viernes, 30 de diciembre de 2016

No respiramos: Inflamos fantasmas - Édgar Omar Avilés





No respiramos: Inflamos fantasmas (Posdata Editores, 2014) de Édgar Omar Avilés (escritor mexicano, 1980) es el quinto libro de cuento publicado por el autor. Estas páginas reúnen ochenta minificciones peculiares y sorprendentes, bellas y también terroríficas que en un espacio muy breve de tiempo reconfiguran la realidad.

En el universo de Avilés, la realidad no es más que una cadena de suposiciones o hipótesis colectivas (como lo declara en esta entrevista para Revista Marabunta en 2015) que ocultan mucho más de lo que tratan de esclarecer, mismas que con el distintivo particular de lo fugaz, el autor traduce en un catálogo de ingeniosas interpretaciones.

El inconsciente y los sueños, las descripciones, los esclarecimientos, el origen de los suspiros e historias circulares e infinitas que imitan a los ancestrales símbolos de los uróboros permiten conocer una parte de la creatividad ilimitada y maravillosa de Avilés.

En particular, su relato breve «Una gota de rocío» remite al cuento «El incidente del Puente del Búho» de Ambrose Bierce, y «Little boy» ofrece un desarrollo alterno que, sin embargo, resulta en el mismo desenlace para los habitantes de Hiroshima que fallecieron en 1945 debido a la explosión de la bomba atómica nombrada de esa forma.

Las siguientes son sólo algunas de mis preferidas:

Vestir

Nacemos por pudor: las almas cubren su desnudez con un cuerpo.


Neonatos

De algunos ahogados no se encuentra el cadáver porque se supieron en el vientre de su madre y volvieron a nacer.


Es la noche hermosa

Y va creciendo el resplandor de las estrellas, hasta que se impactan todas en la tierra.


Luz

La noche es luz de un sol negro. Con esa luz vemos lo que realmente hay en el mundo: nada. En la clara oscuridad del día, los focos prendidos y el fuego de las velas, no vemos: imaginamos ciudades y rostros que no existen. 


Siete confesiones 
(fragmento)

Uno de cada cinco humanos no existe, y los otros cuatro lo imaginan.

Escribo para que el rencor de mis personajes no se vuelva contra mí.

No respiramos: inflamos fantasmas.


Felipe Garrido afirma, al finalizar su Credo para el Encuentro Internacional de Cuentistas de la FIL de Guadalajara 2014, que «La estética del cuento corto es la estética del relámpago», y los relatos breves de Avilés tienen precisamente la duración que tiene un rayo, y también una energía contundente. Son el filo del hacha a la que se refería Kafka al hablar sobre literatura: «Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros».

Pueden leer varias de estas historias cortas en el primer número del suplemento «Letras para llevar» de la Gaceta Nicolaita de la Universidad Michoacana.

El libro está a la venta en la página de Kichink de la editorial.

jueves, 29 de diciembre de 2016

El gigante ahogado - J. G. Ballard (cuento)

J. G. Ballard




El gigante ahogado



   En la mañana después de la tormenta las aguas arrojaron a la playa, a ocho kilómetros al noroeste de la ciudad, el cuerpo de un gigante ahogado. La primera noticia la trajo un campesino de las cercanías y fue confirmada luego por los hombres del periódico local y de la policía. Sin embargo, la mayoría de la gente, incluyéndome a mí, no lo creímos, pero la llegada de otros muchos testigos oculares que confirmaban el enorme tamaño del gigante excitó al fin nuestra curiosidad. Cuando salimos para la costa poco después de las dos, no quedaba casi nadie en la biblioteca donde mis colegas y yo estábamos investigando, y la gente siguió dejando las oficinas y las tiendas durante todo el día, a medida que la noticia corría por la ciudad.

