lunes, 31 de diciembre de 2018

Siete pisos - Dino Buzzati (cuento)

Dino Buzatti




«Siete pisos» es un cuento de Dino Buzzati (escritor italiano, 1906-1972), publicado en su libro Relatos (Alianza Editorial, 1996). La traducción es de Javier Setó.


Siete pisos 

Después de un día de viaje en tren, Giuseppe Corte llegó, una mañana de marzo, a la ciudad donde se hallaba el famoso sanatorio. Tenía un poco de fiebre, pero aun así quiso hacer a pie el camino entre la estación y el hospital, llevando su pequeña maleta de viaje.
Si bien no tenía más que una manifestación incipiente sumamente leve, le habían aconsejado dirigirse a aquel célebre sanatorio, en el que se trataba exclusivamente aquella enfermedad. Eso garantizaba una competencia excepcional en los médicos y la más racional sistematización de las instalaciones.
Cuando lo divisó desde lejos –lo reconoció por haberlo visto ya en fotografía en un folleto publicitario– Giuseppe Corte tuvo una inmejorable impresión. El blanco edificio de siete plantas estaba surcado por entrantes regulares que le daban una vaga fisonomía de hotel. Estaba rodeado completamente de altos árboles.
Después de un breve reconocimiento a la espera de un examen más detenido y completo, Giuseppe Corte fue instalado en una alegre habitación de la séptima y última planta. Los muebles eran claros y limpios, como el tapizado, los sillones eran de madera, los cojines estaban forrados de tela estampada. La vista se extendía sobre uno de los barrios más bonitos de la ciudad. Todo era plácido, hospitalario y tranquilizador.
Giuseppe Corte se metió sin dilación en la cama y, encendiendo la luz que tenía a la cabecera, comenzó a leer un libro que había llevado. Poco después entró una enfermera para preguntarle si quería algo.
Giuseppe Corte no quería nada pero se puso de buena gana a conversar con la joven, pidiendo información acerca del sanatorio. Se enteró así de la extraña peculiaridad de aquel hospital. Los enfermos eran distribuidos planta por planta según su gravedad. En la séptima, es decir en la última, se acogían las manifestaciones sumamente leves. La sexta estaba destinada a los enfermos no graves, pero tampoco susceptibles de descuido. En la quinta se trataban ya afecciones serias, y así sucesivamente de planta en planta. En la segunda estaban los enfermos gravísimos. En la primera, aquellos para los que no había esperanza.
Este singular sistema, además de agilizar mucho el servicio, impedía que un enfermo leve pudiera verse turbado por la vecindad de un compañero agonizante y garantizaba en cada planta un ambiente homogéneo. Por otra parte, de este modo el tratamiento podía graduarse de forma perfecta y con mejores resultados.
De ello se derivaba que los enfermos se dividían en siete castas progresivas. Cada planta era como un pequeño mundo autónomo, con sus reglas particulares, con especiales tradiciones que en las otras plantas carecían de cualquier valor. Y como cada sector se confiaba a la dirección de un médico distinto, se habían creado, siquiera fueran nimias, netas diferencias en los métodos de tratamiento, pese a que el director general hubiera imprimido a la institución una única orientación fundamental.
Cuando la enfermera hubo salido, Giuseppe Corte, padeciéndole que la fiebre había desaparecido, se llegó a la ventana y miró hacia fuera, no para observar el panorama de la ciudad, que también era nueva para él, sino con la esperanza de divisar a través de aquélla a otros enfermos de las plantas inferiores. La estructura del edificio, con grandes entrantes, permitía este género de observaciones. Giuseppe Corte concentró su atención sobre todo en las ventanas de la primera planta, que parecían muy lejanas y no alcanzaban a distinguirse más que de forma sesgada. Sin embargo, no pudo ver nada interesante. En su mayoría estaban herméticamente cerradas por grises persianas.
Corte advirtió que en una ventana vecina a la suya estaba asomado un hombre. Ambos se miraron largamente con creciente simpatía, pero no sabían cómo romper aquel silencio. Finalmente, Giuseppe Corte se animó y dijo:
–¿Usted también está aquí desde hace poco?
–Oh, no –dijo el otro–, yo ya hace dos meses que estoy aquí… –calló por un instante y después, no sabiendo cómo continuar la conversación, añadió–: miraba ahí abajo, a mi hermano.
–¿Su hermano?
–Sí –explicó el desconocido–. Ingresamos juntos, un caso realmente curioso, pero él ha ido empeorando; piense que ahora está ya en la cuarta.
–¿Qué cuarta?
–La cuarta planta –explicó el individuo, y pronunció las dos palabras con tanto sentimiento y horror que Giuseppe Corte se quedó casi sobrecogido de espanto.
–¿Tan graves están los de la planta cuarta?
–Oh –dijo el otro meneando con lentitud la cabeza–, todavía no son casos desesperados, pero tampoco es como para estar muy alegre.
–Y entonces –siguió preguntando Corte con la festiva desenvoltura de quien hace referencia a cosas trágicas que no le atañen–, si en la cuarta están ya tan graves, ¿a la primera quiénes van a parar?
–Oh –dijo el otro–, en la primera están los moribundos sin más. Allá abajo los médicos ya no tienen nada que hacer. Sólo trabaja el sacerdote. Y naturalmente…
–Pero hay poca gente en la primera planta –interrumpió Giuseppe Corte, como si le urgiese tener una confirmación, ahí abajo casi todas las habitaciones están cerradas.
–Hay poca gente ahora, pero esta mañana había bastante –respondió el desconocido con una sonrisa sutil. Allí donde las persianas están bajadas, es que alguien se ha muerto hace poco. ¿No ve usted, por otra parte, que en las otras plantas todas las contraventanas están abiertas? Pero perdone –añadió retirándose lentamente, me parece que comienza a refrescar. Me vuelvo a la cama. Que le vaya bien…
El hombre desapareció del antepecho y la ventana se cerró con energía; luego se vio encenderse dentro una luz. Giuseppe Corte permaneció inmóvil en la ventana, mirando fijamente las persianas bajadas de la primera planta. Las miraba con una intensidad morbosa, tratando de imaginar los fúnebres secretos de aquella terrible primera planta donde los enfermos se veían confinados para morir; y se sentía aliviado de saberse tan alejado. Descendían entre tanto sobre la ciudad las sombras de la noche. Una a una, las mil ventanas del sanatorio se iluminaban; de lejos podría haberse dicho un palacio en que se celebrara una fiesta. Sólo en la primera planta, allí abajo, en el fondo del precipicio, decenas y decenas de ventanas permanecían ciegas y oscuras.
El resultado del reconocimiento general tranquilizó a Giuseppe Corte. Inclinado habitualmente a prever lo peor, en su interior se había preparado ya para un veredicto severo y no se habría sorprendido si el médico le hubiese declarado que debía asignarle a la planta inferior. De hecho, la fiebre no daba señas de desaparecer, pese a que el estado general siguiera siendo bueno. El facultativo, sin embargo, le dirigió palabras cordiales y alentadoras. Principio de enfermedad, lo había, le dijo, pero muy ligero; probablemente en dos o tres semanas todo habría pasado.
–Entonces ¿me quedo en la séptima planta? –había preguntado en ese momento Giuseppe Corte con ansiedad.
–¡Pues claro! –había respondido el médico palmeándole amistosamente la espalda–. ¿Dónde pensaba que había de ir? ¿A la cuarta quizá? –preguntó riendo, como para hacer alusión a la hipótesis más absurda.
–Mejor así, mejor así –dijo Corte–. ¿Sabe usted? Cuando uno está enfermo se imagina siempre lo peor…
De hecho, Giuseppe Corte se quedó en la habitación que se le había asignado originalmente. En las raras tardes en que se le permitía levantarse intimó con algunos de sus compañeros de hospital. Siguió escrupulosamente el tratamiento y puso todo su empeño en sanar con rapidez; su estado, con todo, parecía seguir estacionario.
Habían pasado unos diez días cuando se le presentó el supervisor de la séptima planta. Tenía que pedirle un favor a título meramente personal: al día siguiente tenía que ingresar en el hospital una señora con dos niños; había dos habitaciones libres, justamente al lado de la suya, pero faltaba la tercera; ¿consentiría el señor Corte en trasladarse a otra habitación igual de confortable?
Giuseppe Corte no opuso, naturalmente, ningún inconveniente; para él, una u otra habitación era lo mismo; quizá incluso le tocara una enfermera nueva y más mona. –Se lo agradezco de corazón –dijo el supervisor con una ligera inclinación–; de una persona como usted, confieso que no me asombra semejante acto de caballerosidad. Dentro de una hora, si no tiene inconveniente, procederemos al traslado. Tenga en cuenta que es necesario que baje a la planta de abajo –añadió con voz atenuada, como si se tratase de un detalle completamente intrascendente–. Desgraciadamente, en esta planta no quedan habitaciones libres. Pero es un arreglo provisional –se apresuró a especificar al ver que Corte, que se había incorporado de golpe, estaba a punto de abrir la boca para protestar–, un arreglo absolutamente provisional. En cuanto quede libre una habitación, y creo que será dentro de dos o tres días, podrá volver aquí arriba –Le confieso –dijo Giuseppe Corte sonriendo para demostrar que no era ningún niño– que un traslado de esta clase no me agrada en absoluto.
–Pero es un traslado que no obedece a ningún motivo médico; entiendo perfectamente lo que quiere decir; se trata únicamente de una gentileza con esta señora, que prefiere no estar separada de sus niños… Un favor –añadió riendo abiertamente, ¡ni se le ocurra que pueda haber otras razones!
–Puede ser –dijo Giuseppe Corte–, pero me parece de mal agüero.
