viernes, 31 de julio de 2015

Moisés y Gaspar - Amparo Dávila (cuento)



El cuento del mes es "Moisés y Gaspar" de Amparo Dávila (escritora mexicana, 1928), que aparece, entre otras antologías, en sus Cuentos Reunidos (Fondo de Cultura Económica, 2010).

Un hecho digno de mención es que, precisamente este año, hace algunos meses, se instauró el  Primer Premio Nacional de Cuento Fantástico Amparo Dávila, cuya recepción de obras fue digital y tuvo resultados un poco desconcertantes. 

En "Moisés y Gaspar", Dávila narra la historia de dos amorosos hermanos, Juan y Leónidas Kraus, separados primero por la vida adulta y después por la fatalidad, por lo que uno de ellos queda a cargo de dos particulares y conmovedores seres, el único vestigio tangible del otro sobre la tierra. 

Dávila demuestra así que la muerte no sólo termina con una existencia particular, sino que también modifica la de todos aquellos con los que tenía vínculos, sumergiéndolos en un mar de dudas y suposiciones que jamás serán respondidas o afirmadas. 



Moisés Y Gaspar


El tren llegó cerca de las seis de la mañana de un día de noviembre húmedo y frío. Y casi no se veía a causa de la niebla. Llevaba yo el cuello del abrigo levantado y el sombrero metido hasta las orejas; sin embargo, la niebla me penetraba hasta los huesos. El departamento de Leónidas se encontraba en un barrio alejado del centro, en el sexto piso de un modesto edificio. Todo: escalera, pasillos, habitaciones, estaba invadido por la niebla. Mientras subía creí que iba llegando a la eternidad, a una eternidad de nieblas y silencio. ¡Leónidas, hermano, ante la puerta de tu departamento me sentí morir de dolor! El año anterior había venido a visitarte, en mis vacaciones de Navidad... "Cenaremos pavo, relleno de aceitunas y castañas, espumoso italiano y frutas secas" me dijiste, radiante de alegría, "¡Moisés, Gaspar, estamos de fiesta!" Fueron días de fiesta todos. Bebimos mucho, platicamos de nuestros padres, de los pasteles de manzana, de las veladas junto al fuego, de la pipa del viejo, de su mirada cabizbaja y ausente que no podríamos olvidar, de los suéteres que mamá nos tejía para los inviernos, de aquella tía materna que enterraba todo su dinero y se moría de hambre, del profesor de matemáticas con sus cuellos muy almidonados y sus corbatas de moño, de las muchachas de la botica que llevábamos al cine los domingos, de aquellas películas que nunca veíamos, de los pañuelos llenos de lipstick que teníamos que tirar en algún basurero... En mi dolor olvidé pedir a la portera que me abriera el departamento de Leónidas. Tuve que despertarla; subió medio dormida, arrastrando los pies. Allí estaban Moisés y Gaspar, pero al verme huyeron despavoridos. La mujer dijo que les había llevado de comer, dos veces al día; sin embargo, ellos me parecieron completamente trasijados.

—Fue horrible, señor Kraus, con estos ojos lo vi, aquí en esta silla, como recostado sobre la mesa. Moisés y Gaspar estaban echados a sus pies. Al principio creí que todos dormían, ¡tan quietos estaban!, pero ya era muy tarde y el señor Leónidas se levantaba temprano y salía a comprar la comida para Moisés y Gaspar. Él comía en el centro, pero a ellos los dejaba siempre comidos; de pronto me di cuenta que...

Preparé un poco de café y esperé tranquilizarme lo suficiente para poder llegar hasta la agencia funeraria. ¡Leónidas, Leónidas, cómo era posible que tú, el vigoroso Leónidas estuvieras inmóvil en una fría gaveta del refrigerador...!

A las cuatro de la tarde fue el entierro. Llovía y el frío era intenso. Todo estaba gris, y sólo cortaban esa monotonía los paraguas y los sombreros negros; las gabardinas y los rostros se borraban entre la niebla y la lluvia. Asistieron bastantes personas al entierro, tal vez, los compañeros de trabajo de Leónidas y algunos amigos. Yo me movía en el más amargo de los sueños. Deseaba pasar de golpe a otro día, despertar sin aquel nudo en la garganta y aquel desgarramiento tan profundo que embotaba mi mente por completo. Un viejo sacerdote pronunció una oración y bendijo la sepultura. Después alguien, que no conocía, me ofreció un cigarrillo y me tomó del brazo con familiaridad, expresándome sus condolencias. Salimos del cementerio. Allí quedaba para siempre Leónidas.

