viernes, 29 de junio de 2018

Anatomía de la memoria - Eduardo Ruiz Sosa (presentación)




Mañana, a las 19:00 horas, presentarán la novela Anatomía de la memoria Alejandro Badillo y el autor, Eduardo Ruiz Sosa.

La cita es en Pulquería Los Insurgentes (Insurgentes Sur #226, Roma Norte, CDMX)

¡Hasta entonces!




Cuarta de forros:

A principios de la década de los setenta, en el norte de México, un grupo de estudiantes conocido como Los Enfermos inició un movimiento revolucionario que pretendía instaurar un nuevo orden nacional. El entonces joven poeta Juan Pablo Orígenes formaba parte de aquel grupo. Cuarenta años después, el Ministerio de Cultura encarga a Estiarte Salomón escribir la biografía del escritor con el propósito de publicar, a manera de homenaje, sus obras completas. Será en las conversaciones que mantiene con Salomón, cuando Orígenes, enredado en el delirio de su propia memoria, descubra que algo en su pasado quedó incompleto y volverá a recorrer las calles de la ciudad tratando de recuperarlo. Desde la pesadilla de la impostura, la conspiración y las traiciones, Orígenes se reencuentra con aquellos Enfermos de su juventud, pero el país ha cambiado y otros grupos de enfermos aparecen en el trayecto de esa búsqueda: no se trata de lo que el poeta y los Enfermos hicieron en aquellos años, sino de lo que harán ahora: el Ensayo de Resurrección, el regreso de la Enfermedad al país.

Estructurado a la manera de un tratado anatómico y en estrecha relación con Anatomía de la melancolía, de Robert Burton, Anatomía de la memoria es la historia de la descomposición y recomposición de los recuerdos, de cómo nos aferramos a lo perdido o, en resumen, como dice uno de los epígrafes del libro, citando al poeta Guillermo Sucre, de cómo «la memoria no perfecciona el pasado, sino la soledad del pasado».

miércoles, 27 de junio de 2018

El carcinoma de Siam - Ignacio Padilla (cuento)



Ignacio Padilla. ©FotoFIL/Natalia Fregoso.





«El carcinoma de Siam» es un cuento de Ignacio Padilla (escritor mexicano, 1968-2016) publicado en la antología Dispersión multitudinaria (Editorial Joaquín Mortiz, 1997).