De este modo Corte pasó a la sexta planta, y si bien convencido de que este traslado no correspondía en absoluto a un empeoramiento de la enfermedad, se sentía incómodo al pensar que entre él y el mundo normal, de la gente sana, se interponía ya un obstáculo preciso. En la séptima planta, puerto de llegada, se estaba en cierto modo todavía en contacto con la sociedad de los hombres; podía considerarse más bien casi una prolongación del mundo habitual. En la sexta, en cambio, se entraba en el auténtico interior del hospital; la mentalidad de los médicos, de los enfermeros y de los propios enfermos era ya ligeramente distinta. Se admitía ya que en esa planta se albergaba a los enfermos auténticos, por más que fuera en estado no grave. Las primeras conversaciones con sus vecinos de habitación, con el personal y los médicos, hicieron advertir a Giuseppe Corte de hecho que en aquella sección la séptima planta se consideraba una farsa reservada a los enfermos por afición, padecedores más que nada de imaginaciones; sólo en la sexta, por decirlo así, se empezaba de verdad. De todos modos, Giuseppe Corte comprendió que para volver arriba, al lugar que le correspondía por las características de su enfermedad, hallaría sin duda cierta dificultad; aunque fuera tan sólo para un esfuerzo mínimo, para regresar a la séptima planta debía poner en marcha un complejo mecanismo; no cabía duda de que si él no chistaba, nadie tomaría en consideración trasladarlo nuevamente a la planta superior de los “casi sanos”.
Por ello, Giuseppe Corte se propuso no transigir con sus derechos y no dejarse atrapar por la costumbre. Cuidaba mucho de puntualizar a sus compañeros de sección que se hallaba con ellos sólo por unos pocos días, que había sido él quien había accedido a descender una planta para hacer un favor a una señora y que en cuanto quedara libre una habitación volvería arriba. Los otros asentían con escaso convencimiento.
La convicción de Giuseppe Corte halló plena confirmación en el dictamen del nuevo médico. Incluso éste admitía que podía asignarse perfectamente a Giuseppe Corte a la séptima planta; su manifestación era ab-so-lu-ta-men-te le-ve –y fragmentaba esta definición para darle importancia–, pero en el fondo estimaba que acaso en la sexta planta Giuseppe Corte pudiera ser mejor tratado.
–No empecemos –intervenía en este punto el enfermo con decisión–, me ha dicho que la séptima planta es la que me corresponde; y quiero volver a ella.
–Nadie dice lo contrario –replicaba el doctor–, ¡yo no le daba más que un simple consejo, no de mé-di-co, sino de au-tén-ti-co a-mi-go! Su manifestación, le repito, es levísima (no sería exagerado decir que ni siquiera está enfermo), pero en mi opinión se diferencia de manifestaciones análogas en una cierta mayor extensión. Me explico: la intensidad de la enfermedad es mínima, pero su amplitud es considerable; el proceso destructivo de las células –era la primera vez que Giuseppe Corte oía allí dentro aquella siniestra expresión–, el proceso destructivo de las células no ha hecho más que comenzar, quizá ni siquiera haya comenzado, pero tiende, y digo sólo tiende, a atacar simultáneamente respetables proporciones del organismo. Sólo por esto, en mi opinión, puede ser tratado más eficazmente aquí, en la sexta planta, donde los métodos terapéuticos son más específicos e intensos.
Un día le contaron que, después de haber consultado largamente con sus colaboradores, el director general del establecimiento había decidido cambiar la subdivisión de los enfermos. El grado de cada uno de éstos, por decirlo así, se veía acrecentado en medio punto. Suponiendo que en cada planta los enfermos se dividieran, según su gravedad, en dos categorías (de hecho los respectivos médicos hacían esta subdivisión, si bien a efectos meramente internos), la inferior de estas dos mitades se veía trasladada de oficio una planta más abajo. Por ejemplo, la mitad de los enfermos de la sexta planta, aquellos con manifestaciones ligeramente más avanzadas, debían pasar a la quinta; y los menos leves de la séptima pasar a la sexta. La noticia alegró a Giuseppe Corte porque, en un cuadro de traslados de tal complejidad, su regreso a la séptima planta podría llevarse a cabo más fácilmente.
Cuando mencionó esta su esperanza a la enfermera, se llevó, sin embargo, una amarga sorpresa. Supo entonces que sería trasladado, pero no a la séptima, sino a la planta de abajo. Por motivos que la enfermera no sabía explicarle, estaba incluido en la mitad más “grave” de los que se alojaban en la sexta planta y por esta razón debía descender a la quinta.
Pasados los primeros instantes de sorpresa, Giuseppe Corte montó en cólera; dijo a gritos que lo estafaban vilmente, que no quería oír hablar de ningún traslado abajo, que se volvería a casa, que los derechos eran derechos y que la administración del hospital no podía ignorar de forma tan abierta los diagnósticos de los facultativos.
Todavía estaba gritando cuando el médico llegó sin resuello para tranquilizarlo. Aconsejó a Corte que se calmara si no quería que le subiera la fiebre, le explicó que se había producido un malentendido, cuando menos parcial. Llegó a admitir, incluso, que lo más propio habría sido que hubieran enviado a Giuseppe Corte a la séptima planta, pero añadió que tenía acerca de su caso una idea ligeramente diferente, si bien muy personal. En el fondo su enfermedad podía, en cierto sentido, naturalmente, considerarse de sexto grado, dada la amplitud de las manifestaciones morbosas. Sin embargo, ni siquiera él lograba explicarse cómo Corte había sido catalogado en la mitad inferior de la sexta planta. Probablemente el secretario de la dirección, que había llamado aquella misma mañana preguntando por la ubicación clínica exacta de Giuseppe Corte, se había equivocado al transcribirla. Por mejor decir, la dirección había “empeorado” ligeramente su dictamen a propósito, ya que se le consideraba un médico experto pero demasiado indulgente. El doctor aconsejaba a Corte, en fin, no inquietarse, sufrir sin protestas el traslado; lo que contaba era la enfermedad, no el lugar donde se situaba a un enfermo.
Por lo que se refería al tratamiento –añadió aún el facultativo–, Giuseppe Corte no habría de lamentarlo; el médico de la planta de abajo tenía sin duda más experiencia; era casi un dogma que la pericia de los doctores aumentaba, cuando menos a juicio de la dirección, a medida que se descendía. La habitación era igual de cómoda y elegante. Las vistas, igualmente amplias: sólo de la tercera planta para abajo la visión se veía estorbada por los árboles del perímetro.
Presa de la fiebre vespertina, Giuseppe Corte escuchaba las minuciosas justificaciones del doctor con progresivo cansancio. Finalmente, se dio cuenta de que no tenía fuerzas ni, sobre todo, ganas de seguir oponiéndose al injusto traslado. Y se dejó llevar a la planta de abajo.
El único, si bien magro, consuelo de Giuseppe Corte una vez se halló en la quinta planta, fue saber que era común opinión de los médicos, los enfermeros y enfermos que en aquella sección él era el menos grave de todos. En el ámbito de aquella planta, en suma, podía considerarse con diferencia el más afortunado. Sin embargo, por otra parte lo atormentaba el pensamiento de que ahora eran ya dos las barreras que se interponían entre él y el mundo de la gente normal.
A medida que avanzaba la primavera, el aire se hacía más tibio, pero Giuseppe Corte no gustaba ya, como en los primeros días, de asomarse a la ventana; aunque semejante temor fuese una verdadera tontería, cuando veía las ventanas de la primera planta, siempre cerradas en su mayoría, que tanto se habían acercado, sentía recorrerle un extraño escalofrío.
Su enfermedad se mostraba estacionaria. Con todo, pasados tres días de estancia en la quinta planta, se manifestó en su pierna derecha una erupción cutánea que en los días siguientes no dio señas de reabsorberse. Era una afección, le dijo el médico, absolutamente independiente de la enfermedad principal; un trastorno que le podía ocurrir a la persona más sana del mundo. Para eliminarlo en pocos días, sería deseable un tratamiento intensivo de rayos digamma.
–¿Y me los pueden dar aquí, esos rayos digamma? –preguntó Giuseppe Corte.
–Nuestro hospital –respondió complacido el médico– desde luego dispone de todo. Sólo hay un inconveniente…
–¿De qué se trata? –preguntó Corte con un vago presentimiento.
–Inconveniente por decirlo así –se corrigió el doctor–; me refiero a que sólo hay instalación de rayos en la cuarta planta, y yo le desaconsejaría hacer semejante trayecto tres veces al día.
–Entonces ¿nada?
–Entonces lo mejor sería que hasta que le desaparezca la erupción hiciera el favor de bajarse a la cuarta.
–¡Basta! –aulló Giuseppe Corte–. ¡Ya he bajado bastante! A la cuarta no voy, así reviente.
–Como a usted le parezca –dijo, conciliador, el otro para no irritarle–, pero, como médico encargado de su tratamiento, tenga en cuenta que le prohíbo bajar tres veces al día.
Lo malo fue que el eccema, en vez de ir a menos, se fue extendiendo lentamente. Giuseppe Corte no conseguía hallar reposo y no cesaba de revolverse en la cama. Aguantó así, furioso, tres días, hasta que se vio obligado a ceder. Espontáneamente, rogó al médico que ordenara que le hicieran el tratamiento de los rayos y, por consiguiente, que lo trasladaran a la planta inferior.
Allí abajo Corte advirtió con inconfesado placer que representaba una excepción. Los otros enfermos de la sección estaban sin lugar a dudas en estado muy grave y no podían abandonar la cama siquiera por un minuto. Sin embargo él podía permitirse el lujo de ir a pie desde su habitación a la sala de rayos entre los parabienes y la admiración de las propias enfermeras.
