jueves, 26 de septiembre de 2013

El carrito – César Aira

 
 «Uno de los tres o cuatro mejores escritores que escriben en español actualmente.» Roberto Bolaño

«César Aira es uno de los novelistas más provocativos e idiosincrásicos de la literatura en castellano. No hay que perdérselo.» Natasha Wimmer, The New York Times.


En la última entrada les presenté uno de los libros de César Aira (escritor argentino, 1949), y anuncié que la siguiente entrada sería para uno de sus cuentos, El carrito, publicado en febrero de este año en el libro Cuentos reunidos por la editorial Mondadori, que compila diecisiete relatos cortos del autor escritos entre 1996 y 2011. Este libro actualmente se encuentra en mi lista interminable de libros por conseguir y/o leer, así que por lo pronto, sólo les hablaré un poco del autor y del cuento en cuestión (transcrito al finalizar), para que puedan disfrutar de su lectura.

Respecto a mí interpretación, El carrito representa todo aquello que pierde su singularidad al encontrarse en un ambiente abundante y copioso, incluso asfixiante, donde los detalles quedan relegados por cuestiones más apremiantes, como el consumismo o todo lo que constituye a esta cultura desechable, y es precisamente en esos detalles donde se encuentra el secreto de la existencia o de misterios trascendentales, pero que se perderán si nadie está dispuesto a prestarles la debida atención.

En esta entrevista, Aira habla sobre su proceso creativo y de su escritura en sí, de sus motivos para crear mundos alternos y algunos de sus gustos literarios. Es un video realmente corto pero abundante en información clave para entender a este peculiar escritor (está en español pero tiene subtítulos en inglés):



A continuación, algunas otras características sobre su obra y perfil como escritor se esclarecen gracias a un entrevista realizada en 2004 por la 'Revista internacional de narrativa breve contemporánea The Barcelona review', una de ellas fue:

¿De qué manera plasmas en la novela tu visión de la realidad?

Cesar Aira: Por algún motivo, siempre he sentido que la realidad es algo que hacen los otros y que yo estoy condenado a ver desde afuera. Supongo que esa distancia debe darle un tono especial a lo que escribo, quizás un matiz de extrañeza, quizás (ojalá) de libertad. Pero debo decir que a mis libros, más que como reflejo o representación, los pienso como instrumentos o herramientas, para operar sobre la realidad, precisamente.

Sin más, el cuento.

El carrito


Uno de los carritos de un gran supermercado del barrio donde yo vivía rodaba solo, sin que nadie lo empujara. Era un carrito igual que todos los otros: de alambre grueso, con cuatro rueditas de goma (las de adelante un poco más juntas que las de atrás, lo que le daba su forma característica) y un caño cubierto de plástico rojo brillante desde el que se lo manejaba. Tan igual era a todos los demás que no se lo distinguía por nada. Era un supermercado enorme, el más grande del barrio, y el más concurrido, así que tenía más de doscientos carritos. Pero el que digo era el único que se movía por sí mismo. Lo hacía con infinita discreción: en el vértigo que dominaba el establecimiento desde que abría hasta que cerraba, y no hablemos de las horas pico, su movimiento pasaba inadvertido. Lo usaban como a todos los demás, lo cargaban de comida, bebidas y artículos de limpieza, lo descargaban en las cajas, lo empujaban de prisa de góndola en góndola, y si en algún momento lo soltaban y lo veían deslizarse un milímetro o dos, creían que era por la inercia.

Solamente de noche, en la calma tan extraña de ese lugar atareadísimo, se hacía perceptible el prodigio, pero no había nadie para admirarlo. Apenas si de vez en cuando algún repositor, de los que empezaban su trabajo al amanecer, se sorprendía de encontrarlo perdido allá en el fondo, junto a la heladera de los supercongelados o entre las oscuras estanterías de los vinos. Y suponían, naturalmente, que se lo habían dejado olvidado allí la noche anterior. El super era tan grande y laberíntico que no tenía nada de raro, ese olvido. Si en esa ocasión, al encontrarlo, lo veían avanzar, y si es que notaban ese avance, que eran tan poco notable como el del minutero de un reloj, se lo explicaban pensando en un desnivel del piso o en una corriente de aire.

En realidad, el carrito se había pasado la noche dando vueltas por los pasillos entre las góndolas, lento y silencioso como un astro, sin tropezar nunca, y sin detenerse. Recorría su dominio, misterioso, inexplicable, su esencia milagrosa disimulada en la trivialidad de un carrito de supermercado como todos.

Tanto los empleados como los clientes estaban demasiado ocupados para apreciar este fenómeno secreto, que por lo demás no afectaba a nadie ni a nada. Yo fui el único en descubrirlo, creo. O más bien, estoy seguro: la atención es un bien escaso entre los humanos, y en este asunto se necesitaba mucha. No se lo dije a nadie, porque se parecía demasiado a una de esas fantasías que se me suelen ocurrir, que me han hecho fama de loco. De tantos años de ir a hacer las compras a ese lugar, aprendí a reconocerlo, a mi carrito, por una pequeña muesca que tenía en la barra; salvo que no tenía que mirar la muesca, porque ya de lejos algo me indicaba que era él. Un soplo de alegría y confianza me recorría al identificarlo.

Lo consideraba una especie de amigo, un objeto amigo, quizás porque en la naturaleza inerte de la cosa el carrito había incorporado ese temblor mínimo de vida a partir del cual todas las fantasías se hacían posibles. Quizás, en un rincón de mi subconciente, le estaba agradecido por su diferencia con todos los demás carritos del mundo civilizado, y por habérmela revelado a mí y a nadie más. Me gustaba imaginármelo en la soledad y el silencio de la medianoche, rodando lentísimo en la penumbra, como un pequeño barco agujereado que partía en busca de aventuras, de conocimiento, de amor (¿por qué no?). ¿Pero qué iba a encontrar, en ese banal paisaje, que era todo su mundo, de lácteos y verduras y fideos y gaseosas y latas de arvejas?

Y aún así no perdía la esperanza, y reanudaba sus navegaciones, o mejor dicho no las interrumpía nunca, como el que sabe que todo es en vano y aun así insiste. Insiste porque confía en la transformación de la vulgaridad cotidiana en sueño y portento. Creo que me identificaba con él, y creo que por esa identificación lo había descubierto. Es paradójico, pero yo que me siento tan lejos y tan distinto de mis colegas escritores, me sentía cerca de un carrito de supermercado. Hasta nuestras respectivas técnicas se parecían: el avance imperceptible que lleva lejos, la restricción a un horizonte limitado, la temática urbana. Él lo hacía mejor: era más secreto, más radical, más desinteresado.

Con estos antecedentes, podrá imaginarse mi sorpresa cuando lo oí hablar, o, para ser más preciso, cuando oí lo que dijo. Habría esperado cualquier cosa antes que su declaración. Sus palabras me atravesaron como una lanza de hielo y me hicieron reconsiderar toda la situación, empezando por la simpatía que me unía al carrito, y hasta la simpatía que me unía a mí mismo, o más en general la simpatía por el milagro.

El hecho de que hablara no me sorprendió en sí mismo, porque lo esperaba. De pronto sentí que nuestra relación había madurado hasta el nivel del signo lingüístico. Supe que había llegado el momento de que me dijera algo (por ejemplo que me admiraba y me quería y que estaba de mi parte), y me incliné a su lado simulando atarme los cordones de los zapatos, de modo de poner la oreja contra el enrejado de alambre de su costado, y entonces pude oír su voz, en un susurro que venía del reverso del mundo y aun así sonaba perfectamente claro y articulado:

–Yo soy el Mal.

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