En el momento en que alcanzamos las dunas sobre la playa, ya se había reunido una multitud considerable, y vimos el cuerpo tendido en el agua baja, a doscientos metros. Lo que habíamos oído del tamaño del gigante nos pareció entonces muy exagerado. Había marea baja, y casi todo el cuerpo del gigante estaba al descubierto, pero no parecía ser mayor que un tiburón echado al sol. Yacía de espaldas con los brazos extendidos a los lados, en una actitud de reposo, como si estuviese dormido sobre el espejo de arena húmeda. La piel descolorida se le reflejaba en el agua y el cuerpo resplandecía a la clara luz del sol como el plumaje blanco de un ave marina. Perplejos, y descontentos con las explicaciones de la multitud, mis amigos y yo bajamos de las dunas hacia la arena de la orilla. Todos parecían tener miedo de acercarse al gigante, pero media hora después dos pescadores con botas altas salieron del grupo, adelantándose por la arena. Cuando las figuras minúsculas se acercaron al cuerpo recostado, un alboroto de conversaciones estalló entre los espectadores. Los dos hombres parecían criaturas diminutas al lado del gigante. Aunque los talones estaban parcialmente hundidos en la arena, los pies se alzaban a por lo menos el doble de la estatura de los pescadores, y comprendimos inmediatamente que este leviatán ahogado tenía la masa y las dimensiones de una ballena.

Tres barcos pesqueros habían llegado a la escena y estaban a medio kilómetro de la playa; las tripulaciones observaban desde las proas. La prudencia de los hombres había disuadido a los espectadores de la costa que habían pensado en vadear las aguas bajas. Impacientemente, todos dejamos las dunas y esperamos en la orilla. El agua había lamido la arena alrededor de la figura, formando una concavidad, como si el gigante hubiese caído del cielo. Los dos pescadores estaban ahora entre los inmensos plintos de los pies, y nos saludaban como turistas entre las columnas de un templo lamido por las aguas, a orillas del Nilo. Durante un momento temí que el gigante estuviera sólo dormido y pudiera moverse y juntar de pronto los talones, pero los ojos vidriados miraban fijamente al cielo, sin advertir esas réplicas minúsculas de sí mismo que tenía entre los pies.

Los pescadores echaron a andar entonces alrededor del cuerpo, pasando junto a los costados blancos de las piernas. Luego de detenerse a examinar los dedos de la mano supina, desaparecieron entre el brazo y el pecho, y asomaron de nuevo para mirar la cabeza, protegiéndose los ojos del sol mientras contemplaban el perfil griego. La frente baja, la nariz recta y los labios curvos me recordaron una copia romana de Praxíteles; las cartelas elegantemente formadas de las ventanas de la nariz acentuaban el parecido con una escultura monumental.

Repentinamente brotó un grito de la multitud, y un centenar de brazos apuntaron hacia el mar. Sobresaltado, vi que uno de los pescadores había trepado al pecho del gigante y se paseaba por encima haciendo señas hacia la orilla. Hubo un rugido de sorpresa y victoria en la multitud, perdido en una precipitación de conchillas y arenisca cuando todos corrieron playa abajo.

Al acercarnos a la figura recostada, que descansaba en un charco de agua del tamaño de un campo de futbol, la charla excitada disminuyó otra vez, dominada por las enormes dimensiones de este coloso moribundo. Estaba tirado en un ligero ángulo con la orilla, las piernas más hacia la costa, y este detalle había ocultado la longitud real del cuerpo. A pesar de los dos pescadores subidos al abdomen, el gentío se había ordenado en un amplio círculo, y de cuando en cuando unos pocos grupos de tres o cuatro personas avanzaban hacia las manos y los pies.

Mis compañeros y yo caminamos alrededor de la parte que daba al mar; las caderas y el tórax del gigante se elevaban por encima de nosotros como el casco de un navío varado. La piel perlada, distendida por la inmersión en el agua del mar, disimulaba los contornos de los enormes músculos y tendones. Pasamos por debajo de la rodilla izquierda, que estaba ligeramente doblada, y de donde colgaban los tallos de unas húmedas algas marinas. Cubriéndole flojamente el diafragma y manteniendo una tenue decencia, había un pañolón de tela, de trama abierta, y de un color amarillo blanqueado por el agua. El fuerte olor a salitre de la prenda que se secaba al sol se mezclaba con el aroma dulzón y poderoso de la piel del gigante.