Al nuevo médico le precisó con insistencia su especialísima situación. Un enfermo que en el fondo tenía derecho a la séptima planta había ido a parar a la cuarta. En cuanto la erupción desapareciese, pretendía regresar arriba. No admitiría en absoluto ninguna nueva excusa. ¡Él, que legítimamente habría podido estar todavía en la séptima!
–¡La séptima, la séptima! –exclamó sonriendo el médico, que acababa justamente de pasar visita–. ¡Ustedes, los enfermos, siempre exageran! Soy el primero en decir que puede estar contento de su estado; por lo que veo en su cuadro clínico, no ha habido grandes empeoramientos. ¡Pero de ahí a hablar de la séptima planta, y disculpe mi brutal sinceridad, hay sin duda cierta diferencia! Es usted uno de los casos menos preocupantes, lo admito, pero no deja de ser un enfermo.
–Entonces usted –dijo Giuseppe Corte con el rostro encendido, ¿a qué planta me asignaría?
–Bueno, no es fácil decirlo, no le hecho más que un breve reconocimiento, y para poder pronunciarme debería seguirle por lo menos una semana.
–Está bien –insistió Corte–, pero más o menos sí sabrá. Para tranquilizarlo, el médico simuló concentrarse un momento; luego asintió con la cabeza y dijo con lentitud:
–Bueno, aunque sólo sea para contentarle, podríamos en el fondo asignarle a la sexta. Sí, sí –añadió como para convencerse a sí mismo–. La sexta podría estar bien. Creía así el doctor contentar al enfermo. Por el rostro de Giuseppe Corte, en cambio, se extendió una expresión de zozobra: el enfermo se daba cuenta de que los médicos de las últimas plantas lo habían engañado; ¡y hete aquí que este nuevo doctor, a todas luces más competente y más sincero, en su fuero interno –era evidente– lo asignaba, no a la séptima, sino a la sexta planta, y quizá a la quinta, la inferior! La inesperada desilusión postró a Corte. Aquella noche la fiebre le subió de forma apreciable.
Su estancia en la cuarta planta señaló para Giuseppe Corte el período más tranquilo desde que ingresara en el hospital. El médico era una persona sumamente simpática, atenta y cordial; a menudo se paraba, incluso durante horas enteras, a charlar de los temas más diversos. Y también Giuseppe Corte hablaba de buena gana, buscando temas relacionados con su vida habitual de abogado y hombre de sociedad. Intentaba convencerse de que pertenecía aún a la sociedad de los hombres sanos, de estar vinculado todavía al mundo de los negocios, de interesarse por los acontecimientos públicos. Lo intentaba, pero sin conseguirlo. De forma invariable, la conversación acababa siempre yendo a parar a la enfermedad.
Entre tanto, el deseo de una mejoría cualquiera se había convertido para él en una obsesión. Los rayos digamma, aunque habían conseguido detener la extensión de la erupción cutánea, no habían bastado a eliminarla. Todos los días Giuseppe Corte hablaba de ello largamente con el médico y se esforzaba por mostrarse fuerte, incluso irónico, sin conseguirlo.
–Dígame, doctor –preguntó un día–, ¿cómo va el proceso destructivo de mis células?
–¿Pero qué expresiones son esas? –le reconvino jovialmente el doctor–. ¿De dónde las ha sacado? ¡Eso no está bien, no está bien, y menos en un enfermo! No quiero oírle nunca más cosas semejantes.
–Está bien –objetó Corte–, pero así no me ha contestado.
–Oh, ahora mismo lo hago –dijo el doctor, amable–. El proceso destructivo de las células, por emplear su siniestra expresión, es, en su caso, mínimo, absolutamente mínimo. Pero me siento tentado de definirlo como obstinado.
–¿Obstinado? ¿Quiere decir crónico?
–No me haga decir lo que no he dicho. Quiero decir solamente rebelde. Por lo demás, así son la mayoría de los casos. Afecciones incluso muy leves necesitan a menudo tratamientos enérgicos y prolongados.
–Pero dígame, doctor, ¿para cuándo puedo esperar una mejoría?
–¿Para cuándo? En estos casos, las predicciones son más bien difíciles… Pero escuche –añadió después de una pausa meditativa–, según veo, tiene auténtica obsesión por sanar… si no tuviera miedo de que se me enfade, le daría un consejo…
–Pues diga, diga, doctor…
–Pues bien, le plantearé la cuestión en términos muy claros. Si yo, atacado por esta enfermedad aunque fuera de forma levísima, viniera a parar a este sanatorio, que posiblemente es el mejor que existe, espontáneamente haría que me asignaran, y desde el primer día, desde el primer día, ¿comprende?, a una de las plantas más bajas. Haría que me ingresaran directamente en la…
–¿En la primera? –sugirió Corte con una sonrisa forzada.
–¡Oh, no!, ¡en la primera no! –respondió irónico el médico–, ¡eso no! Pero en la segunda o la tercera, seguro que sí. En las plantas inferiores el tratamiento se lleva a cabo mucho mejor, se lo garantizo, las instalaciones son más completas y potentes, el personal más competente. ¿Sabe usted, además, quién es el alma de este hospital?
–¿No es el profesor Dati?
–En efecto, el profesor Dati. Él es el inventor del tratamiento que se lleva a cabo, el que proyectó toda la instalación. Pues bien, él, el maestro, está, por decirlo así, entre la primera y la segunda planta. Desde allí irradia su fuerza directiva. Pero le garantizo que su influjo no llega más allá de la tercera planta; de ahí para arriba se diría que sus mismas órdenes se diluyen, pierden consistencia, se extravían; el corazón del hospital está abajo y se necesita estar abajo para tener los mejores tratamientos.
–Así que, en definitiva –dijo Giuseppe Corte con voz temblorosa–, usted me aconseja…
–Añada a eso una cosa –continuó imperturbable el doctor–, añada que en su caso particular habría que insistir hasta que desaparezca. Es una cosa sin ninguna importancia, convengo en ello, pero más bien molesta, que de prolongarse mucho podría deprimir la “moral”; y usted sabe lo importante que es, para sanar, la tranquilidad de espíritu. Las sesiones de rayos a que le he sometido no han dado resultado más que a medias. ¿Que por qué? Puede ser tan sólo casualidad, pero puede ser también que los rayos no tengan la suficiente intensidad. Pues bien, en la tercera planta las máquinas de rayos son mucho más potentes. Las probabilidades de curar el eccema serían mucho mayores, Y luego, ¿ve usted?, una vez la curación en marcha, lo más complicado ya está hecho. Una vez iniciada la recuperación, lo difícil es volver atrás. Cuando se sienta mejor de veras, nada le impedirá volver aquí con nosotros o incluso más arriba, según sus “méritos”, incluso a la quinta, a la sexta, hasta a la séptima, me atrevo a decir…
–¿Y usted cree que eso podrá acelerar el tratamiento?
–¡De eso no cabe ninguna duda! Ya le he dicho lo que yo haría en su situación. Charlas de esta clase el doctor no las daba todos los días. Acabó llegando el momento en que el enfermo, cansado de sufrir a causa del eccema, pese a su instintiva reluctancia a descender al reino de los casos todavía más graves, decidió seguir el consejo y se trasladó a la planta de abajo.
En la tercera planta no tardó en advertir que reinaba en la sección, en el médico, en las enfermeras, un especial regocijo, pese a que allí abajo recibieran tratamiento enfermos muy preocupantes. Notó incluso que este regocijo aumentaba con los días: picado por la curiosidad, una vez que hubo tomado un poco de confianza con la enfermera, preguntó cómo era que en aquella planta estaban siempre todos tan alegres.
–Ah, ¿pero es que no lo sabe? –respondió la enfermera. Dentro de tres días nos vamos de vacaciones.
–¿Qué quiere decir eso de «nos vamos de vacaciones»?
–Sí. Durante quince días la tercera planta se cierra y el personal se va de asueto. Las plantas descansan por turno.
–¿Y los enfermos? ¿Qué hacen con ellos?
–Como hay relativamente pocos, se reúnen dos plantas en una sola.
–¿Cómo? ¿Reúnen a los enfermos de la tercera y de la cuarta?
–No, no –corrigió la enfermera–, a los de la tercera y la segunda. Los que están aquí tendrán que bajar.
–¿Bajar a la segunda? –dijo Giuseppe Corte pálido como un muerto–. ¿Tendré que bajar entonces a la segunda?
–Pues claro. ¿Qué tiene de raro? Cuando, dentro de quince días, regresemos, volverá usted a esta habitación. No creo que sea para asustarse. Sin embargo, Giuseppe Corte –misterioso instinto le advertía– se vio embargado por el miedo. No obstante, ya que no podía impedir que el personal se fuera de vacaciones, convencido de que el nuevo tratamiento de rayos le hacía bien (el eccema se había reabsorbido casi por completo), no se atrevió a oponerse al nuevo traslado. Pretendió, con todo, y a pesar de las burlas de las enfermeras, que en la puerta de su nueva habitación se pusiera un cartel que dijera: «Giuseppe Corte, de la tercera planta, provisional». Esto no tenía precedentes en la historia del sanatorio, pero los médicos, considerando que en un temperamento nervioso como Corte incluso pequeñas contrariedades podían provocar un empeoramiento, no se opusieron a ello.
En el fondo se trataba de esperar quince días, ni uno más ni uno menos. Giuseppe Corte empezó a contarlos con obstinada avidez, permaneciendo inmóvil en su lecho durante horas enteras con los ojos fijos en los muebles, que en la segunda planta no eran ya tan modernos y alegres como en las secciones superiores, sino que adoptaban dimensiones mayores y líneas más solemnes y severas. Y de cuando en cuando aguzaba el oído, pues le parecía oír en la planta de abajo, la planta de los moribundos, la sección de los “condenados”, vagos estertores de agonía.
Todo esto, naturalmente, contribuía a entristecerlo. Y su mengua de serenidad parecía fomentar la enfermedad, la fiebre tendía a aumentar, la debilidad se hacía más pronunciada. Desde la ventana –era ya pleno verano y las ventanas se hallaban casi siempre abiertas– no se divisaban ya los tejados, ni siquiera las casas de la ciudad; sólo la muralla verde de los árboles que rodeaban el hospital.

