miércoles, 30 de marzo de 2016

Un millón de gusanos - Rogelio Flores





Dicen que los cobardes mueren muchas veces: eso les pasa a los seres amados.

 C.S. Lewis, Una pena en observación



Un millón de gusanos (Resistencia, 2015) es el cuarto libro publicado de Rogelio Flores, acreedor del IV Premio Lipp de Novela. Sus libros de cuento Rocanrol suicida y El diablo no existe forman parte del blog en entradas previas.




Momento de la premiación



Escrita en tercera persona y con un lenguaje coloquial, ingeniosos juegos de palabras y diálogos precisos, esta historia ilustrada está dividida en dos partes, emulando un casete: el Lado A y el Lado B. Un millón de gusanos es el relato fiel (y con tintes autobiográficos) de un adolescente «gótico» en la Ciudad de México a principios de los años 90 llamado Román. Con el cabello teñido de negro y exceso de laca, párpados maquillados en tonos oscuros y abrigos largos y negros —indumentaria bajo la que la sensibilidad y el amor por la vida reverberan y tratan de explotar—, en estas páginas Román experimenta a la par sentimientos tan disímiles como el primer amor pasional o el duelo por su hermano gemelo, que falleció tres años atrás.

Flores utiliza como escenario infinito a una urbe con tantos matices como habitantes y tan asombrosa como absurda en donde los nombres, más que referirse a calles, avenidas o lugares específicos, evocan recuerdos que se van acumulando como los años. El abuelo del protagonista y Berenice, su «Glampiresa de la Anzures», son dos de los personajes más entrañables.

A pesar de las diferencias generacionales que puedan existir entre Román y los lectores más jóvenes, sus primeras experiencias son, en su mayor parte, las de todo veinteañero: derrotas y triunfos que parecen insuperables en su momento, satisfacciones, placer y dolor vividos intensamente porque no hay punto de comparación aún, porque son las primeras cicatrices (visibles o no) que dejarán rastro y que, con el tiempo, convertirán aquel dolor en alusiones a un pasado imposible de olvidar.

Lo mismo que un casete grabado de manera aleatoria según se sucedían canciones específicas en la radio —que incluso quedaban mutiladas, incompletas o superpuestas, formando un extraño collage de timbres y voces disímiles—, Neruda y Poe, Elvis Presley y José Alfredo Jiménez, Mauricio Garcés y Vincent Price, la Anzures y Garibaldi, el Tianguis Cultural del Chopo y la Roma, Timbiriche y Bauhaus o Caifanes y Joy Division convergen en estas páginas y forman una vorágine de sentimientos y emociones experimentados por primera vez por el protagonista con la inocencia de la ingenuidad o con el arrojo otorgado por el alcohol o los narcóticos.

Aquellos eran los tiempos en que, para escuchar la misma canción varias veces, ésta debía grabarse una y otra vez a lo largo de todo el casete. Actualmente, la tecnología ha simplificado este procedimiento —que es más una fijación, necesidad innata o ejercicio mental de experimentar placer al predecir la letra o los tonos que se escucharán a continuación— al ofrecer el botón de repeat en Youtube, iTunes o cualquier reproductor de audio digital, de ahí que el propio acto o ritual de escuchar música haya perdido un poco de su encanto, como sucede también al remplazar la lectura física con la digital, pues se elimina parte de la acción táctil y visual que complementan dicha vivencia. 

Flores demuestra que la experiencia musical, al igual que la literaria y la cinematográfica, son una especie de religión reconfortante que nos fortalece y ofrece las reflexiones necesarias para poder sobrellevar la existencia, para afrontar o profundizar determinadas situaciones o incluso, si es necesario, ignorarlas. El cariño y el odio, así como la lealtad y la traición, se manifiestan aquí como dúos aparentemente inseparables, y cuando uno de los dos abunda, es porque no tarda en llegar su opuesto.

En las primeras páginas del Lado B, el autor lanza una pregunta que debería ser una afirmación: «¿El amor nos convierte en mortales, nos hace cobrar conciencia de nuestra muerte?». 

El amor nos hace vulnerables, nos vuelve conscientes de nuestras propias debilidades. Un millón de gusanos es, pues, una sensible mirada al pasado, una retrospectiva carente del complejo de la Edad de oro, ése en el que se afirma que todo tiempo pasado fue mejor; y a la vez es un recordatorio de que siempre, aún en las circunstancias más adversas, llegará el cataclismo necesario que acomodará todo de nuevo en el lugar indicado.





