Ena Lucía Portela
Ena Lucía Portela
(escritora cubana, 1972) es Licenciada en Lenguas y Literaturas
Clásicas. Ha publicado seis libros, de los cuales cuatro son de
novela y dos de cuento. Ha ganado diversos premios nacionales e
internacionales. Antologías de diversos países han publicado su
obra y en 2007 fue seleccionada como una de los 39 escritores menores
de 39 años más importantes de latinoamérica (cuyo programa pueden
leer aquí). Actualmente es miembro de la Unión de Escritores y
Artistas de Cuba y ha colaborado con el periódico El
País de España y la
revista Crítica,
de la Universidad Autónoma de Puebla (México).
Las
temáticas de Ena se alejan de lo político, como ella misma lo dice:
«No me interesa escribir
para turistas, llenar las páginas de una novela con las dificultades
que tiene un cubano de hoy para sobrevivir. No quiero reducir las
cosas a estereotipos». Escribe
desde un espacio libre, al margen del sistema de gobierno que rige a
su país, pero sólo en cuanto a lo literario (pues realiza crítica
social en otros espacios), y describe a su generación como
«muy individualista, que
da más importancia a la literatura que a la política». Como
sucede en la mayoría de los países, actualmente.
El
viejo, el asesino y yo forma
parte de su segundo libro de cuentos, que lleva el mismo título y
por el que recibió el Premio Juan Rulfo de Cuento 1999. Ahora estoy
en una misión por conseguirlo, ya se enterarán si mi búsqueda
resulta fructífera o no en el futuro.
Una
particularidad que me llamó la atención es que seleccionó como
epígrafe una frase de Thomas Mann, a quién comencé a leer hace
unos meses (gracias a un cortometraje de Jodorowsky), por lo que fue
muy grato encontrarlo en este cuento. Por cierto, también escribí
un cuento inspirado en la novela de Mann Cabezas
trocadas (que
será publicado en mi libro, del que subiré la invitación a la
primera presentación en unos días más). Mann recibió el Premio
Nobel de literatura en 1929. A pesar de las controversias sobre
quienes no debieron o debieron/deberían ganar el Nobel de
literatura, mi recomendación sería leer por lo menos una obra de
cada premiado. Voy muy atrasada en mi cometido, pero espero lograr
algún día ir al corriente. Como último dato, estando ya en el
Nobel de literatura, no está de más mencionar que este año lo
recibió Alice Munro, escritora canadiense a la que han otorgado el
título de “maestra del relato corto.”
A
continuación, el cuento:
El viejo, el asesino y
yo
Espero que no
tenga usted nada que decir
en contra de la maldad, mi querido ingeniero.
En mi opinión, es el arma más resplandeciente de la razón
contra las potencias de las tinieblas y de la fealdad.
T. Mann, “La montaña mágica”
en contra de la maldad, mi querido ingeniero.
En mi opinión, es el arma más resplandeciente de la razón
contra las potencias de las tinieblas y de la fealdad.
T. Mann, “La montaña mágica”
Es la noche y el viejo
balconea. El aire golpea suavemente su rostro, que alguna vez fue
hermoso. Todavía lo es, aunque las huellas del tiempo en su piel no
sean las que suele dejar una existencia feliz. Está solo. Tanto, que
al asomarse a la calle parece el hombre más solo del mundo.
Me deslizo hasta él sin
hacer ruido. Me deslizo como una serpiente. Se percata. Me mira con
el rabillo del ojo, procurando tal vez que no me aproxime demasiado,
que no penetre en su aura. Lo mejor que se puede hacer con una
serpiente es mantenerla a distancia, lo comprendo.
Aunque quizás no le
importe. Suele afirmar que a su edad casi nada importa, conocer o
desconocer, tomar champán o visitar a los amigos, nada. Le da muchas
vueltas a eso de la edad, por momentos parece obsesionado, se burla
de sí mismo. Que La Habana no es la de antes, los carros, los bares,
los olores, la forma de vestir -el amor en La Habana tampoco es el de
antes-, que ya no quiere hacer otra cosa demasiado distinta a mecerse
en un sillón. Que los verdaderos amigos están muertos.
Nadie como él para
instalarse en el pasado: justo donde no puedo alcanzarlo, donde él
puede reinar y yo no existo. Cierro los ojos y extiendo las manos en
busca del pasado, no puedo. Tu generación, mi generación, dice.
Creo que se burla de sí mismo a manera de ejercicio retórico o
quizás para evitar que alguien se le adelante. Un ceremonial
apotropaico, un conjuro. Dice lo que imagina que otros podrían decir
acerca de él, exagera y no queda más remedio que citarlo.
Me acerco más. El balcón
es chico, la manga de su camisa me roza el hombro desnudo. Es más
alto que yo, es un hombre alto que, aun sin llevarlo, parece haber
nacido con un traje. Siempre me han gustado los hombres de traje:
estadistas, financieros, escritores famosos. Patriarcas, próceres,
fundadores de algo. Cuando se reúnen varios de ellos me parece
asistir a un lugar de decisiones importantes, a una especie de
asamblea constituyente.
El aire mueve diminutos
fragmentos entre él y yo. Su espacio huele a lavanda, a lejanía, a
país extranjero donde cada año cae nieve y los árboles se
deshojan; huele a oscuridad cerrada y de elevado puntal, a mil
novecientos cincuenta y tantos. Mediados de un siglo que no es el
mío. Porque su época, según él, es la anterior a la caída del
muro de Berlín; la mía es la siguiente. Todo cuanto escriba yo
antes del XXI será una obra de juventud. Después, ya se verá. Creo
que es una manera elegante de decir que estamos separados por un
muro.
-¿En tu casa hay balcón?
No, pero sí una terraza
con muchísimos cactos, cada uno en su maceta de barro o porcelana
con dibujitos. Para el caso es lo mismo. No adoro los cactos, pero se
dan fáciles. Proliferan entre el abandono y la tierra seca, arenosa,
en mi versión reducida del desierto de Oklahoma. Algunos tienen
flores, otros parecen cubiertos por una fina pelusa, pero hincan
igual. Son las plantas más persistentes que conozco: aprendo de
ellos.