Habían pasado siete días cuando una tarde, hacia las dos, el supervisor y tres enfermeros que empujaban una camilla con ruedas irrumpieron súbitamente.
–¿Listos para el traslado? –preguntó en tono de afable chanza el supervisor.
–¿Qué traslado? –preguntó Giuseppe Corte con un hilo de voz–. ¿Qué bromas son estas? ¿No faltan aún siete días para que vuelvan los de la tercera planta?
–¿La tercera planta? –dijo el supervisor como si no comprendiera–. A mí me han dado orden de llevarle a la primera, mire –y le enseñó un volante sellado para su traslado a la planta inferior, firmado nada menos que por el mismísimo profesor Dati. El terror, la cólera infernal de Giuseppe Corte estallaron en largos gritos que resonaron por toda la planta. «Más bajo, más bajo, haga el favor», suplicaron las enfermeras, «¡aquí hay enfermos que no se encuentran bien!». Pero hacía falta algo más para calmarlo.
Al fin acudió el médico que dirigía la sección, una persona amabilísima y sumamente educada. Se informó, miró el volante, hizo que Corte le explicara. Luego se voltio, encolerizado, hacia el supervisor, declarando que había habido un error, él no había dado ninguna orden de ese tipo, desde hacía algún tiempo había un desbarajuste intolerable, nadie le informaba de nada… Al cabo, después de haber echado la bronca al subordinado, se volvió en tono cortés al enfermo, deshaciéndose en excusas.
–Con todo, desgraciadamente –añadió el médico–, el profesor Dati hace justo una hora que se ha marchado para una breve licencia, y no volverá hasta dentro de dos días. Estoy absolutamente desolado, pero sus órdenes no se pueden transgredir. Él será el primero en lamentarlo, se lo garantizo… ¡Un error así! ¡No me explico cómo ha podido suceder!
Un lastimoso estremecimiento había empezado a sacudir a Giuseppe Corte. Su capacidad de dominarse había desaparecido por completo. El terror se había apoderado de él como de un niño. Sus sollozos resonaban en la habitación. De este modo, debido a aquel execrable error, alcanzó la última etapa. ¡Él, que en el fondo, por la gravedad de su mal, a juicio de los médicos más severos, tenía derecho a verse asignado a la sexta, cuando no a la séptima planta, en la sección de los moribundos! La situación era tan grotesca que en algunos momentos Giuseppe Corte casi sentía deseos de echar a reír a carcajadas.
Tendido en la cama mientras la cálida tarde de verano pasaba lentamente sobre la ciudad, miraba los verdes árboles a través de la ventana con la impresión de haber ido a parar a un mundo irreal, hecho de absurdas paredes alicatadas y esterilizadas, de gélidos y fúnebres zaguanes, de blancas figuras humanas carentes de alma. Hasta dio en pensar que ni siquiera los árboles que le parecía divisar a través de la ventana eran verdaderos: acabó incluso por convencerse, al advertir que las hojas no se movían en absoluto.
Esta idea lo agitó hasta tal punto que Corte llamó con el timbre a la enfermera e hizo que le alcanzara sus gafas de miope, que no usaba en la cama; sólo entonces consiguió tranquilizarse un poco: con su ayuda pudo asegurarse de que eran realmente árboles auténticos y que las hojas, aunque ligeramente, se veían agitadas por el viento de cuando en cuando.
Una vez que salió la enfermera, transcurrió un cuarto de hora de completo silencio. Seis plantas, seis terribles murallas, aun siendo por un error de forma, abrumaban ahora a Giuseppe Corte con implacable peso. ¿Cuántos años –sí, tenía que pensar en años– le harían falta para que consiguiera alcanzar de nuevo el borde de aquel precipicio?
Pero ¿cómo de repente se hacía en la habitación tanta oscuridad? Seguía siendo plena tarde. Con un esfuerzo supremo, Giuseppe Corte, que se sentía paralizado por un extraño entumecimiento, miró el reloj que estaba sobre la mesita al lado de la cama.
Eran las tres y media. Volvió la cabeza hacia la otra parte y vio que las persianas, obedientes a una misteriosa orden, descendían lentamente, cerrando el paso a la luz.

