miércoles, 28 de noviembre de 2018

El fantasma inexperto - H. G. Wells (cuento)

H. G. Wells



«El fantasma inexperto» es un cuento de H. G. Wells (escritor y filósofo británico, 1866-1946) publicado en marzo de 1902 en The Strand Magazine, y al año siguiente en su libro Twelve Stories and a Dream.



El fantasma inexperto


La escena en que Clayton narró su última historia vuelve vívidamente a mi memoria. Estuvo sentado casi todo el tiempo en el extremo del confortable sofá que está junto a la espaciosa chimenea, y Sanderson, que se sentaba a su lado, fumaba una de esas pipas de arcilla Broseley que llevan su nombre. También estaban Evans y Wish, actor maravilloso y hombre modesto al mismo tiempo. Todos habíamos llegado al Mermaid Club aquel sábado por la mañana, excepto Clayton, que durmió allí la noche anterior, acontecimiento que propició su historia. Habíamos estado jugando al golf hasta que la bola se hizo invisible; tras la cena, nos encontrábamos en ese estado de bondad apacible en que los hombres pueden soportar una historia. Cuando Clayton empezó a contar una, supusimos naturalmente que la estaba inventando. Tal vez la inventaba de hecho, y el lector podrá juzgarlo en seguida tan bien como yo. Empezó, es verdad, como si relatara una anécdota real, pero pensamos que sólo era el artificio incorregible del hombre.
       —¡Oídme! —comentó después de haber observado largamente la lluvia de chispas que ascendía desde el tronco que Sanderson había atizado—. ¿Sabéis que he estado solo aquí esta noche?
       A excepción del servicio —dijo Wish.
       —Que duermen en el otro ala —dijo Clayton—. Bien, pues…
       Dio unas caladas a su cigarrillo durante un rato, como si todavía dudara de su confidencia. Entonces dijo en voz muy baja:
       —He atrapado un fantasma.
       —¿Que has atrapado un fantasma? ¿En serio? —dijo Sanderson—. ¿Dónde está?
       Y Evans, que admiraba a Clayton de una forma inconmensurable y que había estado cuatro semanas en América, exclamó:
       —¿En serio que has atrapado un fantasma, Clayton? ¡Me alegro! ¡Cuéntanoslo ahora mismo!
       Clayton dijo que lo haría en seguida y le pidió que cerrara la puerta.
       Me miró excusándose.
       —Por supuesto que no hay chismosos, pero no quiero perturbar a nuestro excelente servicio con rumores de que hay fantasmas en el club. Ya hay suficientes tinieblas y paneles de roble como para andar jugando con estas cosas. Y además, este no era un fantasma cualquiera. No creo que vuelva nunca más.
       —¿Quieres decir que no lo retuviste? —dijo Sanderson.
       —No tuve corazón para ello —dijo Clayton.
       Y Sanderson dijo a su vez que estaba sorprendido.
       Nos reímos, y Clayton pareció ofenderse.
       —Ya —dijo con una sonrisa trémula—, pero el caso es que era un fantasma de verdad, y estoy tan seguro de ello como de que estoy hablando ahora con vosotros. No bromeo. Sé lo que digo.
       Sanderson aspiró profundamente de su pipa mientras dirigía una mirada rojiza hacia Clayton; luego expulsó un hilo delgado de humo más elocuente que muchas palabras.
       Clayton ignoró el gesto.
       —Es la cosa más extraña que me ha sucedido en la vida. Ya sabéis que yo no había creído nunca en cosas de ese estilo; y entonces, mira por dónde, cazo uno en un rincón y me encuentro con todo el asunto en mis manos.
       Meditó todavía más profundamente y, tras haber sacado un segundo cigarro, comenzó a perforarlo con un curioso punzón por el que sentía afecto.
       —¿Hablaste con él? —preguntó Wish.
       —Alrededor de una hora.
       —¿Animadamente? —dije, uniéndome al círculo de escépticos.
