jueves, 30 de marzo de 2017

La balada del proyectil flexible - Stephen King (cuento)





Stephen King (escritor estadounidense, 1947) publicó este relato, cuyo título original es «The Ballad of the Flexible Bullet», por primera vez en The Magazine of Fantasy & Science Fiction en junio de 1984, y apareció un año después en su segunda colección de cuentos titulada Skeleton Crew.



La balada del proyectil flexible 


Hacía ya bastante rato que habían acabado de cenar. La barbacoa era todo lo agradable que podía ser, por cierto. Chuletas a la brasa, ensalada verde con una salsa especial preparada por Meg, y bebidas. Se habían sentado hacia las cinco de la tarde y ya eran las ocho y media pasadas, casi anochecido. Era esa hora en que las reuniones empiezan a ser más ruidosas que de costumbre, aunque no fueran muchos. Tan sólo cinco personas: el agente literario y su mujer, el célebre escritor joven y la suya, más el redactor jefe de una revista que, aunque contaba con sesenta y pocos años, parecía algo mayor. Tal vez por ello había pasado la velada bebiendo sólo refrescos. Antes de su llegada, el agente le había explicado al escritor que el redactor había tenido un problema con el alcohol. Afortunadamente, el problema había desaparecido... al mismo tiempo que su mujer. Por eso eran cinco en lugar de seis.

       Ocurría que la reunión, en lugar de animarse cada vez más, estaba cayendo en picado. La oscuridad empezaba a extenderse sobre el jardín, cuyo césped llegaba casi hasta el lago, detrás de la casa. La primera novela del escritor había constituido un formidable éxito de crítica y había vendido una cantidad considerable de volúmenes. Cabía decir que había tenido una suerte inmensa de lo cual él era plenamente consciente.

      La conversación giró al principio sobre la fortuna de los escritores noveles, y se acabó hablando de aquellos que, habiendo disfrutado de un éxito temprano en sus carreras, habían acabado en suicidio. Se mencionó a Ross Lockridge y a Iam Hagen. La mujer del agente nombró a Sylvia Plath y a Anne Sexton, y el escritor dijo que no consideraba a la Plath una escritora de éxito. Según él, había sido precisamente a causa del suicidio que había ganado una cierta notoriedad. El agente sonrió ante el comentario.

—Por favor, ¿por qué no hablamos de otra cosa?—interrumpió la mujer del escritor, algo nerviosa.

El agente prosiguió haciendo caso omiso de ella.

—Y también la locura. Algunos se volvieron locos después de alcanzar el éxito.

Hablaba con el tono ligeramente afectado de un actor fuera de escena.

La mujer del escritor quiso protestar de nuevo. De sobras sabía que a su marido le encantaba hablar de aquellos temas. Así encontraba excusa para bromear sobre ellos. Y si le gustaba bromear sobre ellos, era precisamente porque no dejaba de darle vueltas. Pero en aquel preciso instante empezó a hablar el redactor, y lo que dijo fue tan sorprendente que la mujer del escritor olvidó sus protestas.

—La locura es como un proyectil flexible.

La mujer del agente hizo un gesto de sorpresa ante la frase. El escritor se inclinó hacia adelante, con una expresión irónica.

—Me suena bastante —dijo.

—Claro —respondió el redactor—. La frase, la imagen del proyectil flexible, es de Marianne Moore, que utilizaba esa expresión para designar los coches. Yo siempre pensé que describía magníficamente el fenómeno de la demencia. La locura es una especie de suicidio mental. ¿Acaso no aseguran los médicos que la única medida cierta de la muerte es la muerte mental? La demencia es una especie de bala flexible dirigida al cerebro.

La mujer del escritor se levantó.

—¿Quién quiere beber algo?

Nadie respondió a la oferta.

—Pues yo sí, si es que vamos a seguir hablando de esto —dijo, preparándose algo de beber.

—Una vez, cuando todavía trabajaba en Logan’s, me enviaron un relato —dijo el redactor—. La revista tuvo el mismo destino que Collier’s y el Saturday Evening Post, aunque ellos tuvieron que cerrar mucho antes que nosotros —prosiguió, con un cierto tonillo orgulloso—. Publicábamos unos treinta y seis cuentos al año y, a veces, más. Cada año, tres o cuatro eran incluidos en alguna relación de los mejores relatos. Por si fuera poco, la gente los leía realmente. Pues bien, el titulo del relato era «La balada del proyectil flexible», y lo había escrito un tal Reg Thorpe, un escritor joven con tanto éxito como tú —dijo, dirigiéndose al escritor.

—Escribió también Imágenes del sub mundo, ¿verdad? —preguntó la mujer del agente.

—Sí. Fue un éxito extraordinario para tratarse de una primera novela. Tuvo unas críticas inmejorables y las ventas no le fueron a la zaga, tanto en edición de lujo como de bolsillo. Apareció en todas las listas. Incluso la película fue bastante buena, aunque no tanto como la novela, ni mucho menos.

—Me gustó mucho ese libro —dijo la mujer del escritor, que había acabado por interesarse en el tema, a pesar de su aprensión inicial. Tenía el aspecto sorprendido y encantador de quien recuerda de pronto un tema olvidado por largo tiempo—. ¿Ha escrito algo más desde entonces? Recuerdo haber leído Imágenes del sub mundo cuando estaba en la universidad, hace ya tanto... que ni me acuerdo.

—Pues se te ve igual que entonces —dijo la mujer del agente, sonriendo, aunque en realidad pensara que la mujer del escritor usaba unos sostenes demasiado pequeños y una falda demasiado corta para su edad.

—No, no ha vuelto a escribir nada desde entonces—prosiguió el redactor—. Excepto el relato que he mencionado antes. La verdad es que se suicidó. Se volvió loco y se mató.

—¡Oh! —exclamó la mujer del escritor, decepcionada. Otra vez estaban hablando de lo mismo.

—¿Llegó a publicar el relato? —preguntó el escritor.

—No, pero no porque el tipo se volviera loco y acabara matándose, sino porque el redactor se volvió loco y estuvo a punto de matarse también.

El agente se levantó de pronto para servirse algo de beber, aunque una copa más no fuera precisamente lo que necesitaba. Sabía que el redactor había sufrido una importante depresión nerviosa en 1969, un poco antes de que Logan’s llegara a los números rojos.

—Yo era el redactor en jefe —informó a los otros el redactor—. En cierto sentido, nos volvimos locos los dos, Reg Thorpe y yo, aunque él vivía en Omaha y yo en Nueva York, y nunca llegamos a conocernos personalmente. El libro había sido publicado hacía unos seis meses y Reg se fue a vivir a Omaha para «encontrarse a sí mismo», como se decía entonces. Y ocurre que conozco su versión de la historia porque conozco a su mujer y de vez en cuando coincido con ella en Nueva York. Es pintora, y bastante buena, por cierto. Además, tuvo mucha suerte. Reg estuvo a punto de llevársela con él.

El agente volvió con su vaso y se sentó.

—Creo recordar algo —dijo—. No fue sólo su mujer, ¿no es cierto? Me parece que disparó contra un par de personas, una de ellas, un niño, si mal no recuerdo.

—Exacto —replicó el redactor—. Y fue precisamente el niño el que desató su locura.

—¿Que el niño desató su locura? —preguntó la mujer del agente—. ¿Qué quieres decir?

El redactor prosiguió su relato, ignorando la pregunta. Estaba claro que no permitiría que dirigiesen su discurso.

—Conozco mi parte de la historia porque la viví—prosiguió—. He tenido bastante suerte. O muchísima suerte. Hay algo interesante en la gente que trata de suicidarse apuntando una pistola a su cabeza y apretando el gatillo. Creen que es el método más seguro, mejor que tomar un frasco entero de somníferos o cortarse las venas, pero no es así. Cuando uno se dispara en la cabeza, no se sabe muy bien lo que va a pasar. La bala puede rebotar y matar a otra persona. O seguir la curva del cráneo y salir por el otro lado. O alojarse en el cerebro, dejarte ciego, y, en cambio, no matarte. Te puedes disparar en la frente con un 38 despertarte en el hospital y, en cambio, te disparas con un 22 y te despiertas en el infierno..., si es que existe. Aunque creo que sí existe: me han dicho que está en Nueva Jersey. La mujer del escritor lanzó una carcajada estridente.

—El único método de suicidio que no falla es el salto desde un edificio muy alto, que es lo que hacen los que verdaderamente lo desean. Pero es que quedas tan cochambroso, ¿verdad...?

»Lo que quiero decir es lo siguiente: cuando te disparas un proyectil flexible en la cabeza no sabes a ciencia cierta qué es lo que va a pasar. En mi caso concreto, lo que hice fue tirarme desde un puente, y me desperté sobre un montón de basura en la margen de un río, mientras un camionero me daba unos golpes tremendos en la espalda, moviéndome los brazos como si fuera un monigote. En cambio, para Reg, la bala fue mortal de necesidad... Pero no sé si os interesa mucho lo que estoy contando...

Miró a su alrededor. Sus amigos le miraban con un aire inquisitivo, incluso preocupado. El agente y su mujer se miraron. La mujer del escritor estaba a punto de decir que ya se había hablado bastante del asunto, cuando su marido se le adelantó.

—A mí me gustaría oírlo —dijo—. A menos que tengas alguna razón personal en contra.

—Es la primera vez que hablo de todo esto —contestó el redactor—. No porque tuviera razones personales para no hacerlo, sino, tal vez, porque nunca he encontrado a nadie que quisiera escucharlo.

—Pues, adelante —dijo el escritor.

—Paul —su mujer le puso una mano en el hombro—. ¿No crees que...?

—Ahora no, Meg.

El redactor continuó hablando.

—El relato nos llegó por correo, en una época en que la revista no aceptaba ya originales que no hubiera solicitado previamente. Cada vez que llegaba un nuevo relato, una de las secretarias lo introducía en un sobre con una carta que decía: «Debido a los crecientes costes y a la imposibilidad creciente del personal de la revista de ocuparse del creciente número de originales recibidos, Logan’s no acepta escritos que no hayan solicitado previamente. Le deseamos muy buena suerte en sus intentos si lo remite usted a otras publicaciones». ¿Qué os parece? ¿Verdad que es una maravilla cómo te dan la patada tan finamente? Además, no es nada fácil utilizar la palabra «creciente» tres veces en la misma frase, pero se atrevían a todo.

—Estoy seguro de que el original acababa en la papelera, a menos que adjuntaran un sobre con el remite puesto y ya franqueado, ¿a que sí? —comentó Paul.

—¡Ah, absolutamente! No hay piedad en la ciudad desnuda.

Un brillo incómodo se reflejó en los ojos de Paul. Sabía que se hallaba en la madriguera de un tigre, en la que docenas de escritores tan buenos o mejores que él habían sido reducidos a migajas. Y que, aunque de momento no podía quejarse, la caída podía producirse cuando menos lo esperase.

—Como iba diciendo —dijo el redactor, sacando su pitillera—, el relato llegó a la redacción y la secretaria le había puesto ya un clip con la carta de rechazo en la primera página, cuando se fijó casualmente en el nombre del autor. Ella también había leído Imágenes del sub mundo. Aquel año, todos habían leído lo mismo. Y el que no lo había leído todavía, se lo pedía prestado a un amigo, o se lo compraba, o lo leía en una biblioteca pública...

Meg, preocupada por la expresión de su marido, le tomó la mano. Paul sonrió por toda respuesta. El redactor encendió un nuevo cigarrillo. El oro del encendedor brilló en la oscuridad con la punta del pitillo. A la luz de la débil llama todos vieron su cara gastada, las bolsas bajo los ojos, las mejillas flácidas, las facciones de un hombre en la segunda mitad de la vida. Paul pensó: «Es la faz de la vejez». Y nadie quiere llegar a ella, pero, ¿hay alguna manera de evitarla? No hay otra solución que cruzarla con toda la gracia posible.

La luz del encendedor se apagó. El redactor dio una intensa calada al tabaco.

—La secretaria que pasó el relato a redacción en lugar de rechazarlo es ahora la redactora jefe de G. P. Putnam’s Sons. No recuerdo ahora su nombre, pero carece de importancia. En cambio, lo que si la tiene es que su camino y el de Reg Thorpe se cruzaron. Ella llevaba un camino ascendente; él, descendente. En fin, la chica pasó la historia a su jefe y éste, a mí. La leí y me encantó, realmente. Tal vez fuese demasiado larga, pero se veía dónde era posible podar unas quinientas palabras sin perjuicio. Y con eso bastaría.

—¿De qué se trataba? —preguntó Paul.

—No hay ni que preguntarlo —respondió el redactor—. Tiene que ver precisamente con todo lo que hablábamos.

—¿Sobre la locura?

—Indudablemente. ¿Qué es lo primero que se enseña en la clase de literatura en cuanto a redacción? Escribe sobre algo que te sea conocido. Reg Thorpe sabía perfectamente lo que significaba volverse loco porque él mismo estaba viviendo el proceso. Creo que la historia me atrajo aún más porque yo me encontraba en un camino paralelo. Aunque, ya que hablamos del tema, me parece que el público norteamericano ya está harto de libros como La locura elegante en Estados Unidos Ya nadie habla con nadie Esperando el fin del mundo frente a un televisor. Todo eso es tópico en la literatura del siglo veinte. Todos los grandes han tocado el tema, de una manera u otra. Pero aquel relato era realmente muy particular, muy divertido.

Nunca había leído nada parecido con anterioridad, ni ha llegado a mis manos nada igual desde entonces. Se podía comparar con algunos de los cuentos de Scott Fitzgerald... o con Gatsby. El protagonista enloquecía de una manera muy interesante. Te hacía sonreír durante toda la acción, pero había fragmentos en los que no te quedaba más remedio que reír abiertamente, a carcajadas. Por ejemplo, cuando el héroe le tira la mermelada por la cabeza a la chica. Ése es uno de los mejores pasajes, en mi opinión. Aunque eran carcajadas de doble filo. Te ríes y luego miras por encima del hombro a ver quién te ha oído. Las líneas de tensión opuestas en la composición, eran realmente muy interesantes. Cuanto más reías, más nervioso te ponías. Y cuanto más nervioso te ponías, más reías... hasta el punto en que el protagonista se va de la fiesta que dan en su honor y mata a su mujer y a su hija.

—¿Cuál es el argumento? —preguntó el agente.

—No —contestó el redactor—. No tiene la menor importancia. Es la historia de un hombre que lucha por no perder la batalla contra el éxito. Dejémoslo así. Las Sinopsis de los argumentos suelen ser muy aburridas. Casi siempre.

—En fin, le escribí una carta diciéndole: «Querido Reg Thorpe, acabo de leer "La balada del proyectil flexible" y creo que se trata de un gran relato. Me gustaría publicarlo en Logan’s a principios del año que viene. ¿Le parecen bien 800 dólares? El pago se efectuaría a su aceptación, más o menos. Punto y aparte.»

El editor llenó el anochecer con el humo de su cigarrillo.

—«El cuento es un poco largo y quisiera saber si es posible reducirlo en unas quinientas o, al menos, doscientas palabras. En caso contrario, siempre podemos eliminar una ilustración. Punto y aparte. Puede llamar, si lo desea.» Y envié la carta a Omaha.

—¿Y la recuerdas así, palabra por palabra? —preguntó Meg.

