jueves, 30 de abril de 2015

Un día perfecto para el pez banana - J. D. Salinger (cuento)

El autor en 1952, fotografía por Anthony Di Gesu
San Diego Historical Society/Hulton Archive Collection/Getty Images.



El cuento del mes es "Un día perfecto para el pez banana", de J. D. Salinger (escritor estadounidense, 1919-2010), autor de un clásico de la literatura moderna norteamericana, El guardián entre el centeno.

Este relato, uno de los más conocidos del autor, forma parte de Nueve cuentos, una antología del autor publicada en 1953, y su protagonista es el primogénito de la ficticia familia  Glass, cuyos miembros aparecen en diversas obras del autor. Narrado en tercera persona, en tiempo pasado y dividido en dos partes, Salinger nos da a conocer al protagonista a través de una conversación de los personajes secundarios en las primera de ellas, en la que comentan los problemas psicológicos de Seymour, quien participó en la Segunda Guerra Mundial y había vuelto a casa, intacto físicamente pero con serias secuelas psicológicas.

El contexto social real es el mismo que el del relato, pues únicamente habían pasado 3 años desde que finalizó la guerra (el cuento fue publicado por primera vez en la revista The New Yorker en 1948). En cuanto al espacio, el cuento es circular: inicia y termina en la misma habitación de hotel, con la diferencia de una acción abrupta que, si bien fue augurada, no deja de ser sorprendente.


Un día perfecto para el pez banana


      En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.


       No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad.


       Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y —ya era la cuarta o quinta llamada— levantó el auricular del teléfono.


       —Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.


       —Su llamada a Nueva York, señora Glass —dijo la operadora.


       —Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.


       A través del auricular llegó una voz de mujer:

       —¿Muriel? ¿Eres tú?

       La chica alejó un poco el auricular del oído.

       —Sí, mamá. ¿Cómo estás? —dijo.

       —He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?

       —Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han...
       —¿Estás bien, Muriel?

       La chica separó un poco más el auricular de su oreja.

       —Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde...

       —¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada...

       —Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después...

       —Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.

       —Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.

       —¿Cuándo llegasteis?

       —No sé... el miércoles, de madrugada.

       —¿Quién condujo?

       —Él —dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.

       —¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que...

    —Mamá —interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad.

       —¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?

       —Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... se notaba. Por cierto, ¿papá ha hecho arreglar el coche?

       —Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo para...

       —Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para...

       —Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás...

       —Muy bien —dijo la chica.

       —¿Sigue llamándote con ese horroroso...?

       —No. Ahora tiene uno nuevo

       —¿Cuál?

       —Mamá... ¿qué importancia tiene?

       —Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...

       —Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948 —dijo la chica, con una risita.

       —No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo...

       —Mamá —interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza...

       —Lo tienes tú.

       —¿Estás segura? —dijo la chica.

       —Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la... ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?

       —No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído.

       —¡Pero está en alemán!

       —Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia —dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos...

       —Espantoso. Espantoso. Es realmente triste... Ya decía tu padre anoche...

       —Un segundo, mamá —dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá? —dijo, echando una bocanada de humo.

       —Muriel, mira, escúchame.

       —Te estoy escuchando.

       —Tu padre habló con el doctor Sivetski.

       —¿Sí?—dijo la chica.

       —Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas... ¡Todo!

       —¿Y...?—dijo la chica.

       —En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.

       —Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra —dijo la chica.

       —¿Quién? ¿Cómo se llama?

       —No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.

       —Nunca lo he oído nombrar.

       —De todos modos, dicen que es muy bueno.

       —Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa...

       —Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma.

       —Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la...

       —Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí —dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.

       —¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está...

       —Lo usé. Pero me quemé lo mismo.

       —¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?

       —Me he quemado toda, mamá, toda.

       —¡Qué horror!

       —No me voy a morir.

       —Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra?

       —Bueno... sí... más o menos... —dijo la chica.

       —¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?

       —En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.

       —Bueno, ¿qué dijo?

       —¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando albingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije...

       —¿Por que te hizo esa pregunta?

       —No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé —dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo...

       —¿El verde?

       —Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas...! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la mercería...

       —Pero ¿qué dijo él? El médico.

       —Ah, sí... Bueno... en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.

       —Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?

       —No, mamá. No entré en detalles —dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.

       —¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... ya sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte algo...?

       —En realidad, no—dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.

       —En fin. ¿Y tu abrigo azul?

       —Bien. Le subí un poco las hombreras.

