miércoles, 27 de junio de 2018

El carcinoma de Siam - Ignacio Padilla (cuento)



Ignacio Padilla. ©FotoFIL/Natalia Fregoso.





«El carcinoma de Siam» es un cuento de Ignacio Padilla (escritor mexicano, 1968-2016) publicado en la antología Dispersión multitudinaria (Editorial Joaquín Mortiz, 1997).



El carcinoma de Siam

Mientras estuvo despierto, Cástor pudo constatar cuánto le agradaban los hospitales. Le resultó tan grato estar allí, amortajado en la luz abarcadora del quirófano, que todavía se atrevió a pedir a la enfermera una anestesia local. Aunque el dolor en el costado seguía atormentándolo, deseaba verlo y continuarlo todo, quería seguir la intervención paso a paso, sin perder detalle. Ansiaba compartir las bromas macabras de los cirujanos, sus instrucciones, sus cortes, y asistir a la resurrección de su propio cuerpo como lo haría un testigo privilegiado, ya no un protagonista.
    Sabía, sin embargo, que difícilmente accederían a su petición: la suya no sería una operación sencilla y mucho menos, como pudo deducir del gesto escandalizado de la anestesista, un instante para tomarse las cosas a broma. Con todo, apenas se le anubló la vista en un conteo regresivo y ocioso, no pudo reprimir la risa que le provocó el reparador cosquilleo de la inconciencia: era feliz y estaba en casa, se sabía casi dueño de su cuerpo y lo sería por completo al despertar, cuando los médicos al fin hubiesen roto el puente de carne y vísceras que por veinte años lo había unido al abdomen de su hermano Pólux, cuyo cuerpo hacía unas horas se había quedado frio como el filo de un bisturí.
        Tal vez soñó. O acaso esas imágenes remotas discurrieron en el fragmento de tiempo en que pasó de la vigilia a un estado de suspensión que no podría llamarse exactamente sueño. Como fuera, la luz del quirófano permaneció en su ánimo después del conteo. Solo que ahora Cástor quiso sentir o imaginar que aquellas luces eran otras: las luces acaso menos amables de la doble incubadora que, como contaba su madre, habían improvisado los médicos al anunciarse el singular parto de mellizos unidos por el costado. Muchas veces antes él había acabado por apropiarse del recuerdo.
        Estaba seguro de haber contemplado en pesadillas sus propios ojos infantiles, pasmados aunque ciegos, sus articulaciones hinchadas y prácticamente inmóviles por simple contraste con los inquietos braceos de su hermano. Y había visto también a Pólux, un neonato más apacible que su hermano, quizás un poco molesto con ese otro cuerpo que yacía junto a él: tan quieto, tan pesadamente sorprendido de esa monstruosidad que no le permitía moverse a sus anchas por el brevísimo espacio de la incubadora.
         Aquella cápsula de tubos y calores artificiales por la que los observara una madre tierna y aterrada, se convertiría para Cástor, primero, en símbolo de su existencia doble, y luego, en alegoría de un mundo cicatero en el que habría de compartir con Pólux ciertos órganos elementales para la sobrevivencia. Por eso mismo, antes de llegar al hospital, veinte años más tarde, seguro ya de haber percibido el momento exacto de la muerte de su hermano, Cástor supo que nadie, mucho menos Dios, podría culparlo de haber llevado las cosas al extremo. Estaba convencido de que él y su hermano habían sido la muestra radical de la falibilidad divina: dos almas encarnadas en un mismo cuerpo, seres ligados en una obtusa dualidad, una equivocación sublime cuya única enmienda posible era el sacrificio de una de las almas en aras de la conservación del cuerpo mismo. Ahora que esa maldición llegaba a su fin en la cama hospitalaria, Cástor podía congratularse y repetir que Dios había optado al fin por la sobrevivencia del más fuerte.
       La verdad es que eso lo supieron ambos desde el principio. Y lo supo también su madre pese a su empeño en hacer de ellos una suerte de ecuación matemática, al grado de llamarlos como los llamó: gemelos míticos reiterados en mellizos monstruosos. Ese acto de pedantería culterana, puede que inconsciente aunque imperdonable sarcasmo de la madre, no había sido el único intento de ella por empatarlos. Al contrario, a aquel nombre que cada noche despejada recordaba a ambos niños su condena, habían de sumarse muchos otros intentos de hacerlos parecer dioses especulares, seres idénticos de buen agüero tocados por la singularidad en un orbe de ordinarez.