—Guardaba toda la correspondencia en una carpeta especial —contestó el redactor—. Sus cartas y las copias de las mías. Al final reuní un considerable volumen de correspondencia contando tres o cuatro cartas de Jane Thorpe, su mujer. He releído toda la carpeta infinidad de veces. Sin resultado, a decir verdad. Tratar de comprender el Proyectil Flexible es como preguntarse por qué una cinta de Moebius tiene un solo lado. Las cosas son así en el mejor de los mundos posibles. Pues sí, lo recuerdo todo, casi textualmente. Otros se dedican a otras cosas. Hay quien conoce de memoria la Declaración de Independencia de los Estados Unidos.

—Apuesto a que te llamó al día siguiente —dijo el agente, sonriendo—. A cobro revertido.

—Pues no, no llamó. Poco después de la publicación de Imágenes del sub mundo, Thorpe dejó de usar el teléfono. Esto me lo contó su mujer. Cuando se mudaron de Nueva York a Omaha decidieron no solicitar teléfono. Por lo visto, Thorpe había llegado a la conclusión de que el sistema telefónico no funciona con electricidad, sino con radio. Según él, el aumento del número de casos de cáncer se debía al radio, no a los coches, ni a los cigarrillos, ni a la polución industrial.

Creía que cada auricular tenía dentro un pequeño cristal de radio y que, cada vez que te lo ponías a la oreja, irradiaba directamente al cerebro.

—¡Jo, pues sí que estaba loco! —exclamó Paul, entre las carcajadas de los demás.

—En lugar de llamarme, me escribió una carta—prosiguió el redactor, lanzando la colilla hacia el lado del lago—. Decía: «Querido Henry Wilson (o simplemente Henry, si me lo permite). Su carta ha sido para mí un estímulo y una gran alegría a la vez. Mi mujer estaba más satisfecha que yo, si cabe. La retribución me parece correcta... Aunque, con toda honestidad, debo confesar que la idea de publicar en Logan’s me parece compensación más que suficiente. (Pero acepto el dinero, lo acepto, lo acepto.) He considerado la posibilidad de reducir la extensión del texto y estoy de acuerdo. Quizás lo mejore, y así quedará espacio para las ilustraciones. Mis mejores deseos. Reg Thorpe».

Debajo de la firma había hecho un dibujito muy divertido... algo así como un garabato. Era un ojo incluido dentro de una pirámide, como los que aparecen en los billetes de a dólar. Pero en lugar de las palabras Novus Ordo Seculorum, decía: Fornit Sorne Fornus.

—Lo mismo puede ser latín que una frase de Groucho Marx —comentó Meg.

—No era más que una muestra de la excentricidad de Reg Thorpe —dijo Henry—. Su mujer me explicó que había empezado a creer en «personitas», es decir, duendecillos o gnomos. Los llamaba Fornits. Eran enanitos de la suerte y estaba convencido de que vivían en su máquina de escribir.

—¡Vaya por Dios! —exclamó Meg.

—Según Thorpe, cada Fornit tenía un aparatito, como aquellos antiguos pulverizadores para insecticidas, pero en miniatura, y estaban llenos de... bueno, de polvos de la buena suerte, por decirlo de alguna manera. Y ese polvo lo llamaba Thorpe...

—Fornus —completó Paul, con una amplia sonrisa.

—Sí. Y a su mujer todo aquello le parecía muy divertido. Al menos, al principio. De hecho, en los primeros tiempos (Thorpe había inventado lo de los Fornits dos años antes, mientras escribía Imágenes del sub mundo), creyó que Reg le estaba tomando el pelo. Y tal vez fuera así. Pero lo que empezó siendo un chiste, pasó a ser una superstición, y acabó por convertirse en una creencia inamovible. Era... una fantasía flexible. Pero que acabó mal. Muy mal.

Todo estaba en silencio. Las sonrisas habían desaparecido de los labios de todos.

—Los Fornits tenían un aspecto muy divertido—continuó Henry—. Thorpe empezó a enviar su máquina de escribir con frecuencia a un taller de reparaciones mientras vivieron en Nueva York. Cuando se mudaron a Omaha, la máquina pasaba más tiempo en el taller que en su casa. Lo que hacía era alquilar una usada en el mismo taller mientras reparaban la suya. Después de la primera reparación, el taller le envió una carta con una factura por la limpieza de la máquina alquilada, además de la suya propia.

—¿Qué hacía con las máquinas? —preguntó la mujer del agente.

—Imagino qué —intervino Meg.—Estaban llenas de migajas —respondió Henry—. Trocitos de pastel, de galletas, hasta restos de mantequilla había dentro. Reg les daba de comer a sus Fornits. Lo malo es que también puso alimentos en la máquina de alquiler, por si se hubieran mudado a ella.

—¡Vaya! —exclamó Paul.

—Como podréis suponer, yo no sabía nada de todo ello por entonces. De momento, le contesté, diciéndole que estaba muy satisfecho. Mi secretaria pasó la carta a máquina y me la trajo para la firma, mientras ella salía a hacer no sé qué. La firmé y, sin razón alguna, hice debajo de la firma el mismo garabato que Reg había hecho en la suya, es decir, lo de la pirámide, el ojo y lo de Fornit Sorne Fornus. Era una verdadera memez. Cuando la secretaria lo vio, me preguntó cautelosamente si quería que la carta saliera tal como estaba. Me encogí de hombros y le dije que sí, que la echara al correo.

Dos días más tarde me llamó Jane Thorpe por teléfono. Me dijo que mi carta había alterado mucho a su marido. Reg creía haber encontrado un alma gemela... alguien que también creía en los Fornits. ¿Os dais cuenta del lío en que me estaba metiendo? Por lo que a mí respecta, en aquellos días, un Fornit era para mí lo mismo que un mono zurdo o un cuchillo polaco. Igual con la otra palabra, Fornus. Le dije a Jane que lo único que había hecho había sido copiar el dibujo de Thorpe. Me preguntó por qué lo había hecho. Evité darle una respuesta directa, aunque tendría que haberle dicho que estaba borracho como una cuba al escribir aquella carta.

Henry hizo una pausa. Un silencio incómodo se aposentó en el jardín. Nadie sabía qué cara poner. Empezaron a inspeccionar con verdadero interés el cielo, el lago, los árboles, que estaban exactamente igual que diez minutos antes.

—Había pasado bebiendo toda mi vida adulta. Realmente, no puedo decir en qué momento lo de la bebida empezó a salirse de control. En un sentido estrictamente clínico, sólo al final estuve completamente alcoholizado. Empezaba a beber con la comida del mediodía y volvía a la oficina dando tumbos. Aun así, funcionaba sin problemas. Después, cuando salía del trabajo, iba a beber a otros sitios. Al llegar a casa ya no controlaba mis movimientos.

»Mi mujer y yo teníamos problemas, como todas las parejas, pero la bebida los agravó muchísimo. Pasó mucho tiempo considerando si dejarme o no. Finalmente, una semana antes de que yo recibiera el relato de Thorpe, me abandonó.

Traté de adaptarme a mi nueva situación. Por si fuera poco, estaba en plena..., bueno, lo que ahora se llama la crisis de la mitad de la vida. Todo lo que sabía era que me sentía tan hundido en mi vida privada como en mi vida profesional. Me dominaba la idea de que publicar literatura de masas, de la que acaba en las antesalas de los dentistas y en las peluquerías, no era precisamente una ocupación muy noble. Además, me preocupaba mucho, lo mismo que al resto del personal de la revista, la posibilidad de encontrarme, en unos cuantos meses, tal vez no más de seis, en la calle.

En medio de este paisaje otoñal deprimente, me llega una buena historia de un escritor magnífico, una visión divertida, llena de hallazgos interesantes, del proceso de la locura. Fue como un rayo de sol en medio de aquellas negruras. Ya sé que parece un poco extraño referirse en esos términos a una narración cuyo protagonista acaba asesinando a su mujer y a su hija, pero cualquier redactor sabe qué alegría proporciona un material semejante. Es como un inesperado regalo de Navidad. Mirad, todos conocéis el cuento de Shirley Jackson «La lotería». Termina con uno de los pasajes más deprimentes que se puedan imaginar. Quiero decir, aniquilan a una anciana a pedradas. Su hijo y su hija participan en el crimen.., que ya está bien. Pero es una brillante pieza narrativa y estoy seguro de que el primer redactor que la leyó se fue aquella noche a casa más contento que unas pascuas.

»Lo que quiero decir es que la historia de Thorpe era lo mejor que me había ocurrido en bastante tiempo. Lo único bueno. Y, según me dijo su mujer por teléfono, el que yo hubiera aceptado el relato había sido lo mejor que le había ocurrido a él. La relación entre redactor y escritor reviste siempre ciertos rasgos de parasitismo, pero entre nosotros eso se elevaba hasta puntos inconcebibles.

—¿Y qué pasó con Jane Thorpe? —preguntó Meg.

—Ah, sí, casi la dejo de lado, ¿verdad?... Pues bien, al principio, le molestó que yo hubiera copiado el dibujito de los Fornits. Le dije que lo había hecho sin intención alguna y que, si me había excedido en algo, lo sentía mucho.

»Se le pasó el enfado y me lo explicó todo. Estaba cada vez más preocupada y no tenía a quién contárselo. Sus padres habían muerto, todos sus amigos estaban en Nueva York y Thorpe no quería que nadie entrase en su casa. Según decía, eran todos de la CIA, del FBI o de Hacienda. Poco después de trasladarse a Omaha, un día llamó a la puerta una niñita vendiendo galletas para las Girl Scouts. Reg le echó una bronca soberana, gritándole que hiciera el favor de largarse cuanto antes, que ya sabía qué estaba tramando, etcétera. Jane intentó hacerle entrar en razón. Le dijo que la niña no tenía más de diez años. La respuesta de Reg fue que la gente de Hacienda no tenía ni conciencia ni alma y que, además, la niña podía muy bien ser un androide y que los androides no estaban sujetos a las leyes laborales para niños. Según él, la gente de Hacienda era muy capaz de enviar Girl Scouts androides llenas de cristales de radio para averiguar si guardaba secretos y de paso, llenarle la casa de rayos cancerígenos.

—¡Vaya! —exclamó la mujer del agente.

—Jane había estado esperando un amigo, y yo fui el primero. Me explicó la anécdota de la niña. También lo de los Fornits, lo de la comida, su rechazo al teléfono. Me llamó desde una cabina pública, a cinco manzanas de su casa. Me dijo también que lo que más le preocupaba era que Reg no sólo temía a la CIA, al FBI y a Hacienda, sino, simplemente, a ellos, es decir, a un grupo de seres anónimos que odiaban a Reg y que le tenían celos y que no se detendrían ante nada para destruirlo. Y que, además, habían descubierto a su Fornit y lo querían destruir junto con él. Y si su Fornit moría, no habría más novelas, ni más relatos, ni nada. ¿Comprendéis? Era la esencia misma de la demencia. Ellos no hacían más que perseguirlo. Al final, ya no eran ni siquiera los de Hacienda —con los que había tenido unos cuantos problemas al publicar Imágenes del sub mundo— los causantes de todo. Al final eran sólo ellos. La fantasía paranoica por excelencia. Ellos querían asesinar a su Fornit.

—¡Dios Santo! ¿Y tú qué le dijiste? —preguntó el agente.

—Traté de darle ánimos —contestó Henry—. Ahí me tenéis, después de una comida y cinco martinis, nada menos, hablando por teléfono con una mujer que me llama desde una cabina pública en Omaha, diciéndole que no debía preocuparle tanto el que su marido creyera que las niñas de diez años eran androides que lo espiaban para robarle sus secretos, ni el que su marido creyera que los teléfonos estaban llenos de radio, ni el que su marido hubiera desconectado su talento de la mente hasta el punto de creer que había un duende viviendo en su máquina de escribir.

»No creo haber sido muy convincente.

»Me pidió, no, me rogó que trabajara conjuntamente con Reg en su relato y que, por favor, intentara publicarlo. Me dijo todo lo que pudo, excepto que «El proyectil flexible» era el último punto de contacto entre Reg y lo que ridículamente llamamos "realidad".

»Le pregunté qué quería que hiciera si Reg me volvía a hablar del Fornit. "Sígale la corriente", me contestó. Fueron exactamente sus palabras: "Sígale la corriente". Y colgó.

»Al día siguiente recibí una carta de Reg, cinco páginas escritas a máquina, a un solo espacio. El primer párrafo se refería a la publicación de su historia. La segunda redacción seguía su curso sin problemas, me explicaba. Creía posible eliminar setecientas de las diez mil cinco palabras originales, reduciéndolas exactamente a nueve mil ocho.

»El resto de la carta hablaba tan sólo de los Fornits y de los Fornus. Sus propias observaciones y muchas preguntas, cientos de preguntas.

—¿Observaciones? —Paul se inclinó hacia delante—. ¿Es que los veía realmente?

—No —replicó Henry—. No es que los viera real mente, pero, en cierto sentido..., supongo que sí, que los veía. Hombre, ya sabéis que los astrónomos conocían la existencia de Plutón antes de que fuese visto, simplemente porque habían estudiado la órbita de Neptuno y percibían la influencia de otro planeta sobre ella. Pues bien, Reg veía a los Fornits de la misma manera. Según él, les gustaba comer por la noche y me preguntaba si yo había observado lo mismo. Les daba de comer durante todo el día, pero había notado que la comida desaparecía hacia las ocho de la noche.

—¿Es que tenía alucinaciones? —preguntó Paul.

—No —contestó Henry—. Sucedía que su mujer limpiaba la máquina cada día mientras él se iba a dar una vuelta, por lo general alrededor de aquella hora.

—Me parece que la mujer era un poco inconsecuente al cargarte a ti toda la responsabilidad —intervino el agente, moviendo su corpulento esqueleto en la silla—. Ella alimentaba las fantasías del marido.

—Creo que no acabas de entender bien por qué me llamó y por qué estaba tan preocupada —contestó Henry lentamente—, pero estoy seguro de que tú sí lo entiendes, Meg —dijo, dirigiéndose a ella.

—Quizás —contestó Meg, mirando de reojo a Paul, un tanto incómoda—. No se había enfadado contigo porque le estuvieras siguiendo la corriente. Lo que verdaderamente temía era que la interrumpieses.

—¡Bravo! —exclamó Henry, encendiendo otro cigarrillo—. Precisamente por eso limpiaba la máquina cada día. Si la comida se hubiese acumulado en la máquina, Reg habría llegado a la conclusión lógica, dentro de su demencia, de que el Fornit se había ido o se había muerto. Es decir, si no había Fornit, no había Fornus. Lo que significaba que no habría más novelas, no podría seguir escribiendo... Sería el fin de todo.

Henry dejó morir sus palabras, contemplando las volutas de humo.

—Creía probable que los Fornits fuesen seres nocturnos —prosiguió—. No les gustaba el ruido. Por ejemplo, había notado que a él mismo le era imposible escribir después de una noche de juerga. Tampoco les gustaban la radio ni la tele, y odiaban la electricidad. Reg habla vendido el televisor por veinte dólares y hacía tiempo que se había desprendido del reloj con la esfera radial. Seguía preguntándose cómo había llegado a mi conocimiento lo de los Fornits. ¿Acaso tenía uno en mi casa? Y si era así, ¿qué era lo que pensaba de esto, de aquello y de lo de más allá? Bueno, no me parece necesario abundar en esos detalles. En fin, ya sabéis lo que pasa cuando uno tiene un perro nuevo y empieza a pedir toda clase de información sobre alimentación, hábitos, enfermedades, etc. Pues era lo mismo. Y un garabato que yo mismo no llegaba a comprender, puesto debajo de mi firma, habría bastado para abrir la caja de Pandora.