-No, pero sí una terraza
-si me pongo a hablarle de mis cactos, capaz que se vaya y me deje
con la palabra en la boca.
Nunca lo ha hecho, Dios
lo libre. Pero sé que puede hacerlo. Mejor dicho, que le gustaría
poder hacerlo. No es grosero (fue educado en un colegio religioso y
todavía se le nota), pero admira la grosería, la brutalidad
deliberada como una forma de independencia de no sé cuántas
ataduras, convenciones o algo así. Y no me imagino a mí misma
sujetándolo por la manga de la camisa. Al menos por el momento…
Así son las cosas. Temo
aburrirlo. De hecho, tengo la impresión de que lo aburro. ¿Qué
podría contarle yo, que apenas he salido del cascarón? “Una joven
promesa de la literatura cubana”, es ridículo. ¡Él ha visto
tanto! ¡Me lleva tantos años! ¡Lo repite tan a menudo! Un
caballero medieval bien enfundado en su armadura, en su antigüedad.
Temo al malentendido. Temo que escape justo en el momento de haber
alcanzado su definición mejor… temo. Cada vez que lo veo me lleno
de temores (y temblores) y aun así no puedo dejar de acercarme a él.
No me lo explico. Es absurdo, soy absurda. Revoloteo alrededor del
viejo como una mariposilla veleidosa.
Como de costumbre, hay
mucha gente en la casa. Ruedan de un lado a otro, comentan, murmuran,
toman ron. Parece una escena bajo el mar, dentro de una pecera, en
cámara lenta. Moluscos.
Otras tardes y otras
noches resultan más animadas que ésta: discuten de literatura,
hablan de la gente que no está en la casa, se interrumpen unos a
otros, se apasionan. El viejo ironiza, grita, se queda ronco, le dan
palpitaciones y luego es el insomnio, el techo blanco. Se promete a
sí mismo no volver a acalorarse y reincide. (Uno no escribe con
teorías -me ha dicho hoy y no estoy de acuerdo, pienso que nada es
desechable, que uno escribe con cualquier cosa, pero en fin.) No he
estado presente en esos barullos que horripilan a los editores
extranjeros (no se pelean, es su forma de conversar, son cubanos -le
ha dicho un mexicano a otro). Alguien me los describe. Siempre hay
alguien para contarme punto por punto lo que ocurre. Menos mal,
pienso.
Porque delante de mí
sólo dicen banalidades, sin alzar la voz apenas, como articulando
muy a propósito unos diálogos más insípidos que los del Nouveau
Romano el cine de Antonioni. La asepsia verbal, la sentencia
descolorida, la incomunicación. El gran aburrimiento. El viejo se
pone elegíaco y cuenta de sus viajes lo mismo que podría contar un
turista cualquiera. Le ha dado la vuelta al mundo más de una vez,
para cerciorarse, al parecer, de que todo lo que hay por ahí es muy
tedioso. Habla de los epitafios que ha visto y planea el suyo.
Confunde los detalles adrede. (Eso de que Esquilo participó en la
batalla de Queronea no se lo cree ni él.) Cualquier originalidad,
incluso la que resulte de una vasta erudición, podría resultar
comprometedora a largo plazo y quizás antes. No se oyen nombres
propios, ni siquiera los nombres de los muertos (sólo Esquilo,
Byron, Lawrence de Arabia y gente así), ninguno suelta prenda. Se
repliegan. Cierran filas. Actúan como conspiradores. En ocasiones,
por provocar, hablo mal de alguien, de algún conocido en el mundo de
los vivos, y entonces todos se apresuran a defenderlo. “Es una
impresión errónea”, me dicen. O se callan todavía más. No hay
manera. Como en un retrato de grupo, todos quieren quedar bien.
Sucede que tengo mala
reputación. Yo, la peor de todas, en principio asumo el
comportamiento de un analista o un padre confesor. Me aprovecho de
las crisis existenciales, de las depresiones, de los arrebatos de
cólera. De todo lo que generalmente las personas no pueden
controlar, al menos en nuestro clima tan fogoso. Ofrezco confianza,
complicidad, discreción, nunca advierto a mi interlocutor que
cualquier palabra que pronuncie puede ser utilizada en su contra;
regalo alguna de mis propias intimidades, la cual se trivializa en mi
boca y al instante deja de serlo. De ese modo, dicho sea de paso, he
llegado a tener muy pocas intimidades (lo que no quiero que se sepa
no se lo digo a nadie y hasta procuro olvidarlo), mi techo no es de
vidrio.
Insisto: A ver, cuéntame
de tu infancia, ¿tu padre era tiránico, opresivo? ¿Te pegaba? ¿Era
cruel, verdad? ¿Cómo lo hacía? Vamos, cuéntame todos tus pecados,
¿a quién quisieras matar? ¿A quién matas cada noche antes de
dormir? ¿Y en sueños? ¿Cómo lo haces? Y las personas hablan,
claro que sí. Les encanta hablar de sí mismas. Se desahogan,
descargan, delegan sus culpas en mí. Entonces los absuelvo, les digo
que no son malos, los reconcilio consigo mismos, los ayudo a
recuperar la paz.
Como es de suponer, en
realidad no adelantan nada. Qué van a adelantar. Simplemente se
vuelven adictos a mí, a mi inefable tolerancia. Conmigo, qué
suerte, se puede hablar de cualquier cosa. Sé escuchar. No
interrumpo, no condeno. La atención es una droga. Olvidan que en
verdad no soy analista ni padre confesor. Peligrosa amnesia que
procuro cultivar. Ellos se proyectan en mí, discurren cada vez con
mayor soltura hasta que sale a relucir algún material significativo.
Mientras más profundo es el sitio de donde proviene, más notable,
más escalofriante es la revelación.
He ahí el momento: con
ese material significativo -y algunos otros elementos tan secretos
como el contenido preciso de una nganga- escribo mis libros. Cuentos,
relatos, novelas, siempre ficción. (Tal vez me gustaría escribir
teatro, pero no sé por qué desconfío de los autores que
incursionan a la vez en géneros distintos y hasta opuestos. Me he
habituado a narrar.) Trabajo mucho, reviso y reviso cada frase, cada
palabra. Reinvento, juego, asumo otras voces, muevo las sombras de un
lado a otro como en un teatro de siluetas donde veinte manos delante
de una vela pueden figurar un gallo, desdibujo algunos contornos,
cambio nombres y fechas, pero, desde luego, los modelos siempre
reconocen, en mis personajes y sus peripecias, sus propias imágenes.