Entrevista realizada por la Revista de la Universidad de México en 2014



Pueden adquirir el libro en El Péndulo o en la página de la editorial, y también escuchar el playlist en Spotify que creó la misma editorial.

Para finalizar, transcribí algunas de mis frases favoritas de la novela:

“…nada es eterno y nadie nos pertenece.” p. 19

“…toda derrota, por pequeña que sea, es inmensa.” p. 35

“…le resultaba insoportable cuando estaba de muy buen humor.” p. 37

“No supo por qué realmente, pero lloró como quien tiene el interior hecho polvo.” p. 38

“…dejó de llorar tan sólo para tomar oxígeno y esbozar la sonrisa más lamentable de toda su vida.” p. 61

“…esa sería la manera en que Román definiría el amor: una carcajada ligeramente dolorosa.” p. 102

“…era uno más de la tripulación nocturna, condenada al patíbulo del amanecer y la cruda.” p. 113

“La muerte inminente, la muerte certera e implacable, el paso del tiempo.” p. 134

“…la tristeza estaba por ceder paso a un rencor incendiario, edificado en una soledad que no creía merecer y que alguien tenía que pagar.” p. 149


“…ser pendejo, Román, es lo peor que le puede pasar a un hombre.” p. 188

martes, 29 de marzo de 2016

Irreverencias maravillosas: Daño colateral


Toma de la película We Need to Talk About Kevin 



El texto de este mes para Irreverencias maravillosas, mi columna mensual en la Revista VozEd, expone brevemente cómo el contexto familiar de los asesinos seriales o por número de víctimas se ve gravemente afectado.

La versión completa del texto, junto con una lista de programas y películas controversiales sobre el tema, se encuentra en este enlace




Daño colateral

Nobody owns life, but anyone who can pick up a frying pan owns death.
William S. Burroughs

TRAS CUALQUIER PÉRDIDA es inminente un periodo de duelo después del shock, el cual puede presentarse con síntomas de trastorno por estrés postraumático. Lo repentino, aleatorio o violento del suceso y los sentimientos de culpa pueden llevar al afectado a sufrir un duelo patológico o complicado.
Al tratarse de una pérdida por asesinato (cuando una persona causa la muerte de otra bajo alguno de los supuestos de alevosía, ensañamiento o premeditación, o bajo todos ellos) u homicidio (acto de causar la muerte de otra persona sin contemplar los tres supuestos anteriores, e incluso sin intención), los familiares, llamados «sobrevivientes del homicidio», pueden presentar alteraciones psicológicas y del comportamiento, tales como cambios en los patrones de sueño o en los hábitos alimenticios, sentir confusión, ira, miedo y ansiedad. 

En estas terribles situaciones suele hablarse de las víctimas y, en ocasiones, de sus familias, pero muy pocas veces se toman en cuenta las de los agresores, donde se encuentra una parte fundamental de la historia que por lo general no se conoce y en la que se pueden encontrar las razones de aquellos actos aparentemente irracionales.



Reacción de Aimee durante el juicio de su hermano, el atleta paralímpico Oscar Pistorius, al escucharlo hablar sobre el asesinato de su novia el 14 de febrero de 2013.

La familia nuclear del criminal difícilmente supera la culpa y la deshonra de aquellos actos imposibles de olvidar, y no suelen ser tomadas en cuenta por los programas de asistencia social a pesar de necesitar la misma ayuda profesional que la familia agraviada, pues son a su vez víctimas que deben vivir con el remordimiento, el escándalo y la culpa por acciones atroces cometidas por un ser amado que, la mayoría de las veces, sufre alguna enfermedad mental, algún trastorno o alteración mental (transitoria o permanente) diagnosticados o no.
La ausencia de figuras paternas, una infancia llena de abusos, intolerancia, un contexto de fanatismo religioso o psicopatologías no identificadas y por consiguiente no tratadas son, sin duda, factores que provocan el comportamiento criminal, pero también existen situaciones en que factores externos al entorno familiar son los detonantes, como el caso de Andy Williams que, tras su cumpleaños número 15, en marzo de 2001, abrió fuego en los baños de su escuela matando a dos de sus compañeros e hiriendo a otros 13. Su padre declaró que en los últimos meses se había rodeado de malas compañías, sufrió de abuso sexual por parte de esas personas y soportaba diversos atropellos por parte de sus compañeros de grupo. Fue sentenciado como adulto y actualmente cumple una pena de 50 años en prisión. 