Caminé solo, sin rumbo, bajo la lluvia persistente y monótona. Sin esperanza, mutilado del alma. Con Leónidas se había ido la única dicha, el único gran afecto que me ligaba a la tierra. Inseparables desde niños, la guerra nos alejó durante varios años. Encontrarnos, después de la lucha y la soledad, constituyó la mayor alegría de nuestra vida. Ya sólo quedábamos los dos; sin embargo, muy pronto nos dimos cuenta que debíamos vivir cada uno por su lado y así lo hicimos. Durante aquellos años habíamos adquirido costumbres propias, hábitos e independencia absoluta. Leónidas encontró un puesto de cajero en un banco; yo me empleé de contador en una compañía de seguros. Durante la semana, cada quien vivía dedicado a su trabajo o a su soledad; pero los domingos los pasábamos siempre juntos: ¡Éramos tan felices entonces! Puedo asegurar que los dos esperábamos la llegada de ese día.

Algún tiempo después transladaron a Leónidas a otra ciudad. Pudo renunciar y buscarse otro trabajo. Él, sin embargo, aceptaba siempre las cosas con ejemplar serenidad, "es inútil resistirse, podemos dar mil vueltas y llegar siempre al punto de partida..." "Hemos sido muy felices, algo tenía que surgir, la felicidad cobra tributo..." Ésta era la filosofía, de Leónidas y la tomaba sin violencia ni rebeldía... "Hay cosas contra las que no se puede luchar, querido José..."

Leónidas partió. Durante algún tiempo fue demasiado duro soportar la ausencia; después comenzamos lentamente a organizar nuestra soledad. Una o dos veces por mes nos escribíamos. Pasaba mis vacaciones a su lado y él iba a verme en las suyas. Así transcurría nuestra vida...

Era de noche cuando volví al departamento de Leónidas. El frío era más intenso y la lluvia seguía. Llevaba yo bajo el brazo una botella de ron, comprada en una tienda que encontré abierta. El departamento estaba completamente oscuro y congelado. Entré tropezando con todo, encendí la luz y conecté la calefacción. Destapé la botella nerviosamente, con manos temblorosas y torpes. Allí, en la mesa, en el último sitio que ocupó Leónidas, me senté a beber, a desahogar mi pena. Por lo menos estaba solo y no tenía que detener o disimular mi dolor ante nadie; podía llorar, gritar y... De pronto sentí unos ojos detrás de mí, salté de la silla y me di vuelta; allí estaban Moisés y Gaspar. Me había olvidado por completo de su existencia, pero allí estaban mirándome fijamente, no sabría decir si con hostilidad o desconfianza, pero con mirada terrible. No supe qué decirles en aquel momento. Me sentía totalmente vacío y ausente, como fuera de mí, sin poder pensar en nada. Además, no sabía hasta qué punto entendían las cosas... Seguí bebiendo... Entonces me di cuenta de que los dos lloraban silenciosamente. Las lágrimas rociaban de sus ojos y caían al suelo, sin una mueca, sin un grito. Hacia la media noche hice café y les preparé un poco de comida. No probaron bocado, seguían llorando desoladamente...

Leónidas había arreglado todas sus cosas. Quizá quemó sus papeles, pues no encontré uno solo en el departamento. Según supe, vendió los muebles pretextando un viaje; los iban a recoger al día siguiente. La ropa y demás objetos personales estaban cuidadosamente empacados en dos baúles con etiquetas a nombre mío. Los ahorros y el dinero que le pagaron por los muebles los había depositado en el banco, también a mi nombre. Todo estaba en orden. Sólo me dejó encomendados su entierro y la tutela de Moisés y de Gaspar.

Cerca de las cuatro de la mañana partimos para la estación del ferrocarril: nuestro tren salía a las cinco y cuarto. Moisés y Gaspar tuvieron que viajar, con grandes muestras de disgusto, en el carro de equipajes, pues por ningún precio fueron admitidos en los de pasajeros. ¡Qué penoso viaje! Yo estaba acabado física y moralmente. Llevaba cuatro días y cuatro noches sin dormir ni descansar, desde que llegó el telegrama, con la noticia de la muerte de Leónidas. Traté de dormir durante el viaje; sólo a ratos lo conseguí. En las estaciones en que el tren se detenía más tiempo, iba a informarme cómo estaban Moisés y Gaspar y si querían comer algo. Su vista me hacía daño. Parecían recriminarme por su situación... "Yo no tuve la culpa, ustedes lo saben bien" les repetía cada vez, pero ellos no podían o no querían entender. Me iba a resultar muy difícil vivir en su compañía, nunca me simpatizaron, me sentía incómodo en su presencia, como vigilado por ellos. ¡Qué desagradable fue encontrarlos en casa de Leónidas el verano anterior! Leónidas eludía mis preguntas acerca de ellos y me suplicaba en los mejores términos que los quisiera y soportara. "Son tan dignos de cariño estos infelices", me decía. Esa vez mis vacaciones fueron fatigosas y violentas, no obstante que el solo hecho de ver a Leónidas me llenaba de dicha. Él ya no fue más a verme, pues no podía dejar solos a Moisés y a Gaspar. Al año siguiente, la última vez que estuve con Leónidas, todo transcurrió con más normalidad. No me agradaban ni me agradarían nunca, pero no me causaban ya tanto malestar. Nunca supe cómo llegaron a vivir con Leónidas... Ahora estaban conmigo, por legado, por herencia de mi inolvidable Leónidas.