       —El pobre diablo estaba en un apuro —dijo Clayton, inclinado sobre el extremo del cigarro y con un leve tono de reprobación.
       —¿Sollozaba? —preguntó alguien.
       Clayton exhaló un auténtico suspiro cuando esto le vino a la memoria.
       —¡Santo Dios! —dijo—. ¡Pobre hombre! Sí, claro que sí.
       —¿Dónde lo descubriste? —preguntó Evans con su mejor acento americano.
       —Nunca llegué a concebir —dijo Clayton sin hacerle caso— qué cosa tan penosa puede ser un fantasma —y mientras buscaba las cerillas en el bolsillo y prendía su cigarro, nos volvió a dejar en suspenso.
       —Lo sorprendí —contestó al fin.
       Ninguno de nosotros tenía prisa.
       —Un carácter —dijo— permanece exactamente igual, aun cuando haya sido privado de su cuerpo. Es algo que olvidamos con demasiada frecuencia. La gente dotada con cierta fuerza o firmeza de voluntad tiene un espectro con igual fuerza y firmeza de voluntad; la mayor parte de los fantasmas que se aparecen deben de estar dominados por una idea fija, como los monomaníacos, y ser tan obstinados como burros para regresar hasta la saciedad. Esta pobre criatura no era así.
       De repente levantó los ojos y recorrió la habitación con la mirada.
       —Lo digo —prosiguió— sin mala intención, pero es la pura verdad. Incluso a primera vista me pareció débil.
       Hizo una pausa llevándose el cigarro a la boca.
       —Lo encontré en el corredor. Estaba de espaldas a mí y yo le vi primero. En seguida me di cuenta de que se trataba de un fantasma. Era transparente y blanquecino; a través de su pecho pude ver con nitidez la luz tenue de la pequeña ventana del fondo. Y no sólo su físico, también su actitud me dio una impresión de debilidad. Parecía como si no supiera en absoluto qué hacer. Una mano se apoyaba en el panel y la otra se agitaba sobre su boca. ¡Así…!
       —¿Cómo era? —preguntó Sanderson.
       —Flaco. Ya sabéis cómo es ese cuello que tienen algunos jóvenes, y que forma una especie de surcos cuando se une con la espalda, aquí y aquí… ¡Así era el suyo! La cabeza pequeña e innoble, con pelo tieso y escaso, y orejas más bien deformes. Los hombros contrahechos, más estrechos que las caderas. Llevaba un cuello vuelto, una chaqueta corta y unos pantalones con rodilleras y algo deshilachados por abajo. Así fue como apareció ante mí. Subí en silencio las escaleras. Yo tenía puestas mis zapatillas a rayas, y no llevaba ninguna luz —ya sabéis que las velas están en la mesa del rellano, y allí sólo hay una lámpara—; entonces vi cómo subía. Me detuve de repente para observarle. No sentía ningún miedo. Creo que en la mayoría de estas situaciones uno no se asusta, ni se excita tanto como podría haber imaginado. Yo estaba sorprendido e intrigado. Pensé: «¡Dios mío! ¡Por fin un fantasma! Y yo que no había creído en ellos ni un sólo instante en los últimos veinticinco años».
       —Humm —dijo Wish.
       —Me parece que justo antes de llegar al rellano, descubrió mi presencia. Volvió la cabeza con brusquedad y pude ver la cara de un joven inmaduro de nariz fofa, bigotito esmirriado y barbilla escuálida. Así nos mantuvimos un instante, uno frente a otro, y él mirándome por encima del hombro. Entonces pareció recordar su alta vocación. Se volvió por completo, se elevó sobre sí mismo, adelantó la cara, levantó los brazos, desplegó las manos al modo clásico de los fantasmas y avanzó hacia mí. Mientras se mantenía en esta postura, dejó caer su pequeña mandíbula y emitió un «Uhh» débil y prolongado. No, aquello no infundía terror en absoluto. Yo ya había cenado; había bebido una botella de champán y, cuando me quedé solo, tal vez dos o tres —tal vez cuatro o cinco— whiskies, de modo que estaba tan firme como una roca y no más asustado que si me hubiera atacado una rana.