      En un tono triunfal que Cástor no pudo nunca explicarse, solía decir la madre que los médicos habían pronosticado a sus hijos una vida en extrema breve. Nacimientos como aquel, reiteraba la mujer a los periodistas que la visitaron en los primeros años, eran más frecuentes de lo que se creía, no menos la prematura y casi simultánea extinción de los recién nacidos. Con estas palabras pretendía ella explicar por qué veía en sus hijos una victoria de la fe sobre las advertencias de la lógica natural. Por eso también coleccionaba y mostraba ufana montones de historias y datos sobre los poquísimos casos de siameses no menos dramáticos que sin embargo habían llegado hasta la edad adulta, entre ellos, los dos hermosos mellizos que habían nacido en Siam hacía casi un siglo para convertirse en nada menos que protegidos de un emperador.
     Bien supo siempre la madre omitir que esos siameses, y muchos otros, habían sido portentos de circo y carne para semanarios amarillistas. Poco se decía en aquellas matriarcales conferencias de prensa sobre las pesadillas de esos y otros trágicos mellizos, menos aun de su vida sexual, de su modo singular de desahogar apetitos, de sus rutinas elementales y de sus necesidades. Cuando alguien pretendía empujarla a esos íntimos terrenos, la madre se desviaba del punto, ofrecía más té a los visitantes y optaba por mostrar fotografías antiguas de aquellos príncipes de Siam que regalaban a las cámaras sus rictus casi orgullosos de su deformidad. En su habitación, Cástor pensaba que ese orgullo no servía de nada para atenuar su melancolía de seres irregulares. Prodigios o engendros, era obvio que el resto del mundo no dejaría nunca de hacerse preguntas sobre la vida siamesa: los secretos qué, cómo y cuándo de su existencia aberrante.
       Para Cástor la ausencia más notable en el pandemonio de información siamesa que llegó a reunir su madre tenía que ver con sus confrontaciones. Nunca un periodista se molestó en preguntarles por sus desavenencias, sus riñas, las elementales distinciones de carácter que son naturales en cualquier mellizo y que hubieran acentuado el dramatismo de su fraterno matrimonio de carne con Pólux. El mejor ejemplo de este tipo de desencuentros lo provocó nada menos que la foto de los mellizos de Siam: una tarde, recién cumplidos los trece años, Cástor pegó la fotografía en la cabecera de su cama. Sólo verla, Pólux estalló en cólera diciendo que no necesitaban de esa imagen para acordarse de su tragedia, que no había motivo para gloriarse de su situación, que no eran monstruos. Acaso más por contrariar a su hermano que por gustar de la fotografía, Cástor insistió en dejarla allí. Pólux intentó arrancarla, y en la riña descubrió que Cástor era mucho más fuerte que él. No valía siquiera el intento de pelear: lo mismo se dolían ambos con el jaloneo, lo mismo quedaban extenuados y maltrechos en la cama, resignados ante la sonrisa herida mellizos de Siam.
     A partir de entonces, como en una reiteración de la escena de la incubadora, Pólux reforzó su esfuerzo por desasirse de su hermano. Fue él quien investigó y analizó hasta el cansancio la posibilidad de un día someterse a la riesgosa operación que podría separarlos. En ese entonces, cirugías de esta guisa eran poco menos que imposibles, no sólo por la ingente cantidad de órganos involucrados, sino por las insalvables dificultades económicas que aquello significaba. A esto había que añadir la abulia de Cástor en todo lo relacionado con su separación. Contemplativo, cáustico o sencillamente resignado, Cástor fue primero el pasivo espectador de la ansiedad de su hermano. Y poco después comenzó a sabotearlo. Dios, insistía ante la desesperación de Pólux, había querido que naciesen así, y ese mismo Dios sabría suprimirlos a tiempo, siempre juntos. Dios terminaría con ellos para siempre, remitiéndolos quién sabe si a un Paraíso poblado de siameses, o a un Infierno que no podría ser muy distinto.
       Con frecuencia Cástor se regodeaba en imaginar qué pasaría con ellos en el Juicio Final o en la Resurrección de la Carne. ¿Les tendrían una consideración especial? ¿De entrada les perdonarían sus pecados? La santidad de uno obligaría a los ángeles a permitir que el otro, réprobo sin remedio, ingresara también en el Paraíso? Sometidos a aquella existencia dual, Cástor y Pólux seguirían entonces por la vida dando tumbos, ocultos el mayor tiempo posible, incrementando la angustia secreta y el ulterior olvido de la madre, quien al cabo dejaría de atender a la prensa y quizás comenzaría a dudar ella misma de las bondades de la monstruosidad de sus vástagos.
