martes, 30 de junio de 2015

La modelo - Guy de Maupassant (cuento)




"La modelo" es un cuento de Guy de Maupassant (escritor francés, 1850) y forma parte de su libro Selected short stories (Penguin Popular Classics, 1995), reseñado con anterioridad en el blog.

Guy de Maupassant escribió principalmente cuento, pero también publicó varias novelas. Siendo joven, conoció a Gustave Flaubert (el autor de Madame Bovary), cuya influencia fue esencial en su desarrollo como escritor, y trabajó como periodista para diversos periódicos importantes al tiempo que escribía sus novelas y relatos.

Inició narrando desde una postura impersonal, pero fue profundizando en la existencia y psicología de sus personajes, y su obra influenció a diversos escritores como Quiroga, Tolstoi o W. Somerset.

"La modelo", aunque es un relato plagado de prejuicios y sexista (lo que se puede argüir a la época), es un cuento circular que narra la trágica historia de un joven matrimonio formado por un pintor y una modelo. El cuento me interesó por el título, y no imaginaba de qué pudiera tratar, pero me fascinó la escena principal de la que se desata la narración. La imagen que describe de las mujeres es, aunque chocante, un simple reflejo de la mente masculina de su contexto sociocultural (y que no ha cambiado demasiado).



La modelo

Encorvado como una media luna, el pueblo de Etretat, con sus arenas blancas, sus blancas rocas y su mar azul, reposaba tranquilamente bajo el sol de un hermoso día de julio. A uno y otro extremo de la media luna, los dos muelles, el menor a la derecha y el mayor a la izquierda, cortaban el agua tranquila; el primero, como un pequeño pie, y el se­gundo, como una pierna colosal.

En la playa, sobre la línea donde mueren las olas, una muchedumbre, sentada, se divertía contemplando a los bañistas, mientras en la terraza del Casino, formando grupo y en constante agitación, otra muchedumbre lucia sus galas, presentando al sol, como un jardín espléndido, las bordadas flores de las sombrillas rojas y azules.

En el paseo, al extremo de la terraza, otros veraneantes, los más reposados, los más tranquilos, iban y venían lentamente a distancia de los grupos elegantes.

Un joven pintor, conocido, famoso, Juan Summer, avanzaba tristemente junto a un cochecillo de paralítico, donde iba una mujer, la suya. Un criado empujaba suavemente aquella especie de sillón con rue­das, y la señora impedida contemplaba con ojos lánguidos los esplendores del cielo, la orgía de luz y la satisfacción de todos.

Iban en silencio. Ni siquiera se miraban.

–Detengámonos un poco –dijo la señora.

Se detuvieron, y el artista sentóse en una silla de tijera que le presentó el criado.

Los que pasaban junto a la pareja, inmóvil y silenciosa, los miraban con simpatía, interesados por una conmovedora leyenda, según la cual se había casado el pintor con la impedida, comparecido ante su desgracia y su ternura.

No lejos de allí, dos jóvenes hablaban, sentados en un cabestante, con la mirada fija en el horizonte lejano.

–Lo que dicen del matrimonio es mentira. Conozco mucho a Juan Summer.

–¿Cómo se explica, pues, que se casara con una impedida?

–Se casó con una impedida... como se casan otros con mujeres demasiado... ágiles. Por estupidez.

–No me convences.

–No te convenzo... Deberías haberte convencido ya de que sólo por estupidez se casan los hombres. Y tampoco ignoras que los pintores tienen la especialidad, el privilegio de hacer matrimonios ridículos, ca­sándose la mayoría con sus modelos, con sus queridas, con mujeres descalificadas en todos conceptos. ¿Por qué? No se concibe. Lo sensato fuera que tratando, como tratan, constantemente a esa caterva de bribo­nas que se llaman las modelos, y conociéndolas como las conocen, sintiesen repugnancia por ellas. Pero sucede lo contrario. Después de copiarlas en todas las posturas imaginables y de divertirse a su placer, se casan con ellas. Daudet nos lo dice, cruel, hermosa y sinceramente en su precioso libro Mujeres de artistas.

La pareja que tenemos delante unióse por un accidente singular y terrible. No es un caso común: la mujercita representó una comedia muy a lo vivo, jugándose de una vez el todo por el todo; un final dramático. ¿Fue sincera? ¿Estaba realmente apasionada? ¿Cómo saberlo nunca? ¿Quién podría separar lo verdadero de lo engañoso en los actos de las mujeres? Fingen con sinceridad, haciendo su papel convencidas, emo­cionadas. Su voluble sentimentalismo las hace de pronto ardientes, agradecidas, criminales, encantadoras o innobles. Mienten sin cesar y sin querer, sin comprenderlo y sin sospecharlo; y a pesar de sus constantes mentiras, en sus actos domina la sinceridad, que se vela en sus resolu­ciones inesperadas, incomprensibles, irreflexivas, inverosímiles a veces, que de pronto contradicen los razonamientos lógicos, nuestra costumbre razonadora y todos los cálculos de nuestro egoísmo. La brusquedad y la sorpresa de sus resoluciones las hacen aparecer a nuestro juicio como indescifrables enigmas. Y nos preguntamos a cada instante: ¿Son falsas o sinceras?