       »—Uhh —dije—. ¡Qué disparate! Tú no perteneces a este club. ¿Qué haces aquí?
       »Pude ver cómo se estremecía».
       —Uhh… uhh —dijo él.
       »—Uhh… ¡Que te cuelguen! ¿Eres miembro del club? —dije, y para demostrarle que no me inspiraba ni una pizca de miedo caminé a través de uno de sus costados para encender mi vela.
       »—¿Eres miembro del club? —repetí mirándole de lado.
       »Se movió un poco para distanciarse de mí y mostró un gesto de abatimiento.
       »—No —dijo respondiendo a la pregunta persistente de mi mirada—; no soy miembro del club… Soy un fantasma.
       »—Bueno, eso no te da derecho a entrar en el Mermaid Club. ¿Quieres ver a alguien, o algo parecido?
       »Y encendí la vela con la mayor calma posible por temor a que confundiera la torpeza producida por el whisky con la perturbación del miedo. Me volví hacia él con la vela en la mano.
       »—¿Qué haces aquí? —dije.
       »Dejó caer sus manos y cesó de decir «Uhh». Y allí se erguía, torpe y avergonzado, el fantasma de un joven débil, simple e indeciso.
       »—Estoy de ronda —dijo.
       »—No tienes nada que hacer aquí —dije en tono tranquilo.
       »—Soy un fantasma —dijo a modo de justificación.
       »—Puede ser, pero no tienes por qué rondar por aquí. Este es un club privado, respetable; aquí vienen con frecuencia personas con niñeras y niños, y como andas con tanto descuido, algún pobre niño te puede encontrar y asustarse horriblemente. Supongo que no has reparado en ello.
       »—No, señor —dijo.
       »—Pues deberías haberlo hecho. ¿No tendrás alguna justificación para venir aquí, verdad? Haber sido asesinado en el club o algo parecido.
       »—No, señor; pero pensé que como era un edificio viejo y tenía paredes de roble…
       »—Eso es una excusa —dije, mirándole fijamente—. Es un error haber venido aquí —continué en un tono de superioridad amistosa. Hice como que buscaba mis cerillas y luego lo miré con franqueza—. Si yo fuera tú, no esperaría al canto del gallo… me desvanecería al instante.
       »Pareció aturdirse.
       »—Es que, señor… —comenzó.
       »—Me desvanecería —repetí, dándole a entender que regresara a su mundo.
       »—Es que, señor, por alguna razón, no puedo.
       »—¿Que no puedes?
       »—No, señor. Hay algo que he olvidado. He estado vagando por aquí desde medianoche, ocultándome en los armarios de los dormitorios vacíos y en lugares parecidos. Estoy confundido. Nunca antes había salido a rondar y esta situación me desconcierta.
       »—¿Te desconcierta?
       »—Sí, señor. He intentado hacerlo varias veces, pero no lo he conseguido. Hay algo que se me ha ido de la memoria y no puedo volver.
       »Esto me impresionó profundamente. Me miraba con tanta humildad que por nada del mundo habría mantenido yo el tono tan agresivo que había adoptado.
       »—Es extraño —dije, y mientras hablaba imaginé oír a alguien que se movía por abajo—. Ven a mi cuarto y cuéntame algo más sobre el asunto —yo, por supuesto, no entendía nada.
       »Intenté cogerle del brazo, pero, evidentemente, era como intentar coger un soplo de humo. Había olvidado mi número, me parece. De cualquier forma, recuerdo haber entrado en varios dormitorios —fue una suerte que yo fuera el único que se encontraba en ese ala— hasta que al fin vi mis cosas.
       »—Ya estamos —dije, y me senté en el sillón—. Siéntate y cuéntamelo todo. Me parece que te has metido en un buen lío, amigo.