Nos detuvimos junto al hombre y observamos el perfil inmóvil. Los labios estaban ligeramente separados, el ojo abierto nubloso y ocluido, como si le hubieran inyectado algún líquido azul lechoso, pero las delicadas bóvedas de las ventanas de la nariz y las cejas daban a la cara un encanto ornamental que contradecía la pesada fuerza del pecho y de los hombros.

La oreja estaba suspendida sobre nuestras cabezas como un portal esculpido. Cuando alcé la mano para tocar el lóbulo colgante alguien apareció gritando sobre el borde de la frente. Asustado por esta aparición retrocedí unos pasos, y vi entonces que unos jóvenes habían trepado a la cara y se estrujaban unos a otros, saltando en las órbitas.

La gente andaba ahora por todo el gigante, cuyos brazos recostados proporcionaban una doble escalinata. Desde las palmas caminaban por los antebrazos hasta el codo y luego se arrastraban por el hinchado vientre de los bíceps hasta el llano paseo de los músculos pectorales que cubrían la mitad superior del pecho liso y lampiño. Desde allí subían a la cara, pasando las manos por los labios y la nariz, o bajaban corriendo por el abdomen para reunirse con otros que habían trepado a los tobillos y patrullaban las columnas gemelas de los muslos.

Seguimos caminando entre la gente, y nos detuvimos para examinar la mano derecha extendida. En la palma había un pequeño charco de agua, como el residuo de otro mundo, pisoteado ahora por los que trepaban al brazo. Traté de leer las líneas que acanalaban la piel de la palma buscando algún indicio del carácter del gigante, pero la dilatación de los tejidos casi las había borrado, llevándose todos los posibles rastros de identidad y los signos de las últimas circunstancias trágicas. Los huesos y los músculos de la mano daban la impresión de que el coloso no era demasiado sensible, pero la precisa flexión de los dedos y las uñas cuidadas, cortadas todas simétricamente a una distancia de quince centímetros de la carne mostraban un temperamento de algún modo delicado, confirmado por las facciones griegas de la cara, en la que se posaban ahora como moscas todos los vecinos del pueblo.

Hasta había un joven de pie en la punta de la nariz, moviendo los brazos a los lados y gritándoles a otros muchachos, pero la cara del gigante conservaba una sólida compostura.

Regresando a la orilla nos sentamos en la arena y miramos la corriente continua de gente que llegaba del pueblo. Unos seis o siete botes de pesca se habían reunido a corta distancia de la costa, y las tripulaciones vadeaban el agua poco profunda para ver desde más cerca esta presa traída por la tormenta. Más tarde apareció una partida de policías y con poco entusiasmo intentó acordonar la playa, pero después de subir a la figura recostada abandonaron la idea, y se alejaron todos juntos echando miradas divertidas por encima del hombro.

Una hora después había un millar de personas en la playa, y doscientas de ellas estaban de pie o sentadas en el gigante, apiñadas en los brazos y las piernas o circulando en un alboroto incesante por el pecho y el estómago. Un grupo de jóvenes se había instalado en la cabeza, empujándose unos a otros sobre las mejillas y deslizándose por la superficie lisa de la mandíbula. Dos o tres habían montado a horcajadas en la nariz, y otro se arrastró dentro de uno de los orificios, desde donde ladraba como un perro.