Después de las once de la noche llegamos a mi casa. El tren se había retrasado más de cuatro horas. Los tres estábamos realmente deshechos. Sólo pude ofrecer fruta y un poco de queso a Moisés y a Gaspar. Comieron sin entusiasmo, mirándome con recelo. Les tiré unas mantas en la estancia para que durmieran. Yo me encerré en mi cuarto y tomé un narcótico.

El día siguiente era domingo y eso me salvaba de ir a trabajar. Por otro lado no hubiera podido hacerlo. Tenía la intención de dormir hasta tarde; pero tan pronto como hubo luz, comencé a oír ruido. Eran ellos que ya se habían levantado y caminaban de un lado a otro del departamento. Llegaban hasta mi cuarto y se detenían pegándose a la puerta, como tratando de ver a través de la cerradura o, tal vez, sólo queriendo escuchar mi respiración para saber si aún dormía. Entonces recordé que Leónidas les daba el desayuno a las siete de la mañana. Tuve que levantarme y salir a buscarles comida.

¡Qué duros y difíciles fueron los días que siguieron a la llegada de Moisés y de Gaspar a mi casa! Yo acostumbraba levantarme un poco antes de las ocho, a prepararme un café y a salir para la oficina a las ocho y media, pues el autobús tardaba media hora en llegar y mi trabajo empezaba a las nueve. Con la llegada de Moisés y de Gaspar toda mi vida se desarregló. Tenía que levantarme a las seis para ir a comprar la leche y las demás provisiones; luego preparar el desayuno que tomaban a las siete en punto, según su costumbre. Si me demoraba, se enfurecían, lo cual me causaba miedo, por no saber hasta qué extremos podía llegar su cólera. Diariamente tenía que arreglar el departamento, pues desde que estaban ellos allí, todo se encontraba fuera de su lugar.

Pero lo que más me torturaba era su dolor desesperado. Aquel buscar a Leónidas y esperarlo acechando las puertas. A veces, cuando regresaba yo del trabajo, corrían a recibirme jubilosos; pero al descubrirme, ponían tal cara de desengaño y sufrimiento que yo rompía a llorar junto con ellos. Esto era lo único que compartíamos. Hubo días en que casi no se levantaban; se pasaban las horas tirados, sin ánimo ni interés por nada. Me hubiera gustado saber qué pensaban entonces. En realidad nada les expliqué cuando fui a recogerlos. No sé si Leónidas les había dicho algo, o si ellos lo sabían...

Hacía cerca de un mes que Moisés y Gaspar vivían conmigo cuando advertí el grave problema que iban a constituir en mi vida. Tenía, desde varios años atrás, una relación amorosa con la cajera de un restaurante donde acostumbraba comer. Nuestra amistad empezó de una manera sencilla, pues yo no era del tipo de hombre que corteja a una mujer. Yo necesitaba simplemente una mujer y Susy solucionó ese problema. Al principio sólo nos veíamos de tiempo en tiempo. A veces pasaba un mes o dos, en que únicamente nos saludábamos en el restaurante, con una inclinación de cabeza, como simples conocidos. Yo vivía tranquilo por algún tiempo, sin pensar en ella, pero de pronto reaparecían en mí viejos y conocidos síntomas de nerviosidad, cóleras repentinas y melancolía. Entonces buscaba a Susy y todo volvía a su estado normal. Después, y casi por costumbre, las visitas de Susy ocurrían una vez por semana. Cuando iba a pagar la cuenta de la comida, le decía: "Esta noche, Susy." Si ella estaba libre, pues tenía otros compromisos, me contestaba, "será esta noche" o bien, "esta noche no, mañana si está usted de acuerdo". Los demás compromisos de Susy no me inquietaban; nada debía uno al otro ni nada nos pertenecía totalmente. Susy, entrada en años y en carnes, distaba mucho de ser una belleza; sin embargo, olía bien y usaba siempre ropa interior de seda con encajes, lo cual influía notablemente en mi ánimo. Jamás he recordado uno solo de sus vestidos, pero sí sus combinaciones ligeras. Nunca hablábamos al hacer el amor; parecía que los dos estábamos muy dentro de nosotros mismos. Al despedirse le daba algún dinero, "es usted muy generoso", decía satisfecha; pero, fuera de este acostumbrado obsequio, nunca me pedía nada. La muerte de Leónidas interrumpió nuestra rutinaria relación. Pasó más de un mes antes de que buscara a Susy Había vivido todo ese tiempo entregado al dolor más desesperado, sólo compartido con Moisés y con Gaspar, tan extraños a mí como yo a ellos. Esa noche esperé a Susy en la esquina del restaurante, según costumbre, y subimos al departamento. Todo lo que sucedió fue tan rápido que me costó trabajo entenderlo. Cuando Susy iba a entrar al dormitorio descubrió a Moisés y a Gaspar que estaban arrinconados y temerosos detrás del sofá. Susy palideció de tal modo que creí que iba a desmayarse, después gritó como una loca y se precipitó escaleras abajo. Corrí tras ella y fue muy difícil calmarla. Después de aquel infortunado accidente, Susy no volvió más a mi departamento. Cuando quería verla, era preciso alquilar una habitación en cualquier hotel, lo cual desnivelaba mi presupuesto y me molestaba.

