miércoles, 28 de mayo de 2014

Niños tristes – Gabriel Rodríguez Liceaga



Niños tristes (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2013) de Gabriel Rodríguez Liceaga (escritor mexicano, 1980) es una antología de nueve cuentos y el quinto libro publicado por el autor, con el que además se hizo acreedor al Premio Nacional de Narrativa María Luisa Puga 2010, y con y con Perros sin nombre el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2012.

Éste es un compendio de historias en las que sus protagonistas, a pesar de ser adultos, continúan siendo sólo afligidos infantes que crecieron confundidos y se convirtieron en trágicos y desesperados seres humanos que han cobrado conciencia de su mísera existencia y que, a pesar de todo, continúan fomentando una farsa día tras día, pues finalmente la tristeza es, como ya lo afirmó Flaubert, un vicio.

El libro está conformado por imágenes estremecedoras por su verosimilitud y cercanía, narradas con un lenguaje coloquial que permite una lectura mucho más íntima y un toque de humor ácido que da cuenta de ciertas peculiaridades del estilo del autor. A lo largo de los cuentos, también sobresalen ciertas ideologías impuestas con opresión y tiranía que demuestran la violencia permanente que se vive en la sociedad actual mexicana, específicamente en la Ciudad de México.

Estas nueve historias son fragmentos de vidas teñidos por la melancolía precipitándose a diferentes velocidades por abismos personales, íntimos, que arrastran durante su travesía a quienes se han acercado demasiado y que sólo pueden imaginar hasta dónde es posible caer, pero nunca tienen la certeza.

Conocer a estos niños tristes es indagar en la vida de seres humanos ordinarios resignados a vivir de manera desdichada porque es todo lo que conocen: la pareja en apariencia feliz que vive al lado o enfrente de nuestro hogar pero que en realidad vive bajo el yugo de una relación patológica donde la condición para que el amor exista es el odio mismo por el otro; aquel conductor del transporte público, necesario pero insufrible, con el que la indiferencia que incluso encubre cierto odio será siempre recíproca y silenciosa; un guardia que custodia la entrada de cualquier lugar donde cuenten con el risible presupuesto para contratarlo por ínfimo que sea lo resguardado, incluidos los que laboran ahí— y cuya relación más significativa y cercana es la que tiene con el perro guardián que le han adjudicado en su trabajo en turno; amigos que mueren mucho antes de lo pensado y a los que se puede seguir contemplando lo mismo que a los vivos de esa forma tan impersonal adoptada gracias a la tecnología en sus páginas y perfiles en internet, cuestión delicada y compleja para los familiares.

En estas páginas están retratadas también aquellas personas que surgen de una realidad excluida: indigentes que, después de cierto tiempo de deambular por la misma zona, acostumbran a quienes los observan con frecuencia a su miseria, como ocurre con los pequeños cadáveres de diversos animales que habitan la urbe y que se pueden admirar cotidianamente en el asfalto o la acera, lamentables ejemplos de eventos y circunstancias desafortunadas de las que los seres humanos no están exentos y, en cuyo caso, los restos crean un espectáculo mucho más vulgar. Rodríguez no podía excluir de esta fauna citadina a los abundantes vendedores ambulantes de pornografía pirata en la glorieta de Insurgentes y su vasto repertorio de material grabado clandestinamente en los moteles.

Sentir conmiseración por otras especies y no por la propia y encontrar los momentos más emotivos en relatos donde un animal muere en condiciones desconocidas o violentas es, sin duda alguna, desconcertante y abrumador, pero por completo lógico: un animal jamás hará daño por placer y, por ende, nunca será merecedor de cualquier tipo de crueldad. Es de la desigualdad, del abuso e injusticia, de donde surge el sentimiento de compasión por una víctima incapaz de defenderse y cuyo castigo, del todo severo e inmerecido, suele culminar con la muerte.

El cuento «El perro del oficial Muñoz» ejemplifica a la perfección el párrafo anterior. El nombre de Brunello se convierte en un eco tras cerrar el libro lo mismo que su imagen fuerte que, a pesar de su trágico final, conserva cierta firmeza de espíritu. Brunello es una vida de poco más de una docena de kilos que vale mucho más que la de ciertos individuos y que incluso brinda más cariño y lealtad que los supuestos seres «racionales». En cuanto al oficial, su acción de bajar todos los escalones que encuentra tras enterarse que subir una escalera otorga dos segundos más de vida, remite a la sentencia de Rulfo de que «Cada suspiro es como un sorbo de vida del que uno se deshace».

Otro de los relatos, «En el instructivo dice que los arrojes a la basura aún vivos», sorprende por el grado de indiferencia y apatía que puede suscitar otra vida, lo práctica que resulta la cultura insensible del siglo XXI, lo accesible que se muestran ciertos mecanismos de tortura que permiten atrapar y simplemente desechar, junto con los desperdicios, esos cuerpos minúsculos que deben aborrecer, más que nosotros, coexistir en el mismo espacio.