Esa tarde volvió la policía y abrió paso por entre la multitud a una partida de hombres de ciencia —autoridades en anatomía y en biología marina— de la universidad. El grupo de jóvenes y la mayoría de la gente bajaron del gigante, dejando atrás unas pocas almas intrépidas encaramadas en las puntas de los dedos de los pies y en la frente. Los expertos anduvieron a pasos largos alrededor del gigante, deliberando con señas vigorosas, precedidos por los policías que iban apartando a la multitud. Cuando llegaron a la mano extendida, el oficial mayor se ofreció para ayudarlos a subir a la palma, pero los expertos se negaron apresuradamente. Luego que estos hombres regresaron a la orilla, la muchedumbre trepó una vez más al gigante, y cuando nos marchamos a las cinco ya se habían apoderado totalmente del cuerpo, cubriendo los brazos y las piernas como una compacta banda de gaviotas posada en el cadáver de un cetáceo.

Visité de nuevo la playa tres días después. Mis amigos de la biblioteca habían vuelto al trabajo, y habían delegado en mí la tarea de vigilar al gigante y preparar un informe. Quizá entendían mi interés particular por el caso, y era realmente cierto que yo estaba ansioso por volver a la playa.

No había nada necrofílico en esto, porque el gigante estaba realmente vivo para mí, más vivo por cierto que la mayoría de la gente que iba allí a mirarlo. Lo que yo encontraba tan fascinante era en parte esa escala inmensa, los enormes volúmenes de espacio ocupados por los brazos y las piernas que parecían confirmar la identidad de mis propios miembros en miniatura, pero sobre todo el hecho categórico de la existencia del gigante. No hay cosa en la vida, quizá, que no pueda ser motivo de dudas, pero el gigante, muerto o vivo, existía en un sentido absoluto, dejando entrever un mundo de absolutos análogos, de los cuales nosotros, los espectadores de la playa, éramos sólo imitaciones, diminutas e imperfectas.

Cuando llegué a la costa el gentío era considerablemente menor, y había unas doscientas o trescientas personas sentadas en la arena, merendando y observando a los grupos de visitantes que bajaban por la playa. Las mareas sucesivas habían acercado el gigante a la costa, moviendo la cabeza y los hombros hacia la playa, de modo que el tamaño del cuerpo parecía duplicado, empequeñeciendo a los botes de pesca varados ahora junto a los pies. El contorno irregular de la playa había arqueado ligeramente el espinazo del gigante, extendiéndole el pecho e inclinándole la cabeza hacia atrás, en una posición más explícitamente heroica. Los efectos combinados del agua salada y la tumefacción de los tejidos le daban ahora a la cara un aspecto más blando y menos joven. Aunque a causa de las vastas proporciones del rostro era imposible determinar la edad y el carácter del gigante, en mi visita previa el modelado clásico de la boca y de la nariz me habían llevado a pensar en un hombre joven de temperamento modesto y humilde. Ahora, sin embargo, el gigante parecía estar, por lo menos, en los primeros años de la madurez. Las mejillas hinchadas, la nariz y las sienes más anchas y los ojos apretados insinuaban una edad adulta bien alimentada, que ya mostraba ahora la proximidad de una creciente corrupción.

Este acelerado desarrollo postmortem, como si los elementos latentes del carácter del gigante hubieran alcanzado en vida el impulso suficiente como para descargarse en un breve resumen final, me fascinaba de veras. Señalaba el principio de la entrega del gigante a ese sistema que lo exige todo: el tiempo en el que como un millón de ondas retorcidas en un remolino fragmentado se encuentra el resto de la humanidad y del que nuestras vidas finitas son los productos últimos. Me senté en la arena directamente delante de la cabeza del gigante, desde donde podía ver a los recién llegados y a los niños trepados a los brazos y las piernas.

Entre las visitas matutinas había una cantidad de hombres con chaquetas de cuero y gorras de paño, que escudriñaban críticamente al gigante con ojo profesional, midiendo a pasos sus dimensiones y haciendo cálculos aproximativos en la arena con maderas traídas por el mar. Supuse que eran del departamento de obras públicas y otros cuerpos municipales, y estaban pensando sin duda cómo deshacerse de este colosal resto de naufragio.