Que son sagradas, claro está. Qué falta de respeto.
Su ingenuidad resulta
curiosa. No se percatan de que, al darse por enterados y poner el
grito en el cielo, aportan a mis libros la imprescindible
credibilidad que algunos lectores exigen y, de paso, me hacen
tremenda propaganda -no hay nada como los trapos sucios para llamar
la atención. Gratis. Tampoco entienden que dentro de cien años
nadie que me lea, si aún me leen (ojalá), los va a reconocer. Y si
los reconocen, será porque de un modo u otro han accedido por lo
menos a un trocito de gloria. No digo que debieran estar agradecidos;
no digo que los rostros de los Médicis son aquellos que les inventó
Miguel Ángel y no otros, porque la verdad es que suena demasiado
soberbio, justo el tipo de cosa que se me ocurre no debo decirle a
nadie.
Los lectores ajenos a los
círculos literarios -son esos los que más me gustan- se asombran de
mi desbordante y pervertida imaginación: ¿Cómo es posible crear
tantos y tales monstruos? ¿De dónde salen? Si supieran… Creo que
algunos ya andan investigando por ahí.
Los escandalitos van y
vienen; me acusan a la vez de oficialista y de disidente de un montón
de causas; como tienden a hacer de todo una cuestión política,
según las filias y las fobias de cada uno, me ponen lo mismo en la
extrema izquierda que en la extrema derecha. Lo que sea, ¿acaso el
dominico Fra Angélico no pintó a los franciscanos en el infierno?
Bien pudo ser al revés. Me atribuyen unas ideas sobre el ser humano
y eso, que ni siquiera comprendo muy bien, pues no acostumbro a
pensar en términos de semejante envergadura -más que la especie, me
interesan los individuos y, sobre todo, los individuos que me rodean.
Me acusan de falta de creatividad, de resentida y envidiosa; intentan
bloquear mis relaciones de negocios -de vez en cuando lo logran: un
simple comentario delante de eso que llamo “el lector poderoso”
puede resultar demoledor-; recibo amenazas por teléfono, a mi
oficina en la editorial llegan constantemente anónimos plagados de
injurias firmados por “La Espátula” y “La Mano Que Coge”, me
echan brujerías de todo tipo, en fin, lo de siempre.
A pesar de que en las
“entrevistas” nunca uso grabadora (mi memoria para estos asuntos
es excelente, puedo recordar durante años un dato al parecer
insignificante), ninguno de mis modelos ha intentado hasta el momento
desmentirme por escrito. No importaría si lo hicieran: mis versiones
son más dignas de crédito en virtud del aforismo maquiavélico que
dice “piensa mal y acertarás”. Lo esencial es que nadie se
atreve a demandarme, porque las zonas más truculentas de esas
historias, las zonas más envenenadas y denigrantes, no las escribo,
no les doy curso. Me las reservo como garantía, como la última bala
en el tambor. Eso se llama chantaje y es eficaz.
Sé que un día me van a
asesinar y a veces me pregunto quién, cuál el último rostro que me
será dado ver.
Pero esta noche es
especial. No persigo los crímenes recónditos ni los alucinantes
fraudes o las traiciones o los pequeños actos mezquinos que pueblan
la historia universal de la infamia. No provoco. Descanso. La
inquietante proximidad del viejo de alguna manera me hace feliz.
Siento la mirada fija de su amante clavada en mi espalda y eso me
complace más. Me impide soñar que las cosas son diferentes. Ese
muchacho no podrá concentrarse hoy en el vaso de ron ni en la
conversación deshilachada que sostienen los demás ahí dentro, no
podrá.
-Después de la segunda
botella te pones insoportable -ha sentenciado el viejo.
Desde el balcón se
divisa una callejuela tranquila. Estrecha, sucia hasta en la
oscuridad, con el pavimento roto y charcos y fanguizales por todas
partes. Como si se hubiese decretado un toque de queda, hoy ni los
vecinos quieren alborotar. Del fondo de la casa llegan los boleros de
siempre y un ligero ruido ambiental de cristales que chocan, fósforos
que se encienden y crepitan, susurros similares al del océano que
habita en los caracoles, risitas fúnebres. El gato se frota contra
el viejo, se enreda a sus pies en un ovillo peludo. El viejo baja la
vista, advierte que es sólo un gato y lo deja hacer.
El fresco nocturno me
rescata un poco de los furores de nuestro septiembre ardiente,
mientras el ron, incitante y áspero, me acaricia por dentro. Pienso
en Amelia. Los viernes, de cinco a siete, en la habitación de los
altos de su taller. Divina. Ella no habla casi porque hablar -afirma-
le provoca dolor de cabeza y porque de todos modos -sonríe lánguida-
no tiene mucho que decir. Al menos no con palabras. Pienso que la
amo.
Por allá dentro flota
una voz apagada, casi anónima entre las otras voces: Recuerdas tú,
aquella tarde gris /en el balcón aquel, donde te conocí… Puede
ser el bolero que ya pasó o el que está por venir. El mismo que
oigo, a retazos, durante toda la noche.
El muchacho, lo
presiento, trata de llamar la atención como si tuviera que recobrar
algo, como si hubiese algo por recobrar. Sube el volumen. Está loco,
febrilmente loco por el viejo y eso se entiende. Aunque podría
hacerlo, no se acerca a nosotros.
-Él dice que tú le
coqueteas -me ha advertido con el entrecejo fruncido como si dudara
entre la risa y el enojo-. Ten cuidado.
-¿Y qué piensa? -he
preguntado supongo que ansiosa-. ¿Le gusta? ¿Le gusto?
-No sé -de pronto ha
gritado-. ¡No sé!
-¿Qué crees tú? -he
insistido casi con ternura-. Tú lo conoces mucho mejor que yo.