«Zoológico de animales muertos» es un bestiario del fin del mundo que refleja lo que realmente son esos lugares de confinamiento: la esclavitud de seres majestuosos al servicio de la diversión de insensatos que incluso pagan para asegurar la permanencia de dicho espectáculo y que, además, transmiten la normalización de la crueldad, meramente por placer, a las generaciones más jóvenes. La diferencia radica en que este zoológico alberga un conjunto de cadáveres de animales convertidos en la representación de la decadencia aún adornada por una belleza que se transforma con cada fase de la putrefacción. Incluso podría pensarse que la única manera de escapar del cautiverio, escogido o impuesto, es exhibiendo lo más íntimo: la muerte.

Rodríguez describe también, en «Los Werners falsos», la existencia de dos hombres predestinada a desaparecer, la derrota de su visión fantástica sin fundamentos sólidos que es destruida por elementos externos que no logran comprenderla y que, en un arrebato feroz, aniquilan sus desconocidos y distantes ideales.


Niños tristes es un reflejo, un recuerdo de que todos, en algún momento de nuestra existencia, fuimos (y tal vez seguimos siendo) nada más que desdichados infantes anhelando lo imposible, terribles niños disfrazados de adultos pretendiendo comprender la vida o saber vivirla.


Este autor también forma parte del reciente proyecto de Joel Flores para difundir la literatura contemporánea de nuestro país, por lo que transcribo una de las preguntas y respuestas de su entrevista que me encantaron:


JF.- Cada uno de los cuentos de Niños tristes es una alegoría perfecta
de la sociedad alienada por la modernidad que nos ha tocado vivir.
Creemos en el amor como un proceso desechable.
Creemos en las relaciones cada vez más de forma impersonal.
Nos educaron para ser el mejor de una sociedad y terminamos
siendo parte del ejército de seres que piensan lo mismo.
¿Cómo se formó este libro?
¿Cuál fue su proceso de creación y bajo qué ideas?

GRL.- Nos educaron para ser una bola de pajaritos enjaulados.
La forma como escribí este libro de cuentos es la siguiente:
durante cuatro años escribí –no sé– veinte cuentos,
luego maté once y me quedé con los nueve que conforman el libro,
que a mi parecer eran los mejores. Las ideas que me inspiran son lo de menos.
Historias por contar sobran. Basta con señalar una noticia al azar en el periódico,
cambiarle de canal a la tele o prestarle el mínimo de atención a nuestra pareja.
Lo realmente importante para el cuentista es pulir la forma como se cuenta,
ejercitar la prosa, evocar estructuras, borrar párrafos, intentar
diferentes puntos de vista, contar la misma historia con tres páginas o con quince,
o con cuarenta. En una palabra: escribir. Y escribir y escribir.


Portada del suplemento cultural 'La gualdra' No. 145, de La Jornada Zacatecas.


Pueden leer la entrevista completa directamente en el blog de Flores, que lleva por título Escribir es comer camote 364 días al año.

Actualmente, Rodríguez escribe constantemente en su interesante columna de la Revista Cultural Crítica, que pueden leer aquí.

Niños tristes está a la venta en librerías El sótano y EDUCAL.

Presumo mi dedicatoria por el autor y el hecho de que no encontré una línea que los salvó, si no varias, a pesar de no requerirlas, pues se salvan por sí mismos:



Aquí las mencionadas líneas y el extraordinario anuncio de que el cuento del mes (que publicaré en la siguiente entrada) será uno inédito precisamente de este autor. Hasta pronto, niños tristes.

Los Werners falsos

“Resulta que sí existe el silencio.” P. 32

En el instructivo dice que los arrojes a la basura aún vivos

“Él a veces la sueña. No siempre la menciona a la séptima cerveza.” P. 33

“Esa consumada necesidad de Mirna por sentirse insegura (...)” P. 34

“(...) la redundancia cierra las puertas del paraíso” Ibídem

“Cada quién elige su infierno.” Ibídem

“Él la observa y piensa que, de haber podido, le hubiera encantado masturbarla al menos una vez a la semana durante todo el tiempo que estuvieron separados. Masturbarla y nada más. Masturbarla y ya.” P. 35

“Entonces él se transforma en el malhumorado borrachito de fin de semana que en realidad es. Triste hombre en calcetines que memoriza nombres de escritores impronunciables para después utilizarlos como si fueran la carta más grande en sus ridículas reuniones.” P. 35-36

“Los tronidos de protesta de los muebles cansados de ser muebles.” P. 41

El perro del oficial Muñoz
(La autopsia del bebé mamut)

“(...) vi en un programa de tele que cada vez que subes una escalera vives dos segundos más. Yo por eso todos los días bajo cuantas escaleras se me presenten en el camino.” P. 48-49

Nadien sabe amar


“Lee NADIEN SABE AMAR en la pared donde está recargada Silvia fumando. Le da risa la falta de ortografía. Piensa que el amor es para analfabetos.” P. 58

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