       —¿Cómo es la ropa este año?

       —Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.

      —¿Y tu habitación?

       —Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra—dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un
     camión.

       —Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?

       —Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.

       —Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio, va todo bien?

       —Sí, mamá —dijo la chica—. Por enésima vez.

       —¿Y no quieres volver a casa?

       —No, mamá.

       —Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos...

       —No, gracias—dijo la chica, y descruzó las piernas—.

       —Mamá, esta llamada va a costar una for...

    —Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra... quiero decir, cuando una piensa en esas esposas alocadas que...

       —Mamá —dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
       —¿Dónde está?

       —En la playa.

       —¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?

       —Mamá —dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.

       —No he dicho nada de eso, Muriel.

       —Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita el albornoz.

       —¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no?

       —No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.

       —Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?

       —Lo conoces muy bien —dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.

       —¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?

     —No, mamá. No, querida —dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.

       —Muriel, hazme caso.

       —Sí, mamá —dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.

       —Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro..., ya me entiendes. ¿Me oyes?

       —Mamá, no le tengo miedo a Seymour.

       —Muriel, quiero que me lo prometas.

       —Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá —dijo la chica—. Besos a papá—y colgó.
 

II


      —Ver más vidrio —dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio?

       —Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estáte quieta, por favor.

       La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.

    —No era más que un simple pañuelo de seda... una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo —dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.

       —Por lo que dice, debía de ser precioso —asintió la señora Carpenter.

       —Estáte quieta, Sybil, cariño...

       —¿Viste más vidrio? —dijo Sybil.

       La señora Carpenter suspiró.

       —Muy bien—dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.

       Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.

       Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.

       —¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?—dijo.

       El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.

       —¡Ah!, hola, Sybil.

       —¿Vas a ir al agua?

       —Te esperaba —dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?

       —¿Qué? —dijo Sybil.

       —¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?

       —Mi papá llega mañana en un avión—dijo Sybil, tirándole arena con el pie.

       —No me tires arena a la cara, niña —dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.

       —¿Dónde está la señora? —dijo Sybil.

       —¿La señora? —el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.

       Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.

       —Pregúntame algo más, Sybil—dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.

       Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.

       —Es amarillo —dijo—. Es amarillo.

       —¿En serio? Acércate un poco más.

       Sybil dio un paso adelante.

       —Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.

       —¿Vas a ir al agua? —dijo Sybil.

       —Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.

       Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.

       —Necesita aire —dijo.

       —Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir —retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil —dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti —estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy Capricornio. ¿Cuál es tu signo?

       —Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano —dijo Sybil.

       —¿Sharon Lipschutz dijo eso?

       Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.

       —Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?

       —Sí que podías.

       —Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?

       —¿Qué?

       —Me imaginé que eras tú.

       Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.

       —Vayamos al agua —dijo.

       —Bueno —replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.

       —La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.

       —¿Que eche a quién?

       —A Sharon Lipschutz.

       —Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos.—De repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil —dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.

       —¿Un qué?

       —Un pez plátano —dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz.

       Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.

       Los dos echaron a andar hacia el mar.

       —Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces plátano —dijo el joven.
       Sybil negó con la cabeza.

       —¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?

       —No sé —dijo Sybil.

       —Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y sólo tiene tres años y medio.

       Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.

       —Whirly Wood, Connecticut —dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.

    —Whirly Wood, Connecticut —dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?

       Sybil lo miró:

       —Ahí es donde vivo —dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.

       Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.

       —No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él.

       Sybil soltó el pie:

       —¿Has leído El negrito Sambo? —dijo.

    —Es gracioso que me preguntes eso —dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche. —Se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?

       —¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?

       —Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.

       —No eran más que seis—dijo Sybil.

       —¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»?

       —¿Te gusta la cera? —preguntó Sybil.

       —¿Si me gusta qué?

       —La cera.

       —Mucho. ¿A ti no?

       Sybil asintió con la cabeza:

       —¿Te gustan las aceitunas? —preguntó.

       —¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.

       —¿Te gusta Sharon Lipschutz?—preguntó Sybil.

       —Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.

       Sybil no dijo nada.

       —Me gusta masticar velas —dijo ella por último.

       —Ah, ¿y a quién no? —dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está! —Dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.

       Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.

       —¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso? —preguntó él.

       —No me sueltes—dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?

     —Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo—dijo el joven—. Ocúpate sólo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los peces plátano.

       —No veo ninguno —dijo Sybil.

       —Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.