Bueno, en realidad yo no lo conozco nada. ¿Qué crees tú?
-Yo no creo nada -su voz
ha sonado tensa, cargada de lúgubres premoniciones-. Tú te volviste
loca. Loca de remate. Vas a sufrir…
-¿Igual que tú?
Ha vuelto a mirarme fijo
y sus ojos grises parecen dos punzones de acero. Susurra:
-Yo te mato, ¿entiendes?
Yo te mato.
He acariciado su mejilla
hirsuta resbalando desde la sien hasta el mentón (tiene un hoyito,
como Kirk Douglas) y allí mis dedos se han detenido en una imitación
casi natural de las figuras de cierta cerámica griega muy antigua.
En la vasija original, tan auténtica como la página de un libro,
aparecían dos muchachas. Fondo rojizo, siluetas negras. Una
acariciaba la mejilla de la otra de esa misma manera y el pie de
grabado aseguraba que se trataba de un gesto típicamente homosexual.
Mira, mira…
He tocado su frente y no
ha hecho nada por impedirlo. Ni siquiera se ha movido. Arde en
fiebre.
-Eres una puta.
Es interesante que me
considere un rival, pienso, aunque sólo sea por instantes y después
se diga que no, que no hay peligro. El mundo pertenece a los hombres
y todavía más a ciertos hombres, ya lo dijo Platón. ¿Una mujer?
Bah.
Pienso en Amelia mientras
observo el rostro del viejo, quien todo este tiempo ha estado
divagando despacioso y algo frívolo sobre la importancia de los
balcones y las terrazas en la vida de la gente. Recuerdas tú, la
luna se asomó /para mirar feliz nuestra escena de amor… Ambas
imágenes se yuxtaponen, el viejo y Amelia. Se cruzan. Parecen
fundidas sin sutura, como las mitades de Bibi Andersson y Liv Ullman
en el famoso primer plano de Persona. Quizás el deseo pone en
entredicho las identidades, porque el viejo y Amelia se integran en
una sola cara y no es el ron ni el aire de la noche.
Como aquella vez que lo
vi desde mi oficina. Él estaba de pie en el pasillo, diciéndole
malevolencias a alguien, como siempre, tirando piedras. (Afirma que
eso de atacar al prójimo no luce bien a su edad; supongo, pues, que
no puede resistir la tentación de ejercitar el ingenio a costa de
los demás: no debe ser fácil renunciar a un hábito tan añejo.
Muchos le temen y eso lo divierte.) En aquel tiempo él aún no tenía
noticias de mí. Nada, una muchacha ahí, una muchacha cualquiera.
Pero yo, desde mucho antes, llevaba siempre en mi cartera una foto
suya recortada de una revista. Una foto de archivo, treinta años
atrás, un joven bellísimo frente a una máquina de escribir. Amelia
lo encuentra vulgar, de lo más corriente, pero ella no sabe nada de
hombres.
Ese día lo detallé
desde la sombra, sin moverme de mi asiento, para descubrir al fin la
rara discrepancia entre sus rasgos y sus pretensiones. Nariz corta,
respingadita, graciosa. Labios llenos, sensuales, voluntariosos. Ojos
soñadores, pestañas largas, abundante pelo blanco. ¿Es esa la cara
de un viejo cínico que no cree -ni descree- en nada ni en nadie? En
el siglo XIX se creía que el rostro era el espejo del alma…
El viejo se aparta del
balcón, donde ha permanecido quizás el tiempo necesario -y
suficiente- para convencer no sé a quién de la soberana
indiferencia que le inspiro. Como si yo fuera el mismísimo fresco de
la noche, algo que pasa. A mí, por ejemplo, ni siquiera hay que
decirme que después de la segunda botella me pongo insoportable: da
lo mismo y, además, lo cierto es que no necesito alcohol para
ponerme insoportable en cualquier momento: es mi oficio. El muchacho,
en cambio, cuando no bebe es bastante simpático.
La espectacular
indiferencia del viejo me convence a ratos (y lo que es peor, me pone
triste), sobre todo cuando olvido que no mirar es mirar, que la
persona que te ignora puede hacerlo porque sabe justamente dónde
estás a cada instante. Supongo que sea así, pues en realidad no
guardo memoria de haber ignorado jamás a nadie. ¿Cómo pretender
que no existe lo que a todas luces sí existe? ¿Solipsismo?
¿Pensamiento mágico? No sé, pero tampoco ahora puedo dejar de
seguir al viejo hasta el sillón donde se deja caer.
La mirada del muchacho
-¿sorpresa?, ¿interés?, ¿miedo?- tampoco puede dejar de seguirme
a mí. Todo lo contrario de la indiferencia, su intensidad es tal que
en ella se pierden los matices. Me envuelve, me quema, me atraviesa.
Es una mirada que conozco al menos en su incertidumbre: he buscado en
ella a mi asesino y no lo he encontrado. Qué bueno. Pero de todas
maneras podría ser él, pues los asesinos, ya se sabe, no tienen
necesariamente que tener miradas de asesinos. Muchos ni siquiera
saben que lo serán, que ya lo son. Al igual que la víctima, se
enteran a última hora. Cuando las emociones se precipitan y se
escurren entre los dedos.
El viejo se mece en el
sillón de lo más contento. La casa es del muchacho, pero los
sillones los ha comprado el viejo (he ahí la clase de detalles,
domésticos si se quiere, que siempre alguien me cuenta) porque viene
de visita casi todas las tardes y le encanta mecerse. ¿Qué otra
cosa se puede hacer a mi edad? -es lo que dice. Y sonríe igual que
Amelia cuando se describe a sí misma como una tímida cosita que
pinta tímidas naturalezas, vivas y muertas.