Charles “Andy” Williams en juicio. (AP Photos/Nancee E. Lewis)


Mientras que diversas entrevistas dejan claro que los padres jamás dejarán de amar a sus hijos a pesar de sus actos criminales, existen testimonios de primos o hermanos que se sienten incapaces de afrontar la situación e incluso han tratado de suicidarse. Para un familiar cercano existen dos opciones: la de huir y esconderse bajo el anonimato o la de fomentar la conciencia de que ellos no aniquilaron aquellas vidas y sufrieron, también, una pérdida. Pero lo usual es que los apellidos se conviertan en un obstáculo, que las amenazas e insultos los orillen a abandonar sus hogares y a llevar una vida inmersa en el miedo y la desconfianza, estigmatizados y sometidos a un severo ostracismo perpetrado incluso por otros de sus familiares. Se convierten entonces en chivos expiatorios por la impotencia y la venganza que no han logrado conseguir los familiares de las víctimas, sin ser tomados en cuenta como otros seres perjudicados a la par.
Nada puede reflejar lo anterior de manera tan magistral como We Need to Talk About Kevin, una emotiva e intensa novela de Lionel Shriver publicada en 2003 y convertida en película en 2011, protagonizada por Tilda Swinton y Ezra Miller. La historia inicia en la vida actual de Eva, la madre de Kevin, quien sufre el rechazo, la hostilidad y las agresiones de una sociedad perturbada por los asesinatos cometidos por su hijo dos años atrás, entre ellos el de su padre y su hermana menor.



Rebecca Lafferty supo a los 7 años sobre los asesinatos cometidos por su padre y su tío en 1984 gracias a los medios de comunicación. Aquello marcó a su familia de una manera terrible, pero su madre logró que ella y sus hermanos fueran conscientes de que ellos no eran culpables de esos fatídicos hechos, por lo que afrontaron a la sociedad de la mejor manera posible; una historia de vida que la escritora Angie Fenimore piensa publicar próximamente  bajo el título The Sparrow’s Lens.
En 2013 se dio a conocer la historia de una familia rusa de clase media que asesinó a más de 30 personas, entre ellas 8 policías, mujeres y niños. La madre, el padre y sus dos hijas robaban, torturaban y asesinaban a sus víctimas. Uno de los registros más antiguos sobre familias asesinas data de 1870, cuando una supuesta familia también de 4 miembros que se hacían llamar The Bloody Benders, asesinaba y robaba a los viajeros hospedados en su posada. En las inmediaciones también se encontraron cadáveres de niños.

En Kansas se erigió una placa histórica donde estaban enterrados los cuerpos no reclamados de las víctimas de los Bloody Benders.

Una de las «familias» asesinas más conocidas es la Familia Manson. En marzo de 1967, tras ser liberado de una de sus múltiples sentencias y en una sociedad en plena revolución hippie, Charles Manson, bajo la máscara de mesías redentor y el papel de músico y profeta fatalista, decidió reclutar a varios jóvenes sin hogar, influenciables y emocionalmente inestables, para conformar una familia que, con los años, incluiría criminales y asesinos conviviendo en un ambiente de drogas, promiscuidad, enfermedades venéreas, embarazos no deseados y, en los últimos meses antes de ser arrestados, absoluta miseria. Empezaron su recorrido robando y estafando a una gran lista de víctimas que incluyó a personalidades del medio artístico como Dennis Wilson, baterista de The Beach Boys. Manson aseguraba que la canción Helter Skelter de The Beatles anunciaba una guerra racial incuestionable, e hizo todo de su parte para iniciarla. Por rencillas anteriores, en marzo de 1969 Manson ordenó a 4 de sus adeptos ir a una mansión específica en una zona residencial de Beverly Hills, California, para asaltar y matar a quienes encontraran dentro. Las víctimas fueron un estudiante de 18 años, Sharon Tate, esposa de Roman Polanski (quien estaba en Londres) de 26 años y con 8 meses de embarazo y tres de sus amigos. Tras largas investigaciones, los culpables fueron capturados y sentenciados 2 años después. Aquarios (2015), de NBC, es una serie basada en los crímenes de Manson y su familia.