viernes, 28 de diciembre de 2018

Alquimia de los lenguajes - reseña de Principia, de Elisa Díaz Castelo




Hace unos días, mi reseña de Principia, primer poemario de Elisa Díaz Castelo, fue publicada en el diario Contra Réplica.

Éste fue, sin lugar a dudas, uno de los mejores libros que leí en 2018. En este enlace pueden leer dos de los poemas que conforman el libro, mismo que está a la venta en librerías Educal, y en la página de Tierra Adentro está disponible una entrevista en la que la autora ahonda sobre las temáticas de su escritura.



                    Alquimia de los lenguajes

El universo contiene la esencia del ser humano: su composición química. En los veinte, el astrónomo Harlow Shapley describió esta idea en su artículo “La materia estelar que es el hombre”.
En los setenta, Doris Lessing, Nobel de literatura, la manifestó en su novela Instrucciones para un descenso al infierno. Carl Sagan la popularizó después: “Somos polvo de estrellas que piensa acerca de las estrellas”.
Lucrecio demostró la complementariedad de literatura y ciencia en el siglo I a. e. c. con su poema Dē rērum natūra. Francisco de Quevedo, Nervo y Juan Ramón Jiménez son otros grandes poetas que se sirvieron de la ciencia. Al igual que la ciencia trata de nombrar a la naturaleza y sus cualidades con afán de aprehenderla, la poesía acude a la ciencia y sus términos para configurar su estética.
Este año, la poeta mexicana Elisa Díaz Castelo publicó Principia (Fondo Editorial Tierra Adentro), libro con el que ganó el Premio Nacional Alonso Vidal 2016. El título viene de la Principia (1687) de Newton: Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, una obra científica fundamental sobre los principios de la dinámica.
Los poemas de Díaz denominan el dolor, califican la pérdida, caracterizan el sufrimiento. Son odas al universo y al cuerpo, ese otro universo reducido y endeble; ambos igual de inasibles: organismos vivos que se pueden conocer e intentar regir hasta donde lo permitan. En verso libre o en prosa, persiguen la misma libertad de la enfermedad y la destrucción. Son un microcosmos reflejado en el macrocosmos: el cuerpo como un organismo repleto de astros denominados ameba, demodex, tricocéfalos… (Continuar leyendo en Contra Réplica)

miércoles, 26 de diciembre de 2018

La escritura como reinterpretación vital - entrevista para Escarabajo literario







Hace unas semanas, Luis Alcántar (periodista y narrador) me hizo una entrevista para el blog de Editorial Escarabajo Literario. Una de sus peculiaridades es que tocó aspectos personales sobre los que no había hablado antes, y eso, aunque me conflictuó un poco, resultó interesante.




Ilustración de ilbusca





Lola trabaja como escritora y editora. Tiene treinta y un años, y sumado a su trabajo, es una lectora que tiende a la reflexión crítica.
Su primer libro Tusitala de óbitos (Pictographia, 2013) se aproximó al cuento de corte fantástico y le abrió puertas.




Durante algunos años trabajó en Ediciones B, y ahora lo hace de manera independiente.
Estudió la Licenciatura en Letras Modernas en Español, en la Universidad Autónoma de Querétaro. En diciembre verá la luz pública su libro más reciente, El vals de los monstruos (FETA, 2018).
Como lectora eres: Expectante, atenta siempre a recomendaciones de colegas y amigos y a las novedades editoriales, pero con un espacio reservado para los interminables clásicos.
Autores, y libros de tu canasta básica
Borges, Franciso Tario, Leopoldo Lugones, Inés Arredondo, Guadalupe Dueñas, José Revueltas, Adela Fernández, Bradbury, Juan José Arreola, Ávaro Mutis. Don Quijote de la Mancha, Antología de la literatura fantástica, Las penas del joven Werther, Un cuarto propio, Un arte espectral, Zen en el arte de escribir.
¿Qué te dejó la escritura -publicación y recepción lectora- de Tusitala de óbitos, tu libro de cuentos? Tusitala… me abrió las puertas como no lo imaginé. 
Afortunadamente fue muy bien recibido y tuvo varias críticas acertadas, y esto me empujó, me animó a seguir por el rumbo que tomé más de diez años atrás.
Hace poco en un seminario de cuento, Isaí Moreno nos dijo que para él, este género es como un blanco móvil. ¿Cuál es tu idea respecto al cuento? 
El cuento es un artefacto compacto y delicado en el que, a partir de su ingenio e intuición, el escritor debe ensamblar cada palabra a la perfección. El conflicto —la esencia de este artefacto—, es un mundo, un universo regido por su propia verdad. (Continuar leyendo en Escarabajo literario)

miércoles, 28 de noviembre de 2018

El fantasma inexperto - H. G. Wells (cuento)

H. G. Wells



«El fantasma inexperto» es un cuento de H. G. Wells (escritor y filósofo británico, 1866-1946) publicado en marzo de 1902 en The Strand Magazine, y al año siguiente en su libro Twelve Stories and a Dream.