       Siguió empujando el flotador. El agua le llegaba al pecho.

       —Llevan una vida triste —dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?

       Ella negó con la cabeza.

       —Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho plátanos —empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.

       —No vayamos tan lejos —dijo Sybil—. ¿Y qué pasa después con ellos?

       —¿Qué pasa con quiénes?

       —Con los peces plátano.

       —Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo?

       —Sí —dijo Sybil.

       —Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.

       —¿Por qué? —preguntó Sybil.

       —Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.

       —Ahí viene una ola —dijo Sybil nerviosa.

    —No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia —dijo el joven—, como dos engreídos.

       Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.

       Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:

       —Acabo de ver uno.

       —¿Un qué, amor mío?

       —Un pez plátano.

       —¡No, por Dios! —dijo el joven—. ¿Tenía algún plátano en la boca?

       —Sí—dijo Sybil—. Seis.

       De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.

       —¡Eh! —dijo la propietaria del pie, volviéndose.

       —¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?

       —¡No!

       —Lo siento —dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del camino lo llevó bajo el brazo.

       —Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.

       El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.

       En el primer nivel de la planta baja del hotel —que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.

       —Veo que me está mirando los pies —dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.

       —¿Cómo dice? —dijo la mujer.

       —Dije que veo que me está mirando los pies.

       —Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la mujer, y se volvió hacia las puertas del ascensor.

       —Si quiere mirarme los pies, dígalo —dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.

       —Déjeme salir, por favor —dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.

       Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.

   —Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos —dijo el joven—. Quinto piso, por favor.

       Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.

       Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.

       Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7,65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.

miércoles, 29 de abril de 2015

Mire al pajarito – Kurt Vonnegut





Mire al pajarito (editorial Sexto Piso, 2010) de Kurt Vonnegut (escritor estadounidense, 1922-2007) es una publicación póstuma de 14 cuentos inéditos y una carta, escritos en la década de los 50, cuyas temáticas oscilan entre fuerte crítica social, lo fantástico, la sátira, cierta dosis de ciencia ficción, misteriosas y fatales conspiraciones y existencias ínfimas pero extremadamente valiosas. Cuenta, también, con algunas excéntricas ilustraciones hechas por el mismo autor.

Vonnegut, destaca escritor del siglo XX, escribió 15 novelas, y sus 3 libros de relatos fueron publicados años después de su muerte. Desayuno de campeones y Matadero cinco o La cruzada de los inocentes son dos de sus obras más conocidas, importantes y representativas de su narrativa.

En “Salón de espejos”, a través de una estructura en espiral, que imita la infinita sucesión de imágenes de una habitación circular cubierta por espejos (la perfecta morada del hipnotizador farsante convertido en protagonista), se convierte en el escenario final de un relato donde los personajes no son en absoluto lo que aparentan, y donde la acción cambia drásticamente con un simple diálogo.

En “Las personitas simpáticas”, al igual que sucede en varios de sus cuentos, la tensión narrativa y el desenlace están en los últimos párrafos, y el efecto siempre es devastador. En este relato, el protagonista se ve inmerso en lo que aparenta ser un crimen pasional del que, a pesar de ser inocente, decide culparse: sabe que los acontecimientos son inverosímiles y que, en cierta medida, quería que todo terminara de esa manera.

“Hola, Red” más allá de mostrar el enfrentamiento simbólico de dos hombres por completo opuestos, muestra la rivalidad de uno de ellos con la sociedad del pequeño poblado que abandonó algunos años atrás, pero que aún conserva su recuerdo en un ser mucho más pequeño, que es precisamente el que el que le da el mensaje de desprecio más directo: entregando su vínculo más notorio en una bolsa de estraza.

“Las hormigas petrificadas” describe el asombroso descubrimiento de dos hermanos (“los mirmecólogos más destacados de Rusia”), en una de las excavaciones más profundas que se han realizado recientemente. Pero el hallazgo pasa a segundo término, pues viven bajo el régimen totalitario y cruel de Stalin. Bajo la total represión a la que se ven sometidos, surge el repudio rotundo por parte de uno de ellos hacia el gobierno de Stalin y la actitud conciliadora del otro,  pues es consciente de que su vida depende de ello. Sobre la maravilla encontrada en las profundidades, de la cual deben negar, por supuesto, toda información real y científica, destaca que “…contemplaron con incredulidad las pruebas que demostraban que las hormigas habían sido individuos en el pasado;  individuos con una cultura que rivalizaba con la de los nuevos y arrogantes señores de la Tierra, los hombres.” Precisamente lo que estaba sucediendo en su contexto social, millones de años después: la historia se repite una y otra vez.

