Niños tristes (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2013) de Gabriel
Rodríguez Liceaga (escritor mexicano, 1980) es una antología de nueve cuentos y
el quinto libro publicado por el autor, con el que además se hizo acreedor al
Premio Nacional de Narrativa María Luisa Puga 2010, y con y con Perros sin nombre el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2012.
Éste es un compendio de historias en las que sus protagonistas, a
pesar de ser adultos, continúan siendo sólo afligidos infantes que crecieron
confundidos y se convirtieron en trágicos y desesperados seres humanos que han
cobrado conciencia de su mísera existencia y que, a pesar de todo, continúan
fomentando una farsa día tras día, pues finalmente la tristeza es, como ya lo
afirmó Flaubert, un vicio.
El libro está conformado por imágenes
estremecedoras por su verosimilitud y cercanía, narradas con un lenguaje
coloquial que permite una lectura mucho más íntima y un toque de humor ácido
que da cuenta de ciertas peculiaridades del estilo del autor. A lo largo de los
cuentos, también sobresalen ciertas ideologías impuestas con opresión y tiranía
que demuestran la violencia permanente que se vive en la sociedad actual
mexicana, específicamente en la Ciudad de México.
Estas nueve historias son fragmentos de
vidas teñidos por la melancolía precipitándose a diferentes velocidades por
abismos personales, íntimos, que arrastran durante su travesía a quienes se han
acercado demasiado y que sólo pueden imaginar hasta dónde es posible caer, pero
nunca tienen la certeza.
Conocer a estos niños tristes es
indagar en la vida de seres humanos ordinarios resignados a vivir de manera
desdichada porque es todo lo que conocen: la pareja en apariencia feliz que
vive al lado o enfrente de nuestro hogar pero que en realidad vive bajo el yugo
de una relación patológica donde la condición para que el amor exista es el
odio mismo por el otro; aquel conductor del transporte público, necesario pero
insufrible, con el que la indiferencia —que
incluso encubre cierto odio—
será siempre recíproca y silenciosa; un guardia que custodia la entrada de
cualquier lugar donde cuenten con el risible presupuesto para contratarlo —por ínfimo que sea lo resguardado,
incluidos los que laboran ahí— y cuya relación más significativa y cercana es la
que tiene con el perro guardián que le han adjudicado en su trabajo en turno; amigos que mueren mucho antes de lo
pensado y a los que se puede seguir contemplando —lo mismo que a los vivos— de esa forma tan
impersonal adoptada gracias a la tecnología en sus páginas y perfiles en internet,
cuestión delicada y compleja para los familiares.
En estas páginas están retratadas también
aquellas personas que surgen de una realidad excluida: indigentes que, después
de cierto tiempo de deambular por la misma zona, acostumbran a quienes los
observan con frecuencia a su miseria, como ocurre con los pequeños cadáveres de
diversos animales que habitan la urbe y que se pueden admirar cotidianamente en
el asfalto o la acera, lamentables ejemplos de eventos y circunstancias
desafortunadas de las que los seres humanos no están exentos y, en cuyo caso,
los restos crean un espectáculo mucho más vulgar. Rodríguez no podía excluir de
esta fauna citadina a los abundantes vendedores ambulantes de pornografía
pirata en la glorieta de Insurgentes y su vasto repertorio de material grabado
clandestinamente en los moteles.
Sentir conmiseración por otras especies
y no por la propia y encontrar los momentos más emotivos en relatos donde un
animal muere en condiciones desconocidas o violentas es, sin duda alguna,
desconcertante y abrumador, pero por completo lógico: un animal jamás hará daño
por placer y, por ende, nunca será merecedor de cualquier tipo de crueldad. Es
de la desigualdad, del abuso e injusticia, de donde surge el sentimiento de
compasión por una víctima incapaz de defenderse y cuyo castigo, del todo severo e inmerecido, suele culminar
con la muerte.
El cuento «El perro del oficial Muñoz» ejemplifica a la perfección el
párrafo anterior. El nombre de Brunello se convierte en un eco tras cerrar el
libro lo mismo que su imagen fuerte que, a pesar de su trágico final, conserva
cierta firmeza de espíritu. Brunello es una vida de poco más de una docena de
kilos que vale mucho más que la de ciertos individuos y que incluso brinda más
cariño y lealtad que los supuestos seres «racionales». En cuanto al oficial, su
acción de bajar todos los escalones que encuentra tras enterarse que subir una
escalera otorga dos segundos más de vida, remite a la sentencia de Rulfo de que
«Cada suspiro
es como un sorbo de vida del que uno se deshace».
Otro de los relatos, «En el instructivo
dice que los arrojes a la basura aún vivos»,
sorprende por el grado de indiferencia y apatía que puede suscitar otra vida,
lo práctica que resulta la cultura insensible del siglo XXI, lo accesible que
se muestran ciertos mecanismos de tortura que permiten atrapar y simplemente
desechar, junto con los desperdicios, esos cuerpos minúsculos que deben
aborrecer, más que nosotros, coexistir en el mismo espacio.