Este incidente con Susy fue sólo el principio de una serie de calamidades...

—Señor Kraus —me dijo un día el portero del edificio—, todos los inquilinos han venido a quejarse por el insoportable ruido que se origina en su departamento tan pronto como sale usted para la oficina. Le suplico ponga remedio, pues hay personas como la señorita X, el señor A, que trabajan de noche y necesitan dormir durante el día.

Aquello me desconcertó y no supe qué pensar. Agobiados como estaban Moisés y Gaspar, por la pérdida de su amo, vivían silenciosos. Por lo menos así estaban mientras yo permanecía en el departamento. Como los veía tan desmejorados y decaídos no les dije nada: me parecía cruel; además, yo no tenía pruebas contra ellos...

—Me apena volver con el mismo asunto, pero la cosa es ya insoportable —me dijo a los pocos días el portero—; tan pronto sale usted, comienzan a aventar al suelo los trastos de la cocina, tiran las sillas, mueven las camas y todos los muebles. Y los gritos, los gritos, señor Kraus, son espantosos; no podemos más, y esto dura todo el día hasta que usted regresa.

Decidí investigar. Pedí permiso en la oficina para salir un rato. Llegué al mediodía. El portero y todos tenían razón. El edificio parecía venirse abajo con el ruido tan insoportable que salía de mi departamento. Abrí la puerta, Moisés estaba parado sobre la estufa y desde allí bombardeaba con cacerolas a Gaspar, quien corría para librarse de los proyectiles gritando y riéndose como loco. Tan entusiasmados estaban en su juego que no se dieron cuenta de mi presencia, Las sillas estaban tiradas, las almohadas botadas sobre la mesa, en el piso... Cuando me vieron quedaron como paralizados.

—Es increíble lo que veo, —les grité encolerizado—. He recibido las quejas de todos los vecinos y me negué a creerlos. Son ustedes unos ingratos. Pagan mal mi hospitalidad y no conservan ningún recuerdo de su amo. Su muerte es cosa pasada, tan lejana que ya no les duele, sólo el juego les importa. ¡Pequeños malvados, pequeños ingratos...!

Cuando terminé, me di cuenta de que estaban tirados en el suelo deshechos en llanto. Así los dejé y regresé a la oficina. Me sentí mal durante todo el día. Cuando volví por la tarde, la casa estaba en orden y ellos refugiados en el closet. Experimenté entonces terribles remordimientos, sentí que había sido demasiado cruel con aquellos pobres seres. Tal vez, pensaba, no saben que Leónidas jamás volverá, tal vez creen que sólo ha salido de viaje y que un día regresará y, a medida que su esperanza aumenta, su dolor disminuye. Yo he destruido su única alegría... Pero mis remordimientos terminaron pronto; al día siguiente supe que todo había sucedido de la misma manera: el ruido, los gritos...

Entonces me pidieron el departamento por orden judicial y empezó aquel ir de un lado a otro. Un mes aquí, otro allá, otro... Aquella noche yo me sentía terriblemente cansado y deprimido por la serie de calamidades que me agobiaban. Teníamos un pequeño departamento que se componía de una reducida estancia, la cocina, el baño y una recámara. Decidí acostarme. Cuando entré en el cuarto, vi que ellos estaban dormidos en mi cama. Entonces recordé... La última vez que visité a Leónidas, la misma noche de mi llegada, me di cuenta que mi hermano estaba improvisando dos camas en la estancia... "Moisés y Gaspar duermen en la recámara, tendremos que acomodarnos aquí", me dijo Leónidas bastante cohibido. Yo no entendí entonces cómo era posible que Leónidas hiciera la voluntad de aquellos miserables. Ahora lo sabía... Desde ese día ocuparon mi casa y yo no pude hacer nada para evitarlo.