Me siento en una butaca
frente a él. No dejo de observarlo. Por variar, mi insistencia no lo
sobresalta. No me mira como se mira a las personas empalagosas y
demostrativas. Incluso me asombra no advertir en él la más mínima
inquietud. Sonríe otra vez. No sé, en lo absurdo también debería
quedar un rincón para la coherencia…
Ambos hemos leído
recientemente esas páginas chismosas de A Common Life (Simon
& Schuster, 1994) donde David Laskin se extiende y se regodea en
el amor desolado que durante largo tiempo profesó Carson McCullers,
la maliciosa chiquita del cazador solitario, el ojo dorado y el café
triste, a Katherine Anne Porter. Una pasión a primera vista que de
manera perversa fue derivando hacia un asedio compulsivo, abierto,
irresistible, maniático. Tal vez Carson también aprendía de los
cactos. Sus torturadas demandas inexorablemente fueron retribuidas
con patadas y más patadas, desprecios y desplantes de todo tipo, con
un odio que se me antoja inexplicable. Tan inexplicable y profundo
como el amor (la diferencia) que lo había suscitado.
-Nada de inexplicable -me
dijo el viejo-. McCullers la perseguía, la molestaba y nadie tiene
por qué aguantar eso.
Sí, claro, sobre todo si
estás en los calores de la menopausia y los hombres no te quieren y
las deudas te llegan al cuello y tus libros no tienen el éxito de
los de tu perseguidora. Si, encima, te asustan las lesbianas, tú
sabrás por qué.
Yo pensaba sentada en el
suelo (él, por supuesto, en el sillón) y anoté que al viejo le
disgustaba la vehemencia, el homenaje abrumador, la exuberancia
intempestiva y desbordada de quien se lanza en pos de sus fantasías
sin contar para nada con el protagonista de éstas. Un escritor no
quiere ser descrito tan sólo como el objeto del deseo (admiración,
ambición) de otro escritor. Un deseo furioso puede llegar a ser
anulador -Katherine Anne: la deplorable mujercita que rechazó a
Carson-, un escritor aspira a existir por sí mismo. Qué cosa.
Desde el suelo me
preguntaba si el fuerte atractivo que el viejo ejercía sobre mí
podría arrastrarme alguna vez a los extremos de Carson. Aparecérmele
en todas partes con cara de sufrimiento, de perro apaleado. Llamarlo
todos los días por teléfono -lo he llamado tres o cuatro veces y
nunca reconozco su voz en el primer momento, la plenitud de su voz,
el registro grave, me recuerda más bien al joven de la foto en mi
cartera, siempre me dice “gracias por llamarme”-, llamarlo no
para preguntar por un conocido, por una fecha, no para hablar del
tiempo, las yagrumas o nuestras inclinaciones aristocratizantes: a
ambos nos gustaría poseer un título de nobleza, somos así. No,
llamarlo para decirle que no hago más que pensar en él. Que me voy
a suicidar y suya será la culpa. Acercar el auricular al tocadiscos:
Yo te miré /y en un beso febril /que nos dimos tú y yo /sellamos
nuestro amor… Obligarlo a cambiar su número, pesquisar el nuevo
número. Volver a llamarlo. Mandarle cartas. Insistir, insistir hasta
el vértigo. Perseguirlo hasta su casa, gemir, dar golpes
enloquecidos en la puerta como en una habitación de la torre de
Yaddo: “Katherine Anne, te quiero, déjame entrar”. Permanecer
tirada en el quicio toda la noche hasta que él salga y pase por
encima de mi cuerpo… No me importaría hacerlo, pensaba. ¿Y a él?
¿Le importaría a él que yo lo hiciera? Quién sabe.
Todavía no he llegado a
ese punto.
Por lo pronto me dejo
llevar, no hago el menor esfuerzo por ahogar el impulso de seguirlo,
mirarlo, permanecer junto a él: encantador de serpientes. Sublime
encantador que mueve las manos mientras habla -de su árbol
preferido: la yagruma, se cubre de metáforas- como si dirigiera una
orquesta sinfónica. El mismo gesto demorado que le he visto hacer en
la televisión, donde lo creí un truco de cámara. (Conozco a la
directora del programa, he estado pensando en ir a pedirle, de un
modo muy confidencial, que me permita sacar una copia del video. Lo
peor que puede suceder es que diga no.)
Mi atención no le
molesta. Ahora lo sé. Más bien creo saberlo. ¿Cómo le va a
molestar a un encantador la atención de una serpiente?
Soy discreta, no hago
locuras. Soy discreta de una manera pública: todos a nuestro
alrededor ya van advirtiendo lo que ocurre. No hay que ser demasiado
perspicaz para darse cuenta de que el viejo, a menudo ríspido,
agresivo, negador -cuando se empeña en demoler a alguien, ya lo
dije, lo que sale por su boca es vitriolo-, se comporta esta noche
como un gentleman. Exquisito, elegante, sereno. Cuando abre y
cierra el abanico, su enorme abanico oscuro, una dama de sangre azul,
la marquesa de las amistades peligrosas. Y ese personaje, el de los
chistes blancos y la sonrisa fácil, el que acomoda mi silla y me
cede el paso, el que ha servido los postres con envidiable soltura
(en la mesa siempre nos sentamos frente a frente y casi no puedo
comer), le va de maravilla. Algo tan evidente no debe ser importante,
este viejo es un hipócrita de siete suelas, un jesuita que sabe más
que el diablo y se protege de los zarpazos de la bandidita, es lo que
leo en las demás caras y me complace.
“No hago locuras”
quiere decir que no convierto mi ansiedad en secreto. No podría
hacerlo aunque quisiera, pero basta con exhibirla para dar la
impresión de ser una persona muy segura de mí misma, una persona
sobre quien resbalan las opiniones, los comentarios ajenos. De cierta
forma es verdad: mi imagen pública difícilmente podría ser peor de
lo que ya es. Hoy sólo me preocupa el reconocimiento, la aprobación
del viejo.
El calor es suficiente
para desabrochar un primer botón, sacarme el pelo de la cara, cruzar
las piernas y la falda sube. Estoy sentada frente al viejo y vuelvo a
pensar en Amelia, quien se marcha muy pronto a París con una beca
por dos años de la École de Beaux-Arts. Naturalezas vivas,
espléndidas, regias naturalezas. La falda es roja, breve sin
incomodar. (En momentos así es cuando pienso que yo nunca sabría
llevar un título nobiliario como un personaje de Proust le
recomienda a otro: igual que ladyHamilton tengo alma de
cabaretera.) La blusa es gris como esos ojos que me vigilan entre
fascinados y sombríos. Fascinados no conmigo, sino con el conjunto.