—¿Qué le contestaste? —preguntó el agente.

—Es ahí donde realmente empezó el problema, tanto para él como para mí —respondió Henry lentamente—. Jane me había rogado que le siguiera la corriente, y eso fue lo que hice. Lamentablemente, me excedí. Contesté su carta en casa, completamente borracho. Mi apartamento tenía un aspecto desolado, triste, vacío. Había peste de humo frío por todas partes, los ceniceros llenos, el fregadero lleno de platos sucios, la funda del sofá hecha un guiñapo. En fin, ya os lo podéis imaginar, desde la partida de Sandra, la casa era una pocilga. El hombre de mediana edad que nunca se ha enfrentado a los problemas domésticos.

»Así que allí estaba yo sentado, con el papel en la máquina, pensando: "Ojalá tuviera un Fornit. No uno, sino una docena y que me echaran Fornus por toda la casa, de cabo a rabo". Estaba tan borracho que envidiaba a Reg la suerte de contar con aquellos seres maravillosos.

‘Le contesté que yo también tenía un Fornit, como es natural. Y que el mío se parecía bastante al suyo. Era nocturno. Odiaba los ruidos, pero parecía adorar a Bach y a Brahms... escribía mejor después de escucharlos un rato por la noche, le dije. Le expliqué que mi Fornit se volvía loco por la mortadela... que si él lo había probado. Dejaba siempre trocitos, por la noche, junto a mi portátil, y por la mañana habían desaparecido. A menos, como él mismo decía, que hubiera habido mucho ruido la noche anterior. Le agradecí también sus explicaciones sobre el radio, aunque hacía mucho tiempo que yo tampoco tenía reloj de esfera luminosa. También le dije que mi Fornit había vivido conmigo desde mi salida de la universidad. En fin, me entusiasmé tanto con aquella historia que le escribí casi seis páginas. Al final añadí algo sobre su novela, en tono más bien oficial, pero muy breve, y firmé la carta.

—Y debajo de la firma... —dijo Meg.

—Pues claro. Fornit Sorne Fornus —hizo una pausa—. Ahora no podéis verme, porque estamos casi a oscuras, pero tengo la cara roja de vergüenza. Estaba tan borracho, tan destrozado... Tal vez si hubiera dejado pasar un par de horas, por la mañana habría destruido la carta, pero no fue así.

—¿La echaste al correo enseguida? —preguntó Paul.

—Así es. Durante una semana y media esperé contestación, rogando a Dios que no hubiese complicado las cosas aún más. Un día recibí el cuento, dirigido a mí, sin carta adjunta. Había hecho los cortes de los que habíamos hablado y el relato era perfecto, aunque el manuscrito.., tuve que llevármelo a casa y copiarlo íntegro. Estaba cubierto de unas manchas amarillas rarísimas... Pensé...

—¿Que eran manchas de orina? —preguntó Meg.

—Eso fue precisamente lo que pensé. Pero no era eso. Al llegar a casa, me encontré con una carta de Reg. Esta vez, nada menos que diez páginas. Entre otras cosas, me explicaba lo de las manchas. Imaginaos, me dijo que no había conseguido encontrar mortadela italiana, pero que había descubierto que a su Fornit le gustaba realmente la salchicha con mostaza.

»Aquel día apenas había probado una copa. Pero aquellas páginas con las manchas de mostaza y toda aquella carta me dieron ganas de empezar a beber otra vez. No podía contenerme, de manera que me emborraché como una cuba.

—¿Y qué más decía la carta? —preguntó la mujer del agente.

Estaba cada vez más fascinada con aquella historia, inclinada sobre un vientre bastante desarrollado, que le recordaba a Meg los dibujos de Snoopy.

—Sólo dos líneas sobre la novela. Toda la carta se refería al Fornit... y a mí. Lo de la salchicha había sido una excelente idea, según él. Rackne la adoraba y, a consecuencia...
—¿Rackne? —preguntó Paul.

—Era el nombre del Fornit —contestó Henry—. Rackne. A consecuencia de la salchicha, Rackne se había retrasado un poco. El resto de la carta era un verdadero delirio paranoico, nunca habréis leído nada semejante.

—Reg y Rackne... un buen matrimonio —comentó Meg, riendo, nerviosa.

—Nada de eso —respondió Henry—. Su relación era estrictamente laboral. Además, Rackne era de sexo masculino.

—Bueno, cuéntenos más sobre la carta.

—Es una de las que no recuerdo de memoria. Lo que, en el fondo, es mejor para vosotros, porque a veces la extravagancia llega a aburrir si es reiterativa. En fin, el cartero era de la CIA, el repartidor de periódicos del FBI, Reg había llegado a vislumbrar un revólver entre los diarios. Sus vecinos eran espías y tenían un equipo electrónico de vigilancia en la furgoneta. Ni siquiera se atrevía a ir a la tienda de la esquina porque el propietario era un androide. Hasta entonces, sólo lo había sospechado, pero ahora estaba absolutamente seguro porque un día, mientras le despachaba, había visto los cables que cruzaban bajo la piel de la calva. Por si fuera poco, la cantidad de radio en la casa no paraba de crecer. Una noche llegó a ver una luz fosforescente verde en las habitaciones.

»Acababa la carta diciendo: "Espero que me contestes enseguida y me digas cuál es tu situación y la de tu Fornit en lo que concierne a los enemigos, Henry. Creo que el habernos conocido está más allá de la mera coincidencia. Supongo que es un salvavidas que me ha enviado Dios, o la Providencia, o el Destino, o lo que sea, precisamente en el último momento, cuando ya empezaba a desesperar.

"Un hombre no puede luchar solo contra miles de enemigos durante mucho tiempo. descubrir, de pronto, que uno no está solo... ¿Acaso sea excesivo afirmar que es lo común de nuestras experiencias lo que me salva de la destrucción final? Tal vez no. Pero tengo que saber: ¿están tus enemigos tratando de destruir tu Fornit como a Rackne? Si es así, ¿qué haces contra ellos? Y, si no, ¿tienes alguna idea de por qué? Repito, tengo que saberlo."

»La carta iba firmada con aquel garabato del FORNIT SOME FORNUS y después, una posdata. Solamente una frase. Pero letal. Decía: "A veces, dudo hasta de mi mujer".
»Leí la carta de cabo a rabo tres veces, por lo menos, mientras me bebía una botella de whisky. Estuve pensando durante mucho rato en cómo contestarla. Era evidente que se trataba del pedido de auxilio de un hombre al borde de la caída. El relato le había servido de apoyo durante algún tiempo, pero ahora lo había terminado y lo único que aún le sostenía era yo. Algo perfectamente irrazonable. Me lo había buscado.

»Empecé a pasearme por todo el apartamento, por las habitaciones vacías, desenchufándolo todo. Recordad que estaba completamente borracho y que se puede esperar lo más inimaginable de un borracho. Por eso los editores, al igual que los abogados, necesitan dos o tres martinis antes de discutir un contrato en una comida.
El agente lanzó una carcajada, pero el ambiente siguió siendo incómodo, tenso.

—No olvidéis que Reg Thorpe era un escritor genial. Estaba absolutamente convencido de todo lo que me escribía. Lo de la CIA, lo del FBI, lo de Hacienda... Ellos. Los enemigos. Algunos escritores poseen un don único: son capaces de escribir tanto más fríamente cuanto más les apasiona el tema. Era el don de Hemingway y de Steinbeck, y Reg Thorpe lo tenía. Si te deslizabas dentro de su mundo, acababas por aceptar su propia lógica, por particular que fuese. Al final, pensabas como él. Llegabas a aceptar lo del Fornit y que el chico de los periódicos se paseaba con un revólver, o que sus vecinos, los de la furgoneta, eran en realidad agentes del KGB con cápsulas de cianuro en los dientes y en misión especial subida para capturar a Rackne.

»Claro que yo no aceptaba lo del Fornit, pero me era difícil pensar con claridad y acabé por desenchufarlo todo. Primero, la tele, porque todo el mundo sabe que, efectivamente, emite radiaciones. Una vez publicamos un artículo en Logan’s según el cual —y lo había escrito un científico digno de todo crédito— las radiaciones emitidas por un televisor casero alteraban las ondas cerebrales de manera infinitesimal, pero permanente.

»El autor del artículo alegaba que tal vez ésa fuera la razón por la que el nivel de educación en este país estaba en franca decadencia, ya que, después de todo, ¿quién pasa más tiempo delante de un televisor que un niño?

»Así que desenchufé la tele y tuve la impresión de verlo todo un poco más claro. De hecho, lo veía todo tan claro, que continué desenchufando todo lo que estuviera conectado a la red. La radio, la tostadora, la lavadora, la secadora, el horno microondas... Aquel horno era uno de los primeros del mercado y era grande como un ropero. En verdad, desenchufarlo me tranquilizó muchísimo. Actualmente parecen mucho más seguros.

»Pensé en la cantidad de cosas enchufadas que hay en una casa de clase media. Era una especie de pulpo, con todos aquellos enchufes, todos aquellos cables conectados a otros cables exteriores y éstos a unas grandes centrales, controladas a su vez por el gobierno.

»Curiosamente, obedecía a una doble idea al hacer todo aquello —continuó Henry, bebiendo un sorbo de su refresco—. Básicamente, respondía a un impulso supersticioso. Hay muchísima gente que no pasa por debajo de una escalera ni abre el paraguas en casa. Hay jugadores de baloncesto que se persignan cada vez que intentan un enceste y jugadores de béisbol que se cambian de calcetines cuando les falla el juego. Creo que es la mente racional cantando a dúo con la fuerza irracional del cerebro. Si tuviese que definir el subconsciente irracional, diría que es una pequeña habitación forrada en nuestro interior, con un único mueble: una mesita con un revólver, cargado con proyectiles flexibles.

»Cada vez que se da un rodeo para no pasar por debajo de una escalera o se sale de casa con el paraguas cerrado en medio de la lluvia, se desnuda la parte irracional del cerebro de toda protección y se entra en la habitación del revólver para tomarlo en las manos. Puede que se tengan dos ideas al mismo tiempo. Por ejemplo: "Pasar debajo de una escalera no es peligroso". "No pasar debajo de una escalera tampoco es peligroso". Pero en cuanto dejas atrás la escalera o el paraguas abierto, vuelves a ser el mismo.

—Es muy interesante —interrumpió Paul—. Explícame un poco más, si no te importa. ¿En qué punto deja la mente irracional de jugar con la pistola para apuntar directamente a la sien y disparar?

—Cuando la persona en cuestión empieza a escribir cartas a todos los diarios —contestó Henry— diciendo que hay que eliminar todas las escaleras, porque es peligroso pasar por debajo de ellas.

Hubo una carcajada general.

—Es más, creo que el yo irracional dispara el proyectil flexible al cerebro cuando esa persona va por todas partes tirando escaleras al suelo o peleándose con la gente por la misma causa, o hiriendo a los que trabajan en ellas. Puedes dar un rodeo antes que pasar bajo una escalera. Puedes incluso escribir una carta al periódico diciendo que la ciudad de Nueva York está en bancarrota por culpa de toda la gente que pasa insensiblemente bajo escaleras. Pero lo que no puedes hacer es ir por la calle derribando todas las escaleras que veas.

—Porque tienes público —murmuró el escritor.

—¿Sabes? Tal vez tengas razón a este respecto, Henry —dijo el agente—. A mí, por ejemplo, no me gusta encender tres cigarrillos con una misma cerilla. No recuerdo cuándo adquirí esa costumbre, pero hace ya mucho. Luego leí no sé dónde que es una superstición nacida en la primera guerra mundial. Se decía que los alemanes mataban a un inglés cuando tres soldados encendían un cigarrillo con la misma cerilla. El primero les permite calcular la distancia. El segundo, la dirección del viento. Al tercero le volaban la cabeza de un tiro. Pues muy bien, a pesar de todo ello, no puedo, aunque quiera, encender tres cigarrillos con el mismo fuego. Una parte de mi cabeza me dice que no tiene la menor importancia, incluso si quiero encender doscientos, pero otra parte —mi Boris Karloff interior— dice: ¡UUUUUUHHHHHH, cuidadoooooo!

—Pero la demencia no tiene nada que ver con las supersticiones, ¿no es así? —preguntó Meg.

—Ah, ¿no? —replicó Henry—. Juana de Arco oía voces celestiales. Otra gente se cree poseída por el demonio. Otros ven duendes... o diablos... o Fornits. Los términos que se utilizan para definir la demencia sugieren superstición de una forma u otra. Manías..., anormalidad..., irracionalidad..., lunatismo..., locura... Para el loco, la realidad es oblicua. La personalidad se recompone en la habitación con la pistola.

»La parte racional de mi cerebro funcionaba mal, estaba herida, dañada, pero seguía en su sitio, a pesar de todo, diciendo: "Bueno, no importa. Mañana, cuando estés sobrio, puedes volver a enchufarlo todo, gracias a Dios. Si es eso lo que deseas ahora, puedes jugar un poquito, mientras no vayas más lejos".

»Pero la voz racional tenía mucha razón en asustarse. A todos nos atrae la locura. Todos hemos sentido la loca tentación de saltar al mirar al vacío desde un edificio muy alto, o desde un acantilado. quien se ha apuntado a la cabeza con una pistola cargada...

—¡Oh, por favor! —exclamó Meg.

—De acuerdo —prosiguió Henry—. Lo único que quiero decir es: hasta la persona más razonable está unida a su racionalidad por un finísimo hilo. Estoy realmente convencido de ello. Los circuitos racionales en el animal humano son sumamente endebles.

»Después de desenchufarlo todo, le escribí una carta a Reg en mi estudio, la metí en un sobre y la eché al correo. En realidad, no recuerdo haber hecho nada. Estaba tan borracho... Pero supongo que es eso lo que hice, porque, al día siguiente, tenía la copia de la carta junto a la máquina, con los sobres y los sellos. La carta, como era de esperar, era la de un borracho. En resumen, venía a decirle que a los enemigos les atraía la electricidad tanto como los Fornits, y que si desenchufaba todo lo eléctrico, los enemigos desaparecerían. Al final, añadí: "La electricidad está fastidiando tus ondas mentales, Reg. ¿Por casualidad tienes una batidora en casa?".

—De hecho, tú también estabas empezando a escribir cartas a los periódicos —intervino Paul.

—Sí. Escribí la carta un viernes por la noche. A la mañana siguiente me levanté sobre las once, con sólo una vaga idea de las tonterías que había cometido la noche anterior. Sufrí una vergüenza infinita al volver a enchufar todos los aparatos. Pero más vergüenza me dio ver lo que había escrito a Reg. Empecé a buscar por toda la casa, con la absurda esperanza de no haber echado la carta al correo. Pero no apareció. Me pasé el resto del día haciendo propósitos de enmienda. No era posible...

»El miércoles siguiente recibí una carta de Reg. Una de las páginas estaba escrita a mano, toda ella llena de Fornit Sorne Fornus. Y en el centro, tan sólo: «Tenías razón. Gracias. Gracias. Gracias. Reg. Tenias razón. Reg. Todo está bien ahora. Reg. Muchas gracias. Reg. Fornit también está bien. Reg. Gracias. Reg».

—¡Qué miedo! —dijo Meg.

—Supongo que la mujer estaría hecha un basilisco—intervino la esposa del agente.

—Pues no. Porque funcionó.

—¿Funcionó? —preguntó el agente.