Nunca tuve intimidad con los vecinos por parecerme muy fatigoso. Prefería mi soledad, mi independencia; sin embargo, nos saludábamos al encontrarnos en la escalera, en los pasillos, en la calle... Con la llegada de Moisés y de Gaspar las cosas cambiaron. En todos los departamentos que en tan corto tiempo recorrimos, los vecinos me cobraron un odio feroz. Llegó un momento en que tenía yo miedo de entrar en el edificio o salir de mi departamento. Cuando regresaba tarde por la noche, después de haber estado con Susy, temía ser agredido. Oía las puertas que se abrían cuando pasaba, o pisadas detrás de mí, furtivas, silenciosas, alguna respiración... Cuando por fin entraba en mi departamento lo hacía bañado en sudor frío y temblando de pies a cabeza.

Al poco tiempo tuve que abandonar mi empleo, temía que si los dejaba solos podían matarlos. ¡Había tanto odio en los ojos de todos! Resultaba fácil forzar la puerta del departamento o, tal vez, el mismo portero les podría abrir; él también los odiaba. Dejé el trabajo y sólo me quedaron, como fuente de ingresos, los libros que acostumbraba llevar en casa, pequeñas cuentas que me dejaban una cantidad mínima, con la cual no podía vivir. Salía muy temprano, casi oscuro, a comprar los alimentos que yo mismo preparaba. No volvía a la calle sino cuando iba a entregar o a recoger algún libro, y esto, de prisa, casi corriendo, para no tardar. No volví a ver a Susy por falta de dinero y de tiempo. Yo no podía dejarlos solos ni de día ni de noche y ella jamás accedería a volver al departamento. Comencé a gastar poco a poco mis ahorros; después, el dinero que Leónidas me legó. Lo que ganaba era una miseria, no alcanzaba ni para comer, menos aún para mudarse constantemente de un lado a otro. Entonces tomé la decisión de partir.

Con el dinero que aún me quedaba compré una pequeña y vieja finca que encontré fuera de la ciudad y unos cuantos e indispensables muebles. Era una casa aislada y semiderruida. Allí viviríamos los tres, lejos de todos, pero a salvo de las acechanzas, estrechamente unidos por un lazo invisible, por un odio descarnado y frío y por un designio indescifrable.

Todo está listo para la partida, todo, o más bien lo poco que hay que llevar. Moisés y Gaspar esperan también el momento de la marcha. Lo sé por su nerviosidad. Creo que están satisfechos. Les brillan los ojos. ¡Si pudiera saber lo que piensan...! Pero no, me asusta la posibilidad de hundirme en el sombrío misterio de su ser. Se me acercan silenciosamente, como tratando de olfatear mi estado de ánimo o, tal vez, queriendo conocer mi pensamiento. Pero yo sé que ellos lo sienten, deben sentirlo por el júbilo que muestran, por el aire de triunfo que los invade cuando yo anhelo su destrucción. Y ellos saben que no puedo, que nunca podré llevar a cabo mi más ardiente deseo. Por eso gozan... ¡Cuántas veces los habría matado si hubiera estado en libertad de hacerlo! ¡Leónidas, Leónidas, ni siquiera puedo juzgar tu decisión! Me querías, sin duda, como yo te quise, pero con tu muerte y tu legado has deshecho mi vida. No quiero pensar ni creer que me condenaste fríamente o que decidiste mi ruina. No, sé que es algo más fuerte que nosotros. No te culpo, Leónidas: si lo hiciste fue porque así tenía que ser... "Podríamos haber dado mil vueltas y llegar siempre al punto de partida..."

jueves, 30 de julio de 2015

Solana - Fernando Trejo



Solana (Fondo editorial Tierra Adentro, 2014) es el último libro de poesía de Fernando Trejo (escritor mexicano, 1985) y reúne una serie de poemas en prosa divididos en cuatro segmentos: Carlos, Solana, Poemas escritos en el edificio y Los sueños de Carlos. 







Cabe mencionar que con Solana, Fernando ganó una mención honorífica del Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 2014.

Es poco usual que lea (y por lo tanto reseñe) poesía, y soy consciente de que es algo que debo cambiar. Conocí a Fernando en el  VIII Carruaje de pájaros, y tuve la oportunidad de charlar con él sobre Solana, el libro de la añoranza. Supe más detalles de lo que nos relató al respecto de su libro en la presentación en San Cristobal de las Casas, en la que,  si bien estuvo permeada por la nostalgia, hubo un momento especificamente emotivo. Mi vínculo con Solana es más profundo por compartir esa experiencia en tiempo y circunstancias demasiado parecidas con el autor: haber perdido a alguien muy cercano siendo jóvenes y permanecer aún en esa búsqueda eterna, especulando sobre el pasado y ansiando encontrar la catarsis a través de la palabra.