El viejo y yo.
Cómo me gusta decirlo:
el viejo y yo.
-¿Tú quieres algo con
él y conmigo? -me ha preguntado el muchacho, conciliador.
-No -le he respondido
suavemente-. Sólo con él.
-Eso no va a ocurrir
nunca -me ha dicho irritado-. Y si quieres te digo por qué…
-¿Tienes muchas ganas de
decirme por qué?
-Yo… este… No, mejor
no.
El viejo y yo
conversamos. Es decir, parece que conversamos. Le pregunto algo sobre
uno de sus libros. La biografía de un amigo muerto, uno de los
verdaderos, un lindo libro donde el viejo se ha mostrado
particularmente eficiente a la hora de escamotear detalles. ¿Buen
tono? ¿Temor? ¿Censura? Me gustaría interrogarlo en el estilo de
un paparazzo o un fiscal, en el estilo de Sócrates, enredarlo con su
propia cuerda, hacerlo caer en contradicciones. Me gustaría verlo
evadirse, sortear todos los obstáculos y pasar a la ofensiva. Me
gustaría contradecirme yo y tocar su pelo blanco, apoyar un pie
descalzo en su rodilla, todo a la vez y sé que no es el momento.
Nunca será el momento, ¿no es eso lo que me han dicho? En medio de
una charla de salón me seduce la imposibilidad.
-Nadie es como era él
-afirma el viejo con una tristeza que no le conocía-. Nadie.
Y no es la amistad entre
escritores ni la cita de Montaigne. Es el pasado. Su reino.
La madre del muchacho nos
trae café en unas tacitas de porcelana azul con sus respectivos
platicos también azules. Todo de lo más tierno, como jugando a ser
una familia. Me sonríe. Le sonrío. El viejo coge la tacita en un
gesto maquinal, ensimismado. Quizás piensa todavía en el muerto, un
muerto que le sirve para descalificar al resto de la humanidad
conocida y por conocer. Empezando por mí, desde luego, que no soy
como era él. Para nada. Es lógico, pero me incomoda.
Pienso en la madre del
muchacho, Normita. Una excelente cocinera que tiende a apurarnos
cuando el muchacho y yo nos demoramos ochenta años en pelar las
papas o escoger el arroz, una excelente señora en sentido general.
Es viuda y vive en un pueblo del interior, sola en una casa muy
amplia. Ahora está de visita por un par de semanas o algo así -para
el muchacho su presencia constituye un alivio, imagino por qué, la
llama Normita en lugar de mamá-, pero se irá pronto, pues no
soporta vivir lejos de su casa y su tranquilidad en este manicomio
que es La Habana.
Hemos descubierto (o
construido) entre nosotras una afinidad peculiar. Me cuenta
deliciosas anécdotas sobre la infancia de su hijo para horror de él.
Se ríe. “Ponme en una de tus novelas”, me dice y vuelve a
reírse. “Así no vale, Normita”, le digo. Es Escorpión, igual
que yo, y dice que la gente tiene muchos prejuicios con los
escorpiones, que en el fondo somos buenas personas. Si de verdad ella
piensa que soy una buena persona, cosa que me resisto a creer, no sé
qué prejuicio en esta vida puede quedarle a Normita. Pero siempre es
reconfortante tener a alguien que le diga eso a uno. ¡Si lo sabré
yo!
Me ha invitado a irme con
ella cuando regrese a su casa. O después si lo prefiero. Necesito
respirar aire puro, ya que, en su opinión, estoy medio chiflada.
Probablemente aceptaré. Quizás me resulte lacerante pasar por la
calle de Amelia los viernes de cinco a siete y ver el taller cerrado
a cal y canto. No estoy segura, pero es muy posible. Habrá que
esperar a ver. Porque han sido años, casi desde que éramos
adolescentes, Amelia conoce mi cuerpo como nadie… y de pronto ¡zas!
Sí, yo también me iré. Dentro de poco hago así y cobro los
derechos del último libro, pido vacaciones en la editorial (los
anónimos que vayan llegando me los pueden guardar, a veces son
utilizables), le doy todo el dinero a Normita y me instalo por tiempo
indefinido en un pueblo del interior. Mis cactos y mis modelos pueden
sobrevivir sin mí. No creo que me necesiten demasiado ni yo a ellos.
¿Podría escribir un libro enteramente de ficción? ¿Acaso puede
existir semejante libro? No lo sé. Tal vez sería la mejor solución
para todos, no lo sé.
El viejo y yo hemos
estado hablando del placer que produce acostarse boca arriba en la
cama en el silencio en una tarde apacible y divagar. Deshacer los
lazos que nos atan al mundo, dejarnos fluir en la soledad que de
algún modo ya hemos aceptado.
El muchacho se acerca a
nosotros con el sempiterno vaso de ron en la mano. El viejo
desaprueba con los ojos. El muchacho lo enfrenta retador. Pienso que
el muchacho podría hacer algo desesperado en cualquier momento. Algo
tan desesperado como el silencio que se empeña en mantener o la
ferocidad de sus réplicas aisladas y no muy pertinentes…
Divagar. Las imágenes se
suceden unas a otras, se interponen, se entrelazan. Imágenes
visuales, auditivas, aromáticas. Procedentes lo mismo de los libros,
el cine o la música, que de ese eidos con límites borrosos
-esfumados como el background de Monna Lisa- que por
convención suele llamarse “la vida real”. Una vida, a veces no
tan cierta, que no sólo incluye los viajes, el momento
indescriptible en que se descubre desde el avión cómo se alza
vertiginosa Manhattan entre un mar de neblina, o el ronroneo
sobrecogedor del primer vuelo sobre el Atlántico o las blancas cimas
de los Andes. Una vida que también abarca, como miss Liberty
o el Cristo de Río, la cotidianidad en apariencia más
intrascendente, con sus afectos y desprecios, con sus pasiones
anónimas de pronto tan, pero tan, inmersas en lo ficticio, en la
fábula.
Porque mi mundo interior
es impuro e inmediato, casi palpable, quienes me odian dicen que no
lo tengo, pienso.