El carcinoma de Siam

Mientras estuvo despierto, Cástor pudo constatar cuánto le agradaban los hospitales. Le resultó tan grato estar allí, amortajado en la luz abarcadora del quirófano, que todavía se atrevió a pedir a la enfermera una anestesia local. Aunque el dolor en el costado seguía atormentándolo, deseaba verlo y continuarlo todo, quería seguir la intervención paso a paso, sin perder detalle. Ansiaba compartir las bromas macabras de los cirujanos, sus instrucciones, sus cortes, y asistir a la resurrección de su propio cuerpo como lo haría un testigo privilegiado, ya no un protagonista.
    Sabía, sin embargo, que difícilmente accederían a su petición: la suya no sería una operación sencilla y mucho menos, como pudo deducir del gesto escandalizado de la anestesista, un instante para tomarse las cosas a broma. Con todo, apenas se le anubló la vista en un conteo regresivo y ocioso, no pudo reprimir la risa que le provocó el reparador cosquilleo de la inconciencia: era feliz y estaba en casa, se sabía casi dueño de su cuerpo y lo sería por completo al despertar, cuando los médicos al fin hubiesen roto el puente de carne y vísceras que por veinte años lo había unido al abdomen de su hermano Pólux, cuyo cuerpo hacía unas horas se había quedado frio como el filo de un bisturí.
        Tal vez soñó. O acaso esas imágenes remotas discurrieron en el fragmento de tiempo en que pasó de la vigilia a un estado de suspensión que no podría llamarse exactamente sueño. Como fuera, la luz del quirófano permaneció en su ánimo después del conteo. Solo que ahora Cástor quiso sentir o imaginar que aquellas luces eran otras: las luces acaso menos amables de la doble incubadora que, como contaba su madre, habían improvisado los médicos al anunciarse el singular parto de mellizos unidos por el costado. Muchas veces antes él había acabado por apropiarse del recuerdo.
        Estaba seguro de haber contemplado en pesadillas sus propios ojos infantiles, pasmados aunque ciegos, sus articulaciones hinchadas y prácticamente inmóviles por simple contraste con los inquietos braceos de su hermano. Y había visto también a Pólux, un neonato más apacible que su hermano, quizás un poco molesto con ese otro cuerpo que yacía junto a él: tan quieto, tan pesadamente sorprendido de esa monstruosidad que no le permitía moverse a sus anchas por el brevísimo espacio de la incubadora.
         Aquella cápsula de tubos y calores artificiales por la que los observara una madre tierna y aterrada, se convertiría para Cástor, primero, en símbolo de su existencia doble, y luego, en alegoría de un mundo cicatero en el que habría de compartir con Pólux ciertos órganos elementales para la sobrevivencia. Por eso mismo, antes de llegar al hospital, veinte años más tarde, seguro ya de haber percibido el momento exacto de la muerte de su hermano, Cástor supo que nadie, mucho menos Dios, podría culparlo de haber llevado las cosas al extremo. Estaba convencido de que él y su hermano habían sido la muestra radical de la falibilidad divina: dos almas encarnadas en un mismo cuerpo, seres ligados en una obtusa dualidad, una equivocación sublime cuya única enmienda posible era el sacrificio de una de las almas en aras de la conservación del cuerpo mismo. Ahora que esa maldición llegaba a su fin en la cama hospitalaria, Cástor podía congratularse y repetir que Dios había optado al fin por la sobrevivencia del más fuerte.
       La verdad es que eso lo supieron ambos desde el principio. Y lo supo también su madre pese a su empeño en hacer de ellos una suerte de ecuación matemática, al grado de llamarlos como los llamó: gemelos míticos reiterados en mellizos monstruosos. Ese acto de pedantería culterana, puede que inconsciente aunque imperdonable sarcasmo de la madre, no había sido el único intento de ella por empatarlos. Al contrario, a aquel nombre que cada noche despejada recordaba a ambos niños su condena, habían de sumarse muchos otros intentos de hacerlos parecer dioses especulares, seres idénticos de buen agüero tocados por la singularidad en un orbe de ordinarez.
      En un tono triunfal que Cástor no pudo nunca explicarse, solía decir la madre que los médicos habían pronosticado a sus hijos una vida en extrema breve. Nacimientos como aquel, reiteraba la mujer a los periodistas que la visitaron en los primeros años, eran más frecuentes de lo que se creía, no menos la prematura y casi simultánea extinción de los recién nacidos. Con estas palabras pretendía ella explicar por qué veía en sus hijos una victoria de la fe sobre las advertencias de la lógica natural. Por eso también coleccionaba y mostraba ufana montones de historias y datos sobre los poquísimos casos de siameses no menos dramáticos que sin embargo habían llegado hasta la edad adulta, entre ellos, los dos hermosos mellizos que habían nacido en Siam hacía casi un siglo para convertirse en nada menos que protegidos de un emperador.