      Acaso a consecuencia de su evidente supremacía física sobre su hermano, Pólux comenzó a buscar en su cerebro su única posible independencia. Cástor, por su parte, se dejó arrastrar a las aulas como un injerto en la desmesurada aplicación de Pólux. Se mostró tan soberbio como desinteresado en las materias, burlón casi ante el absurdo hecho de que tuviese que presentar exámenes que su hermano aprobaría con honores y que él ni siquiera se molestaría en responder. Lo mismo que en su hipotético ingreso en el Paraíso, Cástor sabía que no debía preocuparse: nadie podría expulsarlo de las aulas, ni consignarlo en una escuela de alumnos deficientes o problemáticos. En cualquier caso lo dejarían seguir adelante como la sombra de un hermano afanoso —se decía que brillante—, quien debía pagar con los desastres escolares de Cástor la pena que a este último provocaba tener que mostrarse en público, soportar las miradas de sus condiscípulos, sus maestros, los padres. Con frecuencia Cástor fingía resfriados, migrañas o intensos dolores estomacales que los obligaban a quedarse en casa o a que los devolviesen a ella. Pólux le echaba en cara sus charadas, le decía no te duele nada, yo sé que no te duele. A lo que Cástor, carcajeándose camino a casa, le preguntaba, ¿cómo lo sabes?, ¿eh?
       Ya en casa, Cástor alimentaba su venganza contra Pólux por haberlo expuesto al mundo: mientras su hermano estudiaba, Cástor ojeaba revistas, iba al baño con enervante frecuencia, escuchaba música estridente. Por su parte, Pólux, abajado por la fuerza física de Cástor, hacía lo que podía para sortear el sabotaje: estudiaba mientras podía para sortear el sabotaje: estudiaba mientras el otro dormía, procuraba ignorarlo, se tapaba los oídos.
      La madre murió cuando cumplieron diecisiete. Entonces ya no quedó quien los mirase como dignos o mejores. De esta suerte, guiada par la angustia y el desamparo, Pólux se internó aún más hondo en los libras, estudió cuanto pudo y llegó inclusive a dar muestras de una notable lucidez, la cual aprovechaba para escribir ensayos que, si bien no eran bien pagados, le daban al menos un sustento y el consuelo de no tener que dar la cara. Aun así, Cástor le reclamaba que los exhibiese cuando Pólux seguía publicando e insistía en recibir a algún periodista. Sólo a veces, cuando el fortachón Cástor estaba de buen talante, los hermanos concedían una entrevista en la que Pólux tenía poca oportunidad para expresarse ante los comentarios cáusticos de Cástor.
      En aquella orfandad Cástor comprendió a cabalidad cuán cómodo era vivir unido a un hermano diligente. Y descubrió asimismo en el chantaje una nueva forma de poder sobre el cuerpo que compartía con Pólux: se dejaba alimentar a regañadientes, amenazaba a su hermano cada vez que éste le reclamaba su abulia.
      Cástor sabía que ni siquiera debía temer un reclamo legal de Pólux.  ¿Qué dirían los jueces? ¿Quién decidiría cuál de los dos era dueño de aquel cuerpo? La ley no alcanzaba ese tipo de discriminaciones: el veredicto siempre sería injusto.
      Cástor desde entonces sospechaba que la muerte de uno acarrearía la del otro, lo cual solo le importó como posible retribución contra Dios sabe qué falta de su hermano. Con esta convicción, Cástor se dio a la bebida. Macabro y divertido, se consagró a la lenta destrucción de aquel cuerpo infame. En respuesta al afán de Pólux por aferrarse a la vida, Cástor se embriagaba sin descanso y gozaba con la idea de que llegase un día en que su hígado, alimentado por flujos compartidos, reventase. Pólux le imploraba sobriedad, le rogaba que respetase aquel cuerpo que no era solamente suyo. Reclámale a Dios, respondía Cástor apurando más botellas, copas, garrafas. Beber se convirtió en su única ocupación y en su único propósito. Pólux se aferraba a la vida, y él, a la muerte de ambos: una muerte alucinada y feliz en una borrachera que su hermano compartía a su pesar cuando el alcohol le saturaba la sangre y le hacía vomitar la entraña sobre sus escritos mientras que su hermano, más tolerante a la bebida, se sentía más bien alegre.
      Finalmente una noche despertaron con intensos dolores. Un dolor que anunciaba el estallido del hígado. Pólux llamó a los servicios de urgencia mientras Cástor se dejaba matar por el dolor, por esa pena que parecía más intensa en su hermano, pero que era y siempre había sido la misma. Contra lo esperado, el hospital consiguió una donación, sólo una, para el transplante. Mientras un Cástor adolorido y un Pólux ya exánime eran transportados en la ambulancia, los camilleros y los médicos y las enfermeras se preguntaban quién se quedaría con la víscera providente. Pero no hubo tiempo para decidir nada: el hígado llegó a tiempo para Cástor y tarde para Pólux, quien murió en la ambulancia, incapaz de soportar el dolor, la rabia, la vida. Lástima, se dijo Cástor en el quirófano poco antes de pedir a la enfermera que le aplicasen una anestesia local. Pero enseguida descubrió que la muerte de su hermano no le inquietaba gran cosa. El tumor sería extirpado, pues estaba seco, y del cuerpo de Pólux podrían obtenerse nuevas vísceras para el cuerpo sobreviviente. Quizá mañana, cuando fuese libre del todo, Cástor consideraría muy seriamente dejar de beber.

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