miércoles, 30 de abril de 2014

El abismo más profundo (Andrés Caicedo y el segundo aniversario del blog)

Ilustración por Abia Dina Diaz

El blog cumple hoy su segundo aniversario y lo celebro de la mejor manera: compartiendo mi texto más reciente escrito para la Revista Yaconic, publicado en su web hace algunos días.

Con esta breve biografía del apasionado escritor Andrés Caicedo, De letras y maullidos cuenta ya con tres entradas dedicadas a él: debutó con su novela corta Angelitos empantanados y su siguiente aparición fue con el cuento En las garras del crimen.

En lo personal, conocer e investigar sobre la vida de mis autores preferidos es tan importante como leer su obra, pues así se encuentran nuevos matices en sus temáticas o  se logra cierta comprensión más profundas sobrecuestiones específicas en su literatura, pero claro, cuidando y evitando siempre criticar al autor con argumentos ad hominem (esas falacias que a menudo son empleadas por detractores poco astutos).

Sin más dilación, El abismo más profundo, texto que muestra una parte mucho más personal de la vida de Caicedo y que revela ciertos acontecimientos íntimos y desgarradores de su existencia, pero tan fascinantes como su literatura. 

El abismo más profundo

Andrés Caicedo nació el 29 de septiembre de 1951 en Colombia y desde temprana edad mostró un gusto peculiar por la lectura, la escritura y la mentira, tres factores indispensables para la formación de un escritor. En 1968 estudió teatro en la Universidad del Valle y en 1969 publicó en varios diarios sobre crítica cinematográfica, además de recibir dos premios literarios por sus cuentos Berenice y Los dientes de Caperucita. Fascinado por el cine, en 1971 fundó, junto con otros amigos, el Cine-Club de Cali, donde un grupo reducido de personas veían las proyecciones que él mismo seleccionaba. Su tiempo transcurría entre crítica de cine, guiones, adaptaciones, cuentos y ensayos.

En 1973 viajó a Nueva York con la idea de vender algunos de sus guiones para largometrajes, pero fracasa en este cometido y vuelve a su Cali al siguiente año, mismo en el que escribe, según sus palabras, su mejor cuento: Maternidad. Inicia la publicación de su revista Ojo al cine, que se convertiría en la de mayor importancia en su país, y se publica uno de sus relatos por primera vez, El atravesado. Caicedo ya había afirmado que vivir más de 25 años era una insensatez, y sabiéndose cercano a la edad límite, tuvo dos intentos de suicidio. Escribe entonces dos cuentos más, publica los siguientes tres números de su revista y entrega a Colcultura (ministerio de cultura de Colombia) el manuscrito de su novela ¡Que viva la música!

Finalmente, Caicedo se suicidó el mismo día en que recibió una copia de su primera novela publicada, y, a modo de señal de que había logrado su meta en la vida, decidió partir definitivamente. La mayoría de sus publicaciones son póstumas, entre las que se encuentran más de 20 cuentos, nueve compilaciones, tres novelas inconclusas y más de cinco guiones para cine y teatro.

Andrés le escribe a su gente y a su ciudad; trata de comprender y escribir a través de los ojos de los menos afortunados; describe una sociedad en la que la moral depende del contexto y la violencia es habitual, lo mismo que las injusticias, y en la cual la creciente urbanización destaza cada vez con más saña a la naturaleza: ese lugar hermoso, poseedor de tranquilidad y divinidad.

Su obra está impregnada de Poe, Unamuno, Borges, Melville, Hawthorne y muchos otros. En su literatura menciona otros textos, a otros autores y otras obras, incluso ideas para otros cuentos. Caicedo es autobiográfico: con detalles y nombres revela partes de su realidad y critica a la sociedad en la que le tocó vivir y a la que enfrentó desde los 20 años con la creación de una vanguardia contestataria en su ciudad natal: Cali, pequeña capital localizada en la costa occidental del país.

La narrativa de Angelitos empantanados o historias para jovencitos se caracteriza por tener listados de sustantivos y adjetivos que intensifican la emoción, el significado de cada palabra. Ésta es una historia conformada por tres partes. En la parte final, uno de los personajes de Caicedo narra desde la muerte, tras ser asesinado. De la misma forma lo leemos ahora, como un fantasma que ha dejado su legado escrito para perdurar en la memoria, en las conciencias, y quizá así llegar a la indicada, a una mente con la misma hambre por vivir apasionadamente un tiempo reducido pero significativo, lo que sin duda evoca la siguiente frase de James Dean:

LIVE FAST, DIE YOUNG, AND LEAVE A GOOD-LOOKING CORPSE.