El fantasma inexperto


La escena en que Clayton narró su última historia vuelve vívidamente a mi memoria. Estuvo sentado casi todo el tiempo en el extremo del confortable sofá que está junto a la espaciosa chimenea, y Sanderson, que se sentaba a su lado, fumaba una de esas pipas de arcilla Broseley que llevan su nombre. También estaban Evans y Wish, actor maravilloso y hombre modesto al mismo tiempo. Todos habíamos llegado al Mermaid Club aquel sábado por la mañana, excepto Clayton, que durmió allí la noche anterior, acontecimiento que propició su historia. Habíamos estado jugando al golf hasta que la bola se hizo invisible; tras la cena, nos encontrábamos en ese estado de bondad apacible en que los hombres pueden soportar una historia. Cuando Clayton empezó a contar una, supusimos naturalmente que la estaba inventando. Tal vez la inventaba de hecho, y el lector podrá juzgarlo en seguida tan bien como yo. Empezó, es verdad, como si relatara una anécdota real, pero pensamos que sólo era el artificio incorregible del hombre.
       —¡Oídme! —comentó después de haber observado largamente la lluvia de chispas que ascendía desde el tronco que Sanderson había atizado—. ¿Sabéis que he estado solo aquí esta noche?
       A excepción del servicio —dijo Wish.
       —Que duermen en el otro ala —dijo Clayton—. Bien, pues…
       Dio unas caladas a su cigarrillo durante un rato, como si todavía dudara de su confidencia. Entonces dijo en voz muy baja:
       —He atrapado un fantasma.
       —¿Que has atrapado un fantasma? ¿En serio? —dijo Sanderson—. ¿Dónde está?
       Y Evans, que admiraba a Clayton de una forma inconmensurable y que había estado cuatro semanas en América, exclamó:
       —¿En serio que has atrapado un fantasma, Clayton? ¡Me alegro! ¡Cuéntanoslo ahora mismo!
       Clayton dijo que lo haría en seguida y le pidió que cerrara la puerta.
       Me miró excusándose.
       —Por supuesto que no hay chismosos, pero no quiero perturbar a nuestro excelente servicio con rumores de que hay fantasmas en el club. Ya hay suficientes tinieblas y paneles de roble como para andar jugando con estas cosas. Y además, este no era un fantasma cualquiera. No creo que vuelva nunca más.
       —¿Quieres decir que no lo retuviste? —dijo Sanderson.
       —No tuve corazón para ello —dijo Clayton.
       Y Sanderson dijo a su vez que estaba sorprendido.
       Nos reímos, y Clayton pareció ofenderse.
       —Ya —dijo con una sonrisa trémula—, pero el caso es que era un fantasma de verdad, y estoy tan seguro de ello como de que estoy hablando ahora con vosotros. No bromeo. Sé lo que digo.
       Sanderson aspiró profundamente de su pipa mientras dirigía una mirada rojiza hacia Clayton; luego expulsó un hilo delgado de humo más elocuente que muchas palabras.
       Clayton ignoró el gesto.
       —Es la cosa más extraña que me ha sucedido en la vida. Ya sabéis que yo no había creído nunca en cosas de ese estilo; y entonces, mira por dónde, cazo uno en un rincón y me encuentro con todo el asunto en mis manos.
       Meditó todavía más profundamente y, tras haber sacado un segundo cigarro, comenzó a perforarlo con un curioso punzón por el que sentía afecto.
       —¿Hablaste con él? —preguntó Wish.
       —Alrededor de una hora.
       —¿Animadamente? —dije, uniéndome al círculo de escépticos.
       —El pobre diablo estaba en un apuro —dijo Clayton, inclinado sobre el extremo del cigarro y con un leve tono de reprobación.
       —¿Sollozaba? —preguntó alguien.
       Clayton exhaló un auténtico suspiro cuando esto le vino a la memoria.
       —¡Santo Dios! —dijo—. ¡Pobre hombre! Sí, claro que sí.
       —¿Dónde lo descubriste? —preguntó Evans con su mejor acento americano.
       —Nunca llegué a concebir —dijo Clayton sin hacerle caso— qué cosa tan penosa puede ser un fantasma —y mientras buscaba las cerillas en el bolsillo y prendía su cigarro, nos volvió a dejar en suspenso.
       —Lo sorprendí —contestó al fin.
       Ninguno de nosotros tenía prisa.
       —Un carácter —dijo— permanece exactamente igual, aun cuando haya sido privado de su cuerpo. Es algo que olvidamos con demasiada frecuencia. La gente dotada con cierta fuerza o firmeza de voluntad tiene un espectro con igual fuerza y firmeza de voluntad; la mayor parte de los fantasmas que se aparecen deben de estar dominados por una idea fija, como los monomaníacos, y ser tan obstinados como burros para regresar hasta la saciedad. Esta pobre criatura no era así.
       De repente levantó los ojos y recorrió la habitación con la mirada.
       —Lo digo —prosiguió— sin mala intención, pero es la pura verdad. Incluso a primera vista me pareció débil.
       Hizo una pausa llevándose el cigarro a la boca.
       —Lo encontré en el corredor. Estaba de espaldas a mí y yo le vi primero. En seguida me di cuenta de que se trataba de un fantasma. Era transparente y blanquecino; a través de su pecho pude ver con nitidez la luz tenue de la pequeña ventana del fondo. Y no sólo su físico, también su actitud me dio una impresión de debilidad. Parecía como si no supiera en absoluto qué hacer. Una mano se apoyaba en el panel y la otra se agitaba sobre su boca. ¡Así…!
       —¿Cómo era? —preguntó Sanderson.
       —Flaco. Ya sabéis cómo es ese cuello que tienen algunos jóvenes, y que forma una especie de surcos cuando se une con la espalda, aquí y aquí… ¡Así era el suyo! La cabeza pequeña e innoble, con pelo tieso y escaso, y orejas más bien deformes. Los hombros contrahechos, más estrechos que las caderas. Llevaba un cuello vuelto, una chaqueta corta y unos pantalones con rodilleras y algo deshilachados por abajo. Así fue como apareció ante mí. Subí en silencio las escaleras. Yo tenía puestas mis zapatillas a rayas, y no llevaba ninguna luz —ya sabéis que las velas están en la mesa del rellano, y allí sólo hay una lámpara—; entonces vi cómo subía. Me detuve de repente para observarle. No sentía ningún miedo. Creo que en la mayoría de estas situaciones uno no se asusta, ni se excita tanto como podría haber imaginado. Yo estaba sorprendido e intrigado. Pensé: «¡Dios mío! ¡Por fin un fantasma! Y yo que no había creído en ellos ni un sólo instante en los últimos veinticinco años».
       —Humm —dijo Wish.
       —Me parece que justo antes de llegar al rellano, descubrió mi presencia. Volvió la cabeza con brusquedad y pude ver la cara de un joven inmaduro de nariz fofa, bigotito esmirriado y barbilla escuálida. Así nos mantuvimos un instante, uno frente a otro, y él mirándome por encima del hombro. Entonces pareció recordar su alta vocación. Se volvió por completo, se elevó sobre sí mismo, adelantó la cara, levantó los brazos, desplegó las manos al modo clásico de los fantasmas y avanzó hacia mí. Mientras se mantenía en esta postura, dejó caer su pequeña mandíbula y emitió un «Uhh» débil y prolongado. No, aquello no infundía terror en absoluto. Yo ya había cenado; había bebido una botella de champán y, cuando me quedé solo, tal vez dos o tres —tal vez cuatro o cinco— whiskies, de modo que estaba tan firme como una roca y no más asustado que si me hubiera atacado una rana.
       »—Uhh —dije—. ¡Qué disparate! Tú no perteneces a este club. ¿Qué haces aquí?
       »Pude ver cómo se estremecía».
       —Uhh… uhh —dijo él.
       »—Uhh… ¡Que te cuelguen! ¿Eres miembro del club? —dije, y para demostrarle que no me inspiraba ni una pizca de miedo caminé a través de uno de sus costados para encender mi vela.
       »—¿Eres miembro del club? —repetí mirándole de lado.
       »Se movió un poco para distanciarse de mí y mostró un gesto de abatimiento.
       »—No —dijo respondiendo a la pregunta persistente de mi mirada—; no soy miembro del club… Soy un fantasma.
       »—Bueno, eso no te da derecho a entrar en el Mermaid Club. ¿Quieres ver a alguien, o algo parecido?
       »Y encendí la vela con la mayor calma posible por temor a que confundiera la torpeza producida por el whisky con la perturbación del miedo. Me volví hacia él con la vela en la mano.
       »—¿Qué haces aquí? —dije.
       »Dejó caer sus manos y cesó de decir «Uhh». Y allí se erguía, torpe y avergonzado, el fantasma de un joven débil, simple e indeciso.
       »—Estoy de ronda —dijo.
       »—No tienes nada que hacer aquí —dije en tono tranquilo.
       »—Soy un fantasma —dijo a modo de justificación.
       »—Puede ser, pero no tienes por qué rondar por aquí. Este es un club privado, respetable; aquí vienen con frecuencia personas con niñeras y niños, y como andas con tanto descuido, algún pobre niño te puede encontrar y asustarse horriblemente. Supongo que no has reparado en ello.
       »—No, señor —dijo.
       »—Pues deberías haberlo hecho. ¿No tendrás alguna justificación para venir aquí, verdad? Haber sido asesinado en el club o algo parecido.
       »—No, señor; pero pensé que como era un edificio viejo y tenía paredes de roble…
       »—Eso es una excusa —dije, mirándole fijamente—. Es un error haber venido aquí —continué en un tono de superioridad amistosa. Hice como que buscaba mis cerillas y luego lo miré con franqueza—. Si yo fuera tú, no esperaría al canto del gallo… me desvanecería al instante.
       »Pareció aturdirse.
       »—Es que, señor… —comenzó.
       »—Me desvanecería —repetí, dándole a entender que regresara a su mundo.
       »—Es que, señor, por alguna razón, no puedo.
       »—¿Que no puedes?
       »—No, señor. Hay algo que he olvidado. He estado vagando por aquí desde medianoche, ocultándome en los armarios de los dormitorios vacíos y en lugares parecidos. Estoy confundido. Nunca antes había salido a rondar y esta situación me desconcierta.
