jueves, 30 de junio de 2016

El único privilegiado - Rodrigo Fresán (cuento)





«El único privilegiado» es un cuento de Rodrigo Fresán (escritor argentino, 1963) publicado en 1991 en su primer libro, Historia Argentina

Éste relato, sumergido en el contexto histórico del peronismo, narra desde la voz de un adolescente de clase alta que al parecer lo tiene todo, incluso una soledad insondable—, cómo la llegada de su media hermana altera su percepción sobre su propio cuerpo, la muerte y la vida. El contacto con el que el adolescente fantasea es la añoranza de un acercamiento a una figura de deseo y poder. 

Se reconoce en el personaje de Mónica a Eva Perón: ambas son de origen provinciano y Mónica guardaba la foto de un hombre vestido como Juan Domingo Perón. Las dos fueron tratadas como muñecas, objetos reemplazables regalados a un hombre con poder: Mónica a su medio hermano y Eva al futuro presidente argentino, y dejaron tras su muerte cadáveres hermosos que incitaban a la adoración. Otro detalle es que el protagonista se llama a sí mismo «privilegiado», precisamente la palabra con la que Eva se refería a los niños. 

Sobre este cuento, el propio Fresán ha dicho:


Lo primero que se me ocurrió –suele ocurrirme– fue el título.

A continuación el epígrafe de Joseph Conrad.

Y las ganas de terminar invocando el In the Mood de Glenn Miller.

Después, enseguida, la soberbia entre audaz e irresponsable de componer una variación sobre el aria de uno de los cuentos legendarios de nuestra literatura: “Esa mujer”, de Rodolfo Walsh.

Lo que siempre admiré de ese relato –además de su ritmo seco y su atmósfera casi sobrenatural que evoca a “La pata de mono”, de W. W. Jacobs– es lo que allí consigue Walsh. La hazaña de primero plantar uno de esos cuentos de fantasmas sin fantasma de Henry James en el que alguien le cuenta algo a alguien para después hacerlo hablar en el idioma del mejor Ernest Hemingway.

Casi nada.

“Esa mujer” sigue funcionando igual de bien que el primer día. Es uno de esos textos que no va a desaparecer nunca ni nadie podrá desaparecer jamás.

“El único privilegiado” –que empecé y terminé a lo largo de una tarde de sábado, de ahí que lo escoja para estas páginas de lectura veloz y pasajera– acabó en mi primer libro, Historia argentina, 1991, y ahí sigue yaciendo y descansando más o menos en paz.

En alguna parte, bajo mármol y acero y tierra, underground, el polimorfo y perverso y multifuncional cadáver de esta hembra que aquí pone el cuerpo vuelve y es millones y sigue dando de qué hablar y de qué escribir.

No fui el primero y, seguro, no soy ni seré el último en oír el atronador silencio de su voz.


Y ahora, el relato.



El único privilegiado


Venía de una estirpe de exitosos mitómanos, nada le estaba prohibido. Sus mentiras tenían la sustancia de lo verídico, su realidad muchas veces se hacía dudosa y nadie disfrutaba esta paradoja más que él, amparado por la fuerza de su apellido, moviéndose por entre los pasillos invisibles de una fiesta con la seguridad de quien se sabe hijo de lo irrefutable.

Se me acercó y me dijo lo mismo que tantos otros: Usted es escritor, ¿no? Pero a partir de ahí su discurso (porque fue un discurso que no admitía interrupciones y que tampoco las necesitaba) me llevó por comarcas que yo no conocía y, poco a poco, la terraza donde estábamos y la luz de los farolitos chinos se fue haciendo más difusa, reservando su nitidez para el resto de los honestos invitados, mientras el escritor y el mentiroso desenfundaban linternas como cowboys al mediodía.

Así habló el mentiroso:

Soy consciente de que mi fama precede a mi persona, por lo que ni siquiera intentaré convencerlo de que es cierto lo que voy a contarle. Después de todo, su oficio tiene más de un punto en común con el mío. Los dos mentimos, los dos hacemos de lo inexistente un arte aunque, se entiende, nuestras musas inspiradoras no se saludarían de encontrarse en la calle. Pero en el fondo, como dije, somos lo mismo. Y es esta camaradería implícita la que me impulsa a decirle todo esto como si fuera la verdad y nada más que la verdad, a no insistir sobre la legitimidad de mis palabras y a contarle lo que sigue con los mismos modales de quien le hace un favor o un obsequio. Porque lo que va a escuchar es, ante todo, una buena historia.