       »Bueno, el fantasma dijo que no quería sentarse y que prefería ir y venir por la habitación, si a mí no me importaba. Así lo hizo y en un instante nos vimos sumidos en una conversación larga y seria. En ese momento, los efluvios de los whiskies y del soda se desvanecieron y empecé a tomar conciencia del extraordinario y fantástico asunto en que estaba metido. Allí estaba, semitransparente, el fantasma convencional, silencioso excepto cuando emitía su voz fantasmal, revoloteando de aquí para allá, en aquel dormitorio viejo, limpio, agradable y tapizado de quimón. Se podía ver, a través de él, la tenue luz de las palmatorias de cobre, el resplandor de los guardafuegos de bronce y las esquinas de los grabados enmarcados en la pared; y allí estaba él, contándome su desdichada y corta vida, que acababa de concluir en la tierra. No tenía una cara especialmente honesta, pero, al ser transparente, no podía eludir decir la verdad.
       —¿Eh? —dijo Wish, levantándose repentinamente de la silla.
       —¿Cómo? —dijo Clayton.
       —Por ser transparente… no podía evitar decir la verdad… No lo entiendo —dijo Wish.
       —Yo tampoco —dijo Clayton, con una seguridad inimitable—; pero es así. Puedo asegurarlo. No creo que se haya desviado un ápice de la verdad. Me contó cómo había muerto —bajó con una vela a un sótano de Londres para descubrir el lugar donde se producía un escape de gas— y que era profesor de inglés en una escuela privada de Londres cuando sucedió el escape.
       —Pobre desdichado —dije.
       —Lo mismo pensaba yo, y a medida que me hablaba, más lo pensaba. Allí estaba, sin meta en la vida, sin meta fuera de ella. Habló de su padre, de su madre, de su profesor y de todos aquellos con quienes había tenido trato, con desprecio. Había sido demasiado sensible, demasiado nervioso; nadie le había valorado en su justa medida, ni entendido, dijo. Nunca había tenido en el mundo un amigo de verdad, sospecho. Nunca había tenido éxito. Había rehuido las diversiones y suspendido los exámenes.
       »—Hay mucha gente así —me dijo—; cuando entraba en el aula del examen, parecía que todo se esfumaba.
       »Se había prometido con otra persona extremadamente impresionable, supongo, cuando la imprudencia con el escape de gas puso fin a su aventura amorosa.
       »—¿Y dónde estás ahora? —pregunté—. ¿No estarás en…?
       »No fue nada claro en su respuesta. Me dio la impresión de que se trataba de un estado vago, intermedio, un lugar reservado especialmente a las almas con muy poca existencia para cosas tan positivas como el pecado o la virtud. No lo sé. Era demasiado egoísta y distraído para darme una idea clara sobre la clase de lugar, de región que se extiende al Otro Lado de las Cosas. Estuviera donde estuviera, parece que había caído entre un grupo de espíritus afines: fantasmas de jóvenes débiles de los barrios bajos de Londres, que tenían el mismo nombre y que hablaban a menudo de «ir de ronda» y cosas parecidas. Al parecer, pensaban que «ir de ronda» era una aventura tremenda y la mayoría de ellos se rajaban siempre. Y así, apremiado por los otros, había llegado al club.
       —¡Increíble! —dijo Wish, absorto frente al fuego.
       —En todo caso, eso es lo que me dio a entender —dijo Clayton con modestia—. Es posible que yo no me encontrara en el estado más apropiado para juzgar, pero ese es el panorama que describió. Continuó revoloteando de un lado para otro, sin dejar de hablar con su delgada voz, de su yo desdichado, pero sin decir una palabra clara ni una frase coherente en todo el tiempo. Era más delgado, más simple y más inútil que cuando estaba vivo; en ese caso, si hubiera estado vivo, no habría permanecido en mi dormitorio, le habría echado a patadas.
       —Sin duda —dijo Evans—, hay pobres mortales de esa naturaleza.