“Mire al pajarito”, cuento que da el título al libro y uno de los más breves, es sin duda una historia increíble en la que las perturbaciones mentales cobran el lugar protagonista. Conciso, poderoso y singular, Vonnegut demuestra aquí la fuerza y originalidad de su ingenio.

Pueden leer la increíble carta al profesor Walter J. Miller, en1951 (antes de publicar su primer novela), y el primer cuento en este enlace de la editorial. Por cierto, la carta termina con esta frase contundente: "...si no soy un escritor, entonces no soy nada".







Poco antes de morir, Vonnegut estableció 8 (increíbles) reglas para escribir relatos de ficción:

1. Usa el tiempo de un completo extraño de tal forma que él o ella no sienta que lo malgastó.

2. Dale al lector al menos un personaje con el que se pueda identificar.

3. Todos los personajes deben querer algo, aunque sea un vaso de agua.

4. Cada frase debe hacer una de estas dos cosas: revelar algo del personaje o hacer avanzar la acción.

5. Empieza tan cerca del final como sea posible.

6. Se sádico. No importa qué tan inocentes sean tus protagonistas, haz que les sucedan cosas horribles, para que el lector pueda comprobar de qué están hechos.

7. Escribe para complacer únicamente a una persona. Si abres la ventana para hacerle el amor al mundo,  tu cuento cogerá una neumonía.

8. Dale a tus lectores toda la información posible lo más rápido que puedas. Al diablo con el suspenso. Los lectores deben saber lo que está pasando, dónde y porqué, de tal modo que, si las cucarachas se comen las últimas páginas, ellos mismos sean capaces de terminar la historia.


El libro lo pueden encontrar en librerías como Gandhi o El Péndulo.

Para finalizar, transcribo algunas de las mejores frases de Vonnegut en estos cuentos.


Confido

—Es una l – Kues ilustraciones hechas por el mismo autor.ue tan popular."tros dpara cambiarla."ínea directa a lo peor que llevamos dentro, Henry —dijo Hellen, que rompió a llorar—. ¡Nadie debería tenerlo, Henry! ¿Nadie! Esa voz interna ya es bastante fuerte sin él.” p. 28


Fubar

“Es posible que su infelicidad le guste tanto que no quiere hacer nada para cambiarla.” p. 43


Gritarlo a los cuatro vientos

“No me pareció que fuera un libro tan despiadado, en el sentido de los libros despiadados de nuestros días. Simplemente era el libro más despiadado jamás escrito por una mujer, e imagino que por eso fue tan popular.” p. 49


Salón de espejos

“Era su futuro lo que estaba enfermo.” p. 142

—Mire cualquier espejo y verá el largo y tortuoso camino que mi voz debe seguir para llegar a ellos (…)” p. 144


Las personitas simpáticas

“…no era un misterio ominoso sino lo suficientemente desconcertante como para que se creyera envuelto en una pequeña aventura.” p. 152


Hola, Red

“…los músculos voluminosos de sus antebrazos se tensaron bajo sus tatuajes, bajo los símbolos entretejidos de la sed de sangre y el amor: puñales y corazones.” p. 166


Gotitas de agua

“Aunque los solterones son gente solitaria, estoy convencido de que los casados son gente solitaria con cargas familiares.” p. 183

“Guardar grandes secretos, particularmente cuando son secretos de uno mismo, es una perspectiva difícil hasta para las personas muy brillantes, y es mucho más duro para las mentes pequeñas (…)” p. 195

“Se trate de lo que se trate, siempre es demasiado maravilloso para no gritarlo a los cuatro vientos en busca de admiración.” Ibídem


Las hormigas petrificadas

“…las (hormigas) amantes de las imágenes evolucionaron de forma distinta que las amantes de los libros." p. 215


Mire al pajarito

“…nos miraba con la belleza infantil y desgarradora de la esquizofrenia.” p. 237

“—Un paranoico, amigo mío, es una persona que se ha vuelto loca de la forma más inteligente y mejor informada, que ve el mundo tal como es.” p. 238

“…personas que estaban convencidas de que algún desconocido pretendía asesinarlos…” p. 239


El rey y la reina del universo

“…la víctima había sido un hombre sucio y sin hogar, una de esas personas que aparentemente nacen para ser asesinadas por menos de un dólar.” p. 246