—Recibió mi carta el lunes por la mañana. El mismo lunes por la tarde fue a la compañía de electricidad para darse de baja. Jane, por supuesto, se puso histérica. En la casa había infinidad de cosas eléctricas. No sólo tenía una batidora, sino también una máquina de coser, una lavadora, una secadora... en fin, todo lo que hay en una casa normal. Estoy seguro de que aquel día, Jane hubiera querido ver mi cabeza en una bandeja.

»Pero fue la conducta de Reg lo que la impulsó a creer que yo era un maravilloso remedio para su marido, y no otro chalado. Reg la hizo sentar en el salón y le habló de la manera más racional del mundo. Le dijo que era consciente de que se había comportado de una manera bastante rara, que sabía que estaba muy preocupada, que se sentía mucho mejor sin electricidad en la casa y que le ayudaría en todo lo necesario para superar los inconvenientes que eso acarreara. Y que, además, quería ir a la casa de al lado para saludar a aquellos chicos y charlar con ellos un rato.

—¿Los del KGB con el radio en la furgoneta?—preguntó Paul.

—Exactamente. Jane no cabía en sí de asombro. Le dijo que sí, que de acuerdo, aunque me confesó más tarde que se había preparado mentalmente para la peor de las escenas. Temía que hubiera acusaciones, amenazas, histeria... Consideraba ya la posibilidad de abandonar a su marido si las cosas no mejoraban. El miércoles por la mañana me dijo por teléfono que se había hecho una promesa a sí misma. Aquello de la electricidad era la gota de agua que había estado a punto de rebasar el vaso. Una sola cosa más y se volvía corriendo a Nueva York. Además, tenía miedo, como comprenderéis. La situación había ido empeorando poco a poco, muy lentamente, pero aun para ella, que estaba realmente enamorada de su marido, aquello iba demasiado lejos. Decidió largarse si Reg les decía la menor inconveniencia a aquellos chicos. Mucho más tarde supe que, por aquellas fechas, ya había averiguado cómo divorciarse sin consentimiento del cónyuge en Nebraska.

—¡Pobre mujer! —murmuró Meg.

—Pero todo fue como una seda —prosiguió Henry—. Rey estuvo más encantador que nunca... y, según Jane, cuando quería, era literalmente irresistible. Es más, hacía casi tres años que no lo veía de aquel talante. Había desaparecido la actitud doliente, furtiva, así como también los tics nerviosos, los sobresaltos que tenía cada vez que se abría una puerta. Se tomó una cerveza con los chicos y estuvo hablando de todos los tópicos de que se hablaba en aquel tiempo, que si la guerra, que si las manifestaciones, que si un ejército voluntario, que si las leyes sobre la marihuana...

»Cuando descubrieron en la conversación que era el autor de Imágenes del sub mundo, se quedaron viendo visiones, dijo Jane. Tres de ellos lo habían leído ya y el cuarto se lo fue a comprar aquella misma noche.

Paul sonrió, asintiendo. Sabía muy bien de qué hablaba Henry.

—Así que —siguió Henry— vamos a dejar a Reg Thorpe y a su mujer por un rato, sin electricidad, pero más felices que nunca...

—Menos mal que su máquina de escribir no era eléctrica —comentó el agente.

... y volvamos al redactor —dijo Henry, haciendo caso omiso del comentario—. Pasaron un par de semanas. El verano llegaba a su fin. El redactor, por supuesto, seguía emborrachándose hasta caer al suelo con más frecuencia de la necesaria, pero se las arreglaba para mantener un exterior bastante respetable. Pasaron los días. En Cabo Kennedy se disponían a enviar un hombre a la Luna. El nuevo número de Logan’s, con John Lindsay en portada, estaba en todos los quioscos y se vendía tan mal como siempre. Yo había iniciado en el despacho las gestiones necesarias para la compra de un relato titulado «La balada del proyectil flexible», derechos sobre primera edición, para publicar en enero de 1970, a un precio de 800 dólares, que era lo que la revista pagaba por una historia de primera calidad.

»En eso estábamos cuando un día me llamó mi jefe, Jim Dohegan. Si podía pasar por su despacho. A las diez de la mañana estaba allí, sintiéndome mejor que nunca y con un aspecto, creo yo, bastante aceptable. Sólo más tarde me di cuenta de que no había visto a Jane Morrison, su secretaria.

»Me senté y le pregunté qué podía hacer por él o viceversa. No diré que no tuviera a Reg Thorpe en la cabeza. Yo estaba firmemente convencido de que el relato era sensacional y esperaba que me felicitaran. Ya os podéis imaginar el chasco que me llevé cuando Jim puso ante mí, sobre la mesa, dos obras rechazadas: el cuento de Reg y un relato largo de John Updike programado para el número siguiente. En los dos sobres se leía DEVUÉLVASE.

»Miré las obras rechazadas, miré a Jim, miré otra vez las obras rechazadas... No entendía. Mi cerebro se resistía a admitir lo evidente. Miré a mi alrededor y vi un calentador que la secretaria de Jim encendía cada mañana para hacer café. Hacía años que estaba allí pero yo pensé en aquel momento: si ese cacharro no estuviera enchufado, no tendría problema alguno para poder poner orden en mis ideas. Sé perfectamente que si eso estuviera desenchufado entendería lo que ocurre.

—¿ Qué sucede, Jimmy? —le pregunté.

—No sabes cuánto siento tener que decírtelo precisamente yo, Henry —contestó Jim—. Logan’s dejará de publicar obras de ficción en diciembre de 1969.

Henry hizo una pausa, buscando otro cigarrillo, pero el paquete estaba vacío.

—¿Alguien tiene un cigarrillo?

Meg le ofreció uno mentolado.

—Gracias, Meg.

Henry lo encendió, apagó la cerilla y aspiró profundamente. La brasa brilló un instante en la oscuridad.

—Bueno —siguió—. Le dije a Jim: «¿Te importa?», me acerqué al calentador y lo desenchufé. Por la forma en que me miró me di perfecta cuenta de que pensaba que yo estaba loco de remate.

»Sólo abrió la boca para decirme:
—Pero, ¿qué haces, Henry?

—No puedo pensar cuando hay cosas enchufadas. Interferencias —contesté.

»En realidad, así me lo parecía, porque, con el aparato desenchufado vi la situación con mucha más claridad.

—¿Quieres decir que me quedaré en la calle? —le pregunté.

—No lo sé —contestó—. Depende de Sam y del consejo. Realmente no lo sé, Henry.

»Podía haber dicho muchas cosas. Supongo que Jimmy esperaba una apasionada defensa de mi puesto. De repente, me encontré desnudo... era jefe de un departamento que había dejado de existir.

»Pero no defendí mi causa ni la existencia de mi sección. Sólo le rogué que publicara el relato de Reg Thorpe. Primero propuse adelantar la fecha y publicarlo en diciembre.

—¡Venga, hombre! —contestó Jimmy—. Ya sabes que el número de diciembre está cerrado. Y esa historia tiene casi diez mil palabras.

Nueve mil ocho —rectifiqué.

—Una ilustración a toda página —insistió—. Imposible.

—Bien, eliminemos la ilustración —dije—. Escucha, Jimmy, es el mejor relato que hemos recibido en cinco años.

—Ya lo sé, lo he leído —contestó Jimmy—, pero no podemos publicarlo en diciembre. Es Navidad, por Dios, Henry. ¿Quieres publicar la historia de un hombre que mata a su mujer y a su hija cuando todo el mundo está reunido alrededor de un árbol de Navidad? Debes de estar...

»Jimmy se interrumpió, pero vi cómo miraba el calentador. Hubiese dado lo mismo que lo dijese en voz alta.

Paul asintió lentamente, sin apartar los ojos del rostro en sombras de Henry.

—Me empezó a doler la cabeza. Al principio, sólo un poco. Volvía a pensar con dificultad. Recordé que Janey Morrison tenía un afilador de lápices eléctrico en su mesa. Además, todas aquellas luces fluorescentes en el techo, y los calefactores, y las máquinas de refrescos en el pasillo. Todo el maldito edificio se movía en base a electricidad y nadie hacía nada. Fue entonces cuando se me ocurrió que Logan’s se hundía porque nadie podía pensar correctamente. Estábamos presos en aquel inmenso rascacielos lleno de electricidad. Nuestras ondas mentales estaban absolutamente podridas. Recuerdo haber pensado que, de presentarse allí un médico con un electroencefalógrafo, hubiese obtenido las gráficas más raras del mundo. Llenas de esas enormes alfas agudas que caracterizan los tumores cerebrales.

»Me bastó pensar en ello para que el dolor de cabeza arreciara. Pero decidí intentarlo una vez más. Le pedí que intercediera ante Sam Vadar, el redactor en jefe, para que la historia apareciera en el mes de enero. Como una especie de despedida de la sección literaria de Logan’s, si fuera preciso. El último cuento de la revista.

»Jimmy asentía con la cabeza, sin dejar de jugar con un lápiz.

—Bueno, lo intentaré, pero sabes que no servirá de nada. Tenemos un cuento de un escritor novel y otro de John Updike, que es tan bueno, si no mejor que el de Thorpe...

1E1 cuento de Updike no es mejor que el de Thorpe! —protesté.

»Jimmy me miró fijamente. Mi dolor de cabeza se hacía más agudo. Tenía el zumbido de los fluorescentes metido en el cerebro como un puñado de moscas atrapadas en una botella. Era un sonido realmente odioso. Y hasta creí oír a su secretaria afilando un lápiz en la maquinilla eléctrica. "Lo están haciendo a propósito. Saben que soy incapaz de pensar correctamente con todo eso enchufado. Así que..., así que...", me dije. Jim me hablaba de algo relativo a la reconsideración del tema en el siguiente consejo de redacción, tal vez la propuesta de no eliminar la sección literaria de golpe y dejar, en cambio, que se agotara por sí misma, con la publicación de las narraciones pendientes.

»Me levanté, sin escucharle, y apagué las luces.

—¿Por qué apagas las luces? —preguntó Jimmy.

—Ya sabes por qué, Jimmy —contesté—. Tú mismo tendrías que salir corriendo de aquí antes de que te hicieran añicos.

Jim se levantó y vino hacia mí.

—Creo que deberías irte a casa, Henry —dijo—. Vete a casa y descansa. Sé que últimamente has tenido problemas. No te preocupes, haré cuanto esté en mis manos. Estoy completamente de acuerdo contigo... bueno, casi completamente de acuerdo. Pero insisto en que te marches a casa, te eches, pongas los pies en alto, mires un poco la tele...

—¡Tele! —exclamé. No pude contener la carcajada. Era una de las cosas más divertidas que había oído en mi vida—. Mira, Jimmy. Ve a ver a Sam Vadar y dile otra cosa.

—¿Qué quieres que le diga, Henry?

—Dile que necesita un Fornit. Toda la compañía necesita un Fornit. ¿Qué estoy diciendo...? ¡Cientos de Fornits!

—Un Fornit... —contestó Jimmy, asintiendo—. Muy bien, de acuerdo. No te preocupes, le diré que necesita un Fornit.

»El dolor de cabeza me ocasionaba problemas de visión. En alguna parte de mi cerebro me preguntaba cómo iba a decirle a Reg que su cuento no se publicaría y cómo se lo tomaría.

—Yo mismo firmaré la orden de compra si averiguo dónde adquirir un Fornit —dije—. Tal vez Reg me pueda informar dónde. No menos de una docena, sí, una docena de Fornits y que echen Fornus por toda la oficina, sin dejar el más mínimo resquicio. Ah, y apagar la luz. Odio la electricidad —empecé a dar vueltas por la oficina, mientras Jim me contemplaba con la boca abierta, atónito—. Hay que desconectar toda la electricidad, Jimmy, diles eso. Díselo a Sam. Nadie puede pensar correctamente con todas estas interferencias eléctricas, ¿es que no lo ves?

—Tienes toda la razón, Henry, toda la razón —dijo Jim—. Ahora, creo que sería mejor que te fueras a casa y descansaras un poco. Intenta dormir un rato, o algo.

—Además, a los Fornits no les gustan todas estas interferencias —proseguí—. Que si la radio, que si la electricidad.., todo esto les sienta fatal. Hay que darles mortadela, pasteles y mantequilla. ¿Podemos dar la orden de compra de todo eso?

»El dolor de cabeza era como una enorme bola pesada y negra encima de la nuca. Veía dos Jimmys, dos de todo. De pronto, sentía una tremenda necesidad de un trago. Si no había Fornus, y la parte racional de mi cerebro me decía que no lo había, entonces, lo único que me proporcionaría cierto bienestar era algo de beber.

—Claro que podemos dar una orden de compra—dijo Jimmy.

—No crees ni media palabra de lo que estoy diciendo, ¿verdad, Jimmy? —le espeté.

—Claro que sí. Y estoy completamente de acuerdo. Lo que tienes que hacer es irte a casa y descansar un poco.

—No lo crees ahora —contesté—. Pero quizá lo hagas cuando todo esto se derrumbe. ¿Cómo puedes suponer, por el amor de Dios, que tus decisiones son racionales cuando tienes a menos de cincuenta metros un montón de máquinas de venta de coca-cola, máquinas de venta de bocadillos, máquinas de venta de toda clase de tonterías? —para colmo, se me ocurrió algo terrible—. ¡Y hasta un horno microondas! ¡Tenéis hasta un horno microondas para calentar los bocadillos!

»Jimmy empezó a decir algo, pero no le hice caso. Me marché. Convencido de que el horno microondas lo explicaba todo. Era eso lo que me producía dolor de cabeza. Recuerdo haber visto a Janey y Kate Junger, del departamento comercial, y Mert Strong, del de publicidad, que me miraban. Debían de haberme oído gritar.

»Mi despacho estaba en el piso inferior. Bajé corriendo por las escaleras, entré en él, apagué todas las luces y agarré mi cartera. Después tomé el ascensor hasta el vestíbulo. Durante el trayecto, me puse la cartera entre los pies y me tapé los oídos. En el ascensor bajaban otras cuatro personas, que me miraron como se debe de mirar a un marciano...

Henry sonrió secamente.

—Estaban asustados, por así decir. Vosotros también lo hubierais estado, atrapados en una cajita en movimiento, con un tío evidentemente loco.

—Hombre, no es una situación sencilla —comentó la mujer del agente.

—En absoluto. La locura tiene que empezar en algún momento. Y si esta historia versa sobre algo —suponiendo que los acontecimientos en la vida de un individuo tengan algún significado— es precisamente sobre la génesis de la locura. La locura debe iniciarse en algún punto e ir hacia algún otro. Como una carretera. la bala expulsada de la recámara de una pistola. Yo estaba todavía a años luz de Reg Thorpe, pero en el mismo camino.

»No sabía dónde ir, de manera que me dirigí a un bar llamado Los Cuatro Padres, en la calle cuarenta y nueve. Recuerdo perfectamente que elegí aquel bar porque no tenía televisión, ni tocadiscos, ni demasiadas luces. Recuerdo también haber pedido la primera copa. Después, no recuerdo nada más hasta la mañana siguiente, cuando me desperté. Había vomitado en la alfombra y encontré un agujero en la sábana, producido por un cigarrillo. En mi estupor, me percaté de que había estado a punto de morir de dos interesantes maneras: asfixiado o quemado. Aunque, en honor a la verdad, lo más probable es que no me hubiese dado cuenta de ninguna de las dos.

—¡Jesús! —dijo el agente, con respeto.