«Zoológico de animales muertos» es un
bestiario del fin del mundo que refleja lo que realmente son esos lugares de
confinamiento: la esclavitud de seres majestuosos al servicio de la diversión
de insensatos que incluso pagan para asegurar la permanencia de dicho
espectáculo y que, además, transmiten la normalización de la crueldad,
meramente por placer, a las generaciones más jóvenes. La diferencia radica en
que este zoológico alberga un conjunto de cadáveres de animales convertidos en la
representación de la decadencia aún adornada por una belleza que se transforma
con cada fase de la putrefacción. Incluso podría pensarse que la única manera
de escapar del cautiverio, escogido o impuesto, es exhibiendo lo más íntimo: la
muerte.
Rodríguez describe también, en «Los
Werners falsos», la existencia de dos hombres predestinada a desaparecer, la
derrota de su visión fantástica sin fundamentos sólidos que es destruida por
elementos externos que no logran comprenderla y que, en un arrebato feroz,
aniquilan sus desconocidos y distantes ideales.
Niños tristes
es un reflejo, un recuerdo de que todos, en algún momento de nuestra existencia,
fuimos (y tal vez seguimos siendo) nada más que desdichados infantes anhelando
lo imposible, terribles niños disfrazados de adultos pretendiendo comprender la
vida o saber vivirla.
Este autor también forma parte del reciente proyecto de Joel Flores
para difundir la literatura contemporánea de nuestro país, por lo
que transcribo una de las preguntas y respuestas de su entrevista que me encantaron:
JF.-
Cada uno de los cuentos de Niños
tristes es
una alegoría perfecta
de
la sociedad alienada por la modernidad que nos ha tocado vivir.
Creemos
en el amor como un proceso desechable.
Creemos
en las relaciones cada vez más de forma impersonal.
Nos
educaron para ser el mejor de una sociedad y terminamos
siendo
parte del ejército de seres que piensan lo mismo.
¿Cómo
se formó este libro?
¿Cuál
fue su proceso de creación y bajo qué ideas?
GRL.-
Nos educaron para ser una bola de pajaritos enjaulados.
La
forma como escribí este libro de cuentos es la siguiente:
durante
cuatro años escribí –no sé– veinte cuentos,
luego
maté once y me quedé con los nueve que conforman el libro,
que
a mi parecer eran los mejores. Las ideas que me inspiran son lo de
menos.
Historias
por contar sobran. Basta con señalar una noticia al azar en el
periódico,
cambiarle
de canal a la tele o prestarle el mínimo de atención a nuestra
pareja.
Lo
realmente importante para el cuentista es pulir la forma como se
cuenta,
ejercitar
la prosa, evocar estructuras, borrar párrafos, intentar
diferentes
puntos de vista, contar la misma historia con tres páginas o con
quince,
o
con cuarenta. En una palabra: escribir. Y escribir y escribir.
Portada del suplemento cultural 'La gualdra' No. 145, de La Jornada Zacatecas.
Pueden
leer la entrevista completa directamente en el blog de Flores, que lleva por
título Escribir es comer camote 364 días al año.
Actualmente,
Rodríguez escribe constantemente en su interesante columna de la Revista Cultural Crítica, que pueden leer aquí.
Presumo mi dedicatoria por el autor y el hecho de que no encontré
una línea que los salvó, si no varias, a pesar de no requerirlas,
pues se salvan por sí mismos:
Aquí
las mencionadas líneas y el extraordinario anuncio de que el cuento
del mes (que publicaré en la siguiente entrada) será uno inédito precisamente
de este autor. Hasta pronto, niños tristes.
Los
Werners falsos
“Resulta
que sí existe el silencio.” P. 32
En
el instructivo dice que los arrojes a la basura aún vivos
“Él
a veces la sueña. No siempre la menciona a la séptima cerveza.”
P. 33
“Esa
consumada necesidad de Mirna por sentirse insegura (...)” P. 34
“(...)
la redundancia cierra las puertas del paraíso” Ibídem
“Cada
quién elige su infierno.” Ibídem
“Él
la observa y piensa que, de haber podido, le hubiera encantado
masturbarla al menos una vez a la semana durante todo el tiempo que
estuvieron separados. Masturbarla y nada más. Masturbarla y ya.”
P. 35
“Entonces
él se transforma en el malhumorado borrachito de fin de semana que
en realidad es. Triste hombre en calcetines que memoriza nombres de
escritores impronunciables para después utilizarlos como si fueran
la carta más grande en sus ridículas reuniones.” P. 35-36
“Los
tronidos de protesta de los muebles cansados de ser muebles.” P. 41
El
perro del oficial Muñoz
(La
autopsia del bebé mamut)
“(...)
vi en un programa de tele que cada vez que subes una escalera
vives dos segundos más. Yo por eso todos los días bajo cuantas
escaleras se me presenten en el camino.” P. 48-49
Nadien
sabe amar
“Lee
NADIEN
SABE AMAR en la pared donde está recargada Silvia fumando. Le da
risa la falta de ortografía. Piensa que el amor es para
analfabetos.” P. 58
No hay comentarios:
Publicar un comentario