Pero Caicedo, además de dejar un hermoso cadáver, dejó una obra inédita e incompleta: su primera novela recién publicada, poemas, el inicio de un documental que nunca se finalizó por diferencias con el director, amistades entrañables y un amor idealizado al que le pedía, en su última carta, en seis compulsivos y repetitivos renglones “No te vayas, no te vayas, no me dejes, no me dejes”, cuando en realidad fue él mismo quien se dejó ese día, tras presentarse frente a ella después de ingerir 60 pastillas de barbitúricos y morir sobre el escritorio.

El caleño además se justifica ante su madre un año antes de partir de nuestro mundo y deja claro que la decisión estaba tomada desde hacía tiempo:

“Nací con la muerte adentro y lo único que hago es sacármela
para dejar de pensar y quedar tranquilo. Yo muero porque
ya para cumplir 24 años soy un anacronismo y un sinsentido,
y porque desde que cumplí 21 vengo sin entender el mundo.
Ahora mi razón está extraviada, y lo que hago es solamente
para parar el sufrimiento”.
Andrés Caicedo, fragmento de una carta a su madre (1975).

El poeta maldito colombiano no ha sido olvidado: en 2012, conmemorando los 35 años de su muerte, se inauguró la exposición Andrés Caicedo: Morir y dejar obra en la Biblioteca Luis Ángel Arango, en Colombia. En ella se mostraron diversos documentos, manuscritos, fotografías y cartas del escritor. Así es como Caicedo quiso perdurar y con ello se ganó la inmortalidad. Así es como lo recordamos ahora y le hacemos saber, donde quiera que esté, que logró su cometido y que su corta existencia y grande creación sigue asombrando, influenciando y destrozando a los vivos. Hasta la siguiente página, Andrés.

Caicedo es el eslabón perdido del boom. Y el enemigo número uno de Macondo. No sé hasta qué punto se suicidó o acaso fue asesinado por García Márquez y la cultura imperante en esos tiempos. Era mucho menos el rockero que los colombianos quieren, y más un intelectual. Un nerd súper atormentado. Tenía desequilibrios, angustia de vivir. No estaba cómodo en la vida. Tenía problemas con mantenerse de pie. Y tenía que escribir para sobrevivir. Se mató porque vio demasiado.
Alberto Fuguet

No podría decir exactamente por qué en la obra de Andrés la fascinación por el horror. Puedo hablar de la fascinación por el horror que siento yo después de leer a Andrés. Primero que todo, es como una fascinación por la maldad, antes que por el horror, y por una pasión que es más grande inclusive que el amor o que cualquier otra pasión, que es la pasión por el miedo -según Stevenson, la más grande de las pasiones- y es esa cosa de sentir uno que se pierde, de sentir que de pronto las cosas no funcionan como uno piensa, que poco a poco uno se puede ir deslizando y perderse de una realidad.

Óscar Campo

Agradezco todas sus lecturas y cierro este año con un documental sobre Ándres Caicedo, ese angelito empantanado que huyó de este mundo abrumador.



miércoles, 23 de abril de 2014

Los franceses no existen – Víctor Roberto Carrancá

Víctor Roberto Carranca

Los franceses no existen es un cuento que forma parte del libro El espejo del solitario (Editorial Ficticia, 2014) de Víctor Roberto Carranca, cuya reseña publiqué en la entrada anterior en el blog.
Narra la historia fascinante de una pareja que, tras varios fracasos para tener un hijo, buscan la ayuda de un experto que hace realidad el deseo del que son cautivos desde varios años atrás.
Lo fantástico radica en sí en el origen inexistente de aquel prodigio, que denota su singularidad desde el aspecto físico hasta el lenguaje: un niño francés.
El protagonista, que es el padre, es la evidencia perfecta de la reacción humana a lo desconocido o a lo extraño, que fluctúa entre el miedo y la negación. Y es que, en realidad, son la paranoia y las alucinaciones las creadoras de una amenaza imaginaria y por tanto inofensiva pero colmada de  prejuicios que pesan cada vez más en la vida de aquellos que lo rodean, incluido, claro, su pequeño y único vástago.
Pueden leer el cuento directamente en donde fue publicado por primera vez, en el sitio web de la revista Vice.