—Había sufrido una especie de apagón mental. Era el primero en mi vida. Pero siempre hay una señal al final del túnel, y nunca son muchos. Pero un alcohólico sabe muy bien que no es lo mismo que desmayarse, por ejemplo. Si así fuese, habría muchos menos problemas. No, cuando un alcohólico tiene un apagón, continúa haciendo cosas. Un alcohólico que sufre un apagón es como un diablillo trabajador, una especie de Fornit maligno. Puede hacer muchísimas cosas, como llamar a su mujer al trabajo y ponerla de vuelta y media, o conducir por la izquierda en una autopista y pegársela contra un autocar lleno de niños. Puede irse del trabajo o robar en una tienda o regalar su alianza de matrimonio. Son como diablillos que trabajan afanosamente sin cesar.

»Lo que hice en aquella ocasión, aparentemente, fue irme a casa y escribir una carta. Sólo que esta vez no iba dirigida a Reg, sino a mí mismo. Y no fui yo mismo quien la escribió, para ser exactos.

—¿Quién la escribió? —preguntó Meg.

—Bellis.

—¿Quién es Bellis?

—Su Fornit —intervino Paul, con aire ausente. Sus ojos brillaban en la sombra, mirando a lo lejos.

—Exactamente —dijo Henry, sin el menor asomo de sorpresa. Volvió a recrear la carta en el dulce aire de la noche para sus amigos, marcando los puntos y aparte con los dedos.

»"Bellis te dice hola. Siento muchísimo que tengas tantos problemas, amigo mío, pero quiero decirte para empezar que no eres el único que los tiene. No es una tarea fácil para mí. Si lo deseas, puedo echarle Fornus a tu máquina de escribir de aquí a la eternidad, pero darle a las teclas es trabajo tuyo, no mío. Dios creó a la gente precisamente para eso. Así que siento algo de compasión por ti, pero sólo algo.

"Comprendo que estés preocupado por Reg Thorpe. Pero a mí no me quita el sueño, porque el encargado de protegerle es mi hermano Rackne. Thorpe está muy nervioso porque teme que Jane lo deje, pero es que es muy egoísta. Es la maldición del escritor: son todos unos malditos egoístas. A Thorpe no le preocupa en absoluto lo que será de Rackne si él se va. O si se convierte en un bonzo seco. Por lo visto, nunca se le ha pasado por la cabeza, tan inteligente, tan sensible. Pero, afortunadamente para todos nosotros, esos problemas tienen una solución muy fácil, por eso te tiendo mis pequeños brazos y te la brindo, mi borracho amigo. Tal vez lo que a TI te preocupe sean las consecuencias a largo plazo, pero te aseguro que no las hay. Todas las heridas son mortales. Toma lo que te es dado. A veces, te encuentras con un nudo en la cuerda, pero la cuerda siempre tiene un final. ¿Y qué? Bendice el nudo y no malgastes palabras maldiciendo la caída. Un corazón agradecido sabe que, al final, nos columpiamos todos.

»"Debes pagarle a Reg el cuento tú mismo. Pero no con un cheque personal. Reg tiene problemas mentales bastante graves y quizás peligrosos, pero no es un estúpido —Henry se detuvo y deletreó, e-s-t-ú-p-i-d-o. Luego, prosiguió—. Si le das un cheque personal se dará cuenta del juego en nueve segundos.

»Retira ochocientos dólares de tu cuenta privada y abre otra cuenta a nombre de Arvin Publishing Inc. Asegúrate de que el banco donde la abras te proporcione cheques que parezcan realmente profesionales, nada de fotos de perritos ni vistas del Mediterráneo. Busca un amigo, alguien de tu confianza, y autoriza su firma en tu cuenta. Cuando te remitan el talonario, haz firmar a tu amigo un cheque por ochocientos dólares. Después, se lo envías a Reg por correo. De momento, estarás a salvo."

»Acababa así. Iba firmada por Bellis. No con una holografía, sino en letra de imprenta.

—¡Jo...! —exclamó Paul de nuevo.

—Cuando me levanté de la cama, lo primero que vi fue la máquina de escribir. Parecía que alguien la hubiese empleado como máquina fantasma en una película de tercera. La noche anterior era una máquina de oficina, negra, una Underwood, pero cuando me levanté (con una cabeza de las dimensiones de Dakota del Norte) era de un color próximo al gris. Las últimas frases estaban mal escritas y borrosas. Miré la carta y me dije que mi máquina estaba dando sus últimas boqueadas. Pasé un dedo por ella y me lo llevé a la boca. Después fui a la cocina. Sobre el mostrador había un paquete de azúcar abierto y una cucharilla. Había un reguero de azúcar entre la cocina y el estudio.

—Alimentando a tu Fornit —comentó Paul—. Bellis era un goloso, o a ti te lo parecía.

Henry empezó a contar con los dedos.

—Primero, Bellis era el apellido de mi madre. Segundo, lo del bonzo seco: era una expresión familiar que mi hermano y yo empleábamos de niños y nos servía para decir de alguien que estaba loco.

»Tercero, y eso era lo peor, la manera de escribir la palabra estúpido. Es una de esas palabras en las que siempre me equivoco. Una vez conocí un escritor, asombrosamente culto, que, invariablemente, escribía nebera, con b, a pesar de las veces que le había corregido todo el personal de la oficina. Y para otro, doctorado en Princeton, horrendo siempre era horrendo.

Meg soltó una carcajada alegre y avergonzada a la vez.

—A mí también me pasa.

—Lo que quiero decir —prosiguió Henry— es que las faltas de ortografía en un escritor son como sus huellas digitales literarias. Se lo podéis preguntar a cualquier corrector que haya revisado varios originales de un mismo autor.

»No, Bellis era yo, y yo era Bellis. A pesar de todo, el consejo era magnífico. Pero había algo más. El subconsciente también deja sus huellas, aunque, en el fondo, hay también un desconocido. Un tipo raro que sabe mucho. Nunca en mi vida había visto la palabra co-firmante... pero allí estaba. Un día me enteré de que realmente existía y de que los bancos la usaban regularmente.

»Tomé el teléfono para llamar a un amigo y una oleada de dolor me atravesó la cabeza. Pensé en Reg y en la historia de los teléfonos llenos de cristales de radio, y colgué en un segundo. Me duché, me afeité, me vestí lo mejor que pude y me miré al espejo nueve veces antes de salir; quería asegurarme de que mi aspecto era el de una persona normal. Después me fui a ver a mi amigo. A pesar de mis precauciones, el tipo no dejaba de observarme y de hacerme toda clase de preguntas capciosas. Supongo que hay cosas que una buena ducha, un perfecto afeitado y unas gárgaras interminables con Listerine no pueden borrar. Mi amigo trabajaba en un campo diferente del mío, lo cual era un gran alivio. Las noticias vuelan, ya sabéis. Y vuelan más de prisa dentro de los círculos en que uno se mueve. Además, si hubiera trabajado en el mismo negocio, se hubiera percatado de que Arvin Publishing Inc. era la empresa editora de Logan’s y le hubiera extrañado mucho y posiblemente me hubiera preguntado en que lío le estaba metiendo. Pero, afortunadamente, no era así. Me las arreglé para hacerle creer que Arvin era una pequeña aventura editorial mía en la que quería invertir algunos ahorrillos y publicar mi propia obra, ya que Logan’s estaba a punto de cerrar su sección literaria.

—¿No te preguntó por qué la llamabas así? —interrumpió Paul.

—Sí.

—¿Qué le dijiste?

—Le dije —respondió Henry, con una sonrisa— que Arvin era el apellido de mi madre.

Hubo una pequeña pausa. Luego, Henry continuó casi sin interrupción hasta el final.

—De manera que esperé a que llegasen los cheques del banco, a pesar de que sólo necesitaba uno. Mientras, para pasar el tiempo, me dediqué a hacer ejercicio. Ya sabéis, coges un vaso, empinas el codo, vacías el vaso, bajas el codo, dejas el vaso, llenas el vaso, empinas el codo otra vez, vacías el vaso, etcétera. Hacía esa clase de ejercicio hasta que me daba con la cabeza en la mesa y me quedaba K. O. Ocurrieron también muchas otras cosas, pero las que realmente me preocupaban eran esas dos: esperar y empinar el codo. Por lo que recuerdo. Debo repetir esto y espero que me perdonéis por aburriros con ello, pero no perdáis de vista que pasé todo aquel tiempo alcoholizado y por cada cosa que recuerdo, debe de haber por lo menos sesenta de las que no tengo la menor idea.

»Dejé el trabajo, un alivio para todos los que trabajaban conmigo, estoy seguro. Fue un alivio para ellos, porque les evité el mal trago de tener que echarme a la calle por loco, cuando en realidad lo hubieran hecho de todas formas al cerrar mi departamento. Para mí, porque nunca más volvería a ver aquel edificio, con los fluorescentes, el ascensor, los teléfonos, toda aquella electricidad.

»Le escribí un par de cartas a Reg Thorpe y otras dos a Jane en un período de unas tres semanas. Recuerdo haber escrito las dirigidas a ella, pero no las demás. Como la carta de Bellis, fueron redactadas en momentos de apagón. Pero seguía aferrado a mis propias rutinas aun en plena borrachera, como a mis viejas faltas de ortografía. Nunca dejaba de hacer copias de todo lo que escribía.., y cuando, a la mañana siguiente, volvía a la máquina, las copias estaban allá. Y era como leer cartas de un extraño.

»No es que fueran obra de un loco. En absoluto. La de la posdata acerca de la batidora era mucho peor. Comparadas con aquélla, éstas eran casi razonables.

Henry hizo una pausa y sacudió la cabeza, lentamente con dificultad.

—¡Pobre Jane Thorpe! Las cosas no parecían ir tan mal hacia el final de los acontecimientos. Debía de creer que el redactor de su marido estaba haciendo algo muy humano y muy hábil al seguirle la corriente para evitar que se fuera hundiendo paulatinamente en su depresión. Alguna vez tiene que haberse planteado la cuestión de si era o no buena idea seguirle la corriente a alguien con fantasías paranoicas (fantasías, que, por otra parte estuvieron a punto de culminar en el ataque a una niña). De ser así, decidió, sin duda, ignorarla por completo tal vez por que también ella le estaba siguiendo la corriente. De todos modos, nunca la he culpado de nada. Porque Reg no representaba para ella tan sólo el sustento, ni le tenía por un idiota al que había que exprimir hasta dejarle en los huesos. No. Estaba realmente enamorada de su marido. A su manera Jane Thorpe era una auténtica señora. Después de compartir su vida con Reg desde los Tiempos Difíciles, pasando por los Tiempos de Triunfo hasta llegar al Tiempo de la Locura, hubiera coincidido con Bellis en bendecir la cuerda y no perder el tiempo maldiciendo la caída. Naturalmente, mientras más cuerda te den más dura será la caída final, pero aun una caída puede ser una bendición, lo reconozco.

»Porque, ¿quién quiere morir estrangulado?

»Recibí respuesta de los dos en el mismo período. Eran unas cartas notablemente luminosas aunque la luz tenía ya una cualidad extraña, casi final. Daban la impresión de... bueno dejémonos de filosofía barata. Si doy con la fórmula adecuada para expresar lo que quiero decir, lo haré. Por ahora, dejémoslo así.

»Reg se llevaba divinamente con sus vecinos. Iba a verles cada noche y, para cuando las hojas empezaron a caer los chicos estaban convencidos de que Reg era Dios en persona. Cuando no jugaban a las cartas o a la pelota, hablaban de literatura, en lo que Reg les llevaba la delantera con mucha ventaja, como es natural. Reg se había comprado un perrito y lo sacaba a pasear por la mañana y por la noche, de modo que conoció mucha gente del barrio con la que se detenía a hablar del animal. La gente que al principio lo había tomado por un bicho raro, empezó a cambiar de opinión. Cuando Jane sugirió un día que, puesto que no disponía de electrodomésticos, necesitaba cierta ayuda, Reg accedió enseguida. Jane se maravilló de la facilidad con que había acogido la idea. No era cuestión de dinero (después del éxito de Imágenes del sub mundo, les sobraba), era cuestión, pensaba Jane, de ellos. Ellos estaban en todas partes, eran la obsesión de Reg y ¿qué mejor agente podían enviar que una mujer de la limpieza, que se metería en todos los rincones de la casa y miraría debajo de la cama y dentro de los armarios y seguramente también en los cajones, de no ser porque los tenía cerrados con llave y claveteados, para mayor seguridad?

»Pero Reg le dijo que sí, le dijo que se sentía como un animal sin sensibilidad alguna por no haber pensado en ello antes, aunque, y Jane hizo hincapié al decirme esto, la mayor parte de los trabajos pesados, como lavar a mano, los haría él mismo. Reg sólo puso una condición: la mujer de la limpieza no deberla entrar en su estudio con ningún pretexto.

»Lo mejor de todo, y lo más alentador desde el punto de vista de Jane, era que Reg había vuelto al trabajo y estaba escribiendo una nueva novela. Había leído los tres primeros capítulos y los había encontrado maravillosos. Todo había empezado, según me explicó, al aceptar yo "La balada del proyectil flexible" para su publicación en Logan’s. El período anterior había sido bastante deprimente y Jane me estaba profundamente agradecida.

»Estoy seguro de que me estaba sinceramente agradecida, pero su gratitud carecía de un punto de cordialidad Y la luminosidad de su carta se perdía en algunos pasajes... o sea, que otra vez estamos en lo mismo. La luz de su carta tenía algo de la de los días nublados en que se espera una lluvia abundante.

»Todas aquellas buenas noticias... los juegos con los vecinos, el perro, la mujer de la limpieza, la novela reciente... Jane era demasiado inteligente, a pesar de todo, para creer realmente que Reg estuviera mejorando.., al menos, eso pensaba yo, aun en mi propia niebla. Reg presentaba síntomas de psicosis. La psicosis es, en cierto sentido, como el cáncer de pulmón. Ninguno de los dos se cura, aunque tanto los cancerosos como los locos tengan días mejores y peores.

—¿Te queda otro cigarrillo, guapa? —pidió Henry.

Meg le dio otro cigarrillo.

—Después de todo —prosiguió, sacando el encendedor—, los signos de su idée fixe estaban presentes. No tenían teléfono, ni electricidad. Reg había cubierto los interruptores con cinta aislante. Seguía poniéndole comida a la máquina de escribir con la misma regularidad con que se la ponía al perro. Los estudiantes de al lado creían que era un tipo genial, pero los estudiantes de al lado no le habían visto nunca por la mañana, cuando recogía el periódico con guantes de goma por miedo a las radiaciones. Ni le habían oído gemir en sueños, ni le habían tenido que calmar cuando se despertaba gritando a causa de unas horrorosas pesadillas que luego no conseguía recordar.

»Tú, Meg, te has estado preguntando por qué Jane seguía con Reg. Aunque no lo hayas dicho, lo piensas. ¿Tengo razón o no?

Meg asintió.

—Sí. Y no te voy a ofrecer una larguísima tesis sobre sus motivos. Lo mejor de las historias reales es que basta con decir «esto es lo que sucedió» y dejar que la gente se pregunte el por qué de todo ello. En general nadie sabe por qué las cosas suceden de determinada manera... especialmente quienes creen saberlo.

