Víctor Roberto Carranca
Los franceses no existen es un cuento que forma parte del libro El espejo del solitario (Editorial Ficticia, 2014) de Víctor Roberto Carranca, cuya reseña publiqué en la entrada anterior en el blog.
Narra la
historia fascinante de una pareja que, tras varios fracasos para tener un hijo,
buscan la ayuda de un experto que hace realidad el deseo del que son cautivos
desde varios años atrás.
Lo fantástico
radica en sí en el origen inexistente de aquel prodigio, que denota su
singularidad desde el aspecto físico hasta el lenguaje: un niño francés.
El
protagonista, que es el padre, es la evidencia perfecta de la reacción humana a
lo desconocido o a lo extraño, que fluctúa entre el miedo y la negación. Y es
que, en realidad, son la paranoia y las alucinaciones las creadoras de una
amenaza imaginaria y por tanto inofensiva pero colmada de prejuicios que pesan cada vez más en la vida de
aquellos que lo rodean, incluido, claro, su pequeño y único vástago.
Pueden leer
el cuento directamente en donde fue publicado por primera vez, en el sitio web de la revista Vice.
Sketch by Edward Gorey
Los franceses no existen
Permítaseme hablar acerca de mi esposa y del acto de
traición que destruyó nuestro matrimonio. No importa que todo haya sucedido en
otro plano de existencia, mi mujer me había sido infiel y el niño del que me
suponía padre no era, en realidad, hijo mío. Esto es algo seguro, irrebatible y
axiomático a pesar de que el engaño ocurrió en un espacio y tiempo distintos al
que habitamos.
Han pasado muchos años desde que un doctor rescató
nuestro linaje de las inclemencias del vientre de mi esposa. Pareciera ser que
la vida confundió la barriga de mi consorte con una tumba de ilusiones
paternas.
¿Cuántos niños perdimos allá adentro? No lo sé, pero
debieron ser muchos puesto que cada vez que mi mujer se embarazaba, el feto
desaparecía, de la noche a la mañana, sin dejar rastro.
He aquí que llega un médico resuelto a rescatar nuestra
descendencia del pozo hambriento de la esterilidad. Aunque el estómago de mi
querida estaba tan plano como la i de infértil y no redondo como la b del
embarazo, el médico me aseguró que sacaría un niño de allá dentro. Tan pronto
hizo esta declaración, el doctor le pidió a mi mujer que se recostara en el
diván y abriera las piernas. Acto seguido, vistió su mano con un guante de
plástico, se reclinó acucioso ante el arco creado por mi esposa, le levantó el
vestido y… bueno, el caso es que esa misma tarde mi queridita logró dar luz a
un niño que, por blanco y débil, me recordaba a una estatuilla de porcelana.
Para fortuna nuestra —corrijo, sería para nuestra
desgracia—, la figura frágil que era mi hijo jamás se quebró bajo nuestro
cuidado sino que creció, creció y creció para convertirse en un rapazuelo
inteligente y peculiar, ay, tan inteligente y tan peculiar que no pude evitar
cuestionarme sobre su origen.
Todo empezó una mañana en la que observé a mi hijo con
detención y me percaté de las numerosas diferencias que existían entre
nosotros. Me refiero a que él poseía una figura tan esbelta y seria como la de
una botella de licor de albaseco, a pesar de que su madre y yo somos tan
robustos y joviales como dos barriles del vino más corriente; o el hecho de que
él siempre cuidara sus modales en la mesa mientras que mi mujer y yo nos
alimentamos como dos marranos expuestos a varios días de inanición. Súmese a lo
anterior, la razón más importante que habría de sembrar mi incertidumbre: el
hecho de que mi hijo, a sus siete años, hablara un francés más elocuente y
perfecto que el de cualquier francés que yo haya escuchado en mi existencia.
No me extrañaba que mi hijo, siendo tan pequeño, dominara
un idioma en el cual nunca pudo haber sido instruido. Me extrañaba, eso sí, que
la lengua que hablaba fuera justamente el francés, siendo que los franceses, al
igual que los fantasmas, la felicidad o los conejos, no existen.
He revisado cada mapa, enciclopedia y atlas y puedo
asegurarlo, confirmarlo y reiterarlo: no existen los franceses. No existen,
nunca han existido y tal vez nunca existirán. Aun así, mi hijo aseguraba hablar
francés y yo no pude desmentirlo, pues a pesar de que nunca he visto, escuchado
o imaginado a un francés, nada podía ser más afrancesado que esas palabras
frías que mi niño sacaba de su boca como si su lengua fuera una cuchara para
helado.
Tal vez esto hubiera pasado inadvertido. Tal vez su madre
y yo hubiéramos creído que el hablar francés era parte de alguna fase
conflictiva de la infancia. El problema, aquello que hizo brotar mi descontento
y generó mis dudas sobre la fidelidad de mi pareja, el problema, repito, es que
mi hijo hablaba muy bien el francés mientras que en nuestra lengua apenas
pronunciaba una que otra palabra. Esto me llevó a una única, posible e
irrebatible conclusión: mi hijo no era mi hijo sino el hijo de un francés. Sí,
un francés hipotético, irreal e ilusorio, pero eso sí, con suficiente desidia
para preñar a la esposa de un hombre honesto y cuya única falta fue considerar
como inofensiva la inexistencia de los franceses. El hijo de un francés como
aquellos en los que usted y yo nos negamos a creer.
Tonto no soy y sé reconocer a un francés cuando lo veo y,
aunque me niego a creer en ellos, sí, con seguridad puedo decirles que mi
supuesto hijo estaba emparentado con algún francés y no con este humilde hombre
al que sólo le queda, como única riqueza, un relato aburrido aunque no exento
de penas.