Pero no menciono eso
último por no perturbar al viejo, quien comprende y acepta y hasta
participa de mi misma noción de divagar. Después de todo, quienes
me odian son sus amigos. Con ellos comparte complicidades, credos
estéticos, historias vividas; con ellos tiene compromisos. Esos
mismos que le impidieron hacer la presentación de mi primera novela,
donde me río un poquito de ellos (más de lo que sus egos
hipersensibles pueden soportar, qué horrendo delito), les saco la
lengua y les guiño el ojo. Sé que ellos no significan para el viejo
ni remotamente lo que significó el muerto. Porque nadie es como era
él, nadie. ¿No es así como decía? Sé que el viejo está solo,
que no lo olvida y siente miedo. Que los compromisos son los
compromisos. Por esa razón, y no por aquella otra que con aire
freudiano insinuaba el muchacho, entre el viejo y yo no puede suceder
nada. He llegado demasiado tarde. Hay un muro.
No quiero introducir
asuntos espinosos ahora que nuestra divagación sobre la divagación,
más allá de rencillas y despropósitos, fluye tan armoniosamente.
-Ustedes, ya que son tan
cínicos, tan lengüinos, deberían discutir… ¿Por qué no se
enfrentan? -sugiere el muchacho y el viejo se hace el sordo.
-Estamos discutiendo, lo
que pasa es que tú no te das cuenta -comento y el viejo sonríe.
¡Ay viejo! Querría
decirte que a mí también me gusta tu muerto -quizás menos que a
ti: prefiero el teatro de O’Neill, su largo viaje del día hacia la
noche es único, es genial, es incomparable desde cualquier punto de
vista y tu muerto debió saberlo-, querría decirte que me gusta
sobre todo la relación que hubo, que hay, entre ustedes, un viejo y
un muerto, que me fascina tal y como la describes en tu libro, que
los envidio a los dos porque yo nunca tuve amigos así…
Voy a hablar y el
muchacho me interrumpe en el primer aliento para decir que la
divagación no es lo que creemos nosotros, sino un concepto muy
diferente, relacionado con el sexo o algo por el estilo. No lo
entiendo bien. Habla como si no pudiera evitarlo, como si las
palabras salieran por su boca en un chorro a presión. Es un hombre
desmesurado, violento, pienso no sé por qué. El viejo hace un gesto
de impaciencia:
-Sigue tú con tus
divagaciones y déjanos a nosotros con las nuestras -dice en voz
baja.
¿Las nuestras? ¿Las
nuestras ha dicho? ¿Existe entonces algo que el viejo y yo podemos
designar como nuestro, aunque no sea más que la imposible suma de
dos soledades? Tal vez lo ha dicho para mortificar a su amante.
Alguien tan entrometido probablemente se merece que lo aparten de vez
en cuando, al menos un par de milímetros. Ellos, pienso, deben estar
acostumbrados el uno al otro (como Amelia y yo) con sus necesarios,
vitales, imprescindibles conflictos; eso se les ve. El viejo me
utiliza. Pero no me importa: que haga lo que quiera, lo que pueda.
Porque me han contado que
en una tarde bien tranquila, de esas que invitan a la siesta y a la
divagación, el viejo se apareció en esta misma casa, todo agitado,
con un ejemplar de mi primera novela en la mano. Se la tendió al
muchacho y le dijo busca la página tal y lee, lee en voz alta. Y el
muchacho le dijo ¿no quieres té?, ¿por qué no te sientas? Y el
viejo le dijo lee, vamos, lee, como quien dice pellízcame a ver si
no estoy soñando. Y el muchacho leyó. Unas diez páginas, en voz
alta.
Me han contado que el
viejo, alegre y sombrío, caminaba de un lado a otro, se alteraba, se
reía, se ahogaba, volvía a reírse, a carcajadas, se tocaba el
pecho, pedía agua. Un desorden de emociones, el nacimiento de una
nueva ambivalencia. ¿Tú has visto qué mujer más mala? No, no es
buena. Lo peor es que todo esto (el muchacho señalaba el libro
abierto como un pájaro con las alas desplegadas, como el diablo de
Akutagawa) es verdad. Malintencionado sí, pero falso no es… ¡Un
poco más y pone hasta los nombres de la gente con segundo apellido y
todo! No, lo peor no es eso (el viejo hablaba despacio, saboreando
las palabras). ¿Qué es lo peor? Lo peor es que ese librejo infame
está bien escrito. Mira tú qué clase de oxímoron. Lo peor es que
me gusta y que esta mujer perversa hasta me cae simpática… (Me
seduce imaginar al viejo, con su voz tan envolvente, susurrándome al
oído muchas veces la frase “mujer perversa, mujer perversa”. Yo
me erizo.) Sí, a mí también, pero te juro que no quisiera verme en
el lugar de esta gente. ¿Cómo se habrá enterado ella de cosas tan
íntimas, eh?
Ignoro si la escena
transcurrió exactamente así. Lo anterior es un esbozo tentativo,
más o menos tragicómico. Pero en esencia fue así y así la concibo
tomando en cuenta los hechos posteriores: a partir de entonces mis
relaciones con el viejo, que antes apenas existían, se convirtieron
en una diplomática sucesión de espacios vacíos, en una fila
versallesca de puertas cerradas o entreabiertas, con celosías y el
año pasado en Marienbad.
Ahora, cuando dice
“nuestras” y me envuelve en ese plural excluyente, de alguna
manera me acerca. No sé. No es fácil interpretar al viejo -mi
próximo libro, el que escribiré en casa de Normita, podría
llamarse El viejo. An Introduction, y se lo enseño cuando aún esté
en planas, no vaya a ser que le dé un infarto ante tal muestra de
amor-, sólo siento que me acerca. Mejor aún, que ya estoy cerca
aunque él no lo diga. ¿Qué puede importarme si de paso me utiliza
para fastidiar un poco al muchacho?
Permanecemos los tres en
silencio. Normita y los otros conversan, toman café y fuman como si
no estuviera ocurriendo nada. Quizás no está ocurriendo nada y sólo
existe una persona, yo, colocada ahí para discurrir, suponer, para
inventar historias sobre la gente y cada día buscarse un enemigo
más. Una enredadora profesional.