»Pero en términos de la propia percepción selectiva de Jane, las cosas habían mejorado notablemente. Tuvo una entrevista con una mujer negra de mediana edad para tratar la cuestión de la limpieza y le habló con toda la franqueza posible de las rarezas de su marido. La mujer, Gertrude Rulin, se rió y contestó que había trabajado para gente mucho más rara. Jane pasó la primera semana en que Gertrude trabajó en la casa, como si hubiera estado de visita en casa de un extraño, esperando que ocurriera lo peor en cada momento. Pero Reg fascinó a Gertrude, lo mismo que había fascinado a sus vecinos, hablándole de su trabajo, de la iglesia, de su marido, de su hijo menor, comparado con el cual, según Gertrude, Atila era Blancanieves. Había tenido once hijos, pero la diferencia de edad entre Jimmy y el siguiente hermano era de nueve años. Lo que creaba infinidad de problemas a la pobre mujer.

»Reg parecía mejorar, al menos si mirabas las cosas desde su mismo punto de vista. Pero estaba tan loco como siempre, lo mismo que yo. Puede que la locura sea un proyectil flexible, pero cualquier experto en balística os dirá que no hay dos balas exactamente iguales. En una de sus cartas, Reg dedicaba unas pocas líneas a su nueva novela y el resto a los Fornits en general, y a Rackne en particular. Especulaba sobre la posibilidad de que ellos no quisieran su Fornit para matarlo, y pretendiesen, en cambio, capturarlo vivo con el propósito de estudiarlo en profundidad. Acababa la carta con esta frase: "Tanto mi apetito como mi visión de la vida han mejorado inmensamente desde el inicio de nuestra correspondencia, Henry. Te estoy muy agradecido. Afectuosamente tuyo, Reg". Y debajo una posdata preguntando, de paso, si ya tenía ilustrador para su relato. Me sentí culpable y me metí inmediatamente en un bar, para olvidar todo aquello.

»A Reg le preocupaban los Fornits. A mí, los cables.

»Le escribí una carta en la que sólo mencionaba los Fornits de pasada. Por entonces, realmente le seguía la corriente. Ésa era la verdad. Un duende con el apellido de mi madre y mis propias faltas de ortografía no bastaban para despertar todo mi interés.

»Lo que me intrigaba cada vez más era el tema de la electricidad, las microondas, las ondas de radio y las interferencias de los electrodomésticos pequeños, las radiaciones de bajo nivel y Dios sabe cuántas cosas más... Iba a la biblioteca y me llevaba libros sobre el tema, los compraba. Había una gran cantidad de cosas inquietantes.., que era precisamente lo que yo buscaba.

»Hice desconectar el teléfono y la electricidad. Durante un tiempo, eso me ayudó, pero una noche en que entré en mi dormitorio dando tumbos, con una botella de whisky en la mano y otra en el bolsillo de la chaqueta, vi aquel ojillo rojo que me espiaba desde el techo. ¡Dios mío, por un minuto creí que iba a tener un ataque al corazón! Al principio, me pareció un inmenso gusano colgado allí arriba, un gusano enorme con un ojo brillante.

»Tenía una linterna de gas y la encendí. Enseguida entendí lo que ocurría. Sólo que, en lugar de sentirme aliviado, me sentí peor. En cuanto pude examinarlo, empecé a tener prolongados y agudos estallidos de dolor en la cabeza —como ondas de radio—. Por un momento, fue como si mis ojos se volviesen dentro de sus órbitas para ver el interior de mi cerebro, donde las células fumaban, se ponían negras y morían finalmente. El ojo pertenecía a un detector de humos, un aparato aún más nuevo en 1969 que un horno microondas.

»Cerré el apartamento y bajé por las escaleras. Aunque vivía en un quinto piso, me había acostumbrado a no usar el ascensor. Llamé a la puerta del encargado. Le dije que quería que me quitara aquella cosa de allí, que lo quitara inmediatamente, que lo quería fuera esta noche, que lo quería fuera dentro de una hora. Me miró como si me hubiera vuelto completamente (perdonadme la expresión) bonzo seco. Naturalmente, ahora entiendo por qué. El detector de incendios debía procurarme la felicidad, debía hacerme sentir más seguro. Ahora se coloca obligatoriamente y por ley, pero entonces era un Gran Paso Adelante, pagado por la asociación de vecinos.

»El portero lo retiró, lo que no tomó demasiado tiempo, pero sin quitarme los ojos de encima, y alcancé, hasta cierto punto, a percibir sus sentimientos. Llevaba barba de días, el pelo engrasado, apestaba a alcohol y mi abrigo estaba increíblemente sucio. Por otra parte, debía de saber que había dejado mi trabajo, que había renunciado al televisor y que había desconectado el teléfono y la electricidad. Con toda razón, pensaba que estaba como una cabra.

»Puede que estuviera loco, pero, al igual que Reg, no era estúpido: sustituí la falta de lógica por el encanto personal. Ya sabéis que los redactores tienen encanto a raudales cuando quieren. Además, no me era muy difícil subsanar cuantos disgustos ocasionaba con billetes de diez dólares. Por otra parte, nadie desconocía la situación y durante las dos semanas que siguieron a lo del detector de humos, las últimas que pasé en aquel edificio, por cierto, ningún miembro de la asociación de vecinos se me acercó para pedirme aclaraciones o presentarme quejas. Supongo que esperaban que les persiguiera con un cuchillo de carnicero.

»Pero todo aquello era secundario para mí aquella noche. Me senté a la luz de la lámpara de gas, la única luz de que disponía en las tres habitaciones de que constaba mi apartamento, sin contar la de Manhattan, que llegaba por las ventanas. Me senté con una botella en la mano, un cigarrillo en la otra, mirando el lugar del techo en que había estado el detector de humos con su único ojo rojo, un ojo tan poco conspicuo durante el día que ni siquiera me había dado cuenta de su presencia. Pensé que, seguro como estaba de que la electricidad había sido desconectada del apartamento, el detector había escapado a todo control y, si un objeto eléctrico había escapado al control, debía haber más.

»Pero aun en el supuesto de que no hubiera más objetos eléctricos en mi apartamento, todo el maldito edificio estaba tan lleno de cables, como un enfermo de cáncer lo está de células mortíferas y órganos podridos. Cerraba los ojos y los veía, brillando débilmente, de un verde fosforescente. Y más allá, la ciudad toda. Un cable, inofensivo en sí mismo, conectado a un interruptor... que conectaba con otro cable, un poco más grueso, que conducía hasta el sótano, donde se conectaba con una caja unida a un cable todavía más grueso, que a su vez se unía con otros muchos en la calle, cada vez más y más gruesos...

»Cuando recibí la carta de Jane diciéndome que Reg había cubierto todos los interruptores con cinta aislante, una parte de mi mente reconocía que ella lo tomaba como un síntoma más de la locura de Reg, y esa parte sabía que había que responder como si toda mi mente dijera que sí, que estaba en lo cierto. Pero la otra parte de mi mente, que ya por entonces pesaba más que la anterior, decía: "¡Qué magnífica idea! ". Al día siguiente, hice lo mismo con todos los interruptores de mi apartamento. Y no olvidéis que de mí se esperaba que ayudase a Reg Thorpe. ¿No os parece divertido?

»Aquella misma noche decidí abandonar Manhattan. Mi familia poseía una vieja casa, deshabitada durante la mayor parte del tiempo, en los montes Adirondacks, y me pareció el lugar ideal para empezar una nueva vida. Lo único que me retenía en Nueva York era el cuento de Reg Thorpe. «La balada del proyectil flexible» era el salvavidas que mantenía a Reg a flote en un mar de demencia. Pero era también mi propio salvavidas. Me propuse publicar el relato en otra revista y, una vez hecho eso, salir de la ciudad como alma que lleva el diablo.

»Fue en este punto de la no demasiado famosa correspondencia Wilson-Thorpe cuando por fin estalló la tragedia. Éramos como un par de drogadictos en plena agonía comparando los méritos de la heroína con los de la mescalina, por ejemplo. Reg tenía Fornits en su máquina de escribir. Yo los tenía en las paredes. Y los dos, los teníamos en la cabeza.

»Además, estaban ellos, no lo olvidéis. Al cabo de un tiempo de ir con el relato a cuestas por las redacciones de otras revistas, decidí que entre ellos se contaban todos los editores de revistas de ficción de Nueva York, que, hacia finales de 1969 no eran muchos. De haberlos reunido, se los habría podido eliminar a todos con una sola bomba, idea que cada vez me parecía más brillante.

»Tardé cinco años en entender las cosas desde el punto de vista de ellos... Me peleé con el portero, al que sólo veía cuando se me estropeaba la calefacción y por Navidades, cuando subía a buscar su aguinaldo. Y los otros... Lo irónico del caso es que, en su mayoría, eran amigos míos. Jared Baker era redactor auxiliar de Squire por aquel entonces y él y yo habíamos formado parte de la misma compañía de tiro durante la segunda guerra mundial, por ejemplo. Aquellos tipos, al enfrentarse a mi nueva personalidad, no sólo se sentían incómodos: estaban estupefactos. Si me hubiera limitado a enviar el relato de Reg por correo, con una carta de presentación en términos elogiosos, es probable que hubiera logrado publicarla en poco tiempo. Pero no, eso no bastaba. Al menos, para aquel relato. Tenía que lograr lo mejor de lo mejor. En consecuencia, me dediqué a hacer visitas y ¿qué es lo que veían? Un ex redactor despeinado, sudado, apestando a alcohol, con caspa en el abrigo y un hematoma en la mejilla, producto de un encontronazo con la puerta del baño una noche en que me levanté a buscar la botella a tientas. Seguro que no les hubiese sorprendido en absoluto yerme con una camisa de fuerza.

»Por si fuera poco, me negaba a conversar en sus oficinas. De hecho, no podía. El tiempo que había que pasar en un ascensor para subir cuarenta pisos me resultaba excesivo. Así que concertaba entrevistas con ellos como lo hacen los traficantes de drogas: en parques, en escaleras, en casa de Jared Baker o en una hamburguesería de la Cuarenta y Nueve. Jared, al menos, se hubiera sentido encantado de invitarme a comer en un lugar decente, pero corría el riesgo de que, por mi aspecto, nos impidieran la entrada en el restaurante del caso.

»Obtuve vagas promesas respecto del relato, seguidas por preguntas acerca de cómo me encontraba, si bebía mucho... Recuerdo, de una manera algo brumosa, haber explicado a unos cuantos redactores cómo la electricidad y las radiaciones afectaban el cerebro de la gente. Y cuando Andy Rivers, que era redactor de American Crossing, me dijo que debería ir a ver a un psiquiatra, le contesté que el que necesitaba un psiquiatra era él.

—¿Ves la gente ahí fuera? —le pregunté. Estábamos en Washington Square—. Muchos, tal vez las dos terceras partes, tienen un tumor en el cerebro. Apostaría a que no comprarás el relato de Thorpe, Andy. No lograrás entenderlo. Tienes el cerebro hecho papilla y ni siquiera te has enterado.

»Traía una copia del relato en la mano, enrollada como un periódico. Le di con ella en la nariz, como se le hace a un perro para castigarlo cuando se hace pipí en la alfombra, y me marché. Recuerdo que me gritó, pidiéndome que volviera y que tomásemos un café juntos para seguir hablando del asunto, y que, en la calle, pasé por delante de una tienda de discos, con toda aquella música en la acera, a pleno volumen, y los fluorescentes dentro, y poco a poco las palabras de Andy se fueron confundiendo con el ruido de dentro de mi cabeza y me dije una vez más que tenía que abandonar la ciudad lo antes posible o me encontraría yo también con un tumor en el cerebro y que lo único que deseaba, en aquel momento, era otro trago.

»Aquella noche, al entrar en el apartamento, encontré una nota que alguien había deslizado por debajo de la puerta: "Váyase de aquí. Está usted loco de remate".

La arrugué y la tiré a un rincón, sin inmutarme. ¿Sabéis? Los locos de remate tienen cosas más importantes por las que preocuparse que las notas anónimas de los vecinos.

»Estaba pensando en lo que le había dicho a Andy sobre el relato de Thorpe. Cuanto más pensaba en ello y cuanto más whisky me echaba entre pecho y espalda, más razonable me parecía. «La balada» era divertida y fácil de leer, pero, bajo esta superficie, era realmente compleja. ¿Estaba yo verdaderamente convencido de que había otro redactor en la ciudad capaz de entenderla en todos los niveles? Tal vez antes lo creyera, pero ahora, después de haber abierto los ojos... Dudaba que hubiera lugar para entender y apreciar aquella pieza literaria en una ciudad tan llena de cables como la bomba de un terrorista. ¡Dios mío, no había más que cables sueltos por todos lados!

»Me puse a leer el periódico con la poca luz diurna que quedaba, tratando de olvidar por un rato todo aquel maldito asunto, cuando mis ojos tropezaron en el Times con una información acerca de sustracciones de material radiactivo de diversas centrales nucleares.
»Allí estaba yo sentado, en la mesa de la cocina, dominado por la imagen de ellos en busca de plutonio como los buscadores de oro de 1849. Pero ellos no sólo pretendían volar la ciudad, no, sino que, no contentos con eso, trataban de fastidiar la cabeza de todo el mundo con una lluvia de plutonio. Eran los Fornits perversos y toda aquella radiactividad no era más que Fornus pernicioso, el peor de todos los tiempos.

»Decidí que no, que no quería vender el relato de Thorpe después de todo. Al menos, no en Nueva York. Pensaba largarme de la ciudad en cuanto recibiera los cheques que había pedido. Cuando estuviera en otro lugar, podría empezar a enviarlo a revistas de otras ciudades. Sewanee Review podría ser un buen punto de partida. O tal vez Iowa Review. Después, podría explicarle las cosas a Reg. Reg comprendería. Eso parecía resolver el problema y me tomé un trago para celebrarlo. Después, el trago tomó un trago. Después, el trago se tomó al hombre. Es lo que se suele decir. Me quedaba un solo apagón mas.

»Al día siguiente llegaron los cheques de la compañía Arvin. Rellené uno y fui a ver a mi amigo, el co-firmante. Naturalmente, tuve que soportar un nuevo interrogatorio casi policiaco por su parte, pero mantuve la calma. Yo sólo pretendía que me firmara el cheque, cosa que al fin hizo. A continuación me dirigí a una imprenta rápida e hice hacer papel de oficina con el membrete de la nueva empresa y sobres con una dirección de remitente. Escribí las señas de Reg a máquina (con alguna dificultad, ya que, si bien el azúcar para los Fornits había desaparecido, las teclas tenían tendencia a protegerse). Agregué una breve nota personal, diciendo que nunca había experimentado mayor satisfacción al enviar un cheque a un autor, cosa que era cierta, de todas maneras. Y que todavía lo es. Esto sucedía casi una hora antes de que lograra llevarla al correo. Estaba orgulloso de mi creación y del aspecto tan oficial que tenía, y no quería perder el contacto con ella. Nadie hubiera adivinado que un borracho maloliente, que no se había cambiado la ropa interior en diez días, hubiera sido capaz de una impostura tan perfecta.

Henry hizo otra pausa, apagó el cigarrillo, miró su reloj. Entonces, con una extraña inflexión en la voz, como si fuera el revisor de un tren anunciando la llegada a una ciudad, añadió:
—Hemos llegado a lo inexplicable.