Días después, cuando reuní el valor para interrogar a mi
esposa, ella me aseguró que jamás había estado con un francés, que ni siquiera
sabía lo que era uno y por el tono en el que yo se lo cuestionaba preferiría
nunca saberlo. Yo confío en mi señora. Siempre lo he hecho. Pero las evidencias
dictaban que aunque nunca estuvo con un francés, nunca lisonjeó ni conversó con
uno, mi esposa tuvo el hijo de un francés y no el de un rodeniano como yo. Por
ello no tuve más opción que confesarle a mi hijo que él no era hijo mío y que
su vida se basaba en un engaño.
Resumiré este desagradable episodio con mi hijo llorando
en el patio, preguntándose (en francés, por supuesto) por el sentido de su
existencia. Y digo resumiré porque aunque mucho ocurrió después, ahora sólo he
de hablar de lo que sucedió a partir de que el muchacho supo que él era en
realidad un francés y no un rodeniano como todos pensábamos.
Sin duda mis palabras agravaron la enfermedad del niño,
puesto que a las pocas semanas de hacerle saber su condición de francés, el
pequeño comenzó a olvidar todo acerca de nuestra hermosa Roden.
Sucedía, por ejemplo, que si en la escuela se le
cuestionaba sobre cualquier tema de historia —como, supongamos, el nombre de
los 27 monarcas cégicos—, el niño excretaba una lista de incomprensibles nombres
franceses. Lo mismo ocurría cuando debía cantar nuestro himno, recitar un poema
tradicional, sumar, restar o jugar a la pelota. Todo le salía en francés y, al
poco tiempo, mi hijo ya no sabía hacer nada en nuestro idioma.
¿A dónde, me pregunto, habían ido todas las historias que
le contábamos por las noches? ¿Por dónde se escaparon los relatos de cuando
Matías Papalote mató a su esposa y la enterró en una nube o aquellos acerca de
José el Solitario y de cómo lo internaron en un asilo por escribir desvaríos
como este?
Se quedaron, eso sí, miles de palabras francesas que se
amontonaron en su boca al grado de hacerle nudos en la lengua y provocarle
úlceras en las encías —unas pústulas blancas que el médico atribuyó a la falta
de vitaminas aunque usted y yo, sabemos diferente.
Llegó el momento en que a mi hijo le cambió incluso el
nombre y, de un día para otro, ya no se llamaba como mi mujer y yo decidimos
nombrarle, sino que respondía algún nombre francés que nunca, nunca, pude
pronunciar.
Al final, el muchacho ya no tenía nada de hijo mío.
Cuando nos dirigíamos a él, sus ojos se transformaban en dos túneles que
llevaban hacia un lugar extraño, abundante en viñedos, campesinas hermosas y
muchos, muchos conejos —sí, amigo ¡conejos!
—Hijo mío —le decía yo al verlo abstraído en ese mundo
interno—, soy tu padre, ¿acaso no me reconoces?
Él abría su boca y me decía algo que en su idioma debía
significar:
—Señor, ¿hacía a dónde emigran las aves en invierno?
Después de mucho meditarlo, concluí que no quedaba más
opción que pedirle que se fuera de la casa. Preparé una maleta en la que guardé
algo de ropa, comida y lo que cupo de mi tristeza. Yo mismo llevé a mi hijo a
la puerta. Una vez afuera, él agitó su pañuelo en señal de despedida y comenzó
su camino hasta desvanecerse entre la niebla de nuestra querida ciudad de
Roden.
Es el momento de poner un punto final a la vida de mi
hijo, pero no puedo hacer lo mismo con lo que respecta a esta historia. Aún
abunda el dolor y la desesperanza y, aunque le puedo contar muchas otras penas
acerca de mi vida, creo conveniente seguir con la que iniciamos. Así que
dispénseme por no contarle acerca del linchamiento de mi primo hermano o de
cuando mis sobrinos perecieron en manos de un maniático. Ya habrá tiempo, estoy
seguro de eso, sea aquí o en otro lado. Pero ahora, a lo que sigue.
Convencido de que estas desgracias fueron consecuencia de
la intangible infidelidad de mi pareja, convencí a mi mujer para que se
entregara, sin dilación alguna, a las autoridades. Acudimos juntos a la
comisaría. Tomados de las manos y con lágrimas en los cuatro ojos le relatamos
a un oficial lo sucedido.
Por fortuna en Roden la justicia ha quedado en brazos de
hombres comprensivos. A pesar de la falta de pruebas y de lo irracional que
sonaba nuestra historia, los oficiales consintieron el arresto inmediato de mi
esposa.
Antes de que se la llevaran a las galeras, mi mujer y yo
nos despedimos con un abrazo, más fuerte y amoroso que el que intercambiamos el
día de nuestra boda. Ella se disculpó por haberme engañado, de manera tan
misteriosa, con un francés inexistente. Yo le dije que eso ya no importaba.
Sin mujer e hijo. Así quedé por culpa de un francés
irreal aunque, repito, muy insidioso.
A veces pienso, con cierta esperanza, si el haber tenido
el hijo de un francés significa que alguien, en alguna parte, ha tenido un hijo
mío. ¿Se trata, acaso, de una reflexión disparatada? ¿No es posible que
alguien, un amigo, un vecino, un pariente lejano, haya concebido a quien debió
ser mi hijo?
Piénselo. Tal vez, poniendo atención, usted mismo
descubra que su hijo no es, como siempre ha creído, un hijo suyo.
De ser así, lo insto a presentármelo. Quizá su niño me
mire y, al hacerlo, su corazón, tan solitario como el mío, gritará con un
latido: “¡Mira pequeño, éste es tu padre!”
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