Parte de la familia Manson





Sharon Tate y Roman Polanski el día de su boda


El documental francés Je suis amoureuse d’un condamné (In love with a killer, Pallas TV, 2013) trata otro tema sumamente delicado: las personas que se enamoran de presidiarios y que incluso mantienen relaciones sentimentales con ellos. Uno de los episodios está dedicado a James Whitehouse, pareja de Susan Atkin durante 25 años. Se conocieron mediante cartas cuando ella llevaba 13 años cumpliendo cadena perpetua por el asesinato de Sharon Tate. Misty es otra de las protagonistas, ella fue una de las numerosas parejas del asesino en serie Richi Ramírez, conocido como «The Night Stalker». A través de entrevistas y análisis de profesionales, se buscan las razones por las que estos criminales despiertan sentimientos positivos tan profundos mientras que la comunicación epistolar consolida las relaciones a distancia. El caso más actual es el de Afton Elain Burton, quien en 2014, a los 26 años, anunció su compromiso matrimonial con Manson, de 80.

Charles Manson y Afton Elaine Burton

Satanizados por la mayoría y reverenciados por pocos, por esos que van más allá de la premisa de De Quincey al «interesarse por la figura del asesino como si fuera la de otro ser humano común» e incluso procurarles cariño y afecto, los asesinos y homicidas no se vinculan únicamente con sus víctimas, sino con dos contextos familiares afectados de forma permanente y profunda, en los que el perdón y la compasión parecen inimaginables pero son, dirigidos en la dirección correcta, necesarios.~

jueves, 3 de marzo de 2016

Mastodonte - Jaime Reyes (presentación)





Tendré el gusto de presentar mañana, junto con Eduardo Limón y Ana Luisa Fontes, la novela digital Mastodonte de Jaime Reyes.

La cita es a las 13:00 horas en el Tec de Monterrey Campus Ciudad de México, ¡hasta entonces!




lunes, 29 de febrero de 2016

Casa tomada - Julio Cortázar (cuento)

Julio Cortázar






Casa tomada


Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.

-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

viernes, 26 de febrero de 2016

Irreverencias maravillosas: Indagando en el abismo


Patrick Bateman (Christian Bale), protagonista de American Psycho



El texto de este mes para Irreverencias maravillosas, mi columna mensual en la Revista VozEd, analiza brevemente cómo y por qué el homicidio o la figura del asesino se han filtrado en diversas expresiones culturales.

La versión completa del texto se encuentra en este enlace


                                        Indagando en el abismo

Quien con monstruos lucha cuide de no convertirse
a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo,
el abismo también mira dentro de ti.
Friedrich Wilhelm Nietzsche


Thomas De Quincey en su ensayo Del asesinato considerado como una de las bellas artes (1827) busca, a través de la voz mordaz de un joven homicida que forma parte de la Sociedad de Expertos en el Asesinato, analizar estéticamente al asesinato con la finalidad de conseguir un acto catártico, dejando de lado la agobiante moral para poder lograrlo.


El asesino es, entonces, visto como un artífice que exhibe sus creaciones a determinados espectadores críticos esperando cumplir ciertos parámetros estéticos e ideológicos y que, bajo esta premisa, le otorga la misma importancia al escenario que al cuerpo utilizado para culminar su obra. El asesino crea a través de la destrucción, de la posesión del cuerpo y la vida del otro.



Ferrotipo titulado "Weegee the Famous" (1968)




De Quincey propone en su obra mirar de manera directa y penetrante al infierno personal del asesino; contemplar el tumulto de elementos adversos que han ido aumentando las llamas y cavando cada vez más en lo insondable de su dolor para encontrar el quid. 


El asesinato debe aceptarse y comprenderse como una presencia intrínseca, instintiva y constante de nuestra enigmática mente, como una posibilidad latente, como una opción fatal y extremista de la tenebrosa naturaleza humana, perfilada incluso en el lenguaje común y las expresiones diarias.






La premisa de De Quincey es exhortar a los lectores para interesarse por la figura del asesino como si fuera la de otro ser humano común, a sentir empatía por una persona que por diversos y recónditos motivos ha realizado el acto supremo de subversión para así lograr comprenderlo, más no aprobarlo ni sentir compasión por éste.


El escritor venezolano Fernando Báez lo define de manera suprema: «Hay un instinto, una convicción en el asesino, que se cultiva a partir de las entrañas mismas del desasosiego, del asombro y de la sombra que llevamos en cada uno de nosotros, del rumor que nos signa, de los pasos que damos entre la oscuridad y la luz día tras día, de la incesante necesidad de afirmarnos como temblor, como intemperie y como olvido».