Yo tenía cinco años y mi casa diecisiete habitaciones. Un parque copiado de algún palacio francés y una brigada de ocho sirvientes, entre los que se contaba un tutor nacido en Leeds, me mantenían confortablemente apartado de lo que, con el tiempo, entendí era la realidad de las cosas. Un inmenso retrato de mis padres presidía el comedor. En ocasiones, cuando alguno de ellos entraba en mi habitación para recitar un puñado de preguntas que siempre eran las mismas, no podía evitar preguntarme si no sería una de las figuras del cuadro que, gracias a los beneficios de una ciencia oscura, había trascendido los límites del marco dorado y se paseaba ahora sin prisa por la casa, dispuesto a cubrir el lugar siempre vacío de mis verdaderos progenitores.

Recuerdo que había fiestas y risas y, una noche, hasta hubo un bailarín ruso puliendo con sus pies voladores el mármol rosado del gran salón; vi alzarse su cabeza coronada con dos cuernos y resplandecer una flauta en sus manos. Lo vi girar desde arriba, por entre las columnas de la escalera, desde el primer piso, y temblé pensando que ese diablo se quedaría a vivir en mi casa, en el cuartito vacío al final del pasillo. Por suerte el diablo se fue y el cuartito fue ocupado por Mónica. Y es acerca de Mónica que voy a hablar ahora, porque Mónica es la protagonista de esta historia. No lo supe entonces pero creo haberlo intuido desde aquel remoto sitio que pronto sería mi adolescencia.

Mónica no podía llevarme más de cuatro años la mañana en que llegó a casa, trayendo una valija tan liviana que parecía llena de helio. Mi padre la fue a buscar a la estación y nos la presentó con una mezcla de respeto y vergüenza. Mi madre procedió a odiarla casi de inmediato. Odió su belleza diferente y salvaje, la aristocracia no comprada de sus gestos y, lo supe con los años, la odió especialmente por ser quien era. Mónica era la consecuencia real de una abstracción cometida por mi padre tiempo atrás con una mujer de provincias. Ahora la madre de Mónica había muerto y la noticia se había filtrado en forma de carta vagamente amenazadora escrita a mi padre por el cura del pueblo. Por entre los vericuetos de una letra angulosa y repleta de hispanismos se informaba allí que había llegado el momento de tomar medidas, si se quería evitar un escándalo de proporciones respetables.

Como verá, amigo, crecí entre mentiras y me nutrí de ellas hasta llegar a ser quien soy. No hay día en que, repasando la historia familiar, no salte una imprecisión sospechosa, una errata perfectamente invisible para todos aquellos que no conocen el exquisito método de esta disciplina.

Yo tenía cinco años y estaba aprendiendo. Era un novato, y como tal acepté la llegada de Mónica y la supuesta razón de su presencia. Iba a ser una especie de dama de compañía para mí y nada más que para mí. Iba a jugar a lo que yo quisiera. Iba a dar vueltas en auto conmigo y su presencia acabaría para siempre con el silencio impermeable de Ramos, el chofer. Iba a ser un juguete irrompible. Me la habían regalado y ella aceptó esto con una dignidad que superaba la resistencia de cualquier ingenio mecánico.

No está de más afirmar, llegado este punto, que yo fui cambiando mientras sumaba centímetros de estatura y que el país hizo lo mismo, quizás, en sentido proporcionalmente inverso. Pero aquí se inmiscuye en el relato una persona que no soy yo y que soy yo varias décadas después.

Sepa que por aquel entonces yo era una suerte de idiota ilustrado. Brillante en idiomas, especialista en Salgari y auténticamente infradotado en cuanto a la percepción de lo que ocurría más allá de las rejas que aislaban mi casa. Le parecerá increíble pero los diarios me eran negados por razones tan extrañas como inviolables. Compré mi primer diario, recuerdo, en una escapada iniciática con amigos de familias tan irreprochables como la mía a los cabarets del Bajo. Volvimos a la luz del amanecer, la noche todavía nos ardía en los ojos y yo me hice con mi primer La Nación mientras mantenía un precario equilibrio generosamente alcoholizado, trastabillando por el filo exacto de mis veinte años.

Considero útil esta aclaración para explicar mi desconocimiento de ciertos temas que hacían al... al quehacer nacional, como gustan decir en los noticieros y que, no pongo las manos en el fuego por esto, me habrían hecho actuar de una manera diferente de haberlos frecuentado.

Me estoy adelantando. Ahora la casa es la misma pero yo tengo once años y Mónica dieciséis. Me sorprende descubrir que la amo y la odio, y no entiendo del todo por qué sueño todas las noches con ella. Sueño cosas que me cuesta recordar al día siguiente, sueño con Mónica y con un resplandor ambarino que parece haber barnizado la superficie del aire de pared a pared. Me despierto aliviado y furioso por haber abierto los ojos. Miento con gracia, fumo a escondidas y atribuyo mis ojeras a las pesadillas con monstruos que dejé de tener un par de años atrás.