Varios sujetos bastante mejor vestidos, propietarios de circos o algo así, aparecieron también en escena y pasearon lentamente alrededor del cuerpo, con las manos en los bolsillos de los largos gabanes, sin cambiar una palabra. Evidentemente, el tamaño era demasiado grande aun para los mayores empresarios. Al fin se fueron, y los niños siguieron subiendo y bajando por los brazos y las piernas, y los jóvenes forcejearon entre ellos sobre la cara supina, dejando las huellas arenosas y húmedas de los pies descalzos en la piel blanca de la cara.

Al día siguiente postergué deliberadamente la visita hasta las últimas horas de la tarde, y cuando llegué había menos de cincuenta o sesenta personas sentadas en la arena. El gigante había sido llevado aún más hacia la playa, y estaba ahora a unos setenta y cinco metros, aplastando con los pies la empalizada podrida de un rompeolas. El declive de la arena más firme inclinaba el cuerpo hacia el mar, y en la cara magullada había un gesto casi consciente. Me senté en un amplio montacargas que habían sujetado a un arco de hormigón sobre la arena, y miré hacia abajo la figura recostada.

La piel blanqueada había perdido ahora la perlada translucidez, y estaba salpicada de arena sucia que reemplazaba la que había sido llevada por la marea nocturna. Racimos de algas llenaban los espacios entre los dedos de las manos, y debajo de las caderas y las rodillas se amontonaban conchillas y huesos de moluscos. No obstante, y a pesar del engrosamiento continuo de los rasgos, el gigante conservaba una espléndida estatura homérica. La enorme anchura de los hombros y las inmensas columnas de los brazos y las piernas transportaban la figura a otra dimensión, y el gigante parecía más la imagen auténtica de un argonauta ahogado o de un héroe de la Odisea que el retrato convencional de estatura humana en el que yo había pensado hasta ese momento.

Bajé a la orilla y caminé entre los charcos de agua hacia el gigante. Había dos muchachos sentados en la cavidad de la oreja, y en el otro extremo un joven solitario estaba encaramado en el dedo de un pie, examinándome mientras me acercaba. Como yo había esperado al postergar la visita, nadie más me prestó atención, y las personas de la orilla se quedaron allí envueltas en las ropas de abrigo.

La mano derecha del gigante estaba cubierta de conchillas y arena, que mostraba una línea de pisadas. La mole redondeada de la cadera se elevaba ocultándome toda la visión del mar. El olor dulcemente acre que yo había notado antes era ahora más punzante, y a través de la piel opaca vi las espirales serpentinas de unos vasos sanguíneos coagulados. Aunque pudiera parecer desagradable, el descubrimiento de esta incesante metamorfosis, una visible vida en la muerte, me permitió al fin poner los pies en el cadáver.

Usando el pulgar como pasamano, trepé a la palma y comencé el ascenso. La piel era más dura de lo que yo había esperado, cediendo apenas bajo mi peso. Subí rápidamente por la pendiente del antebrazo y por el globo combado del bíceps. La cara del gigante ahogado asomaba a mi derecha; las cavernosas ventanas de la nariz y las inmensas y empinadas laderas de las mejillas se elevaban como el cono de un extravagante volcán.

Di la vuelta por el hombro y bajé a la amplia explanada del pecho, sobre la que se destacaban los costurones huesudos de las costillas, como vigas inmensas. La piel blanca estaba moteada por las magulladuras negras de innumerables huellas, donde se distinguían claramente los tacos de los zapatos. Alguien había levantado un pequeño castillo de arena en el centro del esternón y trepé a esa estructura derruida a medias para tener una mejor visión de la cara.

Los dos niños habían escalado la oreja y se arrastraban hacia la órbita derecha, cuyo globo azul, completamente cerrado por un fluido lechoso, miraba ciegamente más allá de aquellas formas diminutas. Vista oblicuamente desde abajo, la cara estaba desprovista de toda gracia y serenidad; la boca contraída y la barbilla alzada, sustentada por los músculos gigantescos, se parecían a la proa rota de un colosal naufragio. Tuve conciencia por vez primera de los extremos de esta última agonía física, no menos dolorosa porque el gigante no pudiera asistir a la ruina de los músculos y los tejidos. El aislamiento absoluto de la figura postrada, tirada como un barco abandonado en la costa vacía, casi fuera del alcance del rumor de las olas, transformaba la cara en una máscara de agotamiento e impotencia.