       —Y tienen tantas posibilidades de convertirse en fantasmas como cualquiera de nosotros —admití yo.
       —Lo que tenía cierta importancia para él era que, dentro de unos límites, parecía descubrirse así mismo. El desorden producido por la ronda le había deprimido terriblemente. Le habían dicho que sería una «juerga»; él había venido esperando que fuera una juerga y sólo había conseguido un nuevo fracaso que añadir a su larga lista. Se definía a sí mismo como un fracasado completo y consumado. Decía, y le creo totalmente, que nunca había intentado hacer algo en la vida que no le hubiera salido fatal y que le seguiría ocurriendo a través de la inmensidad de la eternidad. Si hubiera recibido más comprensión, tal vez… Se interrumpió y se quedó mirándome. Observó que, por extraño que pudiera parecerme, nadie, absolutamente nadie le había dado la comprensión que yo le estaba dando en ese momento. En seguida me di cuenta de lo que quería y decidí librarme de él de una vez por todas. Puedo ser un bestia, pero ser el Único Amigo Verdadero, el receptáculo de las confidencias de uno de esos egoístas enfermizos, ya sea hombre o fantasma, es algo que está más allá de mi resistencia física. Me levanté bruscamente.
       »—No te obsesiones demasiado con estas cosas —dije—. Lo que tienes que hacer es irte, irte ya… Serénate e inténtalo.
       »—No puedo —dijo.
       »—Inténtalo —dije, y lo intentó.
       —¡Intentarlo! —dijo Sanderson—. ¿Cómo?
       —Con pases —dijo Clayton.
       —¿Pases?
       —Series complicadas de gestos y pases hechos con las manos. Así vino y así tenía que irse. ¡Señor! ¡El trabajo que me costó!
       —Pero ¿cómo una serie de pases puede…? —comencé a decir.
       —Amigo mío —dijo Clayton, volviéndose hacia mí y poniendo mucho énfasis en ciertas palabras—, quieres tenerlo todo claro. No sé cómo. Sé lo que tú: al final lo hizo, pero no sé cómo. Después de un rato espantoso, consiguió hacer bien sus pases y desapareció súbitamente.
       —¿Te fijaste en esos pases? —dijo Sanderson con lentitud.
       —Sí —dijo Clayton, y pareció meditar unos instantes—. Era tremendamente extraño. Allí estábamos los dos, yo y ese fantasma impreciso y delgado, en esa habitación silenciosa, en esta casa silenciosa y vacía, en esta pequeña ciudad silenciosa el viernes por la noche. Ningún sonido, salvo nuestras voces y el jadeo casi imperceptible que el fantasma producía cuando gesticulaba. La vela de la habitación y la que había encima del tocador estaban encendidas, eso era todo; a veces, una de las dos lanzaba una llama alta, delgada y temblorosa durante un corto espacio de tiempo. Y sucedieron cosas extrañas.
       »—No puedo —decía el fantasma—, ¡nunca podré…!
       »Y de repente se sentó en una silla junto al pie de la cama y empezó a sollozar. ¡Dios mío! ¡Qué cosa tan horrible y quejumbrosa parecía!
       »—Domínate —le decía yo, y trataba de darle palmaditas en la espalda… ¡y mi condenada mano pasaba a través de él!
       »En ese momento no me sentía tan… entero como cuando estaba en el rellano. Sentía plenamente la singularidad de la situación. Recuerdo que alejé mi mano de él con un leve temblor y que fui hacia el tocador.
       »—Sobreponte —le dije— e inténtalo.
       »Y para animarle y ayudarle, me puse a intentarlo yo también.
       —¡Qué! —dijo Sanderson—. ¿Los pases?
       —Sí, los pases.
       —Pero… —dije yo, movido por una idea que se me escapaba.
       —Esto es interesante —dijo Sanderson, con un dedo metido en el hornillo de la pipa—. ¿Quieres decir que ese fantasma tuyo reveló…?