 Sketch by Edward Gorey


Los franceses no existen
Permítaseme hablar acerca de mi esposa y del acto de traición que destruyó nuestro matrimonio. No importa que todo haya sucedido en otro plano de existencia, mi mujer me había sido infiel y el niño del que me suponía padre no era, en realidad, hijo mío. Esto es algo seguro, irrebatible y axiomático a pesar de que el engaño ocurrió en un espacio y tiempo distintos al que habitamos.
Han pasado muchos años desde que un doctor rescató nuestro linaje de las inclemencias del vientre de mi esposa. Pareciera ser que la vida confundió la barriga de mi consorte con una tumba de ilusiones paternas.
¿Cuántos niños perdimos allá adentro? No lo sé, pero debieron ser muchos puesto que cada vez que mi mujer se embarazaba, el feto desaparecía, de la noche a la mañana, sin dejar rastro.
He aquí que llega un médico resuelto a rescatar nuestra descendencia del pozo hambriento de la esterilidad. Aunque el estómago de mi querida estaba tan plano como la i de infértil y no redondo como la b del embarazo, el médico me aseguró que sacaría un niño de allá dentro. Tan pronto hizo esta declaración, el doctor le pidió a mi mujer que se recostara en el diván y abriera las piernas. Acto seguido, vistió su mano con un guante de plástico, se reclinó acucioso ante el arco creado por mi esposa, le levantó el vestido y… bueno, el caso es que esa misma tarde mi queridita logró dar luz a un niño que, por blanco y débil, me recordaba a una estatuilla de porcelana.
Para fortuna nuestra —corrijo, sería para nuestra desgracia—, la figura frágil que era mi hijo jamás se quebró bajo nuestro cuidado sino que creció, creció y creció para convertirse en un rapazuelo inteligente y peculiar, ay, tan inteligente y tan peculiar que no pude evitar cuestionarme sobre su origen.
Todo empezó una mañana en la que observé a mi hijo con detención y me percaté de las numerosas diferencias que existían entre nosotros. Me refiero a que él poseía una figura tan esbelta y seria como la de una botella de licor de albaseco, a pesar de que su madre y yo somos tan robustos y joviales como dos barriles del vino más corriente; o el hecho de que él siempre cuidara sus modales en la mesa mientras que mi mujer y yo nos alimentamos como dos marranos expuestos a varios días de inanición. Súmese a lo anterior, la razón más importante que habría de sembrar mi incertidumbre: el hecho de que mi hijo, a sus siete años, hablara un francés más elocuente y perfecto que el de cualquier francés que yo haya escuchado en mi existencia.
No me extrañaba que mi hijo, siendo tan pequeño, dominara un idioma en el cual nunca pudo haber sido instruido. Me extrañaba, eso sí, que la lengua que hablaba fuera justamente el francés, siendo que los franceses, al igual que los fantasmas, la felicidad o los conejos, no existen.
 He revisado cada mapa, enciclopedia y atlas y puedo asegurarlo, confirmarlo y reiterarlo: no existen los franceses. No existen, nunca han existido y tal vez nunca existirán. Aun así, mi hijo aseguraba hablar francés y yo no pude desmentirlo, pues a pesar de que nunca he visto, escuchado o imaginado a un francés, nada podía ser más afrancesado que esas palabras frías que mi niño sacaba de su boca como si su lengua fuera una cuchara para helado.
Tal vez esto hubiera pasado inadvertido. Tal vez su madre y yo hubiéramos creído que el hablar francés era parte de alguna fase conflictiva de la infancia. El problema, aquello que hizo brotar mi descontento y generó mis dudas sobre la fidelidad de mi pareja, el problema, repito, es que mi hijo hablaba muy bien el francés mientras que en nuestra lengua apenas pronunciaba una que otra palabra. Esto me llevó a una única, posible e irrebatible conclusión: mi hijo no era mi hijo sino el hijo de un francés. Sí, un francés hipotético, irreal e ilusorio, pero eso sí, con suficiente desidia para preñar a la esposa de un hombre honesto y cuya única falta fue considerar como inofensiva la inexistencia de los franceses. El hijo de un francés como aquellos en los que usted y yo nos negamos a creer.
Tonto no soy y sé reconocer a un francés cuando lo veo y, aunque me niego a creer en ellos, sí, con seguridad puedo decirles que mi supuesto hijo estaba emparentado con algún francés y no con este humilde hombre al que sólo le queda, como única riqueza, un relato aburrido aunque no exento de penas.
Días después, cuando reuní el valor para interrogar a mi esposa, ella me aseguró que jamás había estado con un francés, que ni siquiera sabía lo que era uno y por el tono en el que yo se lo cuestionaba preferiría nunca saberlo. Yo confío en mi señora. Siempre lo he hecho. Pero las evidencias dictaban que aunque nunca estuvo con un francés, nunca lisonjeó ni conversó con uno, mi esposa tuvo el hijo de un francés y no el de un rodeniano como yo. Por ello no tuve más opción que confesarle a mi hijo que él no era hijo mío y que su vida se basaba en un engaño.