Di un paso y hundí el pie en una zona de tejido blando, y una bocanada de gas fétido salió por una abertura entre las costillas. Apartándome del aire pestilente, que colgaba como una nube sobre mi cabeza volví la cara hacia el mar para airear los pulmones Descubrí sorprendido que le habían amputado la mano izquierda al gigante.

Miré con asombro el muñón oscurecido, mientras el joven solo, recostado en aquella percha alta a treinta metros de distancia, me examinaba con ojos sanguinarios.

Ésta fue sólo la primera de una serie de depredaciones. Pasé los dos días siguientes en la biblioteca resistiéndome por algún motivo a visitar la costa, sintiendo que había presenciado quizá el fin próximo de una magnífica ilusión. La próxima vez que crucé las dunas y empecé a andar por la arena de la costa, el gigante estaba a poco más de veinte metros de distancia, y ahora, cerca de los guijarros ásperos de la orilla, parecía haber perdido aquella magia de remota forma marina. A pesar del tamaño inmenso, las magulladuras y la tierra que cubrían el cuerpo le daban un aspecto meramente humano; las vastas dimensiones aumentaban aún más la vulnerabilidad del gigante.

Le habían quitado la mano y el pie derechos, los habían arrastrado por la cuesta y se los habían llevado en un carro. Luego de interrogar al pequeño grupo de personas acurrucadas junto al rompeolas, deduje que una compañía de fertilizantes orgánicos y una fábrica de productos ganaderos eran los principales responsables.

El otro pie del gigante se alzaba en el aire, y un cable de acero sujetaba el dedo grande, preparado evidentemente para el día siguiente. Había unos surcos profundos en la arena, por donde habían arrastrado las manos y el pie. Un fluido oscuro y salobre goteaba de los muñones y manchaba la arena y los conos blancos de las sepias. Cuando bajaba por la playa advertí unas leyendas jocosas, svásticas y otros signos, inscritos en la piel gris, como si la mutilación de este coloso inmóvil hubiese soltado de pronto un torrente de rencor reprimido. Una lanza de madera atravesaba el lóbulo de una oreja, y en el centro del pecho había ardido una hoguera, ennegreciendo la piel alrededor. La ceniza fina de la leña se dispersaba aún en el viento.

Un olor fétido envolvía el cadáver, la señal inocultable de la putrefacción, que había ahuyentado al fin al grupo de jóvenes. Regresé a la zona de guijarros y trepé al montacargas. Las mejillas hinchadas del gigante casi le habían cerrado los ojos, separando los labios en un bostezo monumental. Habían retorcido y achatado la nariz griega, en un tiempo recta, y una sucesión de innumerables zapatos la habían aplastado contra la cara abotagada.

Cuando visité otra vez la playa, a la tarde del día siguiente, descubrí, casi con alivio, que se habían llevado la cabeza.

Transcurrieron varias semanas antes de mi próximo viaje a la costa, y para ese entonces el parecido humano que había notado antes había desaparecido de nuevo. Observados atentamente, el tórax y el abdomen recostados eran evidentemente humanos, pero al troncharle los miembros, primero en la rodilla y en el codo y luego en el hombro y en el muslo, el cadáver se parecía al de algún animal marino acéfalo: una ballena o un tiburón. Luego de esta pérdida de identidad, y las pocas características permanentes que habían persistido tenuemente en la figura, el interés de los espectadores había muerto al fin, y la costa estaba ahora desierta con excepción de un anciano vagabundo y el guardián sentado a la entrada de la cabaña del contratista.

Habían levantado un andamiaje flojo de madera alrededor del cadáver y una docena de escaleras de mano se mecían en el viento; alrededor había rollos de cuerda esparcidos en la arena, cuchillos largos de mango de metal y arpeos; los guijarros estaban cubiertos de sangre y trozos de hueso y piel.