     Bien supo siempre la madre omitir que esos siameses, y muchos otros, habían sido portentos de circo y carne para semanarios amarillistas. Poco se decía en aquellas matriarcales conferencias de prensa sobre las pesadillas de esos y otros trágicos mellizos, menos aun de su vida sexual, de su modo singular de desahogar apetitos, de sus rutinas elementales y de sus necesidades. Cuando alguien pretendía empujarla a esos íntimos terrenos, la madre se desviaba del punto, ofrecía más té a los visitantes y optaba por mostrar fotografías antiguas de aquellos príncipes de Siam que regalaban a las cámaras sus rictus casi orgullosos de su deformidad. En su habitación, Cástor pensaba que ese orgullo no servía de nada para atenuar su melancolía de seres irregulares. Prodigios o engendros, era obvio que el resto del mundo no dejaría nunca de hacerse preguntas sobre la vida siamesa: los secretos qué, cómo y cuándo de su existencia aberrante.
       Para Cástor la ausencia más notable en el pandemonio de información siamesa que llegó a reunir su madre tenía que ver con sus confrontaciones. Nunca un periodista se molestó en preguntarles por sus desavenencias, sus riñas, las elementales distinciones de carácter que son naturales en cualquier mellizo y que hubieran acentuado el dramatismo de su fraterno matrimonio de carne con Pólux. El mejor ejemplo de este tipo de desencuentros lo provocó nada menos que la foto de los mellizos de Siam: una tarde, recién cumplidos los trece años, Cástor pegó la fotografía en la cabecera de su cama. Sólo verla, Pólux estalló en cólera diciendo que no necesitaban de esa imagen para acordarse de su tragedia, que no había motivo para gloriarse de su situación, que no eran monstruos. Acaso más por contrariar a su hermano que por gustar de la fotografía, Cástor insistió en dejarla allí. Pólux intentó arrancarla, y en la riña descubrió que Cástor era mucho más fuerte que él. No valía siquiera el intento de pelear: lo mismo se dolían ambos con el jaloneo, lo mismo quedaban extenuados y maltrechos en la cama, resignados ante la sonrisa herida mellizos de Siam.
     A partir de entonces, como en una reiteración de la escena de la incubadora, Pólux reforzó su esfuerzo por desasirse de su hermano. Fue él quien investigó y analizó hasta el cansancio la posibilidad de un día someterse a la riesgosa operación que podría separarlos. En ese entonces, cirugías de esta guisa eran poco menos que imposibles, no sólo por la ingente cantidad de órganos involucrados, sino por las insalvables dificultades económicas que aquello significaba. A esto había que añadir la abulia de Cástor en todo lo relacionado con su separación. Contemplativo, cáustico o sencillamente resignado, Cástor fue primero el pasivo espectador de la ansiedad de su hermano. Y poco después comenzó a sabotearlo. Dios, insistía ante la desesperación de Pólux, había querido que naciesen así, y ese mismo Dios sabría suprimirlos a tiempo, siempre juntos. Dios terminaría con ellos para siempre, remitiéndolos quién sabe si a un Paraíso poblado de siameses, o a un Infierno que no podría ser muy distinto.
       Con frecuencia Cástor se regodeaba en imaginar qué pasaría con ellos en el Juicio Final o en la Resurrección de la Carne. ¿Les tendrían una consideración especial? ¿De entrada les perdonarían sus pecados? La santidad de uno obligaría a los ángeles a permitir que el otro, réprobo sin remedio, ingresara también en el Paraíso? Sometidos a aquella existencia dual, Cástor y Pólux seguirían entonces por la vida dando tumbos, ocultos el mayor tiempo posible, incrementando la angustia secreta y el ulterior olvido de la madre, quien al cabo dejaría de atender a la prensa y quizás comenzaría a dudar ella misma de las bondades de la monstruosidad de sus vástagos.