Resumiré este desagradable episodio con mi hijo llorando en el patio, preguntándose (en francés, por supuesto) por el sentido de su existencia. Y digo resumiré porque aunque mucho ocurrió después, ahora sólo he de hablar de lo que sucedió a partir de que el muchacho supo que él era en realidad un francés y no un rodeniano como todos pensábamos.
Sin duda mis palabras agravaron la enfermedad del niño, puesto que a las pocas semanas de hacerle saber su condición de francés, el pequeño comenzó a olvidar todo acerca de nuestra hermosa Roden.
Sucedía, por ejemplo, que si en la escuela se le cuestionaba sobre cualquier tema de historia —como, supongamos, el nombre de los 27 monarcas cégicos—, el niño excretaba una lista de incomprensibles nombres franceses. Lo mismo ocurría cuando debía cantar nuestro himno, recitar un poema tradicional, sumar, restar o jugar a la pelota. Todo le salía en francés y, al poco tiempo, mi hijo ya no sabía hacer nada en nuestro idioma.
¿A dónde, me pregunto, habían ido todas las historias que le contábamos por las noches? ¿Por dónde se escaparon los relatos de cuando Matías Papalote mató a su esposa y la enterró en una nube o aquellos acerca de José el Solitario y de cómo lo internaron en un asilo por escribir desvaríos como este?
Se quedaron, eso sí, miles de palabras francesas que se amontonaron en su boca al grado de hacerle nudos en la lengua y provocarle úlceras en las encías —unas pústulas blancas que el médico atribuyó a la falta de vitaminas aunque usted y yo, sabemos diferente.
Llegó el momento en que a mi hijo le cambió incluso el nombre y, de un día para otro, ya no se llamaba como mi mujer y yo decidimos nombrarle, sino que respondía algún nombre francés que nunca, nunca, pude pronunciar.
Al final, el muchacho ya no tenía nada de hijo mío. Cuando nos dirigíamos a él, sus ojos se transformaban en dos túneles que llevaban hacia un lugar extraño, abundante en viñedos, campesinas hermosas y muchos, muchos conejos —sí, amigo ¡conejos!
—Hijo mío —le decía yo al verlo abstraído en ese mundo interno—, soy tu padre, ¿acaso no me reconoces?
Él abría su boca y me decía algo que en su idioma debía significar:
—Señor, ¿hacía a dónde emigran las aves en invierno?
Después de mucho meditarlo, concluí que no quedaba más opción que pedirle que se fuera de la casa. Preparé una maleta en la que guardé algo de ropa, comida y lo que cupo de mi tristeza. Yo mismo llevé a mi hijo a la puerta. Una vez afuera, él agitó su pañuelo en señal de despedida y comenzó su camino hasta desvanecerse entre la niebla de nuestra querida ciudad de Roden.
Es el momento de poner un punto final a la vida de mi hijo, pero no puedo hacer lo mismo con lo que respecta a esta historia. Aún abunda el dolor y la desesperanza y, aunque le puedo contar muchas otras penas acerca de mi vida, creo conveniente seguir con la que iniciamos. Así que dispénseme por no contarle acerca del linchamiento de mi primo hermano o de cuando mis sobrinos perecieron en manos de un maniático. Ya habrá tiempo, estoy seguro de eso, sea aquí o en otro lado. Pero ahora, a lo que sigue.
Convencido de que estas desgracias fueron consecuencia de la intangible infidelidad de mi pareja, convencí a mi mujer para que se entregara, sin dilación alguna, a las autoridades. Acudimos juntos a la comisaría. Tomados de las manos y con lágrimas en los cuatro ojos le relatamos a un oficial lo sucedido.
Por fortuna en Roden la justicia ha quedado en brazos de hombres comprensivos. A pesar de la falta de pruebas y de lo irracional que sonaba nuestra historia, los oficiales consintieron el arresto inmediato de mi esposa.
Antes de que se la llevaran a las galeras, mi mujer y yo nos despedimos con un abrazo, más fuerte y amoroso que el que intercambiamos el día de nuestra boda. Ella se disculpó por haberme engañado, de manera tan misteriosa, con un francés inexistente. Yo le dije que eso ya no importaba.
Sin mujer e hijo. Así quedé por culpa de un francés irreal aunque, repito, muy insidioso.
A veces pienso, con cierta esperanza, si el haber tenido el hijo de un francés significa que alguien, en alguna parte, ha tenido un hijo mío. ¿Se trata, acaso, de una reflexión disparatada? ¿No es posible que alguien, un amigo, un vecino, un pariente lejano, haya concebido a quien debió ser mi hijo?
Piénselo. Tal vez, poniendo atención, usted mismo descubra que su hijo no es, como siempre ha creído, un hijo suyo.