La versión psicologista del asunto sería que yo odiaba a Mónica porque Mónica era lo único genuinamente verdadero en esa casa rebosante de antigüedades probas y de acuarelas autenticadas. Pero no me conforma. Uno no espía a quien odia a través de ojos de cerradura, no cae en éxtasis ante la más ligera de sus desnudeces, no cree enloquecer cuando descubre en uno de los cajones de ella la foto de un hombre a caballo que viste uniforme y sonríe con todos los dientes.

Estoy seguro de que fueron los celos los que plantaron la piedra fundamental de mi primera venganza. Fue tan fácil, tan sencillo, que considero este acto infame como piedra fundamental de todos los que vendrían después. Me limité a robar el anillo favorito de mi madre y esconderlo mal en ese maldito cajón de la cómoda de Mónica, el mismo donde sonreía el infeliz a caballo. Eso fue todo y con eso alcanzó. Después de la cena me alcanzaron los gritos, los llantos y el ruido de demasiadas puertas al cerrarse.

Esa noche, como bien habrá supuesto, soñé con Mónica. La contemplé mientras sorteaba innumerables peligros, la vi desfallecer sin saber que la culpa era mía. La vi sin ropa, con los brazos abiertos y ondulando las caderas, caminando hacia mí sin mover los pies. Lloraba en silencio y me asustó descubrir que sus lágrimas se demoraban en los bordes de la más voluptuosa sonrisa que jamás había visto.

La impostergable necesidad de pedirle perdón y el dolor de una erección que se negaba a dejarme me despertó en el centro mismo de la noche. Me moví por la casa a oscuras, adiviné el mapa vertical de las escaleras y abrí la puerta de su cuarto sin llamar.

Yacía sobre la cama. Desnuda y perfecta. Su cuerpo parecía emitir un débil reflejo azulado. Caminé hacia ella como quien camina por el fondo del mar y su propio resplandor la hizo diferente a mis ojos. Su rostro parecía otro sin dejar de ser el mismo. Era el rostro de una santa. Era como si hasta ese momento yo sólo hubiera conocido el boceto del artista y, de improviso, me tropezara con la obra terminada. Toqué su hombro y rocé su nombre sin obtener respuesta alguna. La imaginé suicida trágica, como esas heroínas de melodrama barato, y me asumí villano de bigote mefistofélico. No recuerdo el momento en que empecé a llorar pero sí puedo precisar la emoción que me cubrió como una ola cuando la abracé con brazos y piernas y cubrí su boca de besos. En algún momento sentí que algo, un fuego tibio, se fundía en mi bajo vientre, pero no por eso me detuve. La besé con furia, como un príncipe azul descarrilado ante la fría sensualidad de su Blancanieves.

Fue entonces cuando entraron mi padre y mi madre. Mi madre gritó hasta desmayarse, no sin antes cruzarme la cara con un cachetazo que todavía late en mi mejilla cuando los días son muy húmedos. Mi padre me arrancó de esa cama y me retorció el brazo hasta quebrarlo –no supimos esto hasta la hinchazón de la mañana siguiente– y se hizo a un lado para permitir la entrada de cuatro hombres de uniforme que colocaron el cuerpo dentro de un cajón y se lo llevaron para siempre. Revistas y diarios futuros me harían saber de la abanderada de los pobres, de su eterno y secreto tránsito de reliquia religiosa por diferentes osarios europeos y de la grandeza de mi blasfemia.

Pero, como dije, yo entonces no sabía nada de todo esto porque qué sentido tenía saberlo.

Mónica –la Mónica que yo había conocido, la verdadera Mónica, mi obsesión– volvió a casa un par de días después cuando, en medio de un delirio anestesiado, confesé mi culpabilidad en cuanto al robo del anillo y a tantas otras cosas. Algunos años más tarde me inició en los misterios del sexo sin que yo tuviera que pedírselo, aunque me parece que mi padre tuvo algo que ver en todo eso. Terminó casándose con un empleado de banco. Se fue de casa y no la volví a ver más. Mi madre me dijo que murió atropellada por un autobús a la salida de un baile de carnaval, pero creo ver en esto una expresión de deseo más que un hecho cierto. El detalle del autobús apesta a terrores de gran dama que, de seguro, no podía concebir destino más humillante que el de perecer bajo las ruedas de una máquina con destino Villa Crespo.

Mentiras. Son tan hermosas, ¿no es cierto? Me gusta tomarlas entre mis dedos y verlas a contraluz. Me gusta verlas brillar. Me gusta cuando me iluminan con sus secretos implícitos. Porque detrás de una mentira bien dicha se esconden las mejores verdades... Pero entremos, entremos; nuestra anfitriona va a decir unas palabras y después podremos disfrutar, como si fuéramos inocentes, de esa falsa orquesta de Glenn Miller que va a masacrar In the Mood por centésima vez.

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