Miro al viejo, él me
mira. Le sonrío, me sonríe. Cualquiera diría que somos un par de
idiotas. Como si hubiese escuchado mis pensamientos, él se levanta
y, en el tono más natural que ha podido encontrar, dice que se va.
En mi cara algo debe haber de súplica (esa expresión no la necesito
para mi trabajo, pero también la he ensayado frente al espejo, por
si acaso se presentaba alguna coyuntura imprevista y aquí está),
pues me explica, como a un niño chiquito, que ya es muy tarde, que
ha permanecido incluso más tiempo que de costumbre. Que él es una
persona mayor (un viejo) y no debe trasnochar, a su edad los excesos
son peligrosos.
¡A mí con esas! Pienso
que le gusta aparecer y desaparecer, darse poco, a pedacitos,
escurrirse entre las bambalinas y el humo de la ambientación, detrás
de su enorme abanico oscuro como la diva más seductora. No tiene
apuro y yo, que soy joven, tampoco debería tenerlo. Pero la edad no
constituye ninguna garantía acerca de quién va a morir primero. Lo
inesperado acecha y nos hace mortales de repente, nunca lo olvido.
Como la gente abanderada del sesenta y ocho, quiero el mundo y lo
quiero ahora…
No sé de qué forma lo
miro, porque sus ojos brillan y vuelven a soñar a pesar del
cansancio, de nuevo se transforma en el joven de la foto en mi
cartera cuando se aproxima, y él (el joven, el viejo, él), que
nunca me ha tocado ni con el pétalo de una flor, ni con la púa de
un cacto, él, que se inquieta y hace muecas de pájaro incómodo
cuando penetro en su aura, se inclina y me besa en la boca. Bueno,
más bien en la comisura, pero pudo ser un error de cálculo, un
levísimo desencuentro. Me besa como alguien que se despide y quiere
dejar un sello. O como alguien que flirtea sin comprometerse, que
juega a alimentar una pasión no correspondida. O como alguien que
simplemente se siente bien. Como Peter Pan y Wendy, el último de los
cuentos de hadas.
Es sabia la idea de
perderse ahora, pienso.
No sé si el muchacho ha
notado el gesto, es igual. Ellos intercambian algunas palabras que no
alcanzo a oír y que tampoco me importan. Me he quedado petrificada,
hecha una estatua de sal por asomarme a un pasado que no me
pertenece, y sólo atino a levantarme de la butaca cuando el viejo ya
se ha ido. Corro, pues, al balcón para verlo salir. Demora un poco
en bajar la escalera (que es muy empinada y con escalones de diverso
tamaño, la locura) y cuando al fin descubro su cabeza blanca, justo
debajo del balcón, ya no sé si llamarlo, si gritar su nombre, si
dejar caer sobre él la tacita de porcelana azul que aún conservo en
la mano. Tú volverás, me dice el corazón, /porque te espero yo,
temblando de ansiedad…
No hago nada. Quizás
porque he vuelto a sentir una mirada gris, más agresiva que nunca,
clavada en mi espalda. Pero no es necesario: al llegar a la esquina
el viejo se vuelve bajo la luz amarillenta de un farol callejero con
algo de spot light. Es la estrella, no hay duda. Me saluda con
la mano, de nuevo dirige una orquesta sinfónica. Rachmáninov,
empecinado, dramático. Rapsodia sobre un tema de Paganini. No
distingo bien su rostro, se pierde entre la luz y la sombra, sigue
siendo el joven de la foto. No sé si se despide o si me llama.
Prefiero creer que me llama. Si es así, me esperará. Entro, pongo
la tacita sobre la mesa, recojo mi cartera, un chao Normita -besos
no, ahora nadie puede tocarme la cara-, chao gente, la puerta y
salgo.
El muchacho sale detrás
de mí. Escucho sus pasos, su respiración anhelante. Me alcanza en
el primer descanso de la escalera. Me agarra por el brazo.
-Déjalo tranquilo -creo
que dice, no lo entiendo bien.
-Quítame las manos de
encima -trato de soltarme, él es más fuerte que yo.
-No -aprieta más-. Hoy
tú te quedas a dormir aquí.
-Te dije que me quitaras
las manos de encima.
Es raro, ninguno de los
dos grita. Todo transcurre a media voz, en la penumbra de un bombillo
incandescente sobre una escalera de pesadilla. Al parecer no es algo
público, se trata de un asunto a resolver entre nosotros.
-¿Pero qué te has
creído, puta?
Me sacude. Forcejeo. No
consigo deshacerme de él. No sé por qué no grito. Alguien tendría
que venir. Vivimos en un mundo civilizado, ¿no? No se puede retener
a las personas contra su voluntad. ¿Y si gritara? Arriba están
Normita y los demás. Los boleros. En la esquina me espera el viejo.
Y me darás… Tengo que sacarme a este loco de arriba, como sea.
Pero no grito. ¿Será verdad que vivimos en un mundo civilizado? El
viejo está en la esquina… tu amor igual que ayer… Con la mano
libre le doy una bofetada. Parpadea, por un segundo el estupor asoma
a los ojos grises. Después aparece la cólera y hay un instante
donde me arrepiento… y en el balcón aquel… ¿Por qué nos
obligamos a esto? Me suelta para propinarme la bofetada más grande
que haya recibido en mi vida. Tanto es así que pierdo el equilibrio.
Con la última frase mis dedos resbalan por el pasamanos. Mármol
frío. No hay nada bajo mis pies. Él trata de sujetarme y hay un
instante donde se arrepiente. Al menos eso me parece, pues grita mi
nombre y, en lugar de “puta”, oigo un “Dios mío”. Su voz
resuena, se multiplica, se fragmenta, viene de muy lejos. Golpes,
muchos, incontables, quiebran. Por todas partes. En la espalda y algo
se congela. En la cabeza y cómo es posible tanto dolor y de repente
nada. Se acabó, final del juego. ¿Era tan fácil? A partir del
segundo descanso no soy yo quien rueda por la escalera, es sólo mi
cuerpo. Dejo de oír. Me siento flotar, algo se hace lento. Hay un
abismo, un resplandor. Pienso en Amelia.
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