»Este es el punto de mi historia que más interesó a los dos psiquiatras y a los diversos especialistas en trastornos mentales con los que me vinculé durante los treinta meses siguientes de mi vida. Era lo único de lo que querían que me retractara, como prueba de recuperación mental. Uno de ellos llegó a decirme que era la única parte de mi historia que no podía ser explicada como una inducción errónea, una vez, claro está, restablecido mi sentido de la lógica. Al final me retracté porque sabía, aunque ellos no estuviesen de acuerdo, que realmente me estaba recuperando y ansiaba desesperadamente abandonar aquel sanatorio. Estaba convencido de que si no salía pronto de entre aquellas cuatro paredes, volvería a enloquecer. Así que me retracté, lo mismo que Galileo cuando le pusieron los pies en el fuego, pero jamás me retracté en mi interior. No quiero decir que todo lo que voy a relatar a continuación sucediera realmente, pero sí que creo que ocurrió. Es un pequeño matiz, pero es crucial para mi...

»Así que, amigos míos, he aquí lo inexplicable:

»Me pasé los dos días siguientes haciendo preparativos para irme a vivir al campo. La idea de conducir un coche no me molestaba en absoluto, por cierto. De pequeño, había leído que, en caso de tormenta, el lugar más seguro contra los rayos es el interior de un coche, ya que los neumáticos actúan como aislantes casi perfectos. Todo lo que anhelaba era meterme en mi viejo Chevrolet, cerrar las ventanillas y alejarme rápidamente de la ciudad, que había empezado a ver como un inmenso relámpago. A pesar de todo, una parte de los preparativos consistía en quitar la bombilla de la luz interior, poner una cinta aislante en el porta bombillas y disponer las luces del coche de manera que no deslumbraran.

»La noche antes de mi partida no quedaba en el apartamento más que la mesa de la cocina, la cama y la máquina de escribir, que había puesto en el suelo. No tenía intención alguna de llevármela conmigo. No creía que me hiciera falta y las teclas tenían toda la intención de continuar pegándose hasta el día del Juicio Final. Pensé que sería un estupendo regalo para el próximo inquilino, la máquina y Bellis en su interior.

»Se ponía el Sol y todo el apartamento aparecía bañado por un extraño color. Yo estaba bastante borracho y llevaba otra botella en el bolsillo, para casos de emergencia. Pasé por mi estudio con la intención, supongo, de dirigirme al dormitorio y tenderme en la cama a pensar en los cables y la electricidad y las radiaciones y todos aquellos interesantes temas mientras tomaba otra copa y otra más y luego otra, hasta quedarme dormido.

»Lo que yo llamo mi estudio era en realidad la sala de estar. La había convertido en mi habitación de trabajo porque tenía la mejor luz de todo el apartamento. Un gran ventanal, hacia el oeste, con una vista que se prolongaba hasta el horizonte. Era lo más parecido al Milagro de los Panes y los Peces en un apartamento en Manhattan, pero la vista era magnífica. Me encantaba, aun en días lluviosos, cuando la luz tenía un punto de melancolía.

»Pero la cualidad de la luz era aquella noche inquietante. La puesta de Sol había bañado el apartamento con un resplandor rojizo. Luz de hoguera. La habitación vacía parecía excesivamente grande. Mis tacones resonaban sobre el parquet.

»La máquina de escribir estaba en el centro del estudio y, al pasar junto a ella, advertí que había un trozo de papel arrugado en el rodillo. Me sobresalté, porque sabía que no había papel en la máquina cuando salí a comprar mi botella.

»Miré a mi alrededor, preguntándome si habría alguien más conmigo en el apartamento, algún intruso. Aunque no pensaba en intrusos, ni en ladrones, ni en delincuentes, sino.., en fantasmas.

«Vi que faltaba un trozo de papel de la pared, a la izquierda de la puerta del dormitorio. Al menos, comprendí de dónde había salido el papel de la máquina: alguien lo había arrancado de la pared.

»Estaba examinando el desgarrón en el papel, cuando oí un ruido, claro y definido, a mi espalda —,clac!—. Di un salto y giré sobre mis talones con el corazón en la boca. Estaba aterrado, aunque sabía perfectamente de dónde provenía aquel sonido. Cuando te has pasado la vida trabajando con máquinas de escribir, reconoces inmediatamente el sonido de las teclas contra el rodillo, aunque estés a oscuras.

La noche se había cerrado casi por completo. Los oyentes de Henry no eran más que unos círculos borrosos, blanquecinos. Meg había estrechado entre las suyas una mano de su marido.

—Me sentí... fuera de mí. Irreal. Tal vez era lo que se siente cuando se enfrenta uno a lo inexplicable. Me acerqué a la máquina muy, muy lentamente. Mi corazón galopaba. En cambio, tenía la cabeza más fría que de costumbre, casi helada.

»¡Clac! Otra letra golpeó el papel. Esa vez la vi moverse. Era la tercera, empezando por la izquierda, de la fila superior.

»Me arrodillé lentamente, sin apartar los ojos de la máquina. Las piernas me flaqueaban y tuve que hacer un gran esfuerzo para no perder el equilibrio y seguir allí arrodillado, con el sucio abrigo extendido a mi al rededor, como una debutante en sociedad que hiciera su primera reverencia. La máquina se movió un par de veces más, sin detenerse, hizo una pausa y marcó otra tecla. Cada ¡clac! resonaba en la habitación vacía como mis pisadas.

»El papel estaba puesto en la máquina de modo que dejaba ver la cara encolada. Las letras eran poco claras, debido a la rugosidad de la cola, del papel y de los restos del yeso de la pared, pero pude leer: rackn. Pulsó una tecla más y la palabra quedó completa: rackne.

»Entonces... —Henry se aclaró la garganta y sonrió levemente—. Después de tantos años, aún me resulta difícil contar esta historia. Bueno. El simple hecho, sin adornos literarios, es éste: vi salir de la máquina una mano. Una mano increíblemente diminuta. Salió de entre las letras B y N, en la fila inferior, cerrada, en forma de puño, y golpeó la barra del espaciador. La máquina saltó un espacio, muy rápida, y el puño desapareció en el interior.
La mujer del agente lanzó una carcajada aguda.

—¡Cállate, Marsha! —la riñó su marido con dulzura.

—Las teclas empezaron a moverse un poco más de prisa —prosiguió Henry— y al cabo de un rato creí oír jadear a la criatura que movía las palancas, jadear como quien hace un tremendo esfuerzo final, casi al borde del colapso. Pasaron unos minutos. La cinta apenas imprimía nada, los tipos se habían llenado de cola del papel, pero distinguí los caracteres. Deduje: «Rackne se está m». La letra «u» se pegó a la cola. La contemplé un momento y la levanté con mi propio dedo. No sé exactamente si no lo hizo el mismo Bellis. Creo que no. Pero no quería ver aquella mano en miniatura otra vez. Ni hablar de ver al duende entero: hubiese perdido la razón. Y no tenía fuerza en las piernas para salir corriendo.

»¡Clac-clac-clac-clac-clac-clac! aquellos sonidos, y el jadeo del esfuerzo y, después de cada palabra, aquel puñito blanco y azul de entre la B y la N para golpear la barra del espacio. No sé cuánto duró aquello. Tal vez siete minutos. O diez. O tal vez toda la vida.

»Al fin, cesó el tecleo y dejé de oír aquellos bufidos. Tal vez se hubiese desmayado... o marchado... tal vez hubiese muerto... de un ataque al corazón o algo semejante. Todo lo que sé es que el mensaje no estaba completo. Decía, todo en minúsculas: "rackne se está muriendo es el niño jimmy thorpe no lo sabe dile a thorpe el niño Jimmy está matando a rackne bel... ". Eso era todo.

»Encontré la fuerza necesaria para ponerme de pie y salir de la habitación. A grandes pasos, de puntillas, como si Bellis se hubiera ido a dormir y el ruido de mis pisadas pudiera despertarlo para que volviera a escribir... y si eso ocurriera, yo empezaría a gritar hasta que me estallara la cabeza... o el corazón.

»Tenía el coche abajo, con el depósito lleno de gasolina y con todo lo que había decidido llevarme, de manera que me senté al volante y recordé que tenía una botella. Las manos me temblaban de tal manera que, al sacarla del bolsillo, se me cayó, con tanta fortuna que cayó sobre el asiento y no se rompió. Me acordé de mis "apagones" y, amigos míos, os juro que eso era lo que deseaba en aquel momento y lo que conseguí. Recuerdo que bebí el primer trago de la botella. También recuerdo el segundo trago. Y recuerdo que puse la llave en el contacto y encendí la radio. En aquel preciso instante, Frank Sinatra cantaba Esa vieja magia negra, lo que iba como un guante a la situación. Me puse a cantar a dúo con Frank y tomé unos cuantos tragos más de la botella. El coche estaba estacionado junto a la esquina, y desde mi asiento veía cómo el semáforo cambiaba de color. No podía quitarme de la cabeza el tecleo de la máquina y el color rojo del apartamento. Y los jadeos en la máquina, como si alguien estuviera haciendo gimnasia dentro. Y el trozo de papel con la superficie rugosa y todavía llena de cola. Quería imaginar lo que había sucedido en el apartamento antes de que yo volviera, cómo había conseguido Bellis arrancar aquel trozo de papel de la pared, porque no había en todo el piso, el esfuerzo que le había costado desprenderlo y cómo se las habría arreglado para llevarlo hasta la máquina y colocarlo en el rodillo. Y nada de eso me producía el tan ansiado "apagón" y Frank había dejado de cantar, por lo que seguí bebiendo y después oí un anuncio de Eddy el Loco y después Sarah Vaugham empezó a cantar Voy a sentarme a escribirme una carta a mi misma, lo que también parecía muy adecuado a las circunstancias, porque eso era lo que creía haber estado haciendo hasta hacía poco o, al menos, hasta aquella noche, cuando sucedió todo aquello que me dio que pensar y tuve que recapacitar sobre todo lo que me había estado sucediendo últimamente y seguí cantando a dúo con la buena de Sarah y seguramente fue a partir de aquel momento cuando empecé a despegar, porque en medio del segundo bis sin solución de continuidad empecé a devolver hasta las entrañas porque alguien me estaba golpeando en la espalda con las palmas de las manos y luego me levantaba los codos y los ponía detrás de mí y luego me los volvía a bajar y me bombeaba la espalda otra vez y era el camionero y cada vez que me apretaba con los puños sentía una gran arcada y todo subía y tenía ganas de vomitar y luego todo quería bajar otra vez, pero ya el camionero me levantaba los codos y todo salía fuera y no era whisky, sino agua de río y cuando por fin pude levantar la cabeza y mirar a mi alrededor eran las seis de la tarde, tres días después, y estaba tendido en la margen del río Jackson en Pennsylvania, a unos sesenta kilómetros al norte de Pittsburgh. El morro del coche había desaparecido en el agua. Todavía vela la pegatina de McCarthy en la ventanilla posterior.

—¿Queda algo fresco, Meg? Tengo la garganta seca. Meg se levantó en silencio y fue a buscarle otro refresco. Dejándose llevar por un impulso se inclino y le besó en aquella mejilla arrugada de viejo cocodrilo. Henry sonrió y sus ojos se iluminaron en las sombras. Meg era una mujer bondadosa, gentil, y aquel brillo en sus ojos no logró engañarla. No es la alegría la que hace brillar así los ojos.

—Gracias, Meg.

Tomó un largo sorbo. Luego tosió, rechazando un cigarrillo que le tendían.

—Ya he fumado bastante para toda la semana. Además, quiero dejarlo del todo. En mi próxima encarnación, claro.

»El resto de mi historia no necesita ser contado. Tiene el único defecto que nunca debe tener un relato: es previsible. Bien, pescaron unas cuantas botellas de whisky del coche, buen número de ellas, vacías. Yo empecé a farfullar una interminable letanía de cables y de Fornits y de radiaciones y de Fornus y de radiactividad y de electricidad y, naturalmente, llegaron a la conclusión de que estaba loco de atar, y precisamente así era como estaba entonces.

»Mientras yo conducía borracho por las autopistas de cinco estados, a juzgar por los recibos de gasolina que se encontraron en el coche, en Omaha estaban sucediendo otras cosas. Todo esto lo sé, naturalmente, porque me lo contó Jane Thorpe en sus cartas, ya que mantuvimos una prolongada y penosa correspondencia antes de vernos personalmente en New Haven, donde vive en la actualidad, poco después de que me dieran de alta en el sanatorio, tras mi retractación. Al final de aquella entrevista lloramos, el uno en brazos del otro, y fue entonces cuando empecé a creer que podría reconstruir mi vida y tal vez hasta mi felicidad.

»Aquel día, hacia las tres de la tarde, alguien llamó a la puerta de Reg. Era un repartidor de telegramas. El telegrama era mío, el último elemento de nuestra desgraciada comunicación. Decía: ME LLEGA INFORMACIÓN CONFIANZA. Alto. RACKNE ESTA MURIENDO. Alto. SEGÚN BELLIS ES EL NIÑO. Alto. SE LLAMA JIMMY. Alto. FORNIT SORNE FORNUS. HENRY.

»Si os estáis preguntando qué sabía y cuándo lo había sabido, os diré que estaba al tanto de que Jane había contratado una mujer para la limpieza. No sabía (excepto por Bellis) ésta que tuviera un hijo que era como un diablo y que se llamaba Jimmy. Ya sé que es difícil creerme, pero no puedo probar lo que digo. En honor a la verdad, debo confesar que los psiquiatras que me visitaron durante dos años y medio tampoco me creyeron nunca.

»Cuando llegó el telegrama, Jane había salido a hacer unas compras. Lo encontró en uno de los bolsillos de Reg, después de muerto. Tenía anotadas las horas de recepción y entrega, junto a una línea que decía: "Sin teléfono. Entregar original". Jane me dijo que, aunque el telegrama sólo tenía un día, estaba tan manoseado que parecía haber llegado un mes antes.

»En Cierto sentido, el telegrama, esas cuatro frases, fueron el proyectil flexible que se alojó en el cerebro de Reg y fui yo quien lo disparó, desde Paterson, Nueva Jersey. Estaba tan completamente borracho que ni siquiera recuerdo haberlo hecho.

»Durante las dos últimas semanas de su vida, Reg había llevado una vida que era el paradigma de la normalidad. Se levantaba a las seis, preparaba el desayuno para él y para su mujer y se ponía a escribir durante una hora. Alrededor de las ocho cerraba su estudio con llave y se iba a dar un largo paseo con el perro por los alrededores. Según parece, sus paseos eran de lo más apacible. Se detenía a charlar con cualquiera, llegaba a un bar cercano, ataba al animal fuera y se tomaba un café. Luego, seguía su camino. Raras veces volvía a casa antes de las doce. Muchos días, a las doce y media o la una. Al parecer, se esforzaba por no encontrarse mucho tiempo con Gertrude Rulin, que era una charlatana empedernida. Según Jane, su conducta nunca había sido tan rutinaria como empezó a serlo un par de días después de que Gertrude empezara a trabajar para ellos.

»Hacía una comida ligera a mediodía, se tumbaba durante aproximadamente una hora, y luego escribía otras dos o tres horas. Por las noches, solía ir a visitar a los chicos de al lado, solo o con Jane, o iban al cine juntos, o bien se quedaban en casa leyendo. Se acostaban temprano; Reg, por lo general, un poco antes que Jane. Ella me escribió una vez que hacían muy poco el amor y casi siempre era insatisfactorio para ambos. Jane dijo: "Pero el sexo no tiene demasiada importancia para la mayoría de las mujeres. Reg estaba trabajando intensamente y ése era un sustitutivo razonable para él. Diría que, vistas las circunstancias, aquéllas fueron las dos semanas más felices en cinco años". Estuve a punto de echarme a llorar al leer eso.

»Yo no sabía nada acerca de Jimmy, pero Reg, sí. Reg lo sabía todo, salvo lo más importante: que el chico había empezado a acompañar a su madre al trabajo.