De ser así, lo insto a presentármelo. Quizá su niño me mire y, al hacerlo, su corazón, tan solitario como el mío, gritará con un latido: “¡Mira pequeño, éste es tu padre!”

domingo, 13 de abril de 2014

El espejo del solitario – Víctor Roberto Carrancá




El espejo del solitario (Editorial Ficticia, 2014) es el primer libro de Víctor Roberto Carrancá (abogado y escritor mexicano, 1984) que reúne 19 relatos fantásticos (algunos a su vez formados por varias historias) y un glosario. Ha recibido varios premios literarios y en 2009 fue seleccionado por su cuento El organillero para aparecer en la antología Estación central bis de la misma editorial; es egresado de la Sogem. El libro se puede adquirir en Librerías Gandhi o directamente en la página de Ficticia.

De una increíble narrativa descriptiva, un lenguaje estético y cuidado, abundante intertextualidad y un imaginativo privilegiado, Carrancá demuestra el valor literario de su obra, siendo, a mi parecer, uno de los mejores escritores contemporáneos y un nieto perdido de Borges. El espejo del solitario es un compendio de historias conectadas por vasos comunicantes que nos resumen las memorias de una civilización paralela a la nuestra; y he ahí donde reside la magia de Carrancá, en crear un cosmos (y su catálogo de términos) en poco más de 130 páginas, al que designa enigmática y atinadamente Enogea*.

'*De acuerdo al Solitario, la etimología procede del prefijo lívico “E” (sin) y la palabra “Noges” (sentido, comprensión).'

Enogea no se nos presenta como otro territorio o limitada realidad, sino como otro planeta, otro universo tan basto y desconocido como el propio, donde seres mitológicos cuentan con una existencia tangible y, como sucedería con un espejo, algunas situaciones ocurren en el sentido inverso. Quizá en realidad Enogea no es un universo tan distante como parecería: al igual que en algunos sitios de nuestra tierra, en aquel supuesto universo paralelo Elvis es considerado un dios, un género musical y un deporte son la religión y doctrina y el psicoanálisis y las obras literarias de ficción se consideran libros sagrados y sus fantasmas, al igual que los nuestros, son entes incorpóreos en búsqueda de la felicidad. Una de las temáticas recurrentes en la obra de Carrancá son los sueños, mostrados precisamente como espejos, como un plano perfecto para el desdoblamiento de la realidad.

A través de cuantiosas referencias literarias (como El Decamerón, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Alicia en el país de las maravillas y Alicia a través del espejo), cinematográficas (The Truman Show), religiosas, musicales e incluso radiofónicas, Carrancá crea un sin fin de personajes, lugares y situaciones a las que se les concede vida mediante la lectura y aún después de ella, pues toda invención se vuelve eterna al ser interpretada.


Carrancá también nos otorga explicaciones fantásticas a hechos o situaciones comunes que convierten lo ordinario en asombroso; nos da la posibilidad de ver desde otro ángulo la vida misma y nuestra existencia. Adopta el papel de nigromante que ha de fascinar al lector y transformar su presente mostrando el engranaje que hace girar el mecanismo de lo ordinario y demostrando que todo lo establecido puede (y debe) ponerse en duda.