El guardián me observaba hoscamente por encima del brasero de carbón, y lo saludé con un movimiento de cabeza. El punzante olor de los enormes cuadrados de grasa que hervían en un tanque detrás de la cabaña impregnaba el aire marino.

Habían quitado los dos fémures con la ayuda de una grúa pequeña, cubierta ahora por la tela abierta que en otro tiempo llevaba el gigante en la cintura, y las concavidades bostezaban como puertas de un granero. La parte superior de los brazos, los huesos del cuello y los órganos genitales habían desaparecido. La piel que quedaba en el tórax y el abdomen había sido marcada en franjas paralelas con una brocha de alquitrán, y las cinco o seis secciones primeras habían sido recortadas del diafragma, descubriendo el amplio arco de la caja torácica.

Cuando ya me iba, una bandada de gaviotas bajó girando del cielo y se posó en la playa, picoteando la arena manchada con gritos feroces.

Varios meses después, cuando la noticia de la llegada del gigante estaba ya casi olvidada, unos pocos trozos del cuerpo desmembrado empezaron a aparecer por toda la ciudad. La mayoría eran huesos que las empresas de fertilizantes no habían conseguido triturar, y a causa del abultado tamaño, y de los enormes tendones y discos de cartílago pegados a las junturas, se los identificaba con mucha facilidad. De algún modo, esos fragmentos dispersos parecían transmitir mejor la grandeza original del gigante que los apéndices amputados al principio. En una de las carnicerías más importantes del pueblo, al otro lado de la carretera, reconocí los dos enormes fémures a cada lado de la entrada. Se elevaban sobre las cabezas de los porteros como megalitos amenazadores de una religión druídica primitiva, y tuve una visión repentina del gigante trepando de rodillas sobre esos huesos desnudos y alejándose a pasos largos por las calles de la ciudad, recogiendo los fragmentos dispersos en el viaje de regreso al océano.

Unos pocos días después vi el húmero izquierdo apoyado en la entrada de un astillero (el otro estuvo durante varios años hundido en el lodo, entre los pilotes del muelle principal). En la misma semana, en los desfiles del carnaval, exhibieron en una carroza la mano derecha momificada.

El maxilar inferior, típicamente, acabó en el museo de historia natural. El resto del cráneo ha desaparecido, pero probablemente esté todavía escondido en un depósito de basura, o en algún jardín privado. Hace poco tiempo, mientras navegaba río abajo, vi en un jardín al borde del agua, un arco decorativo: eran dos costillas del gigante, confundidas quizá con la quijada de una ballena. Un cuadrado de piel curtida y tatuada, del tamaño de una manta india, sirve de mantel de fondo a las muñecas y las máscaras de una tienda de novedades cerca del parque de diversiones, y podría asegurar que en otras partes de la ciudad, en los hoteles o clubes de golf, la nariz o las orejas momificadas cuelgan de la pared, sobre la chimenea. En cuanto al pene inmenso, fue a parar al museo de curiosidades de un circo que recorre el noroeste. Este aparato monumental, de proporciones sorprendentes, ocupa toda una casilla. La ironía es que se lo identifica equivocadamente como el miembro de un cachalote, y por cierto que la mayoría de la gente, aun aquéllos que lo vieron en la costa después de la tormenta, recuerda ahora al gigante (si lo recuerda) como una enorme bestia marina.

El resto del esqueleto, desprovisto de toda carne, descansa aún a orillas del mar: las costillas torcidas y blanqueadas como el maderaje de un buque abandonado. Han sacado la cabaña del contratista, la grúa y el andamiaje, y la arena impulsada hacia la bahía a lo largo de la costa ha enterrado la pelvis y la columna vertebral. En el invierno los altos huesos curvos están abandonados, golpeados por las olas, pero en el verano son una percha excelente para las gaviotas fatigadas.