       —¿Que si hizo todo lo que pudo para revelar el secreto de la maldita barrera? Sí.
       —No —dijo Wish—, no pudo hacerlo. De otro modo, te hubieras ido tú también.
       —Eso es precisamente… —dije, al ver mi esquiva idea expresada con palabras.
       —Eso es precisamente —repitió Clayton, mirando el fuego con ojos pensativos.
       Se produjo un breve silencio.
       —¿Y al final lo consiguió? —dijo Sanderson.
       —Al fin lo consiguió. Tuve que emplearme a fondo para mantenerle a flote, pero al fin lo consiguió… y de forma inesperada. Se desesperaba, discutimos violentamente, y entonces se levantó de un salto y me pidió que ejecutara despacio todos los movimientos para que él pudiera fijarse.
       »—Creo —dijo— que si pudiera verlo, descubriría en seguida lo que va mal.
       »Y lo descubrió.
       »—Ya lo sé —dijo.
       »—¿Qué sabes? —pregunté.
       »—Ya lo sé —repitió. Después añadió malhumorado—: Si me mira, no puedo hacerlo… de verdad que no puedo; eso ha sido, en parte, lo que me lo ha impedido hasta ahora. Soy tan nervioso que usted me desconcierta.
       »Bueno, discutimos un poco. Yo quería verlo, naturalmente, pero él era tan terco como una mula; y, de pronto, me sentí extenuado… me había dejado sin fuerzas.
       »—Está bien, no te miraré —dije, y me volví hacia el espejo del armario que está junto a la cama.
       »Empezó muy rápido. Yo traté de seguir mirándole en el espejo para ver lo que había omitido. Sus brazos y manos giraban así y así, y entonces, de golpe, llegó al movimiento final —el cuerpo erguido y los brazos abiertos—, y así se quedó. Y después, ¡ya no estaba! ¡No estaba! ¡Desapareció! Giré sobre mis talones, desde el espejo hacia el lugar donde él se encontraba. ¡No había nada! Estaba solo entre velas llameantes y un espíritu fluctuante. ¿Qué había pasado? ¿Había pasado algo realmente? ¿Había estado soñando…? Y entonces, con un timbre absurdo de finalidad, el reloj del rellano descubrió que era el momento adecuado para dar la una. Así: ¡Ping! Y yo estaba tan grave y sobrio como un juez, con todo mi champán y todo mi whisky que se habían ido a tomar el fresco. Y con una sensación extraña, ¿sabéis…? ¡Condenadamente extraña! ¡Dios mío!
       Contempló la ceniza de su cigarro un instante.
       —Esto es todo lo que pasó.
       —¿Te fuiste a la cama después?
       —¿Qué otra cosa podía hacer?
       Miré a Wish a los ojos. Queríamos reírnos, pero había algo, tal vez algo, en la voz y en la actitud de Clayton que impedía nuestro deseo.
       —¿Y los pases? —dijo Sanderson.
       —Creo que los podría hacer ahora.
       —¡Oh! —dijo Sanderson, y sacó una navaja y se puso a limpiar de restos de tabaco el hornillo de su pipa de arcilla.
       —¿Por qué no los haces ahora? —continuó Sanderson, cerrando su navaja con un chasquido.
       —Es lo que voy a hacer —dijo Clayton.
       —No funcionará —dijo Evans.
       —Y si… —sugerí.
       —Prefiero que no lo hagas —dijo Wish, estirando las piernas.
       —¿Por qué? —preguntó Evans.
       —Prefiero que no lo haga —dijo Wish.
       —Pero si no los sabe hacer bien —dijo Sanderson, cargando su pipa con un montón de tabaco.
       —Me da igual, preferiría que no lo hiciera —dijo Wish.
       Discutimos con Wish. Decía que si Clayton ejecutaba esos gestos, sería burlarse de una cosa muy seria.
       —¿Pero tú no habrás creído…? —dije.
       Wish miró a Clayton, quien, mirando fijamente al fuego, sopesaba algo en su mente.