       »—¿Te desconcierta?
       »—Sí, señor. He intentado hacerlo varias veces, pero no lo he conseguido. Hay algo que se me ha ido de la memoria y no puedo volver.
       »Esto me impresionó profundamente. Me miraba con tanta humildad que por nada del mundo habría mantenido yo el tono tan agresivo que había adoptado.
       »—Es extraño —dije, y mientras hablaba imaginé oír a alguien que se movía por abajo—. Ven a mi cuarto y cuéntame algo más sobre el asunto —yo, por supuesto, no entendía nada.
       »Intenté cogerle del brazo, pero, evidentemente, era como intentar coger un soplo de humo. Había olvidado mi número, me parece. De cualquier forma, recuerdo haber entrado en varios dormitorios —fue una suerte que yo fuera el único que se encontraba en ese ala— hasta que al fin vi mis cosas.
       »—Ya estamos —dije, y me senté en el sillón—. Siéntate y cuéntamelo todo. Me parece que te has metido en un buen lío, amigo.
       »Bueno, el fantasma dijo que no quería sentarse y que prefería ir y venir por la habitación, si a mí no me importaba. Así lo hizo y en un instante nos vimos sumidos en una conversación larga y seria. En ese momento, los efluvios de los whiskies y del soda se desvanecieron y empecé a tomar conciencia del extraordinario y fantástico asunto en que estaba metido. Allí estaba, semitransparente, el fantasma convencional, silencioso excepto cuando emitía su voz fantasmal, revoloteando de aquí para allá, en aquel dormitorio viejo, limpio, agradable y tapizado de quimón. Se podía ver, a través de él, la tenue luz de las palmatorias de cobre, el resplandor de los guardafuegos de bronce y las esquinas de los grabados enmarcados en la pared; y allí estaba él, contándome su desdichada y corta vida, que acababa de concluir en la tierra. No tenía una cara especialmente honesta, pero, al ser transparente, no podía eludir decir la verdad.
       —¿Eh? —dijo Wish, levantándose repentinamente de la silla.
       —¿Cómo? —dijo Clayton.
       —Por ser transparente… no podía evitar decir la verdad… No lo entiendo —dijo Wish.
       —Yo tampoco —dijo Clayton, con una seguridad inimitable—; pero es así. Puedo asegurarlo. No creo que se haya desviado un ápice de la verdad. Me contó cómo había muerto —bajó con una vela a un sótano de Londres para descubrir el lugar donde se producía un escape de gas— y que era profesor de inglés en una escuela privada de Londres cuando sucedió el escape.
       —Pobre desdichado —dije.
       —Lo mismo pensaba yo, y a medida que me hablaba, más lo pensaba. Allí estaba, sin meta en la vida, sin meta fuera de ella. Habló de su padre, de su madre, de su profesor y de todos aquellos con quienes había tenido trato, con desprecio. Había sido demasiado sensible, demasiado nervioso; nadie le había valorado en su justa medida, ni entendido, dijo. Nunca había tenido en el mundo un amigo de verdad, sospecho. Nunca había tenido éxito. Había rehuido las diversiones y suspendido los exámenes.
       »—Hay mucha gente así —me dijo—; cuando entraba en el aula del examen, parecía que todo se esfumaba.
       »Se había prometido con otra persona extremadamente impresionable, supongo, cuando la imprudencia con el escape de gas puso fin a su aventura amorosa.
       »—¿Y dónde estás ahora? —pregunté—. ¿No estarás en…?
       »No fue nada claro en su respuesta. Me dio la impresión de que se trataba de un estado vago, intermedio, un lugar reservado especialmente a las almas con muy poca existencia para cosas tan positivas como el pecado o la virtud. No lo sé. Era demasiado egoísta y distraído para darme una idea clara sobre la clase de lugar, de región que se extiende al Otro Lado de las Cosas. Estuviera donde estuviera, parece que había caído entre un grupo de espíritus afines: fantasmas de jóvenes débiles de los barrios bajos de Londres, que tenían el mismo nombre y que hablaban a menudo de «ir de ronda» y cosas parecidas. Al parecer, pensaban que «ir de ronda» era una aventura tremenda y la mayoría de ellos se rajaban siempre. Y así, apremiado por los otros, había llegado al club.
       —¡Increíble! —dijo Wish, absorto frente al fuego.
       —En todo caso, eso es lo que me dio a entender —dijo Clayton con modestia—. Es posible que yo no me encontrara en el estado más apropiado para juzgar, pero ese es el panorama que describió. Continuó revoloteando de un lado para otro, sin dejar de hablar con su delgada voz, de su yo desdichado, pero sin decir una palabra clara ni una frase coherente en todo el tiempo. Era más delgado, más simple y más inútil que cuando estaba vivo; en ese caso, si hubiera estado vivo, no habría permanecido en mi dormitorio, le habría echado a patadas.
       —Sin duda —dijo Evans—, hay pobres mortales de esa naturaleza.
       —Y tienen tantas posibilidades de convertirse en fantasmas como cualquiera de nosotros —admití yo.
       —Lo que tenía cierta importancia para él era que, dentro de unos límites, parecía descubrirse así mismo. El desorden producido por la ronda le había deprimido terriblemente. Le habían dicho que sería una «juerga»; él había venido esperando que fuera una juerga y sólo había conseguido un nuevo fracaso que añadir a su larga lista. Se definía a sí mismo como un fracasado completo y consumado. Decía, y le creo totalmente, que nunca había intentado hacer algo en la vida que no le hubiera salido fatal y que le seguiría ocurriendo a través de la inmensidad de la eternidad. Si hubiera recibido más comprensión, tal vez… Se interrumpió y se quedó mirándome. Observó que, por extraño que pudiera parecerme, nadie, absolutamente nadie le había dado la comprensión que yo le estaba dando en ese momento. En seguida me di cuenta de lo que quería y decidí librarme de él de una vez por todas. Puedo ser un bestia, pero ser el Único Amigo Verdadero, el receptáculo de las confidencias de uno de esos egoístas enfermizos, ya sea hombre o fantasma, es algo que está más allá de mi resistencia física. Me levanté bruscamente.
       »—No te obsesiones demasiado con estas cosas —dije—. Lo que tienes que hacer es irte, irte ya… Serénate e inténtalo.
       »—No puedo —dijo.
       »—Inténtalo —dije, y lo intentó.
       —¡Intentarlo! —dijo Sanderson—. ¿Cómo?
       —Con pases —dijo Clayton.
       —¿Pases?
       —Series complicadas de gestos y pases hechos con las manos. Así vino y así tenía que irse. ¡Señor! ¡El trabajo que me costó!
       —Pero ¿cómo una serie de pases puede…? —comencé a decir.
       —Amigo mío —dijo Clayton, volviéndose hacia mí y poniendo mucho énfasis en ciertas palabras—, quieres tenerlo todo claro. No sé cómo. Sé lo que tú: al final lo hizo, pero no sé cómo. Después de un rato espantoso, consiguió hacer bien sus pases y desapareció súbitamente.
       —¿Te fijaste en esos pases? —dijo Sanderson con lentitud.
       —Sí —dijo Clayton, y pareció meditar unos instantes—. Era tremendamente extraño. Allí estábamos los dos, yo y ese fantasma impreciso y delgado, en esa habitación silenciosa, en esta casa silenciosa y vacía, en esta pequeña ciudad silenciosa el viernes por la noche. Ningún sonido, salvo nuestras voces y el jadeo casi imperceptible que el fantasma producía cuando gesticulaba. La vela de la habitación y la que había encima del tocador estaban encendidas, eso era todo; a veces, una de las dos lanzaba una llama alta, delgada y temblorosa durante un corto espacio de tiempo. Y sucedieron cosas extrañas.
       »—No puedo —decía el fantasma—, ¡nunca podré…!
       »Y de repente se sentó en una silla junto al pie de la cama y empezó a sollozar. ¡Dios mío! ¡Qué cosa tan horrible y quejumbrosa parecía!
       »—Domínate —le decía yo, y trataba de darle palmaditas en la espalda… ¡y mi condenada mano pasaba a través de él!
       »En ese momento no me sentía tan… entero como cuando estaba en el rellano. Sentía plenamente la singularidad de la situación. Recuerdo que alejé mi mano de él con un leve temblor y que fui hacia el tocador.
       »—Sobreponte —le dije— e inténtalo.
       »Y para animarle y ayudarle, me puse a intentarlo yo también.
       —¡Qué! —dijo Sanderson—. ¿Los pases?
       —Sí, los pases.
       —Pero… —dije yo, movido por una idea que se me escapaba.
       —Esto es interesante —dijo Sanderson, con un dedo metido en el hornillo de la pipa—. ¿Quieres decir que ese fantasma tuyo reveló…?
       —¿Que si hizo todo lo que pudo para revelar el secreto de la maldita barrera? Sí.
       —No —dijo Wish—, no pudo hacerlo. De otro modo, te hubieras ido tú también.
       —Eso es precisamente… —dije, al ver mi esquiva idea expresada con palabras.
       —Eso es precisamente —repitió Clayton, mirando el fuego con ojos pensativos.
       Se produjo un breve silencio.
       —¿Y al final lo consiguió? —dijo Sanderson.
       —Al fin lo consiguió. Tuve que emplearme a fondo para mantenerle a flote, pero al fin lo consiguió… y de forma inesperada. Se desesperaba, discutimos violentamente, y entonces se levantó de un salto y me pidió que ejecutara despacio todos los movimientos para que él pudiera fijarse.
       »—Creo —dijo— que si pudiera verlo, descubriría en seguida lo que va mal.
       »Y lo descubrió.
       »—Ya lo sé —dijo.
       »—¿Qué sabes? —pregunté.
       »—Ya lo sé —repitió. Después añadió malhumorado—: Si me mira, no puedo hacerlo… de verdad que no puedo; eso ha sido, en parte, lo que me lo ha impedido hasta ahora. Soy tan nervioso que usted me desconcierta.
