2016

Un millón de gusanos - Rogelio Flores (presentación)





El próximo 23 de octubre a las 15 horas tendré el placer de presentar, junto con Omar Delgado y mi querido Rogelio Flores, la novela Un millón de gusanos.

Esta actividad forma parte del programa del Abierto Mexicano de Diseño, y la cita es al lado del Palacio de Bellas Artes.

¡Hasta entonces! 



jueves, 20 de octubre de 2016

Confesión (cuento publicado en Revista Tierra Adentro)





En la revista Tierra Adentro número 216 se publicó mi cuento «Confesión» en la sección «Formas Breves», que ya está disponible en versión digital.

«Confesión» surgió gracias a una de las obras más conocidas y peculiares de Patrick Süskind, donde el sentido del olfato es una de las temáticas principales.







Confesión


Tras varios minutos de estar frente al aparador lleno de frascos de diversos tamaños, observando detenidamente el interior del establecimiento, reconoce a otro hombre con la misma ocupación, pero cuya atención se centra ahora en él. Ambos, a una distancia comprometedora, empiezan a realizar movimientos que delatan su incomodidad. Es el del abrigo negro y raído quien inicia la breve conversación:
—El aroma particular de esta calle atrae a cualquiera, a cualquiera que haya perdido a alguien de por vida, quiero decir. A alguien que por más que se quiera o por lo profundo que llegue a ser el sufrimiento, no volverá a aparecerse jamás, al menos no más allá de los recuerdos. Esa esencia es la de la melancolía, ¿no la reconoces?

(Continuar leyendo en la página de Tierra Adentro.)

viernes, 30 de septiembre de 2016

El converso - Verónica Murguía (cuento)






«El converso» es un cuento de Verónica Murguía (escritora y traductora mexicana, 1960) que forma parte de su libro El ángel de Nicolás (Ediciones Era, 2003).


El relato se desarrolla durante la Edad Media y retrata los conflictos ideológicos y culturales entre los guerreros de los pueblos escandinavos y los cristianos (cuestión muy bien representada también en la serie Vikingos de The History Channel). Con una narrativa admirable y descripciones precisas y realistas, Murguía nos transporta a la mente de dos personajes reflexivos que se enfrentan a un gran enigma de la existencia.  


Pueden escuchar el cuento en voz de la autora en el podcast cultural de la Universidad Nacional Autónoma de México Descarga cultura.unam.mx en el apartado «Literatura: Letras mexicanas en voz de sus autores - En voz de Verónica Murguía».

jueves, 29 de septiembre de 2016

Continuum - Édgar Adrián Mora




Continuum (Paraíso Perdido, 2015) de Édgar Adrián Mora (escritor mexicano, 1976) es una novela corta cuyo protagonista es Héctor Germán Oesterheld, un magnífico escritor y guionista de historietas argentino que fue víctima de la dictadura cívico-militar argentina en el 77.

Ésta es una biografía novelada de Oesterheld, una literatura dolorosa, que pesa. Es una crítica atemporal a un gobierno autoritario y opresor. En estas páginas Mora describe también, de manera acertada y precisa, el arduo proceso de escritura y las vicisitudes que conlleva. El autor logra interpretar la personalidad de Oesterheld a través de la lectura de su obra y análisis de documentos biográficos, lo que resulta en una narrativa admirable con diálogos minuciosos y agudas reflexiones.

Al igual que Juan Salvo, el viajero del tiempo protagonista de una de las historietas más conocidas de Oesterheld, El Eternauta, en esta novela los párrafos y acontecimientos no aparecen en un estricto orden lineal.




El Eternauta, ilustración de Francisco Solano López



En Continuum el autor menciona el terrible final de otro increíble escritor argentino: Rodolfo Walsh, compañero de Oesterheld incluso hasta en la muerte terrible, pues fue otra de las incontables víctimas de esta dictadura. Transcribió un fragmento de la Carta abierta de un escritor a la Junta Militar que Walsh se encargó de distribuir en secreto y donde describe la barbarie de la que fueron testigos durante el primer año del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional: «Lo que ustedes llaman aciertos son errores, los que reconocen como errores son crímenes y lo que omiten son calamidades». Genocidio, tortura, presos, desapariciones y destierros. Miles de muertos: cifras de las que forman parte las hijas de Oesterheld y la de Walsh, así como innumerables personas que han quedado en el anonimato. 