       —Lo creo… al menos más de la mitad, sí —dijo Wish.
       —Clayton —dije—, eres demasiado bueno para engañarnos. La mayor parte estaba bien. Pero esa desaparición… tendría que ser más convincente. Confiesa que se trataba de un cuento fantástico.
       Se levantó sin haberme prestado atención, se situó en el centro de la alfombra y se volvió hacia mí. Durante un rato contempló sus pies con aire pensativo, después sus ojos se clavaron en la pared opuesta y los mantuvo con expresión abstraída durante el resto del tiempo. Levantó las manos lentamente hasta la altura de los ojos y así empezó…
       Ahora bien, Sanderson es un francmasón, miembro de la logia de los Cuatro Reyes, la cual se dedica con acierto al estudio y elucidación de todos los misterios de la masonería del pasado y del presente, y entre los estudiosos de esta logia, Sanderson no es en absoluto el menos importante. Siguió, con sus ojos enrojecidos, los movimientos de Clayton con singular interés.
       —No está mal —dijo cuando Clayton terminó—. Realmente ejecutas los movimientos de una manera asombrosa: pero falta un pequeño detalle.
       —Ya lo sé —dijo Clayton—, creo que podría decirte cuál es.
       —¿Cuál?
       —Este —dijo Clayton, y giró extrañamente la mano, la retorció y la impulsó hacia delante.
       —Exacto.
       —Esto, sabes, es lo que él no conseguía hacer bien —dijo Clayton—. Pero ¿cómo tú…?
       —No comprendo casi nada de este asunto, y especialmente cómo has podido inventártelo —dijo Sanderson—, pero esto último… —reflexionó— me resulta familiar. Tienen que ser series de gestos conectados con cierta rama de la Masonería esotérica… Supongo que lo sabes. De otra forma… ¿cómo?
       Reflexionó de nuevo.
       —No creo que pueda hacerte ningún daño si te digo cuál es el giro adecuado. Al fin y al cabo da lo mismo que lo sepas o no.
       —Sólo sé —dijo Clayton— lo que el pobre diablo me reveló anoche.
       —De acuerdo, no importa —dijo Sanderson, y colocó su pipa en la repisa de la chimenea con sumo cuidado. Entonces gesticuló con las manos vertiginosamente.
       —¿Así? —dijo Clayton, repitiendo los movimientos.
       —Así —dijo Sanderson, y volvió a coger su pipa.
       —¡Ah! Ahora —dijo Clayton— puedo hacerlo todo… bien.
       Se irguió frente al fuego mortecino y nos sonrió. Pero creo que había cierta vacilación en su sonrisa.
       —Y si empiezo —dijo.
       —Yo no empezaría —dijo Wish.
       —¡No hay motivo de preocupación! —dijo Evans—. La materia es indestructible. No irás a pensar que una patraña de ese tipo va a arrojar a Clayton al mundo de las sombras. ¡Ni mucho menos! Por mí, Clayton, puedes intentarlo hasta que los brazos se te desprendan de las muñecas.
       —Yo no pienso lo mismo —dijo Wish, levantándose y poniendo un brazo sobre el hombro de Clayton—; has conseguido que me crea esa historia y no quiero que lo hagas.
       —¡Dios mío! —dije—. ¡Mirar qué asustado está Wish!
       —Lo estoy —dijo Wish, con una intensidad real o fingida admirablemente—. Creo que si ejecuta esos movimientos, desaparecerá.
       —No le ocurrirá nada parecido —exclamé—. Los hombres sólo tienen un camino para salir de este mundo y a Clayton le quedan treinta años para llegar a él. Además… ¡Vaya fantasma! ¿Piensas que…?
       Wish me interrumpió al moverse. Salió del círculo de los sillones y se paró junto a la mesa.
       —Clayton —dijo—, ¡estás loco!
       Clayton se volvió y le sonrió con una mirada alegre y luminosa.
