jueves, 28 de febrero de 2013

Reminiscencia

Fotografía de la película My Winnipeg

  
“Todo nada, todo flota delante de mí cubierto con una espesa nube,
y  yo me entro en ese caos de sueños, sonriendo.”
Johann Wolfgang von Goethe

“Así es el enigma del corazón humano. Nunca he comprendido
cómo pudo abandonarme de aquella forma tan poco ceremoniosa,
sin tan siquiera un adiós, sin siquiera mirar atrás ni una sola vez.
Es un dolor que me parte el alma como un hacha.”
Yann Martell

En días fatídicos como éste es cuando regreso a ti a través de la memoria. Los recuerdos me rasguñan, me llaman, me persiguen y, finalmente, se manifiestan en sueños, donde me resulta imposible huir de ellos. Llevo varios minutos contemplando la última fotografía que nos tomaron juntos en aquel viaje repentino a Winnipeg, cuando aún ignoraba la verdadera razón de aquella excursión.

Recuerdo muy bien tu súbita decisión aquel jueves por la tarde, cuando decidiste que viajaríamos al día siguiente a dicha ciudad, para ver la más reciente atracción de la ciudad durante ese invierno: una docena de caballos atrapados en un río congelado. Por alguna extraña razón, la idea te atraía sobremanera y es que en realidad era el origen de toda una significativa confabulación en tu mente para modificar el curso de tu vida, la cual no me incluía.

Durante el viaje en auto, hablamos poco y el mal clima nos obligó a descansar un par de horas en un hostal, algunos kilómetros antes de llegar a nuestro destino, donde bebimos un poco de café para reanimarnos y en algún momento me hablaste sobre el íntimo vínculo con el acontecimiento del que seriamos testigos y la filosofía oriental. Aún recuerdo la escena: tu cara apacible y los labios moviéndose en armonía con las palabras que pronunciabas. Me dijiste que en oriente la figura del caballo representa los cinco sentidos del cuerpo humano y cómo a través de él creamos lazos con el plano existencial de lo físico o material de este mundo.

Conocía de tu parte mística tan poco, que la mera idea de saber quién eras me parecía ya un hecho ficticio, y ese simple pero contundente suceso dio paso a una insurrección de sentimientos contradictorios en mí. Debí suponer que era el primer presagio de una catástrofe que sería terminante, pero no inmediata.

Cuando continuamos con el viaje, descubrí entonces el motivo por el cual la única canción que escuchábamos una y otra vez era “Goodbye horses” de Q Lazzarus… pude interpretar el significado que envolvía la letra y asociarlo con tu singular pasión al cantar específicamente la frase Good-bye horses, I'm flying over you.

Finalmente, al llegar al sitio, tenías un entusiasmo poco común y súbitamente comenzaste a relatarme tu teoría sobre cómo los lazos que te unían con lo terrenal ahora estaban rotos debido a la muerte de esos caballos y que estabas obligado a trascender todos tus limitantes. Queriendo otorgar una razón lógica a mi fatídico futuro, argüí que algún conocido tuyo, sabiendo el tipo de inusitadas ideologías que tenías, cumplió con la misión de informarte sobre el suceso que presenciábamos.

Nuestra sorpresa creció a pocos metros del incidente, pues a pesar de ser el nuevo suceso del lugar, había muy pocas personas cerca, así que avanzamos y pagamos una pequeña cuota para tomar fotografías. Era diferente a lo que imaginamos: de los caballos sólo se podían ver sus cabezas. El infausto acontecimiento dio paso a un espectáculo mórbido inmerso en una atmósfera que causaba cierto tipo de terror ancestral, pues tales facciones de sufrimiento y desesperación, en animales por naturaleza hermosos e imponentes, causaba desconcierto y cierto sentimiento de culpa e incomodidad en los testigos, que se alejaban paulatinamente.