      Acaso a consecuencia de su evidente supremacía física sobre su hermano, Pólux comenzó a buscar en su cerebro su única posible independencia. Cástor, por su parte, se dejó arrastrar a las aulas como un injerto en la desmesurada aplicación de Pólux. Se mostró tan soberbio como desinteresado en las materias, burlón casi ante el absurdo hecho de que tuviese que presentar exámenes que su hermano aprobaría con honores y que él ni siquiera se molestaría en responder. Lo mismo que en su hipotético ingreso en el Paraíso, Cástor sabía que no debía preocuparse: nadie podría expulsarlo de las aulas, ni consignarlo en una escuela de alumnos deficientes o problemáticos. En cualquier caso lo dejarían seguir adelante como la sombra de un hermano afanoso —se decía que brillante—, quien debía pagar con los desastres escolares de Cástor la pena que a este último provocaba tener que mostrarse en público, soportar las miradas de sus condiscípulos, sus maestros, los padres. Con frecuencia Cástor fingía resfriados, migrañas o intensos dolores estomacales que los obligaban a quedarse en casa o a que los devolviesen a ella. Pólux le echaba en cara sus charadas, le decía no te duele nada, yo sé que no te duele. A lo que Cástor, carcajeándose camino a casa, le preguntaba, ¿cómo lo sabes?, ¿eh?
       Ya en casa, Cástor alimentaba su venganza contra Pólux por haberlo expuesto al mundo: mientras su hermano estudiaba, Cástor ojeaba revistas, iba al baño con enervante frecuencia, escuchaba música estridente. Por su parte, Pólux, abajado por la fuerza física de Cástor, hacía lo que podía para sortear el sabotaje: estudiaba mientras podía para sortear el sabotaje: estudiaba mientras el otro dormía, procuraba ignorarlo, se tapaba los oídos.
      La madre murió cuando cumplieron diecisiete. Entonces ya no quedó quien los mirase como dignos o mejores. De esta suerte, guiada par la angustia y el desamparo, Pólux se internó aún más hondo en los libras, estudió cuanto pudo y llegó inclusive a dar muestras de una notable lucidez, la cual aprovechaba para escribir ensayos que, si bien no eran bien pagados, le daban al menos un sustento y el consuelo de no tener que dar la cara. Aun así, Cástor le reclamaba que los exhibiese cuando Pólux seguía publicando e insistía en recibir a algún periodista. Sólo a veces, cuando el fortachón Cástor estaba de buen talante, los hermanos concedían una entrevista en la que Pólux tenía poca oportunidad para expresarse ante los comentarios cáusticos de Cástor.
      En aquella orfandad Cástor comprendió a cabalidad cuán cómodo era vivir unido a un hermano diligente. Y descubrió asimismo en el chantaje una nueva forma de poder sobre el cuerpo que compartía con Pólux: se dejaba alimentar a regañadientes, amenazaba a su hermano cada vez que éste le reclamaba su abulia.
      Cástor sabía que ni siquiera debía temer un reclamo legal de Pólux.  ¿Qué dirían los jueces? ¿Quién decidiría cuál de los dos era dueño de aquel cuerpo? La ley no alcanzaba ese tipo de discriminaciones: el veredicto siempre sería injusto.
      Cástor desde entonces sospechaba que la muerte de uno acarrearía la del otro, lo cual solo le importó como posible retribución contra Dios sabe qué falta de su hermano. Con esta convicción, Cástor se dio a la bebida. Macabro y divertido, se consagró a la lenta destrucción de aquel cuerpo infame. En respuesta al afán de Pólux por aferrarse a la vida, Cástor se embriagaba sin descanso y gozaba con la idea de que llegase un día en que su hígado, alimentado por flujos compartidos, reventase. Pólux le imploraba sobriedad, le rogaba que respetase aquel cuerpo que no era solamente suyo. Reclámale a Dios, respondía Cástor apurando más botellas, copas, garrafas. Beber se convirtió en su única ocupación y en su único propósito. Pólux se aferraba a la vida, y él, a la muerte de ambos: una muerte alucinada y feliz en una borrachera que su hermano compartía a su pesar cuando el alcohol le saturaba la sangre y le hacía vomitar la entraña sobre sus escritos mientras que su hermano, más tolerante a la bebida, se sentía más bien alegre.
      Finalmente una noche despertaron con intensos dolores. Un dolor que anunciaba el estallido del hígado. Pólux llamó a los servicios de urgencia mientras Cástor se dejaba matar por el dolor, por esa pena que parecía más intensa en su hermano, pero que era y siempre había sido la misma. Contra lo esperado, el hospital consiguió una donación, sólo una, para el transplante. Mientras un Cástor adolorido y un Pólux ya exánime eran transportados en la ambulancia, los camilleros y los médicos y las enfermeras se preguntaban quién se quedaría con la víscera providente. Pero no hubo tiempo para decidir nada: el hígado llegó a tiempo para Cástor y tarde para Pólux, quien murió en la ambulancia, incapaz de soportar el dolor, la rabia, la vida. Lástima, se dijo Cástor en el quirófano poco antes de pedir a la enfermera que le aplicasen una anestesia local. Pero enseguida descubrió que la muerte de su hermano no le inquietaba gran cosa. El tumor sería extirpado, pues estaba seco, y del cuerpo de Pólux podrían obtenerse nuevas vísceras para el cuerpo sobreviviente. Quizá mañana, cuando fuese libre del todo, Cástor consideraría muy seriamente dejar de beber.