       —Wish —dijo—, tienes razón, y los demás estáis equivocados. Desapareceré. Ejecutaré hasta el último de estos pases y, cuando el último silbido cruce el aire… ¡allez hop! Esta alfombra estará vacía, la habitación rebosará de profundo asombro y un caballero respetablemente vestido, de noventa y cinco kilos de peso, se precipitará en el mundo de las sombras. Estoy tan seguro como vosotros lo estaréis. Me niego a seguir discutiendo. ¡Probemos!
       —No —dijo Wish, y dio un paso y se paró.
       Clayton levantó una vez más las manos para repetir los pases del fantasma.
       En ese momento todos nos hallábamos en un estado de tensión, a causa, en gran parte, del comportamiento de Wish. Estábamos sentados con los ojos fijos en Clayton, y yo, al menos, me sentía rígido y tirante, como si mi cuerpo, desde la nuca hasta la mitad de los muslos, se hubiera convertido en acero. Y allí, con una gravedad imperturbablemente serena, Clayton se inclinaba, se balanceaba y agitaba las manos frente a nosotros. Cuando estaba a punto de finalizar, nos apretujamos unos contra otros y sentimos un hormigueo entre los dientes. El último gesto, como ya he dicho, consistía en girar los brazos y abrirlos por completo con la cara hacia arriba; y, cuando por fin inició ese gesto definitivo, dejé incluso de respirar. Era ridículo, sin duda, pero ya conocen ustedes el sentimiento que producen los relatos de fantasmas. Era después de cenar, en una casa poco común, vieja y oscura. ¿Podría, después de todo…?
       Durante un periodo de tiempo asombroso permaneció con los brazos abiertos y la cara hacia arriba, sereno y resplandeciente bajo la luz deslumbrante de la lámpara. Nos mantuvimos inmóviles durante un momento que se nos hizo un siglo, y entonces nació de todos nosotros un suspiro que expresaba un alivio infinito y un ¡no! tranquilizador. Porque, evidentemente, no había desaparecido. Todo era una invención. Nos había contado una historia infundada y casi había conseguido que le creyésemos, ¡eso era todo…! Y entonces, en ese preciso momento, la cara de Clayton cambió.
       Cambió. Cambió como cambia una casa con las luces encendidas cuando las apagan de golpe. Sus ojos se quedaron inmóviles bruscamente, su sonrisa se heló en sus labios y se mantenía de pie. Se mantenía balanceándose muy suavemente.
       También aquel momento se nos hizo eterno. Y entonces las sillas chocaron entre sí, cayeron cosas y todos nos movimos. Sus rodillas parecieron doblarse, se desplomó, y Evans se levantó y lo cogió entre sus brazos…
       Nos quedamos pasmados. Me parece que nadie dijo nada coherente durante un minuto. Lo veíamos, y sin embargo, no podíamos creerlo… Yo salí de una estupefacción desordenada para encontrarme arrodillado junto a él; su chaqueta y su camisa estaban desgarradas y la mano de Sanderson descansaba sobre su corazón.
       Bueno… el simple hecho al que nos enfrentábamos en ese momento podía esperar nuestra interpretación; no teníamos prisa por comprenderlo. Allí yació durante una hora. Hoy sigue yaciendo, negro y espantoso, a través de mi memoria. Clayton había pasado, en efecto, al mundo que está tan cerca y tan lejos del nuestro, y había ido por el único camino que pueden tomar los mortales. Pero si entró allí a causa del conjuro del pobre fantasma, o si sufrió un ataque repentino de apoplejía en el transcurso de la narración de un cuento inventado —como nos hizo creer el juez— es algo que está fuera del alcance de mi juicio; es uno de esos misterios inexplicables que deben quedar sin resolver hasta que llegue la solución final de todo. Lo único que puedo asegurar es que en el mismo momento, en el mismo instante en que Clayton concluía aquellos pases, se demudó, se tambaleó y cayó delante de nosotros… ¡muerto!

No hay comentarios:

Publicar un comentario