El siglo XIX vio nacer la atracción hacia los detalles y pormenores de la transgresión del asesinato, fascinación legada hasta ahora. En The Invention of Murder. How the Victorians revelled in death and detection and created modern crime (2011), Judith Flanders encuentra la razón explicando que al poder presenciar la escena de un acto tan deplorable y conocer sus pormenores, el público crea un vínculo auténtico y único con el homicida, con aquel que en apariencia es su igual, lo que dota de un halo escalofriante al suceso. Flanders expone decenas de descripciones de asesinatos que llegaron a su clímax con Jack el Destripador. Publicaciones escrupulosas y amarillistas eran el entretenimiento diario para una sociedad rodeada de tragedia y violencia de género, cuestión que no ha cambiado en absoluto.






A finales del siglo XX proliferaron las películas basadas en las vidas y los crímenes de diferentes asesinos seriales, reales o ficticios, como Kalifornia(1993, Dominic Sena), Copycat (1995, Jon Amiel), Seven (1995, David Fincher), American Psycho (2000, Mary Harron) o Monster (2003, Patty Jenkins). Mucho más reciente es la serie de NBC Hannibal (2013), donde el cadáver y la escena del crimen son convertidos en una obra artística, en una instalación que aguarda por sus espectadores.




Trailer de Kalifornia




Trailer de Hannibal



Ed Gein (1906-1984), uno de los primeros asesinos en serie más famosos de Estados Unidos —país que actualmente cuenta con más del 96% de los asesinos seriales, entre ellos Albert Fish (1870-1936), Jeffrey Dahmer (1960-1994) y Ted Bundy (1946-1989)— inspiró la novela Psycho (1959, Robert Bloch), misma que fue adaptada al cine el siguiente año con el mismo nombre por Hitchcock, y que dio lugar a la precuela Bates Motel (2013), serie televisiva de A&E. También inspiró a los directores de películas como The Texas Chain Saw Massacre (1974, Tobe Hooper), The Silence of the Lambs (1991, Jonathan Demme), House of 1000 Corpses (2003, Rob Zombie) y varias más que intentaron ser biográficas.




Albert Fish



Existe una larga lista de revistas y libros, tanto de ficción como de no ficción, con temáticas relacionadas con el asesinato. Algunos escritores como Pío Baroja o Benito Pérez Galdós quedaron fascinados con el crimen de la calle Fuencarral en 1888 en Madrid, y Truman Capote escribió la novela A sangre fría (1966) tras conocer la historia del asesinato de una familia en Kansas sin mayor motivo aparente. En La canción del verdugo (1979), obra galardonada con el Premio Pulitzer al siguiente año de su publicación, Norman Mailer ahonda en la vida de un exconvicto que reincide en el asesinato al poco tiempo de salir de la cárcel bajo libertad condicional.





En el ámbito musical, también hay una lista infinita de bandas con canciones inspiradas en estos hechos o en sus perpetradores tales como Mudvayne, System of a Down, Cradle of Filth, The Killers, Interpol, The Rolling Stones, The Police, Morrisey, The Flaming Lips o The Clash. Un caso específico es el de la canción «Suffer Little Children» de The Smiths, basada en la historia de la asesina británica Myra Hindley, quien, junto con su pareja, abusó y asesinó a 5 adolescentes en la década de 1960.



"Suffer little children" de The Smiths



Infinidad de circunstancias y propósitos han orillado a un gran número de personas —que sigue aumentando a diario— a convertirse en parte de la historia con cualquiera de los dos papeles posibles: el de víctimas o el de victimarios. Aunque algunos son más propensos a uno de ellos que al otro, el de victimario tendrá siempre más adeptos que encuentren placer en el sufrimiento ajeno, que requiera del cuerpo del otro para acallar la conmoción del frenesí con un impulso cruento. Y es que el asesinato confiere un lugar divino en el universo particular, convierte en atribuladas deidades fugaces a aquellos mortales que arriesgan su propia existencia para destruir la de alguien más.~

jueves, 18 de febrero de 2016

El confeccionador de deseos - Aniela Rodríguez (presentación)





Tendré el honor de presentar, el sábado 20 de febrero en la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería a las 16:00 horas, en el pabellón de Chihuahua, el libro de cuento El confeccionador de deseos de Aniela Rodríguez junto con Gabriel Rodríguez Liceaga.