Varios son los cuentos que me parecieron maravillosos (en sí todos tienen una genialidad particular) y me sorprendió que el libro iniciara precisamente con el cuento por el que conocí al autor, Los franceses no existen, que presentaré en la siguiente entrada como cuento del mes. Debo decirles que contacté al autor gracias a esa lectura y en un gesto de lo más amable, aceptó que hiciéramos intercambio de nuestros primogénitos. Aquí está mi linda dedicatoria:



El hombre que bajó por la chimenea, Hoy llovió mujer sin piernas, Sobre un libro condenable, Las mujeres siempre mueren en las historias (drama criminal de realidad imposible), Un veloz comentario en torno a la obra de Josaeph Crinee y La paradójica condición de los gatos de Schrödinger son sólo algunos de los mejores cuentos del libro. Criminología, metaficción, paradoja, demencia y existencialismo (entre muchas otras cuestiones más) convergen en estas letras que logran crear el mejor pase para partir de este mundo.

En El instrumento de Woofer H Carrancá hace una alusión al programa de radio que se transmitió el 30 de octubre de 1938 en Estados Unidos, en el cual el actor y guionista Orson Welles dramatizó la novela La guerra de los mundos de H. G. Wells. Lo asombroso del caso está en que, en ese entonces, muchas personas que sintonizaron el radio ya empezada la emisión y que no habían escuchado que se trataba de una dramatización, entraron en pánico al creer real la invasión extraterrestre. Nueva York fue una de las ciudades víctimas de la histeria colectiva del programa que duró más de 50 minutos, del que añado el video con el audio completo.



En los cuentos Sobre un libro condenable y Botellas en el mar (este último dentro de Extractos del cuaderno de José el solitario) Carrancá hace uso de una técnica narrativa a través de las notas a pie de página como recurso de ficcionalización que me recordó a una de las minificciones que aparece en Relatos vertiginosos (Antología de cuentos mínimos, Alfaguara 2001) donde el texto está constituido en sí por los enormes pies de página, más que por los escasos fragmentos del relato, que en lo personal me gusta descifrar como una burla al academicismo.

En una de sus presentaciones, el autor afirmó que La paranoia de este estilo es que siempre van aumentado los temores. Al recurrir a instrumentos como la interpretación de los sueños uno empieza a comprender que existen numerosas realidades a las que trata de pertenecer y al adentrarse en ellas crean a su vez más laberintos.”

La eternidad reflejada por el espejo, la soledad multiplicada ad infinitum y todo lo incomprensible en esta vida encuentra algunas explicaciones y salidas opcionales de la mano de José el solitario. Lo lamentable es terminar el libro y dejar al Solitario donde fue encontrado, en esa sempiterna melancolía.

Carrancá suele publicar diversos textos creativos y agudos en la Revista Crítica y también pueden leer más comentarios sobre El espejo del solitario y sus presentaciones en este enlace.

Para cerrar la reseña, algunas de las frases memorables el libro:


“(...) los franceses, al igual que los fantasmas, la felicidad o los conejos, no existen.” P. 10

“Preparé una maleta en la que guardé algo de ropa, comida y lo que me cupo de tristeza.” P. 13

“(...) aunque le puedo contar muchas otras penas acerca de mi vida, creo conveniente seguir con la que iniciamos.” P. 13

Sobre un libro condenable

(pie de página) “7. Como se sabe, la religión lisberiana asegura que el infierno existe en una dimensión paralela que mantiene estrecha relación con al nuestra.” P. 39

(pie de página) “14. (...) el Compendio de Oniristas sí hace referencia a las sacerdotisas de la Secta Dual, quienes creían que la existencia se llevaba a través de dos vidas: la primera, la del cuerpo tangible y durmiente; y la segunda , la de un yo interno que viaja a otra dimensión cada vez que uno duerme.” P. 40-41.

Una historia sobre béisbol

“Palabras al fin, Yo no tenía por qué creerlas. Supongo que por eso él siempre me decía aquella frase que me duele tanto: -¿Tú no entiendes, verdad? No, no lo entiendes.” P. 58

Un caso llevado ante el ministerio

“Para este diplomático, el catolicismo consiste, simplemente, en un fraude religioso promovido con el objeto de impulsar ese estilo de música llamado corifeo.” P. 62

Máscaras

“Fue al inicio, sutil y silenciosa. Dama etérea de naturaleza invisible, perfumó los callejones con su aroma febril. Después de siete días de paciente incubación, incluso la lluvia murmuraba su nombre:
-La peste, la peste.” P. 73