       »Bueno, discutimos un poco. Yo quería verlo, naturalmente, pero él era tan terco como una mula; y, de pronto, me sentí extenuado… me había dejado sin fuerzas.
       »—Está bien, no te miraré —dije, y me volví hacia el espejo del armario que está junto a la cama.
       »Empezó muy rápido. Yo traté de seguir mirándole en el espejo para ver lo que había omitido. Sus brazos y manos giraban así y así, y entonces, de golpe, llegó al movimiento final —el cuerpo erguido y los brazos abiertos—, y así se quedó. Y después, ¡ya no estaba! ¡No estaba! ¡Desapareció! Giré sobre mis talones, desde el espejo hacia el lugar donde él se encontraba. ¡No había nada! Estaba solo entre velas llameantes y un espíritu fluctuante. ¿Qué había pasado? ¿Había pasado algo realmente? ¿Había estado soñando…? Y entonces, con un timbre absurdo de finalidad, el reloj del rellano descubrió que era el momento adecuado para dar la una. Así: ¡Ping! Y yo estaba tan grave y sobrio como un juez, con todo mi champán y todo mi whisky que se habían ido a tomar el fresco. Y con una sensación extraña, ¿sabéis…? ¡Condenadamente extraña! ¡Dios mío!
       Contempló la ceniza de su cigarro un instante.
       —Esto es todo lo que pasó.
       —¿Te fuiste a la cama después?
       —¿Qué otra cosa podía hacer?
       Miré a Wish a los ojos. Queríamos reírnos, pero había algo, tal vez algo, en la voz y en la actitud de Clayton que impedía nuestro deseo.
       —¿Y los pases? —dijo Sanderson.
       —Creo que los podría hacer ahora.
       —¡Oh! —dijo Sanderson, y sacó una navaja y se puso a limpiar de restos de tabaco el hornillo de su pipa de arcilla.
       —¿Por qué no los haces ahora? —continuó Sanderson, cerrando su navaja con un chasquido.
       —Es lo que voy a hacer —dijo Clayton.
       —No funcionará —dijo Evans.
       —Y si… —sugerí.
       —Prefiero que no lo hagas —dijo Wish, estirando las piernas.
       —¿Por qué? —preguntó Evans.
       —Prefiero que no lo haga —dijo Wish.
       —Pero si no los sabe hacer bien —dijo Sanderson, cargando su pipa con un montón de tabaco.
       —Me da igual, preferiría que no lo hiciera —dijo Wish.
       Discutimos con Wish. Decía que si Clayton ejecutaba esos gestos, sería burlarse de una cosa muy seria.
       —¿Pero tú no habrás creído…? —dije.
       Wish miró a Clayton, quien, mirando fijamente al fuego, sopesaba algo en su mente.
       —Lo creo… al menos más de la mitad, sí —dijo Wish.
       —Clayton —dije—, eres demasiado bueno para engañarnos. La mayor parte estaba bien. Pero esa desaparición… tendría que ser más convincente. Confiesa que se trataba de un cuento fantástico.
       Se levantó sin haberme prestado atención, se situó en el centro de la alfombra y se volvió hacia mí. Durante un rato contempló sus pies con aire pensativo, después sus ojos se clavaron en la pared opuesta y los mantuvo con expresión abstraída durante el resto del tiempo. Levantó las manos lentamente hasta la altura de los ojos y así empezó…
       Ahora bien, Sanderson es un francmasón, miembro de la logia de los Cuatro Reyes, la cual se dedica con acierto al estudio y elucidación de todos los misterios de la masonería del pasado y del presente, y entre los estudiosos de esta logia, Sanderson no es en absoluto el menos importante. Siguió, con sus ojos enrojecidos, los movimientos de Clayton con singular interés.
       —No está mal —dijo cuando Clayton terminó—. Realmente ejecutas los movimientos de una manera asombrosa: pero falta un pequeño detalle.
       —Ya lo sé —dijo Clayton—, creo que podría decirte cuál es.
       —¿Cuál?
       —Este —dijo Clayton, y giró extrañamente la mano, la retorció y la impulsó hacia delante.
       —Exacto.
       —Esto, sabes, es lo que él no conseguía hacer bien —dijo Clayton—. Pero ¿cómo tú…?
       —No comprendo casi nada de este asunto, y especialmente cómo has podido inventártelo —dijo Sanderson—, pero esto último… —reflexionó— me resulta familiar. Tienen que ser series de gestos conectados con cierta rama de la Masonería esotérica… Supongo que lo sabes. De otra forma… ¿cómo?
       Reflexionó de nuevo.
       —No creo que pueda hacerte ningún daño si te digo cuál es el giro adecuado. Al fin y al cabo da lo mismo que lo sepas o no.
       —Sólo sé —dijo Clayton— lo que el pobre diablo me reveló anoche.
       —De acuerdo, no importa —dijo Sanderson, y colocó su pipa en la repisa de la chimenea con sumo cuidado. Entonces gesticuló con las manos vertiginosamente.
       —¿Así? —dijo Clayton, repitiendo los movimientos.
       —Así —dijo Sanderson, y volvió a coger su pipa.
       —¡Ah! Ahora —dijo Clayton— puedo hacerlo todo… bien.
       Se irguió frente al fuego mortecino y nos sonrió. Pero creo que había cierta vacilación en su sonrisa.
       —Y si empiezo —dijo.
       —Yo no empezaría —dijo Wish.
       —¡No hay motivo de preocupación! —dijo Evans—. La materia es indestructible. No irás a pensar que una patraña de ese tipo va a arrojar a Clayton al mundo de las sombras. ¡Ni mucho menos! Por mí, Clayton, puedes intentarlo hasta que los brazos se te desprendan de las muñecas.
       —Yo no pienso lo mismo —dijo Wish, levantándose y poniendo un brazo sobre el hombro de Clayton—; has conseguido que me crea esa historia y no quiero que lo hagas.
       —¡Dios mío! —dije—. ¡Mirar qué asustado está Wish!
       —Lo estoy —dijo Wish, con una intensidad real o fingida admirablemente—. Creo que si ejecuta esos movimientos, desaparecerá.
       —No le ocurrirá nada parecido —exclamé—. Los hombres sólo tienen un camino para salir de este mundo y a Clayton le quedan treinta años para llegar a él. Además… ¡Vaya fantasma! ¿Piensas que…?
       Wish me interrumpió al moverse. Salió del círculo de los sillones y se paró junto a la mesa.
       —Clayton —dijo—, ¡estás loco!
       Clayton se volvió y le sonrió con una mirada alegre y luminosa.
       —Wish —dijo—, tienes razón, y los demás estáis equivocados. Desapareceré. Ejecutaré hasta el último de estos pases y, cuando el último silbido cruce el aire… ¡allez hop! Esta alfombra estará vacía, la habitación rebosará de profundo asombro y un caballero respetablemente vestido, de noventa y cinco kilos de peso, se precipitará en el mundo de las sombras. Estoy tan seguro como vosotros lo estaréis. Me niego a seguir discutiendo. ¡Probemos!
       —No —dijo Wish, y dio un paso y se paró.
       Clayton levantó una vez más las manos para repetir los pases del fantasma.
       En ese momento todos nos hallábamos en un estado de tensión, a causa, en gran parte, del comportamiento de Wish. Estábamos sentados con los ojos fijos en Clayton, y yo, al menos, me sentía rígido y tirante, como si mi cuerpo, desde la nuca hasta la mitad de los muslos, se hubiera convertido en acero. Y allí, con una gravedad imperturbablemente serena, Clayton se inclinaba, se balanceaba y agitaba las manos frente a nosotros. Cuando estaba a punto de finalizar, nos apretujamos unos contra otros y sentimos un hormigueo entre los dientes. El último gesto, como ya he dicho, consistía en girar los brazos y abrirlos por completo con la cara hacia arriba; y, cuando por fin inició ese gesto definitivo, dejé incluso de respirar. Era ridículo, sin duda, pero ya conocen ustedes el sentimiento que producen los relatos de fantasmas. Era después de cenar, en una casa poco común, vieja y oscura. ¿Podría, después de todo…?
       Durante un periodo de tiempo asombroso permaneció con los brazos abiertos y la cara hacia arriba, sereno y resplandeciente bajo la luz deslumbrante de la lámpara. Nos mantuvimos inmóviles durante un momento que se nos hizo un siglo, y entonces nació de todos nosotros un suspiro que expresaba un alivio infinito y un ¡no! tranquilizador. Porque, evidentemente, no había desaparecido. Todo era una invención. Nos había contado una historia infundada y casi había conseguido que le creyésemos, ¡eso era todo…! Y entonces, en ese preciso momento, la cara de Clayton cambió.
       Cambió. Cambió como cambia una casa con las luces encendidas cuando las apagan de golpe. Sus ojos se quedaron inmóviles bruscamente, su sonrisa se heló en sus labios y se mantenía de pie. Se mantenía balanceándose muy suavemente.
       También aquel momento se nos hizo eterno. Y entonces las sillas chocaron entre sí, cayeron cosas y todos nos movimos. Sus rodillas parecieron doblarse, se desplomó, y Evans se levantó y lo cogió entre sus brazos…
       Nos quedamos pasmados. Me parece que nadie dijo nada coherente durante un minuto. Lo veíamos, y sin embargo, no podíamos creerlo… Yo salí de una estupefacción desordenada para encontrarme arrodillado junto a él; su chaqueta y su camisa estaban desgarradas y la mano de Sanderson descansaba sobre su corazón.
       Bueno… el simple hecho al que nos enfrentábamos en ese momento podía esperar nuestra interpretación; no teníamos prisa por comprenderlo. Allí yació durante una hora. Hoy sigue yaciendo, negro y espantoso, a través de mi memoria. Clayton había pasado, en efecto, al mundo que está tan cerca y tan lejos del nuestro, y había ido por el único camino que pueden tomar los mortales. Pero si entró allí a causa del conjuro del pobre fantasma, o si sufrió un ataque repentino de apoplejía en el transcurso de la narración de un cuento inventado —como nos hizo creer el juez— es algo que está fuera del alcance de mi juicio; es uno de esos misterios inexplicables que deben quedar sin resolver hasta que llegue la solución final de todo. Lo único que puedo asegurar es que en el mismo momento, en el mismo instante en que Clayton concluía aquellos pases, se demudó, se tambaleó y cayó delante de nosotros… ¡muerto!