Solana contiene símbolos familiares, reconocibles para quien vive en la cercanía de un fantasma, para quien ha pasado más de una vez por el umbral del luto e incluso está condenado a permanecer en ese sitio. Está construida con epígrafes célebres y precisos, por conmovedoras y duras imágenes que reflejan el dolor de la pérdida, por el abandono por parte de los que se marchan a quienes permanece con vida, por la soledad insondable que abre sus brazos para recibir a cuantos no han tenido oportunidad de despedirse y por la imponente melancolía que surge al saber lo inadmisible del retorno.

Solana es la historia compartida de Fernando y su primo Carlos, la evocación de una niñez contemporánea rodeada de consolas de videojuegos, de las problemáticas de la pubertad y las primeras muestras de violencia real, de amor, de amistad, de fraternidad.  Solana es un golpe de tristeza certero, ineludible y necesario. Es un grito de desesperanza a media noche para ahuyentar a los demonios y pedir, rogar por una tregua y así encontrar sosiego en los recuerdos.

Solana habla de aquellas cosas pequeñas que en realidad son terrible y desoladoramente enormes, de las cicatrices que dejamos a nuestro paso por la vida no sólo en los recuerdos de los demás, sino también en las cosas, en los lugares; habla de las sombras que nos repiten ya sin nosotros, de la opacidad que deja todo cuerpo en los sitios que marcaron su existencia, como aquellas sombras en Hiroshima y Nagasaki, únicos vestigios lóbregos de decenas de miles de muertes.

Quizá está de más decir que esta lectura fue reveladora y demasiado significativa para mí, y en este complemento cultural se reúnen palabras profundas, descripciones más que acertadas y sentimientos hermanados hacia la historia de Carlos y Fernando.

Pueden adquirir el libro en las librerías Educal.

Para finalizar, transcribo algunos de los fragmentos más significativos de los poemas:


…este cansancio de invierno, esta pesadez, tú la forjas. Sólo tú forjas este esqueleto en mí…

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Alguna vez hablamos de los muertos.

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Por las fechas de lluvia cuando el paraíso es un infierno y la ciudad (cualquiera) se vuelve un terraplén de hojas y fantasmas.

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…me narra tu nombre, helado como una lengua que cruza mi garganta.

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Alguna voz hablaba de los muertos.

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Y no eras tú.

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El miedo se tiende siempre como un pasillo largo.

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Las lluvias se encargaron de enterrar más el recuerdo, aquel oro perdido.

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Una estrella tiene su nombre, una galaxia.

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Rutina, sí, rutina, necesaria. Pero todo termina por descomponerse. Sí. Todo termina, también, por desaparecer.

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El edificio da muestras, reverbera, suena. En la oscuridad vislumbra, da sombras, camina.

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Un poema del abuelo que decía “fugarse de este mundo es muy fácil”.

…nadie supuso al día siguiente cómo tallar  al a pared tu nombre, cómo entablar  una conversación contigo por medio de la nada.

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Los ojos, cada uno, de aquel hombre cosiéndose a la eternidad.

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Sí, era de noche pero la luz existe en el refugio de los ciegos.

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Sé de ti en esta garganta: se ahoga.

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…como un carbón ardiendo, como la punta de un carbón ardiendo la brasa costuró la soledad.

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…para nombrar un esqueleto asido a los designios de Dios.

miércoles, 29 de julio de 2015

París D.F. - Roberto Wong





París D.F. (Galaxia Gutenberg, 2015) es la primera novela de Roberto Wong (escritor mexicano, 1982); con ella se hizo acreedor al primer Premio Dos Passos a la Primera Novela en 2014.

Los más de cuarenta capítulos intercalados (en los que se intuye cierta hipertextualidad, como el propio autor lo ha mencionado al resaltar su gusto por Rayuela, de Cortázar) alternan de forma magistral entre los tres narradores que relatan la historia desde perspectivas y tiempos diferentes, lo que desarrolla la trama de forma muy singular, con una técnica muy bien lograda y con personajes profundos, siempre al borde del abismo y que contrastan completamente entre sí.