¡Allá nos vemos!








viernes, 12 de febrero de 2016

Tratado de las espirales - Víctor Roberto Carrancá (Presentación)







(Éste es el texto que leí en la presentación del libro en el Instituto Mexicano para la Justicia el 19 de febrero.)

Los sueños son una parte indudable y una pieza fundamental del proceso creativo, e incluso son lo más próximo a una segunda realidad, pues el ser humano pasa aproximadamente la tercera parte de su vida durmiendo. Kerouac afirmaba, incluso, que soñar es uno de los pocos actos capaces de unir a toda la humanidad.

Los tratados aristotélicos sobre el sueño determinan que estas visiones son afecciones del sentido común o espejismos que podrían explicarse como señales o coincidencias: la importancia del sueño reside en su interpretación, en su representación. En el siglo XVII, en su obra La tempestad, Shakespeare manifestó la certeza de que «Somos del mismo material del que se tejen los sueños, nuestra pequeña vida está rodeada de sueños».

En la mitología griega, el dios del sueño era Hipnos, padre de Morfeo y gemelo de Tánatos (personificación de la muerte no violenta), de quien también se creía que susurraba obras durante el sueño, como lo afirmaron autores como Coleridge o Cortázar. De hecho, el prólogo del Libro de sueños de Jorge Luis Borges reafirma lo anterior a través de «la tesis, peligrosamente atractiva, de que los sueños constituyen el más antiguo y el no menos complejo de todos los géneros literarios».

En Tratado de las espirales (Atrasalante, 2015), el segundo libro de cuento publicado de Víctor Roberto Carrancá (escritor mexicano, 1984), el autor crea una obra impregnada de psicoanálisis en la que presenta al sueño como una mancha voraz que  envuelve lo que se cruce en su camino, como un elemento tangible y brillante que trata de abarcarlo todo, de reclamar el territorio de la realidad y devorarla por completo.

Este tratado es una obra literaria que surgió, en parte, del inconsciente del doctor Sarcise (álter ego de Carrancá o viceversa), quien ha escrito el Tratado de las espirales de la mente, obra ficticia que bien podría pasar por un Necronomicón lovecraftiano (y que incluso podría tener su misma facultad: la de enloquecer a sus lectores) o un volumen apócrifo de la Enciclopedia Británica borgiana. Tanto para Carrancá como para el doctor Sarcise, no hay otra verdad que la que afirmaba Poe: «Todo lo que vemos o parecemos es solamente un sueño dentro de un sueño».

En este conjunto de más de quince relatos, la intratextualidad y los vasos comunicantes entre hechos, personajes y sitios, abundan en un tratado de escenarios imposibles y situaciones delirantes que evocan una ilusión muy similar a «La escalera Penrose», una estructura que sólo permite el movimiento a través del flujo circular eterno, un loop inexplicable y demencial hasta el extremo, idéntico al que experimentan algunos de los personajes de Carrancá.

Las páginas cargadas de ironía, las revelaciones siniestras y los acontecimientos demasiado peculiares, las vueltas de tuerca en los momentos precisos, las extensas notas al pie que constituyen por sí mismas textos independientes y las voces narrativas con las que el autor decide experimentar, dan como resultado una afortunada y original obra del género fantástico colmada de imágenes maravillosas y perturbadoras por igual que enfrentan al lector a la contraposición de la belleza con lo terrible.

Carrancá demuestra en cada uno de sus relatos su don tanto para describir poéticamente un asesinato como para hacerlo de forma cruda y directa, sin evitar minuciosos y escandalosos detalles.

Habitan estas páginas relatos hermosos y terroríficos como «Disyunción», que presenta al alma como un elemento malévolo, como un virus letal o un ente mínimo, un parásito que puede desquiciar a su anfitrión.  

«Mientras los vecinos duermen» es un cuento que describe a una pareja que, más que destrozarse metafóricamente, lo hace de forma literal porque el amor es precisamente así: rabioso, una fiera despiadada a la que invariablemente se trata de domesticar una y otra vez.

En «…este documento irrisorio realizado por un demente (o soñador)», Carrancá parte del horror psicológico y de los deseos inconscientes para crear todo un universo engendrado por los sueños de un clarividente que deja una pregunta en el aire: ¿el ser humano será, en realidad, resultado de la mente de un solo soñador o será un personaje de un sin fin de sueños compartidos?