Fue a través del guardia como nos enteramos de lo que realmente sucedió: a pocos kilómetros del río, hacia el norte, había una pista de carreras en la que un granero se incendió hacía un par de días al anochecer, provocando que los caballos huyeran por instinto en dirección al río, sin reparar en que estaba congelado; y a pesar de que tenía una gruesa capa de hielo en la superficie, el peso y la fuerza de los animales fue tal que lo rompieron y terminaron atascados en él, quedando congelados a los pocos minutos, sólo con el cuello y la cabeza al aire. A través de sus expresiones se podían observar el sufrimiento y la agonía por la que pasaron antes de morir. Por supuesto, la responsable de mantener semejante exhibición surrealista indemne, gracias a la baja temperatura, era la estación del año.

Nuestros estados de ánimo eran por completo discordantes: mientras mis sentidos semejaban la atmósfera del momento, estando abrumados y con cierto sentimiento de hastío y repudio hacia todo; tú estabas de lo más cómodo y feliz, incluso sonriendo, razón con la que hacías crecer el vacío que se había instalado en ese lugar de mi alma que te pertenecía, provocándome una apatía mortal.

Fui presa de una ansiedad carroñera que carcomía la poca dicha que aún tenía y quise que nos marcháramos de inmediato. Entendí que no podía hacer nada más cuando, aún con una sonrisa formidable, anunciaste que te quedabas por tiempo indefinido. Recuerdo que no aparté la vista de tu figura al alejarte en dirección al auto y volver con algunas de tus cosas, de las cuales, por cierto, tampoco noté el momento en que las empacaste en casa. Haciendo uso de la poca razón que me quedaba y de un comportamiento maduro que escasamente se planta en mí, decidí no hacer pregunta alguna y despedirme con un beso en la mejilla.

Quizá si me hubiera expresado y te hubiera retenido un poco más, las cosas no hubieran resultado de este modo. Pero tampoco hubieras sido feliz, pues a pesar de lo bien que ocultabas tu disconformidad, siempre quedaba un rescoldo en tu rabillo del ojo y en tu espalda, indicándome continuamente que algo no andaba bien.

Finalmente, pude aceptar que esos caballos significaban para ti una especie de representación apocalíptica a través de la cual llegó un mensaje de cambio inminente en tu vida. Regresé sola a Calgary y te esperé una, dos, tres semanas que se convirtieron en uno, dos, tres meses que, por último, se acumularon hasta formar un año, antes de verte de nuevo.

Y fue exactamente un año después que se repitió la historia en el río congelado, pero esta vez sólo hubo una muerte: la tuya. Vaya coincidencia fatídica de la vida, que queriendo recordarme, te uniste a mi memoria hasta el fin de mis días. Lo que tú tampoco supiste es que pude ser la culpable de tu partida, pues uno de mis deseos inconscientes fue que desaparecieras en aquel sitio, gracias al cual asimilé la obsesión de la naturaleza humana por lo absurdo.

Cuando te volví a ver, te encontrabas en un lustroso ataúd y te sentí tan cercano, que en un impulso afectivo no pude más que abrazarte, y estabas tan frío como los pequeños copos que caían afuera y se instalaban cómodamente en la pequeña jardinera debajo de la ventana.

Todos necesitamos tener pequeños y quizá insignificantes secretos, y lo que no te dije aquel día era que habías dejado al descubierto que estábamos en diferentes planos existenciales, por más que compartiéramos los terrenales. Y lo que tú no supiste y tampoco pudiste ver en mis ojos es aquello que jamás confesé: que desde hacía un tiempo te sabía perdido en una desesperanza atemporal que habías ocultado y seguirías ocultando hasta la perfección antes y aún después de mí.

Ahora sólo eres una voz que se difumina y se pierde cada vez más y el hecho de pensarte en el olvido me abruma por completo. Por eso todas las noches voy a encontrarte a la habitación sin luz, donde te veré en sueños y serás eternidad durante mi existencia, donde aún puedo encontrar una leve reminiscencia de lo que alguna vez fuiste.

                                                                                                         Lola Ancira, México, 2012.

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