Si bien en un principio la lectura resulta un poco confusa, no hay más que avanzar en las páginas para encontrar lazos y descubrir los vínculos que van urdiendo los sorprendentes diálogos.
El protagonista de Wong, Arturo, es un joven sensible y que «aprecia sutilezas», pero que puede ser tan cruel y feroz como la circunstancia lo amerite, y cuyo complemento es el personaje de Nadia o Nadege, a quien designa su ideal de la superposición planisférica: en un mapa de la Ciudad de México, diversos edificios históricos o sitios turísticos corresponden a edificios y sitios del plano de París. Algunos de los ejemplos más populares serían el de la torre Eiffel, que estaría en el punto en que Reforma e Insurgentes se unen, y el del Bosque de Boulogne, que estaría exactamente en Chapultepec. Con un lenguaje cercano y con escenarios bastante populares, Wong configura un microuniverso paralelo de una ciudad bastante peculiar y única.

Arturo externa todos los dilemas de una vida que cambia radicalmente en pocos meses, pues en un periodo corto de tiempo pierde la protección materna que él creía innecesaria, y su situación económica y laboral, así como sus insatisfacciones, cobran tal importancia que un cambio drástico se vuelve forzoso. Aquí entra en juego la ferocidad armada de los delincuentes de la ciudad, lo que lo despertará y lo hará actuar, dejándolo claro con la siguiente sentencia: «La casualidad sólo fue el principio del desastre. En el resto, me dejé caer».

El protagonista configura su mundo a partir de la angustia y el tormento, escapa de una desdicha implacable, de una metrópoli que lo consume en todos los sentidos. Su orfandad en la adultez no es menos dolorosa por haber ocurrido tras dejar la infancia a décadas de distancia, sino que se convierte en un dolor mucho más desgarrador y profundo al tomar conciencia de lo que significa la muerte del ser más cercano y su ausencia. Arturo cuestiona el destino preconcebido y piensa más en la suerte como una multiplicidad de opciones a su alcance que en algo inmutable y ya establecido. Su búsqueda radica justo ahí, en esa necesidad de demostrarse que puede modificar su sino, y lo explica con la siguiente sentencia: «Tenía ante mí la llave del azar, el mecanismo para activar la probabilidad. Un engaño, quizá, pero ¿qué no lo es?». Su destino está plagado de errores necesarios, de aparentes equivocaciones que lo conducen por el camino correcto.

A través de su creatividad, que es su único método de escapismo, Arturo fantasea con huir de alguna manera de su rutina diaria, intenta evadir el fastidio reincidente en que se puede convertir la vida cuando se es parte del capitalismo opresor y de la mediocridad laboral. Y talvez su fervor es lo que invoca a los asaltantes que configurarán su destino a partir del fatídico encuentro. Arturo demuestra cómo se pueden alterar los oxidados engranajes del destino, modificar el mortal día a día en esta ciudad monstruo si la intención y la —buena o mala— suerte son suficientes.

París D.F. no es sólo una genial transposición de las geografías actuales de dos urbes: en esta novela, el autor también combina en sus argumentos las Historias de ambas capitales con la ficción; une ciertas obras literarias y artísticas, pero también sitios icónicos y populares, con personajes enérgicos, propios de un ambiente inmerso en el fastidio y el tedio y del que sólo pueden escapar a través de lo ficticio, de la imaginación.

El propio texto encuentra su justificación entre sus páginas: «Sé que no fue en vano tratar de reinventar una ciudad y volver a vivirla, salvarse así de lo ennegrecido cotidiano. En algún lugar, tal vez alguien recuerde esto, descubra los itinerarios y los publique. Me gustaría ver a hombres y mujeres persiguiendo fantasmas por la calle tras haberse revelado el azar, la certeza de repentinas proximidades y coincidencias alucinantes, pero qué más da ya. Tal vez ya no sea París, sino otra ciudad con, acaso, nuevas intersecciones. Otras personas, otras ciudades, impregnadas de la misma esencia, la misma membrana que veo ahora entre mí y las cosas». 

La metaficción asoma cuando dos de los personajes hacen referencia en dos ocasiones a que son parte de una novela policiaca, lo que refleja su perplejidad frente a las situaciones y actos ocurridos y su desconcierto hacia el futuro, un futuro cada vez más fragmentado y sin sentido, doloroso hasta las lágrimas y desolador.

Ésta es una obra donde convergen geografías imposibles, donde el esoterismo cobra una importancia fundamental y se mezcla con la vida íntima del protagonista para emprender una búsqueda de la comprensión de la vida misma, de una existencia que se ha estancado en tal punto, que el protagonista duda que avanzar sea precisamente algo positivo.

Arturo busca una razón a ciegas escudriñando testimonios en otros cuerpos y otras mentes en una realidad por completo alienada pero que logra encender, iluminar unos días aciagos que empeoraron después de que la bala detonada durante un asalto equivocó su camino por escasos centímetros y se impactó en alguien más.