“Unos se sentaban sobre la acera y, con la cabeza inclinada, se golpeaban una de las orejas con la esperanza de que algún trozo de memoria saliera por la otra. Otros simplemente se arrojaban al mar.” P. 76

Botellas en el mar

“Tanto había sido el ahínco y tanto el tiempo que le tomaba esta empresa, que el marinero Castre había olvidado envejecer.” P. 78

“(...) obras literarias que fueron escritas y debidamente embotelladas.” P. 79

“(...) los personajes de los sueños pesan lo mismo que cualquier otro pensamiento (...)” P. 85

La torre de Moeb

“(...) allá arriba había un Dios solitario que soñaba con crear un mundo lleno de hombres.” P. 92

Al hombre lo dicta el perro

“Yo escribiría, si lo mío fuera escribir, textos tan pretenciosos, tan vacíos y aburridos, que no exagero al aceptar que nunca habría alcanzado el más mínimo reconocimiento.” P. 96

La paradójica condición de los gatos de Schrödinger

“El mayor problema de adoptar un gato de Schrödinger, es la complejidad de habitar con un animal que está muerto y vivo al mismo tiempo.” P. 113


“Todo depende de la persona que se atreve a abrir la puerta y, tristemente, del humor que el lector tiene en ese momento.” P. 116

El milagro

“(...) coloca su silla frente al escritorio (...) una flama inspiradora le dice que aquello que va a verter sobre las hojas, creará algo sin precedentes. “Esto” piensa, “será importante en algún sitio”.” P. 133

Glosario de términos sobre un lugar llamado Enogea

“BERMEJA, ISLA: (...) la locura consiste en volverse prisionero de los lugares que uno recrea con la mente. se trate de sueños o alucinaciones, el más complejo de los universos es aquel que construimos a partir de nuestra falta de cordura.” P. 135-136

“CATOLICISMO: fraude religioso creado con el único objeto de promocionar el género musical conocido como Corifeo.” P. 136



“MAR DE LOS SARGAZOS: (...) Ahí llegan, entre otras cosas, (...) los globos que utilizan los niños para escribirle a las estrellas (a las que piden un deseo que se cumple sólo si estas se suicidan).”

sábado, 5 de abril de 2014

Reseña de Tusitala de óbitos en Yaconic



Este mes inicia con la segunda reseña escrita para mi libro "Tusitala de óbitos" por Pablo Anduaga para la revista Yaconic, que se publicó hace un par de días.

Leer estas líneas me han dejado con una gran sonrisa en el rostro y completamente halagada; la atinada descripción de mi narrativa y ciertas características que el autor del texto señala me encantaron, pues reflejan precisamente el resultado de una lectura profunda y meticulosa, así como sinceras reflexiones particulares.

Para leer el texto en el sitio original, pueden visitar este enlace, que los llevará directamente a la entrada en la página de la revista.


Por Pablo A. Anduaga

Un alma vieja. Eso es Lola Ancira. Una mente que pareciera haber viajado por diferentes épocas donde se desarrollan las más sorprendentes ficciones sin necesidad de lo estridente o explosivo. Queretana de nacimiento, esta alma del mundo tiene su bastión en la anécdota profunda de cada uno de los 15 relatos que conforman su primer compendio de cuentos.

Tusitala de Óbitos nunca deja de sorprender y a pesar de ser un libro aparentemente corto sus relatos calan hondo, la pluma de la nobel autora tiene una paleta creativa digna de quien ha vivido intensamente media vida. Las historias de Violeta, Felice & Soren, Jaubert, o la del cazador de monstruos son de lenta asimilación, aptas para cualquier mente más no para todo criterio. Ancira obliga a dar una ojeada dentro de lo que nos incomoda, jamás con el morbo descarado o el facilismo de lo explícito, tan sobreexplotado en la época reciente. Tampoco usa el lenguaje arrabal del chilango ni su violencia callejera tan gastada hoy día, lo suyo es más elegante y por ende, más perverso.


Lo que une estas quince historias es la profunda imaginación que las distingue, se agradece el buen juicio al darle su espacio a cada una, destaca de sobremanera lo mucho y profundo que cuenta en tan pocas páginas. En su debut Lola firma un libro que escapa al reduccionismo de lo bueno o malo para ubicarse en el juicio del gusto auténtico. Vaya manera de entrar en Grandes Ligas.