lunes, 18 de junio de 2018

Ciudad Pantano. Parodias y esperpentos - Joaquín Peón Iñiguez





La parodia literaria, cuyos orígenes se remontan a los romanos y a la poesía griega antigua, ha permeado diversos géneros literarios desde entonces.

El origen de la palabra «parodia» es, precisamente, griego: παρῳδία. En una interpretación simplista, el prefijo (‘contra’), la raíz (‘canción’) y el sufijo (‘cualidad’), indicarían una imitación irónica que aporta una nueva visión y comprensión de la obra original. Para Túa Blesa, «La parodia hunde la pluma en el centro de lo literario».

La parodia es la muestra perfecta de intertextualidad porque crea vínculos entre ambos textos: el texto originario es “recuperado” para generar simulaciones de sus personajes, argumentos y mitología. El autor del nuevo texto los renombra, resignifica y traslada a un contexto contemporáneo a través de contrastes visibles: altera el discurso. Este juego de la simulación o caricaturización es un acto profundo que implica la introspección y un conocimiento amplio de la obra y el autor originales.

Un ejemplo emblemático sería el de Cervantes con Don Quijote de la Mancha​, una parodia a las novelas de caballerías (tan respetadas en su tiempo), donde incluso habla de otras parodias: «Otro libro tengo también, a quien he de llamar Metamorfóseos, o Ovidio español, de invención nueva y rara, porque en él, imitando a Ovidio a lo burlesco, pinto quién fue la Giralda de Sevilla y el Ángel de la Madalena. Otro libro tengo, que le llamo Suplemento a Virgilio Polidoro, que trata de la invención de las cosas, que es de grande erudición y estudio, a causa que las cosas que se dejó de decir Polidoro de gran sustancia las averiguo yo y las declaro por gentil estilo».

Joaquín Peón Íñiguez (escritor mexicano, 1987), autor de Ciudad Pantano. Parodias y esperpentos (Editorial Paraíso Perdido, 2017), retoma obras de grandes autores latinoamericanos como Borges, Rulfo, Sabato y Pizarnik, para construir su propia urbe hecha con retazos de otros universos, una Ciudad Pantano (doble de CDMX, ciudades cenagosas y con fauna propia) que imita, pero que también se sirve de giros argumentales y humor para edificarse. Con su propio discurso narrativo, Peón sorprende al recrear construcciones dramáticas que se sostienen por sí solas y desarrolla un estilo propio.

De forma original y admirable, el autor juzga también su propia obra, critica los convencionalismos, los abusos del sistema laboral actual, a cierto gremio de escritores contemporáneos, a las editoriales transnacionales, el arte moderno, las relaciones interpersonales y el establishment literario-editorial.

Ciudad Pantano es la fusión de la voz ensayística y la voz narradora de Peón, una mezcla de relato y ensayo literario (notorio sobre todo en «Contra el taquero») con una fuerte carga introspectiva que no sólo juega con las obras de autores canónicos, también lo hace con el lenguaje y la tipografía.

Venerando a varios de sus autores predilectos, Peón configuró por completo una urbe, erigió edificios, construyó calles y la pobló con esperpentos muy parecidos a nosotros: creó a los extravagantes habitantes de Ciudad Pantano a partir de las sombras y los nombres de personajes ya existentes y entrañables.

Si el lector desconoce la obra o al autor parodiados (aludidos desde los títulos), eso no impide que pueda establecer afinidades con los diversos conflictos, personajes y situaciones absurdas ligadas por una acción dramática eficaz, por lo que no es algo que restrinja la accesibilidad de los propios textos.

El agudo ingenio de Peón critica, analiza obras canónicas y estilos y se refleja también en asociaciones sintácticas cómicas o en juegos fonéticos de los nombres propios. El autor, de forma lúdica, reflexiona y hace reflexionar al lector con una buena dosis de ocurrencias meticulosas alejada del simplismo. Es una forma de denuncia que busca la catarsis por medio de la ironía, de la habilidad del autor para localizar fisuras en una aparente perfección y escudriñar a través de ellas.

Peón utiliza el pensamiento crítico como forma de defensa, usa el humor para rebelarse contra las normas y lo establecido, llegando en ocasiones al límite con lo absurdo: en Ciudad Pantano el gracejo va de la mano con la cavilación, misma que se deleita al detectar inesperadamente lo paradójico, la incongruencia o lo irracional.