Amigo mío: sinceras y falsas a la vez, porque su naturaleza les exige que oscilen sin cesar entre dos opuestos caminos y no se decidan por éste ni por aquél. Son ambas cosas y ninguna.

Reflexiona los recursos que las más prudentes emplean para conse­guir de nosotros lo que se proponen. Recursos tan complicados... como inocentes. Lo bastante complicados para que nunca los adivinemos, y tan inocentes, que, al sentirnos víctimas, no podemos contener nuestra sor­presa, pensando: “¿Es posible que me haya dejado engañar así?”

Consiguen todo lo que se proponen. Sobre todo, cuando se proponen casarse.

Pero limitémonos a la historia de Juan Summer.

La que hoy lleva su nombre fue una modelo, naturalmente; su modelo. Era hermosa; sobre todo, elegante, y tenía una cintura divina. Enamoróse Juan, como nos enamoramos de cualquier mujer agradable a la que vemos con frecuencia, y supuso que la quería con toda su alma. Es una singular aberración. En cuanto nos gusta una mujer y la deseamos, ya suponemos que no es imposible vivir sin ella. El más desmemoriado recuerda que le ocurrió lo mismo varias veces y que a la satisfacción de un deseo ha seguido el desencanto en todas las ocasiones; que para unir dos existencias no es bastante complacer al brutal apetito de la carne, pronto saciado, sino que precisa un acuerdo absoluto de las almas, del temperamento, del humor.

Es necesario saber distinguir si el apasionamiento que sentimos lo inspiran los atractivos corporales, un deseo voluptuoso que nos embriaga, o el encanto profundo y suave del espíritu.

Lo cierto es que Juan Summer imaginó que la quería con toda su alma, haciéndole mil juramentos de fidelidad, y vivió completamente consagrado a ella.

Era una mujer fascinadora, con el desparpajo elegante que tan fácil­mente muestran las criaturas de París. Bromeaba, charlaba, canturriaba, diciendo tonterías brillantes como rasgos de ingenio por la gracia que las envuelve al ser lanzadas. Tenía siempre actitudes y gestos oportunos para seducir al artista. Levantando los brazos, inclinándose, tendiendo la mano, subiendo al coche, se movía con desenvoltura y garbo.

Durante un trimestre, Juan Summer no reparó en que su adorable modelo era... como todas las modelos.

Para veranear tomaron una casita en Andressy. Yo estaba allí cuando, cierta noche sobresaltaron el espíritu del pintor las primeras inquietudes.

Hacía un tiempo delicioso, una luna espléndida, y decidimos dar un paseo por la orilla del río. La bóveda celeste reflejaba su esplendor en el agua temblorosa, quebrando sus reflejos amarillos en los remansos quietos, en el cauce rumoroso, en toda la extensión líquida que se deslizaba lentamente.

Avanzábamos, poseídos por la vaga exaltación que nos producen esas noches fascinadoras. Hubiéramos querido realizar sobrehumanas empresas, descubrir amores de seres desconocidos y extraordinariamente poéticos. Sintiendo amargos de aspiraciones, ansias y éxtasis incom­prensibles, callábamos, envueltos por la serena y penetrante frescura de la noche ideal, por la placidez luminosa de la luna, que parece atravesar el cuerpo, penetrarlo y bañar el espíritu, perfumándolo y sumergiéndolo en un goce infinito.

De pronto, Josefina (se llama Josefina) prorrumpió bulliciosamente:

–¡Ah! ¡Mira un pez que salta! ¿Lo has visto?

Juan respondió sin mirar hacia donde la mujer señalaba.

–Sí, nena mía.

Ella se disgustó, increpándole:

–No mientas; no lo has visto; mirabas a otro lado y no volviste siquiera los ojos a donde yo te indiqué.

Juan sonrió:

–Es tan delicioso este ambiente que nos rodea de una vaguedad soñadora... Ni miro nada, ni pienso nada, ni sé nada...

Josefina se contuvo; pero al poco rato, lanzada por el prurito de hablar, preguntó.

– ¿Irás a París mañana?

–No lo sé.