Mora logra acercarnos de manera muy emotiva y auténtica a un personaje que no debe relegarse al olvido, como lo deja claro en esta entrevista: «Quise que la vida de Oesterheld fuera conocida más allá de las páginas de una tesis de grado. Que fuera una historia asequible que aludiera a reacciones más emocionales en el lector». El ejército desapareció a Oesterheld, y Mora describe la incertidumbre como un limbo porque permite incontables posibilidades, pero cada una aumenta el sufrimiento y el dolor de quien espera, de quien ignora. Callaron su voz, pero ésta ya se había esparcido a través de bocas invisibles, de decenas de personajes que resonaban ya en incontables cabezas, y es precisamente ese eco el que se debe seguir expandiendo, multiplicando.

La memoria depende en gran parte de las letras para preservarse, para propagarse. Para crear consciencia, empatía. La inmortalidad de la literatura es necesaria para todos los héroes.

Oesterheld convive aquí con sus propios personajes en el mismo universo ficcional, y no hay homenaje mejor para cualquier autor. En la «Nota final», Mora aclara que éste fue el resultado de una intensa investigación sobre la increíble vida y obra de Oesterheld, y en esta emotiva y profunda novela deja claro que, tal como lo afirmaba Montesquieu, «Una injusticia hecha al individuo es una amenaza hecha a toda la sociedad». Como parte de esa misma sociedad perjudicada, está en nosotros no permitir que desaparezca su legado.


Para finalizar, transcribo a continuación algunas de mis frases favoritas de la novela:

«Sólo la memoria puede compensar en parte la manera en cómo se concentró todo el dolor del mundo en un solo lugar.» p. 10

«Construía una bomba con palabras. Lo sabía. Aún más: lo deseaba. Siempre había creído en el poder transformador del arte. En la subversión que venía de las palabras. En cómo las historias nos decían qué hacer y cómo hacerlo.» p. 12

«Siempre había sabido mirar al futuro con ojos de presagio y verdad.» p. 17

«Se inclina sobre el cuaderno de hojas blanquísimas y escribe. El roce del lápiz contra el papel saca chispas que iluminan la noche.» p. 24

«Lo que se tejerá a partir de ese momento es una historia de amor que, en algún momento, derivará en la tragedia. Como todas las buenas historias de amor.» p. 29

«Los demás están desaparecidos. Es decir, flotando en el limbo de la incertidumbre.» p. 29

«Sabía que existían cosas en la vida que daban felicidad no sólo a los que las ejercen, sino también a aquellos que son depositarios de tales cosas. Y la escritura de historias era una de ellas.» p. 35

«Escribe día y noche. En los momentos en que la vida real le da tregua. Y entonces él se sumerge en los mundos que son apenas un esbozo de lo que vendrá después.» p. 36

«A veces creo que sólo me dices las cosas para escuchar cómo se oyen al decirlas a alguien más. Para convencerte de que lo dicho no es un disparate.» p. 40

«Este país nació maleado. Como enfermo crónico. Y siempre ha tenido que alienarse a golpes.» p. 41

«Al final, nadie se hace responsable de las cosas que salen mal. Todos se asumen víctimas de las circunstancias. Una raza de víctimas. Eso es el hombre. Nadie es culpable.» p. 42

«Se acostumbró a ser un personaje de ficción desde el momento en que se dio cuenta de que había sido resultado de una broma. (…) Nunca se concibió como un títere. Siempre supo que su destino sería tejido con singular maestría por aquel que designaba sus viajes y sus experiencias.» p. 45

«Él está convencido de que las aventuras y los héroes pueden hacer mejores personas.» Ibídem

«Es una voz firme. Una voz que sabe de inmensidades y silencios.» p. 78 


Pueden leer un fragmento de la novela en este enlace, y comprar el libro directamente con Paraíso Perdido o en El Sótano.