En otro de los cuentos, «La luz en los ojos», Carrancá describe la celopatía más peligrosa, aquella en donde la víctima es infiel de manera inconsciente e involuntaria: justo cuando sueña, en aquel espacio donde el ello se explaya en total libertad. Sus protagonistas, tanto el abnegado hombre como la —en extremo— desconfiada mujer, no hacen más que afirmar aquella sentencia de Voltaire en la que declaraba que los celos rabiosos son más perversos y fatídicos que la ambición o el interés.

«El fracaso de la paternidad» representa un peculiar y emotivo evento donde todos los hechos ocurren de forma inusual, pues los roles de género son intercambiados y se recrea una situación delicada de manera irónica. Una de las consecuencias de esta pertinente inversión en los roles provoca efectos que inducen a la empatía, a la reflexión, desde otra perspectiva, de un hecho natural que, quizá de forma egoísta, sólo uno de los sexos puede experimentar.

En el relato «El hombre de los tacones», Carrancá relata, más que el fetiche peculiar de un hombre mayor, la verdadera razón, el testimonio de un guardián de —a los ojos de la gran mayoría— lo absurdo, pero un absurdo que lo mantiene con vida, un absurdo que es lo único que conserva sentido en su existencia. A través de un narrador omnisciente, conocemos esta historia llena de probabilidades no confirmadas. Las notas al pie a lo largo del libro, específicamente en este relato, dan cuenta de una extensión del universo creado por el autor y son utilizadas como una peculiar estrategia narrativa que se vale de la sátira para exponer pruebas o testimonios igualmente ficticios.


Finalmente, el autor afirma con su Tratado… que una de las múltiples particularidades de la literatura es mostrar abismos externos —o sueños a manera de espejos para poder reflejar los propios— en los que el lector se reconozca a sí mismo y pueda comprender mejor al otro gracias a esa emptía.


Tratado de las espirales está a la venta en las librerías El Sótano y El Péndulo.

Para terminar, algunas de las mejores frases del libro y una entrevista que le realizaron en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara de 2015:






«Las fosas nasales palpitan, apresuradas. Corazones lastimados.»  p . 18

«Pretextar una borrachera onírica no salva a quien el deseo se le presenta más sediento.» p. 21

«El calor lo abraza, lo envuelve con brazos secos y filosos.» p. 30

«Con el pie caen los brazos, el torso y todos los insultos.» p. 32

«El tiempo habría de evidenciar lo que la superstición dictaba: otras muertes habrían de relacionarse con las anotaciones de Gabriel Sarcise.» p. 36

«Ellos se muerden, rasguñan, rompen.» p. 38

«...resplandecía como si en el mundo sólo su cabello mereciera el color del oro.» p. 40

«Ella insistía en la normalidad de los impulsos que me dominaban en la vigilia: "Es solo la realidad", decía, "para eso estamos aquí. Para interpretarla. Después de todo, estamos progresando".» p. 47

«Toc. Toc. Toc. ¡Tanta rudeza! Entrometerse así, en la imaginación de otra persona. Inmiscuirse en las fantasías de alguien sin haber sido invitado.» p. 58

«Mi fantasía, el ejercicio simple de una mente aburrida,se ha tornado en una fijación imposible de evadir. Como los pensamientos obsesivos y recurrentes (la imagen de un pantalón mal doblado, de una corbata arrugada, el sonido de un segundero o una gotera necia), que acosan a uno durante la noche y que martillan, martillan, martillan, martillan.» p. 59

«...la realidad golpea de manera súbita y con más fuerza que el cuerpo que impactó contra el vidrio durante esa espiral de dudas.» p. 62

«...la realidad es más fría y necia que esa lluvia que intenta borrar la evidencia.» p. 64

«Lo cierto es que Sarcise consideró meritorio estudiar sus propios delirios y, peor aún, escribir un libro sobre ellos.» p. 70

«Una estrella pequeña, caída de quién sabe dónde, aterrizó en la punta del cuchillo.» p. 85

«Diego, brazos robustos de venas saltonas y vellos castaños y dormidos, se acerca al ahuehuete y lo abraza. No es el viento, sino la voluntad del árbol lo que hace descender las ramas, esas ramas de dedos cansados, para que, con sus uñas largas y secas, acaricien los cabellos del hombre.» p. 96

«Quizá, si algún astro sujetara este hilo tan delgado, yo dejaría de divagar tanto.» p. 103