sábado, 4 de agosto de 2012

Rafflesia arnoldii - Lola Ancira

                                                                                   
 Refflesia Arnoldii

                                                                                                   “(...)el que no va a dejar opción a la duda o al rescate milagroso,
necesita una gran determinación y planea bien su muerte(...)”
Pedro de Isla

Y me preguntas de nuevo porqué huele a carne muerta... es simple, niño. De tantas veces que te lo he contado no se como es que lo olvidas; o será que te gusta escucharlo para poder imaginarlo a través de mis palabras, una y otra vez.

Lo último que se supo de tu abuelo fue que salio a dar un paseo al jardín que colinda con el bosque, donde el límite entre la flora doméstica y la vegetación salvaje no se puede distinguir con facilidad, ahí donde las sombras se entrelazan con los aromas para crear un ambiente sofocante y dulzón, como los perfumes que usaba la abuela en vida, a quien tú no conociste. Siempre pensamos que esa era la razón por la que el abuelo gustaba tanto de ir a ese lugar, de perderse por horas en el ambiente fascinante donde evocaba a su fracción de alma que partió de su cuerpo antes que el resto.

Tiempo antes de su desaparición, nos advirtió que conservaba un espacio libre de vegetación para colocar una planta muy especial y a la que esperaba con una gran inquietud. Nosotros rara vez visitábamos ese lugar debido a su contagiosa melancolía, pero un día nos pidió con especial atención que lo acompañáramos, para mostrarnos el sitio elegido. No sabíamos a qué planta se refería pero nos dio indicaciones de cómo cuidarla, y con cierta sensación de alejamiento anticipado, nos pidió que la dejáramos vivir en ese sitio, por más inconvenientes que representara. No tuvimos objeciones y la conversación sobre la nueva flor finalizó ahí.

El abuelo siguió cuidando del jardín probablemente con más esmero e interés de lo que se cuidó a sí mismo. Las personas mayores suelen cuidar plantas porque siempre permanecen en su sitio y en lugares estratégicos, formando parte de su vida cotidiana y escapando así del olvido momentáneo o permanente. Ellos se contagian de tranquilidad y esperanza, pues los efectos de sus reducidos esfuerzos resultan placenteros a la vista, gratificándose en la belleza natural, esa que ellos han perdido.

Como sabes, el abuelo estaba enfermo y fue empeorando, al punto en que tuvieron que amputarle partes de ambas piernas y por lo tanto debía utilizar una silla de ruedas. Al ver reducidos sus paseos por el jardín, su desapego por la vida fue en aumento. Una tarde, cuando quedaban pocos minutos de luz natural, nos comunicó el gran deseo que tenía de ver su jardín con esas tonalidades y lo fresco del momento. Lo llevamos hasta allí y al poco tiempo nos pidió que lo dejáramos solo. Caminamos de regreso unos minutos, entramos a casa y una hora después decidimos ir a buscarlo.

A pesar de su condición médica, él ya no estaba ahí. La silla estaba justo en el lugar donde la colocamos, pero el cuerpo había desaparecido. Lo buscamos toda la noche y no logramos encontrarlo, examinamos el lugar al día siguiente y al que siguió a ese. Días enteros pasaron mientras diferentes grupos de personas nos turnábamos para entrar al bosque o continuar la búsqueda por los alrededores. Más que tristeza, cierta consternación con un poco de alivio nos embargaba. Pasó lo que nos había anticipado, se había ido.

Fue muy extraño para los demás pero no para nosotros, su familia. Nuestro vínculo transmitía mucho más que palabras y a través de un olor fétido que surgió pocos días después de su desaparición y se apoderó de cierta parte del jardín, sabíamos que no nos había abandonado.

El olor era hasta cierto punto soportable y pese a que jamás encontramos el cuerpo, oler las entrañas de un cadáver entre lo sublime de aquel lugar nos hacía dudar de la lógica. Finalmente lo encontramos, aquel olor provenía de un cuerpo que vivía; una nueva flor roja, inmensa, que ahora ocupaba el lugar reservado. Quizá no fue la mejor de las metamorfosis, pero un logro semejante no se había oído jamás en la tierra.

Ahora él nos cuida desde su nueva estadía, desde ese lugar que no puede abandonar y donde se encuentra rodeado de todo aquello a lo que siempre amó, concibiendo un aroma peculiar que ninguna otra flor desprende y que forma una amalgama de esencia de muerte corporal con melancolía alusiva a la ascendencia. Y cuando éste, su nuevo ciclo, expire, el resto de su alma podrá huir y encontrará a su complemento que lo aguarda en el infinito, junto con los astros. Dime ahora, niño ¿crees lo mismo que nosotros?


Lola Ancira, México, 2012.

2 comentarios:

  1. Me has dejado con un sentimiento de fragilidad y espanto metido en el pecho, con un escalofrío, pero, con cierta paz. Me hiciste pensar en mi madre y sus plantas, me espantó tu perfecta definición de la edad senil. Me diste mi dosis sabatina de Quiroga y te lo agradezco mucho: perdona que lo diga así, intentando un halago.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias por tu comentario, es muy grato y descriptivo, y ¡claro que es un halago! Para mi es un gran honor que me compares con Quiroga que es, por cierto, uno de mis escritores favoritos. ¡Saludos!

      Eliminar