Josefina se puso nerviosa, exaltándose:

– ¡Qué divertido! ¡Pasear toda la noche, sin decir una palabra! ¡Como unos tontos!

Juan seguía callado, y entonces ella, con el perverso instinto de la mujer exasperada y que se ha propuesto exasperar a los otros, voceó la estúpida copla, con la cual nos había ensordecido ya durante los años, y que principio:

Mirando las musarañas...

Juan insistió:

–Te ruego que te calles.

Ella repuso, furiosa y descompuesta:

–¡Que me calle! ¿Por qué? ¿Hay algún moribundo?

Juan repuso:

–No turbes el goce que nos ofrece la quietud luminosa del paisaje.

Replicó la mujer, vomitando una sarta imbécil, odiosa, con salpica­duras de reproches inauditos, con recriminaciones intempestivas y lágrimas al final. De todo hubo.

Se retiraron. Juan la dejó desfogarse, sin contradecirla, sin atenderla, sumergido en la contemplación de la Naturaleza.

Y a los tres meses luchaba por sacudir aquellas ligaduras invencibles e invisibles. Ella le retenía, le oprimía, le martirizaba. Hubo altercados violentos, injurias recíprocas y hasta golpes brutales.

Al cabo, él se propuso terminar aquello, separarse a toda casta, romper las cadenas. Vendiendo todas las obras que pudo terminar –no era muy famoso aún– y en trampándose con los amigos, reunió veinte mil francos; los puso una mañana sobe la chimenea con una carta, despi­diéndose, y se fue a refugiar en mi casa.

Por la tarde llamaron a la puerta. Yo mismo abrí. Una mujer, empujándome, arañándome, atropellándome, se precipitó en mi estudio. Era Josefina.

Juan al verla, se levantó.

Arrojando a los pies de su amante los veinte mil francos, le dijo con acento grave y en actitud gallarda:

–Toma tu dinero. No lo necesito.

La vi pálida, temblorosa, resuelta seguramente a cualquier locura. El palideció también, exasperado y colérico, decido acaso a todas las violencias, interrogándola:

–¿Qué pretendes?

Ella respondió:

–Pretendo que no me trates como a una mujerzuela. Me suplicaste. Cedí a tus promesas. Soy tuya, sólo tuya. No te he pedido nada. ¿Por qué me abandonas?

Juan dio una patada furiosa en el suelo, irguiéndose:

–Abusas de mi prudencia, y si te propones...

Le contuve, diciéndole:

–Calla, y déjame resolver la situación.

Me acerqué a Josefina lentamente, con suavidad; hice todas las reflexiones oportunas. Me oyó inmóvil, con los ojos fijos, indiferente y obstinada.

Por fin, agotando los razonamientos, apelé a un recurso de comedia:

–Te quiere, te adora como antes, ¡criatura! Pero su familia se ha empeñado en casarle... Ya comprenderás...

–¡Comprendo! –exclamó indignada; y acercándose a Juan, dijo:

–¿Vas a casarte?

–Sí –respondió él con soberbia.

Josefina se adelantó, provocadora y diciendo:

–Si te casas... ¡me mato!... ¡Ya lo sabes!

Juan encogióse de hombros, para responder:

–Puedes hacerlo cuando gustes.

Con angustia, con espanto, ella balbució:

–¿Qué dices?... ¿Qué dices? ¡Repítelo!

–Que puedes hacerlo cuando gustes. 

Josefina repuso, pálida y descompuesta:

–Sí me provocas, ahora mismo, aquí, me arrojaré por la ventana.

Riendo, Juan, adelantóse, abrió la ventana, y saludó, como una persona que hace finuras para ceder el paso a otra, y diciendo:

–Adelante.

Josefina le miró un segundo con los ojos encendidos, terribles, desesperados. Luego, tomando carrera, como para saltar una valla en el campo, cruzó ante mí, junto a él, y precipitándose rápidamente sobre la balaustrada, cayó...

Nunca podré olvidar el efecto que me produjo aquella ventana cuando hubo desaparecido tras ella el cuerpo de Josefina. Me pareció verla rasgada, abrirse anchurosa como el espacio vacío. Y retrocedí, como si temiese que me tragara su boca siniestra.

Juan, horrorizado, quedóse inmóvil.

Unos hombres la subieron, con las dos piernas rotas, imposibilitada para siempre.

Su amante, acosado por el remordimiento y tal vez agradecido a la terrible prueba de amor, la hizo su esposa.

Esta es la verdad.


Caía la tarde. Sintiendo frío, ella quiso volver a casa; el criado empujó de nuevo el cochecillo y el pintor andaba junto a su mujer, sin que hubieran cruzado ni una palabra en una hora.

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