»¡Qué furioso debe de haberse puesto al recibir mi telegrama! Después de todo, ellos habían llegado. Y, a juzgar por las apariencias, su propia mujer era uno de ellos, puesto que estaba en la casa cuando Gertrude y Jimmy se encontraban allí, y nunca le había mencionado la existencia del chico. ¿Qué es lo que me había escrito en una de sus primeras cartas? "A veces desconfío de mi mujer."

»El día del telegrama, cuando Jane llegó a casa, Reg había salido. Había una nota sobre la mesa de la cocina: "Cariño, voy a la librería. Volveré para la cena". Aquellas palabras no despertaron sospecha alguna en Jane. Aunque, creo que, de haber leído el telegrama, precisamente la inocuidad de la nota podría haberle dado un susto mortal. Se habría dado cuenta de que Reg pensaba que se había pasado al enemigo.

»Naturalmente, Reg no fue a ninguna librería. Fue a una armería del centro de la población. Compró un 45 automático y dos mil rondas de municiones. Habría comprado una ametralladora si hubiese estado a la venta. Pretendía proteger a su Fornit, ¿os dais cuenta?, protegerlo de Gertrude, de Jimmy e incluso de Jane. De todos ellos.

»A la mañana siguiente, todo se desarrolló según la rutina de cada día. Jane notó que Reg se había puesto un jersey excesivamente grueso para el tiempo que hacía, pero nada más. El jersey le servía, claro está, para ocultar su pistola debajo. Se fue a pasear el perro con la pistola y las municiones.

»Sólo que esta vez fue directamente al bar donde acostumbraba a tomar su café matutino, con el perro y sin detenerse en el camino para charlar con nadie. Ató el perro a la puerta trasera, donde se recibían las mercancías, y volvió a casa por calles apartadas.

»Conocía el horario de los estudiantes y sabía que, a aquella hora, estaban todos fuera. Sabía también dónde guardaban la llave. Él mismo abrió la casa, se introdujo sin ser visto, subió al piso de arriba y desde allí empezó a vigilar su propia vivienda.

»A las ocho y cuarenta vio llegar a Gertrude Rulin, que no estaba sola. La acompañaba su hijo. Jimmy Rulin, era un niño tan problemático, tan travieso, que el director de la escuela le había dicho a su madre que sería mejor que esperase otro año para empezar la enseñanza básica, con total desconsuelo de Gertrude, que hubiera deseado con toda su alma tener al niño bien lejos unas cuantas horas al día. Jimmy no tuvo más remedio que volver al jardín de infancia y durante la primera mitad del año fue a las clases de tarde. Las dos escuelas de su zona estaban llenas y no había plazas disponibles. Gertrude, por otra parte, no podía ir a casa de los Thorpe por la tarde, porque tenía otra ocupación de dos a cuatro. De manera que convenció a Jane de que le permitiera ir con su hijo al trabajo hasta que encontrara una solución. Jane accedió, no sin cierta resistencia. Sabía que a Reg no le gustaría aquel arreglo, tal como, fatalmente, ocurrió.

»Jane esperaba que Reg no le diese mayor importancia. Había estado tan amable últimamente... Pero, por otro lado, era posible que le diera un ataque. Y, si se llegaba a ese extremo, habría que introducir algunos cambios. Gertrude dijo que lo comprendía. Y Jane añadió: "Por el amor de Dios, no deje que el niño toque ninguna de las cosas de Reg". Gertrude respondió que no se preocupara, que el estudio estaba bien cerrado y que bien cerrado continuaría.

»Reg debió de cruzar los patios de las dos casas como un pistolero cruza la tierra de nadie. Al pasar, vio a Jane y a Gertrude lavando ropa de cama en la cocina. No vio al pequeño. Se deslizó por un lado de la casa. No había nadie en el comedor. Tampoco en el dormitorio. Por fin, encontró al niño en el estudio, precisamente donde Reg esperaba encontrarlo. El chico se lo debía estar pasando en grande y Reg debió de haber considerado indudable que tenía delante a un agente de ellos.

»El chico apuntaba al escritorio con una especie de pistola de rayos X. Reg oyó perfectamente los gritos de terror de Rackne dentro de la máquina.

»Tal vez creáis que estoy añadiendo detalles de mi propia cosecha a la historia de alguien que ya ha muerto o, para decirlo de una manera más clara, que me lo estoy inventando. Pues os juro que no es así. Jane y Gertrude oían desde la cocina el ruido de la pistola de plástico que Jimmy blandía. Hacía unos cuantos días que no hacía más que correr por toda la casa disparando el maldito invento cada cinco segundos. Jane deseaba con toda su alma que se le acabaran las pilas al juguete. Tampoco había dudas respecto del lugar del que provenía el sonido: el estudio de Reg.

»El chico era realmente una plaga bíblica, ya os lo podéis imaginar. Si se le prohibía entrar en algún sitio de la casa, no paraba hasta entrar precisamente allí, o morir de curiosidad. No tardó mucho en descubrir la llave del estudio de Reg que Jane dejaba sobre la repisa de la chimenea del comedor. Jane estaba segura de que Jimmy había entrado en el estudio varias veces. Recordó haberle dado una naranja cuando, días después, limpiando la habitación, encontró restos de la cáscara bajo el sofá. Reg no comía naranjas. Decía ser alérgico.

»Jane dejó caer la sábana que estaba lavando en el fregadero y corrió hacia el dormitorio. Oyó el tacatacataca de la pistola iónica de Jimmy. El niño gritaba:

"¡Te cogeré! ¡No puedes escaparte! ¡Te veo a través del CRISTAL!" Jane me dijo que oyó gritar algo. Un grito agudo, agudo, tan doloroso que era casi insoportable.

—Cuando oí aquello —me dijo—, supe que tenía que dejar a Reg costase lo que costase, porque, al final, los cuentos de brujas resultaban ciertos: la locura me estaba ganando. Porque era a Rackne a quien oía, aquel maldito niño estaba asesinando a Rackne con una pistola jónica de plástico que no costaba más de dos dólares.

»La puerta del estudio estaba completamente abierta, la llave todavía en la cerradura. Aquel mismo día, un poco más tarde, vi una de las sillas del comedor junto a la chimenea, con huellas de las zapatillas de Jimmy por todas partes. Jimmy se había inclinado sobre la máquina de escribir, que era una de esas antiguas, de oficina, con los lados de cristal. Apuntaba con el cañón de la pistola por uno de los cristales laterales y disparaba dentro de la máquina, taca tacataca... De la máquina surgían leves pulsaciones luminosas. De pronto, entendí todo lo que Reg me había dicho sobre la electricidad, porque, a pesar de que aquel juguete funcionaba con unas sencillas pilas, percibí que de él salían oleadas de veneno que me atravesaban el cerebro, destrozándolo.

—iYa te veo! —gritaba Jimmy con todo el entusiasmo de un chico de su edad, a la vez lleno de belleza y de horror—. ¡No te puedes escapar del Capitán Fu tu-ro! ¡Estás muerto, marciano! —y los gritos se fueron apagando, haciéndose cada vez más débiles, más lejanos...

—í Jimmy, deja eso inmediatamente! —grité.

»Jimmy dio un salto, asustado. Pero se volvió, me vio y me sacó la lengua. Entonces, volvió a disparar con la pistola a través del cristal. Tacataca taca y otra vez la maldita luz violeta.

Gertrude se acercaba por el pasillo gritándole a su hijo que dejara aquello inmediatamente, que saliera del cuarto enseguida, que le iba a dar la paliza de su vida cuando, de pronto, la puerta de la casa se abrió violentamente y Reg apareció en ella vociferando como un poseso. Nada más verlo comprendí que se había vuelto loco del todo, que ya no había retroceso. Llevaba la pistola en la mano.

—¡No le dispare a mi niño! —gritó Gertrude al verlo, tratando de arrancarle el arma de las manos, pero Reg le dio un golpe, lanzándola contra la pared.

»Jimmy parecía no darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Seguía disparando con la pistola iónica, a través del cristal. Yo veía aquella luz púrpura metiéndose entre los oscuros mecanismos de la máquina y pensaba en esos arcos eléctricos que hay que mirar con gafas especiales para no quedar ciego. Reg entró en el estudio y me apartó de un manotazo, tirándome al suelo.

—¡RACKNE! ¡ESTÁS MATANDO A RACKNE!—gritó.

Aun cuando Reg irrumpió en el estudio, aparentemente con la intención de matar al niño —me dijo Jane—, tuve tiempo para preguntarme cuántas veces habría entrado allí Jimmy, disparando sobre la máquina, mientras su madre y yo lavábamos sábanas o tendíamos ropa en el patio sin oír los gritos de desesperación de Rackne... del Fornit.

»Jimmy no se detuvo siquiera cuando Reg entró como una tromba. Disparaba sobre la máquina, como si no quisiera perder su última oportunidad. Muchas veces, recapitulando los hechos de aquel día, he llegado a preguntarme si Reg no tendría razón respecto de ellos también; sólo que tal vez ellos estén siempre por allí y de vez en cuando se metan en el cerebro de alguien y le hagan hacer el trabajo sucio y se esfumen cuando lo han conseguido. Entonces, el que ha perpetrado el hecho mira a su alrededor, sorprendido, y dice: ¿Qué? ¿Yo? ¿Que he hecho? ¿Qué?

»Y un segundo antes de la entrada de Reg en el estudio, el grito dentro de la máquina se convirtió en un chillido breve, agudísimo y vi salpicaduras de sangre en la cara interna del cristal, como si lo que hubiera allí dentro acabara de estallar, como dicen que estallaría un animal vivo si se le metiera en un horno microondas. Ya sé que parece increíble, demencial, pero te juro que vi el chorro de sangre contra el cristal, y luego su caída en un reguero lento y espeso.

—¡Lo maté! —decía Jimmy, satisfecho—. ¡Lo maté!

»Reg agarró al niño y lo lanzó de un solo golpe hasta el fondo del estudio, contra la pared. La pistola saltó de su mano, cayó al suelo y se partió en mil pedazos. Plástico y pilas, como era de esperar.

»Reg vio la máquina de escribir y empezó a gritar. No era un grito de dolor o de furia, aunque algo de furia había en él, sino un grito de auténtica desolación. Se volvió hacia el chico, que había caído al suelo. Jimmy era una plaga bíblica, sí señor, pero, en aquel momento, no era más que un niño de seis años dominado por el más intenso terror. Reg apuntó al chico con la pistola y ya no recuerdo nada más.

Henry acabó su bebida y colocó la botella a un lado, cuidadosamente.

—Gertrude Rulin y su hijo recuerdan lo suficiente como para reconstruir lo que sucedió a continuación—siguió su relato—. Jane gritó: "jReg, NO!". Reg se volvió al oírla y Jane empezó a forcejear con él para arrancarle la pistola de las manos. Reg disparó, rozándole el codo izquierdo, pero Jane no cedió. Gertrude llamó a su hijo y éste corrió hacia las faldas de su madre.

»Reg apartó a Jane y volvió a dispararle. La bala, esta vez, pasó junto al lado izquierdo de su cabeza. Un centímetro más a la derecha y la habría matado. No hay ninguna duda de que, de no haber sido por su intervención, Reg hubiera matado al niño y, con toda probabilidad, a la madre también.

»Reg realmente disparó sobre el pequeño cuando éste corría hacia los brazos de su madre, ya en el pasillo. La bala perforó la nalga izquierda del niño, en trayectoria descendente, pero sin tocar el hueso, salió y atravesó la pierna de Gertrude Rulin a la altura de la pantorrilla. Hubo muchísima sangre, pero, afortunadamente, las heridas no fueron graves.

»Gertrude cerró la puerta del estudio de golpe y salió corriendo a la calle con el niño en sus brazos.

Henry hizo una nueva pausa, pensativo.

—O Jane estaba inconsciente en aquellos momentos o decidió olvidar deliberadamente todo lo sucedido. Reg se sentó en su sillón y apoyó el cañón del 45 contra su propia frente. Después, apretó el gatillo. La bala, no atravesó su cerebro convirtiéndole en un vegetal para toda la vida, ni rodeó el cráneo para salir por el otro lado sin lesión alguna. No. La fantasía era flexible, pero la bala final era todo lo rígida que puede llegar a ser una bala. Reg cayó de bruces sobre su máquina de escribir, muerto.

»Cuando la policía irrumpió en el estudio, lo encontraron así. Jane estaba sentada en el suelo, en un rincón, semiinconsciente.

»La máquina de escribir estaba cubierta de sangre, y presumiblemente también llena de sangre por dentro. Las heridas en la cabeza son muy escandalosas y muy feas.

»Toda la sangre era del tipo O.

»Ese era el tipo de Reg Thorpe.

»Y ésta, señoras y caballeros, es mi historia. No puedo añadir nada más.

En realidad, la voz de Henry se había convertido en un susurro grave y ronco.

Hubo un silencio prolongado. Nadie se atrevió a decir una palabra, cosa que sucede a veces, cuando se quiere ignorar una revelación no deseada, o una situación embarazosa.

Cuando Paul acompañó a Henry hasta el coche, no pudo evitar hacerle una pregunta que le estaba rondando por la cabeza.

—El relato —dijo—. ¿Qué pasó al fin con el relato?

—¿Te refieres al relato de Reg?

—Sí, «La balada del proyectil flexible». La causa de tanta desgracia. Ese era el verdadero proyectil, al menos para ti, ya que no para él. ¿Qué demonios pasó al final con un relato tan increíblemente bueno?

Henry abrió la portezuela del coche. Era un Chevette pequeño, de color azul, con una pegatina en el guardabarros que decía: No PERMITAS A TUS AMIGOS CONDUCIR BORRACHOS.

—No, nunca llegó a publicarse. Si Reg tenía alguna copia, debió de destruirla al recibir mi carta de aceptación. Teniendo en cuenta sus sentimientos paranoicos respecto de ellos, sería lo más lógico.

»Yo llevaba conmigo el original y tres fotocopias cuando caí al río Jackson. En una carpeta. Si hubiera guardado la carpeta en el maletero, ahora tendría el relato, porque sólo se hundió la mitad delantera del coche. Aunque se hubieran mojado, se podrían haber secado después. Pero quería tenerlos cerca de mí, de manera que estaban sobre el asiento. Las ventanillas estaban abiertas cuando caí al agua, supongo que salieron del coche flotando y la corriente los arrastró hasta el mar. Prefiero pensar eso a creer que se pudrieron en el fondo del río, en medio de todos los desechos, o que se los comieron los peces, o cualquier otra posible y antiestética explicación. Pensar que el río los entregó al mar es mucho más romántico y bastante más improbable, pero todavía soy muy flexible en cuanto a lo que quiero pensar.

»Por decirlo de alguna manera.

Henry entró en el coche y se alejó. Paul se quedó allí, contemplando las luces traseras hasta que desaparecieron. Meg esperaba en la entrada de la casa, sonriendo indecisa. Tenía los brazos fuertemente cruzados sobre el pecho, a pesar de la calidez de la noche.

—Se han ido todos —dijo—. ¿Vamos dentro?

—Vamos.

A medio camino, Meg se volvió y dijo:
—Tú no tendrás ningún Fornit en tu máquina de escribir, ¿verdad, Paul?

Y el escritor, que algunas veces —a menudo— se preguntaba de dónde nacían las palabras, respondió con firmeza:
—De ninguna manera.

Entraron en la casa con los brazos entrelazados y cerraron la puerta a la noche.