En «El laberinto de la socialización», Peón habla de los pantanenses precolombinos, crónicas de la conquista, y la fundación de una ciudad destinada a desaparecer paulatinamente devorada por sus propias entrañas fangosas.

«Del coronel y otros demonios» es una de las parodias más logradas del libro: “Ciudad Pantano no es tanto un lugar, sino un trastorno psicótico”. En una vivienda de interés social es encontrado el cadáver decapitado del hombre más hermoso. Roedores alados, murciélagos mágicos, una encueratriz voladora y un mariposario místico cuyo aroma embriagador impide a la gente marcharse rodearán el caso no resuelto de homicidio.

«Diarios del subpantano» es una seria de pensamientos introspectivos y preguntas existenciales que oscilan entre lo filosófico y lo trivial/cómico: “Voces dispersas. Voces que dicen cosas extrañas como «La noche tiene forma de un grito de lobo», o «¿Dónde podrías contratar a un agente literario?»”.

«La máquina para cenar» introduce, a lo largo de un diálogo entre un padre distante y prejuicioso y un hijo incomprendido, a “las criaturas de tormenta”, famosos monstruos creados por la cultura popular, relato que culmina con un discurso en sueco de Carlos Fuentes.







El estilo incisivo de Peón y el humor ácido en su obra nos otorgan otra perspectiva de los textos canónicos, y esto también enriquece a las obras originales. Peón, a través de este homenaje, les quita el manto de formalidad y sobriedad y asume la hilaridad como emblema.

Aldous Huxley afirmó que «Las parodias y las caricaturas son las críticas más penetrantes». Al respecto, Peón declaró en una entrevista que «la realidad supera a las parodias», que «una representación caricaturesca puede ser más cercana a la realidad que una representación realista», y que «escribir parodias también se presta a reírse de uno mismo, pues los horrores del mundo se reflejan en el individuo, y viceversa. (…) Además, todos somos ridículos hasta que se demuestre lo contrario».

De vez en cuando es necesario deshacernos de la máscara de formalidad y solemnidad para liberar el alma con una carcajada honesta y no tomarse tan enserio la vida ni la muerte: «Me pregunto por qué lo que a otro le parece trágico, a mí me deshilacha en risa y carnaval. Me pregunto si el mundo no tiene salvación a menos que nos riamos lo suficiente de él. Lo mismo para los individuos que no se rían de sí mismos».

En un contexto creativo inmerso en la seriedad y la pretensión, es un gran acierto para Paraíso Perdido haber apostado por esta obra híbrida.

Ciudad Pantano está a la venta en la tienda en línea de la editorial, así como en las librerías El Sótano, Gandhi y El Péndulo.
Para finalizar, transcribo algunas de mis citas favoritas del libro:
“Hasta donde alcanza mi memoria, hasta donde empieza el olvido.” p. 15
“A veces, ante la duda, cuando la confusión lo nubla todo y no hay faro que oriente, me pregunto cómo procedería un adolescente alcoholizado en mi situación. Luego, actúo.” p. 17

“Bailo para olvidar que la realidad también supera a las parodias”. p. 22

 “El amor, el deseo, la imaginación, todo lo mejor del mundo tiene colmillos.” p. 24

“Todo aquí es una parodia de un mundo ideal” p. 26

“¿Repugnantes los caños? Repugnantes las ciudades, con su ritmo frenético, su maldita eficacia, su intransigencia, su agresividad, y todos esos seres con sus respectivas caras de mirar para abajo, de mirar para arriba, de te lo compro, de te lo vendo, de absoluta certeza, melancolía y fragilidad. Algún día todas las ciudades serán iguales, funcionarán como algoritmos. Toneladas de mierda, orines y ratas son inofensivas en comparación con eso.” p. 57

“La memoria es así, si uno le da cuerda, asfixia.” p. 81

“La imaginación es un juguete para torturar.” p. 129

“Reía sin comprender que ese gozo que hallaba en el dolor no era sino una sensibilidad nata hacia la ironía.” p. 133