El imaginario de Wong en París D.F. crea una nueva metrópoli donde confluye la embriaguez que todo lo transmuta: es una amalgama de belleza y desgracia creada por el género femenino, la mediocridad del hombre moderno y el fuego implacable y destructor de su propio autor.

Éste es un recorrido fantástico, tan mexicano como parisiense, que modifica la percepción del espacio propio y conocido. Al igual que la Ruta de Don Quijote, en España, la Ruta de Sor Juana, en el Estado de México, la Ruta de Cortázar, en Buenos Aires, o las Rutas Cervantes de diversos artistas en París, Wong crea un recorrido por algunas de las principales calles de la Ciudad de México que incluye bares, el Centro Histórico, calles y avenidas principales y otros sitios peculiares como la legendaria Farmacia París, cuyo equivalente en las coordenadas de París sería, por cierto, la Catedral de Notre Dame.

Esta novela honra a otros textos y autores, a la arquitectura y a obras artísticas de diversa índole. Trae de vuelta el eterno debate filosófico sobre si el destino es algo preconcebido o no bajo la premisa de que quizá la misma existencia no tiene un motivo de ser, y precisamente una de las finalidades de esta obra es que sus personajes encuentren ese sentido.


Las primeras páginas de la novela están disponibles en el sitio web de Galaxia Gutenberg, e incluso el autor grabó un fragmento con su propia voz para su entrada del podcats Primeras Letras en la página web de Letras Libres.

El libro lo pueden comprar en Gandhi, librería para la que el autor se "vendió" en menos de un minuto:






En esta entrevista, Wong habla un poco sobre su proceso creativo y describe algunas particularidades de París D.F.
  
 Para finalizar, transcribí algunas de las frases memorables de la novela:

“Tenía ante mí la llave del azar, el mecanismo para activar la probabilidad. Un engaño, quizá, pero ¿qué no lo es?” p. 10

“La casualidad sólo fue el principio del desastre. En el resto, me dejé caer.” p. 11

“…la sensación maravillosa y terrible del orgasmo.” p. 80

“…recordé que hacía unos años Jeanne Hébuterne había saltado desde un sitio similar. Estaba embarazada de Modigliani.” p. 81

“Sería tan sencillo no tener estas pretensiones, evitar buscar que la vida sea un poco más grande de lo que en verdad es.” p. 93

“Las cosas grandes les pasan a otros. Al resto sólo les queda conformarse con lo pequeño, con lo que no tiene importancia.” p. 95

“Lo único que puede arreglar tu vocación de cosa rota es una cerveza.” p. 97

“Tiene que dar un paso hacia delante. Eso es todo.
            por los campos. tan lejos como el gitano vaga.
La idea de matarse le hace bien.” p. 102

“Quisiera explicarle lo que ve, cómo por momentostodo se desarrolla ajeno a su voluntad y se desdoblan arcos y rectas de los que surgen superficies, puertas, recovecos. Pero ¿cómo hablar de estas cosas que sólo se sienten como una terrible angustia?” p. 120

“Las personas son el reflejo de la ciudad, su parásito.” p. 121

“…la poesía nos destruyó a ambos: es terrible tener tan cerca a la belleza sin poder tocarla.” p. 126

“Se toca las cicatrices recientes, ese lugar donde se mezcla lo bello y lo grotesco.” p. 135

“Es extraño, lo sé, hablarte así, desde un lugar indefinido, desde un teléfono público, desde una carta, desde una foto. Dictarte instrucciones de lo que tienes que hacer, decirte en qué calle doblar, qué ver, qué tocar, convertirme en un fantasma, en una presencia que intuyes en las cosas.” p. 138

“Una citade O´Gorman: ‘Imprevisible historia como lo es el curso de nuestras mortales vidas. Historia suceptible de sorpresas y accidentes, venturas y desventuras, historia tejida de sucesos que así como acontecieron, pudieron no acontecer’.” p. 141

“Le parece que toda esta situación pertenece a otra historia, como si otro mundo se hubiera traslapado con el suyo, generando una intersección sacada de alguna novela policiaca.” p. 141-142

“El alcohol es una noche de tormenta.” p. 145

“-Un dios aburrido repite en nosotros el tedio del universo.” p. 147

“Piensas en las mil y una razones por las que habría que claudicar, y pese a ello, continuar.” p. 166

“Pensé que estaba sudando, pero no era sudor lo que recubría mi cuerpo, era otra cosa. Tal vez una certeza.” p. 167

“Hay pocos momentos en los que a los hombres les es dado ser elocuentes.” p. 170

“Un error. ¿No es así como nacen todas las cosas?” p. 171


“Sigue corriendo, arrastrado por París el desastre irreparable del fuego.” p. 179